LOBO
Publicado en Apr 01, 2013
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      -  ¿Ves al hombrecillo de la luna, lo ves?
-        Sí. Lo veo. Está meciéndose en su cuna, y nos dice muchas cosas. Tal vez si pones atención, escuches los cuentos de la luna.
-        No los escucho. El hombrecillo se ha dormido otra vez.
-        Ten calma. Algún día el hombrecillo despertará, algún día.
-        ¿Lo prometes?
-        Es una promesa.
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que miré la luna en compañía de mi padre. La he visto tantas veces, sí, pero él ya no estaba conmigo, y  no ha sido la misma desde aquella vez. Mi padre solía decir que había un hombre en la luna, que nos miraba desde el cielo y nos contaba secretos, historias. Fueron interminables esas noches en las que nos sentábamos frente a la ventana, o íbamos en el automóvil, y mi padre lo detenía y la observábamos casi fascinados. Es un hábito que a la fecha conservo... todas las noches voy a ver a mi hermosa luna, y le canto, le digo cosas, y la observo con la esperanza de que, tal y como mi padre lo prometiera, algún día el hombrecillo despierte y me cuente todos los secretos del hombre. 
He tenido una visión de mi padre. Él está ahí parado, del otro lado el riachuelo, con su rifle en las manos y su abrigo preferido, de piel amarillenta y gastada. Me mira fijamente, y no consigo comprender lo que en sus tristes ojos me quiere decir. Claro. Es el lenguaje de los hombres. La visión se desvanece y entonces me encuentro a mí misma agitada, inquieta, llena de dolor, y no consigo apartar de mi memoria esos ojos que me miraran tan terriblemente, como si fueran a decirme algo, pero que no me dicen nada, tal y como el hombrecillo de la luna.
Fue una promesa... ¿qué misterio es el que se esconde en la naturaleza, en mi naturaleza? ¿Qué luz escondida brilla en la luna, o más allá? Tendré que cantar más fuerte, más lejos, tendré que buscar más allá de la noche y tal vez algún día, el hombrecillo me revele el milagro de mi propia existencia.
Me es muy extraño explicar, incluso razonar el modo en el que llegué a ser lo que soy. Es otra de las caras ocultas de la luna, y no soy capaz ni siquiera de nombrar la clase de maravillosa y atemorizante magia que ha operado en mí. Pero he decidido que debo recordarlo, debo evocarlo, vivirlo de nuevo y cantarlo con todas mis fuerzas para así liberarme de todos los trajes, y ser solamente yo.
Hombrecillo en la luna... mécete en tu cuna, mécete... que si tú no me revelas tus misterios, yo te he de revelar los míos...
No recuerdo muchas cosas acerca de mi infancia, pero dicen que cuando somos dichosos el tiempo pasa muy rápido, así que mi niñez debió haber sido muy feliz. Mi madre murió la noche en