El espejo de una escritura o cómo se mira un género desde el espacio de la intimidad femenina.
Publicado en Mar 31, 2013
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Dr. Carlos Narváez
CONTEXTUALIDAD E IMAGINARIO EN LAS NOVELAS DE TERESA DE LA PARRA
1.1.- El espejo de una escritura o cómo se mira un género desde el espacio de la intimidad femenina. La marca del género femenino es el dolor que el mito araucano traduce como la sanción impuesta a la madre que paría a una mujer. La simbolización de la hija como “el dolor más grande de la mujer-madre” contiene la idea de la desarticulación del género femenino. La hija no es la encarnación de la madre, como sucede con el poder masculino, que se construye con la encarnación del padre en el hijo a través del cuerpo de la mujer. La encarnación femenina será posible con la reconstrucción de la imagen de la mujer, basada en una práctica social diferente de la de su condición de objeto.
El castigo, el dolor y la mujer conforman una trilogía con la cual se sustenta la inferioridad del género femenino y la sobrevaloración del masculino. Esa idea se encuentra en el imaginario tradicional mestizo: “en el parto, el varón viene con dos dolores, mientras que la mujer entra al mundo con tres, desgarrando las entrañas de la madre…”.
Es interesante ver cómo el metabolismo del cuerpo femenino, condicionado por la naturaleza para la reproducción de la especie humana, ha sido interpretado como un castigo. La menstruación, concebida en estos términos, es la prueba de la sanción a una supuesta rebeldía primigenia de la mujer. Esto está bien ilustrado en un mito letuama[1] en que se evoca el poder original antes de su domesticación, cuando los hombres les roban las flautas, y las mujeres las recuperan porque ellos no las sabían tocar.
Este y otros mitos son testimonio de los mecanismos utilizados para la justificación de la inferioridad de la mujer. De él se desprende que el ciclo menstrual es feo, sucio y recuerda la maldad de la mujer. Así se justifican,  en estas sociedades del Amazonas, los encierros de las mujeres durante largos períodos y su exclusión de ciertas actividades de gran prestigio para el hombre, como lo son el desarrollo intelectual y las artes.
Los  argumentos  de  la  dominación  masculina  parecen  ser  los  mismos en  todas  partes,  tanto  entre  los  “primitivos”  como  entre  los  “salvajes”  y los  “civilizados”.  En  el  mundo  mestizo,  el  argumento  de  la  inferioridad de  la  mujer  tiene  los  mismos  fundamentos  que  en  el  aborigen: el hombre-macho, el conquistador, perpetúa la aventura arquetípica de los héroes míticos aborígenes. Los cuentos y las leyendas mestizas son verdaderos instrumentos de propaganda y de promoción de la violencia sexual del macho y de la condición subalterna y de objeto  de la hembra.
El poder masculino se consolida con la reproducción y la paternidad. El control del cuerpo de la mujer es fundamental para la paternidad y es una de las principales causas de violencia masculina: encierros, maltratos, aniquilación de la mujer infiel. El fruto de la mujer sólo es reconocido dentro de la categoría de lo humano cuando un hombre se atribuye un poder de dominio sobre ella en virtud de su participación en la procreación.
A partir de este caudal de imágenes que nos brinda la mitología aborigen, podemos constatar la importancia de los mitos, tradiciones como testimonios que permiten conocer la elaboración imaginaria a la cual han tenido que recurrir los hombres para legitimar la superioridad de la inferioridad misma. Por lo general, son los hombres los que cuentan estas historias, y las mujeres las repiten en medio de la rutina, del trabajo doméstico agotador, de los embarazos extenuantes, sin haber tenido tiempo para averiguar que tales relatos han representado un instrumento de subordinación contra ellas.
Sin embargo, no se puede seguir pensando que las mujeres consienten la dominación ni que ellas comparten las representaciones encaminadas a producir su imagen de objeto. Decir que las mujeres aceptan su inferioridad permite descargar la responsabilidad en la víctima, que al final aparece como la única culpable de su opresión[2].
Las mujeres, a pesar de la domesticación social de la cual son objeto, admiten con dificultad la imagen que los hombres les han impuesto; por eso se revelan contra su condición de objeto y contra los roles impuestos a su sexo con el pretexto de su especificidad biológica. Ellas siempre han luchado por la igualdad, un sueño tan viejo como el mundo. Percibidas durante mucho tiempo sólo en relación con el varón, las mujeres han tenido que luchar por su derecho a elegir su propio destino. La sociedad les imponía un único camino, el matrimonio y la maternidad; así con frecuencia eran entregadas, desde la pubertad, a su amo y señor. La contracepción y el placer les estaban negados. Eran reducidas al orificio vaginal, vía para la reproducción y fuente de disfrute exclusivamente masculino. Este sitio de placer ha servido de  motivo para legitimar todo tipo de violencia contra la mujer, y participar en la vida social de otra manera que como vehículo de reproducción ha tenido un alto costo para ella.
A la mujer no se le ofrecen muchas opciones, y no es por convicción o por consentimiento calculado que educa a sus hijas para que se adecuen al modelo sociocultural impuesto. Para eso existe toda una maquinaria de terror que deberá funcionar sobre el alma y el cuerpo femeninos. En este sentido, las representaciones imaginarias cumplen un papel importante en el sometimiento de la mujer. Para sujetarla al espacio doméstico,  se evoca, por ejemplo, a la bruja, se dice  que en las calles sale “ el hombre malo”, “el borracho desnudo que se lleva a las niñas en un saco”, “el hombre con el rabo afuera que persigue a las niñas para matarlas”, “un desnudo que espera a las niñas a la salida de la escuela…”.
Por otra parte, la niña está cercada hasta dentro de las cuatro paredes del hogar. Allí el maltrato, el insulto, el abuso sexual tienen pudor y se perpetúan en el silencio, la enfermedad y el trastorno de la víctima. El silencio, las lágrimas son la expresión de la impotencia física y social del mundo infantil  femenino. La violación y el martirio de las niñas por el padre, el padrastro, el hermano, el abuelo, el tío, etc., es un tema prohibido que no tiene nombre, que no se evoca, que no se enuncia, porque a la víctima se le ha impuesto la vergüenza. A la madre se la hace responsable de la agresión de la cual es víctima la hija, y, para evitar la censura, prefiere silenciar el horror y vivir en el horror. La niña encarnará en su cuerpo mudo, mutilado, la vergüenza del acto criminal. Mientras tanto, los cuentos infantiles por lo general justifican el castigo de las niñas.           La inseguridad, la dependencia, el miedo de la mujer ante la libertad se obtiene a base de represión. Con frecuencia se le recuerda a la madre que debe controlar a la niña, tiene que estar vigilante para no sufrir luego reproches por su mala conducta. La glorificación de la autoridad materna es celebrada en el imaginario tradicional cristiano a través de representaciones como la de María. El abuso sexual es una manifestación del autoritarismo masculino sustentado por los fantasmas alimentados y sostenidos por mitologías y religiones y ampliamente explotados por las ciencias humanas de la psicología de las profundidades, que postulan un supuesto deseo de violación propio del inconsciente femenino. El fantasma de la violación, que se les atribuye a las mujeres como parte constitutiva de la feminidad, es puro invento social, un fantasma de los hombres y sólo puede ser destruido por la lucha de las mujeres una vez que sean conscientes de la manipulación de la cual son objeto. Los mitos, cuentos y leyendas, en gran medida, han desempeñado un papel en la perpetuación del poder masculino, pues transmiten valores que reafirman el lugar subalterno de la mujer en la sociedad. Pero esto permanece oculto para muchos, porque con frecuencia tanto hombres como mujeres desconocen los mecanismos de la opresión de género: la violencia física, moral y también simbólica.  Uno de los objetivos de los estudios de género, precisamente, es hacer visibles esas estrategias que pretenden eternizar la  desigualdad entre los sexos. El término “género”, dentro de los estudios relativos a la mujer, ha tenido diversas interpretaciones, pero esta investigación se adscribirá al concepto expresado por Barbieri (1992) en la revista Isis Internacional,  que remite a los sistemas de género-sexo -como conjunto de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores sociales que las sociedades elaboran a partir de la diferencia sexual anatómica-, a la reproducción de la especie humana y en general al relacionamiento entre las personas. Los términos de la pareja sexo-género con frecuencia se asumen como homólogos del par naturaleza-cultura. Sin embargo, conviene no confundir los planos. Al respecto es imprescindible tener en cuenta el fenómeno de la socialización, que tan importante papel cumple en el desarrollo de la vida. Como consecuencia de ese proceso, se ha impuesto una división sexual del trabajo que no es de base biológica, sino sociocultural; en correspondencia con ello, se ha establecido, asimismo, una estructuración de las actividades humanas mediante la separación de los espacios íntimo y público.
Distanciándonos de las connotaciones que frecuentemente se han atribuido al espacio privado, en nuestra investigación lo entenderemos como el ámbito narrativo de expresión de la vida y del quehacer cotidiano y literario; como sitio de reconocimiento y prestigio de las mujeres, donde se supera la percepción indiferenciada de ellas, quienes dejan de aparecer idénticas  e indiscernibles, intercambiables. Este es el espacio del hogar,  que permite el ejercicio silente o anónimo de la libertad.
          No obstante, al estudiar el espacio en la obra de Teresa de la Parra, se debe tener en cuenta que, aunque parezca limitarse exteriormente al ámbito sentimental y confesional, establece conexiones hondas con las fuentes de nuestros complejos familiares e históricos: a través de dos heroínas que quieren probar su independencia, muestra los arquetipos  que mueven desde abajo la psique del venezolano; asimismo la novelista deja escuchar el paso de la sociedad colonial a la nación independiente.
Los géneros de lo íntimo -y en consecuencia la construcción de un espacio de la intimidad-, por ser más propios del ámbito privado, han estado más a la mano de la mujer. Los llamados géneros menores (las autobiografías, las memorias y los diarios) han sido redimensionados como alternativas de expresión al resignificarse su utilización; así sucede, por ejemplo, en la literatura escrita por latinoamericanas como Isabel Allende[3], Diamela  Eltit,  Diana Morán o Luisa Valenzuela. Por otra parte, la postmodernidad se caracteriza por preferir las miradas plurales, las heteroglosias, las estructuras fragmentarias, los pequeños relatos, en lugar de las grandes historias. Acerca de este asunto, los actuales estudios de género ofrecen una gran multiplicidad de aristas. En los imaginarios culturales, las reglas de convivencia no escritas, las experiencias de la maternidad, la sexualidad, la doble jornada pueden irradiarse en un sujeto hecho de  escritura (personaje de papel) con ciertas señas que podrían reconocerse en la textualización de la experiencia creadora femenina.
Se ha querido caracterizar  la escritura femenina como menos simbólica y más apegada a lo anecdótico, menos elaborada que la de los hombres o menos ajustada al canon. En el caso de la escritura de Teresa de la Parra, otra de sus particularidades es la presencia constante de la amargura, la angustia, la impotencia y la desesperación. En algunas ocasiones, parece ser una literatura escrita con rabia o con miedo y apegada a la autocompasión.
Los cánones literarios, como las prescripciones lingüísticas, han sido instituidos desde la cultura patriarcal, desde el poder masculino. Lo masculino, por tanto,  se halla dentro de la concepción de lo no marcado. Lo femenino, por el contrario, se considera como lo marcado. La marca de género se sobrepondría, entonces, como especificidad. Si el texto que leemos no presenta indicios en el nivel de la enunciación que identifique a una autora, se suele pensar que se trata de un autor. Por otra parte, en los estudios literarios se habla genéricamente del autor, del narrador o del poeta, en masculino.
En la práctica, las escritoras pueden decidir marcar o no sus textos desde el punto de vista del género; pueden preferir ser leídas como “autora” o como “autor”.          Tal vez, en los textos de las mujeres que pretenden escribir como hombres, porque no marcan el género, se filtren, a pesar de ello, ciertos aspectos de su feminidad, pero, con habilidad, pueden hacerlos pasar inadvertidos.
En realidad, la escritura femenina puede ser muy diversa: en ella se pueden encontrar narradores masculinos, cuyas experiencias podrían ser tanto de hombres como de mujeres –como en los relatos de la ecuatoriana María Eugenia Paz y Miño recogidos en El uso de la nada (1987)- o pueden aparecer narradores y personajes masculinos, con experiencias íntimas y paisajes psicológicos complejos, situados en lugares exóticos, sin dejar de lado la vivencia femenina de otros personajes (véase: Puig, en La posibilidad del odio, 1988).
Por otra parte, los hombres, al igual que las mujeres, pueden asumir perspectivas femeninas en su escritura. Ejemplos de esto: Juegos bajo la luna (1994), de Carlos Noguera, y Cartas cruzadas (1995), de Darío Jaramillo Agudelo, entre otros; en esos textos se construyen narradores convincentes que expresan sensiblemente esas especificidades de la experiencia femenina como sujeto social subordinado.
Lo anterior significa que tanto las mujeres como los hombres tienen actualmente la posibilidad de elegir sus formas de escritura, así como orientarlas desde una perspectiva femenina o masculina, independientemente del sexo del autor. También los escritores homosexuales pueden decidir marcar o no sus textos con una visión homosexual. Desde el inconsciente del escritor pueden filtrarse sus experiencias, temores, prejuicios, etc. Estas marcas de la sexualidad podrían ser un ingrediente, pero no algo obvio en todos los textos.
Claro está que las diferencias en los procesos vitales que experimentan ambos sexos pueden dejar huellas en la creación simbólica. Pero esto no debe servir de argumento para continuar acercándose a la producción de las mujeres desde la óptica de lo biológico.
Se trata de descubrir, en la coherencia vital del individuo, estructuras interpretativas y transformadoras de la realidad que no son heredadas genéticamente,  sino que adquieren un significado operativo por medio del nivel de instrucción y de la dinámica social (herencia social). De esta manera, se crea en los ambientes de escritura un espacio humano, constituido de una naturaleza humana, en el contexto de la variabilidad de las respuestas a las que se enfrentaron nuestros lejanos ancestros con la reducción del instinto.
Lo anterior es una consecuencia inevitable de la capacidad psicosocial de  los individuos para generar e integrar procesos en una totalidad vital; de  este modo, el ser humano supera la coherencia biológica (el equilibrio entre el reino vegetal y animal) gracias a su dimensión neuro-sensorial, que le permite distanciarse de lo inmediato. Pero, al mismo tiempo, ese alejamiento le da la posibilidad de volver sobre las cosas con mayor precisión.
 
 
 
 
 

[1]           Mito letuama, “Luna convierte a la gente en animal”, Niño Hugo (1978). Literatura de Colombia aborigen, Bogotá, Colcultura.
 
[2]             Nicole-Claude Mathieu nos recuerda en su texto, L´arraisonnement des femmes, París, 1986.
[3]          Véase La casa de los espíritus (1987) de Isabel Allende, donde se utiliza la carta o epístola como excusa para escribir.
 
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Descripción

Ensayo crítico literario de interés académico universitario de III, IV y V Nivel.

Palabras Clave: Opresión encierro simbólico melancolía Identidad género y diversidad Patriarcado Androcentrismo subalternidades.

Categoría: Ensayos

Subcategoría: Análisis



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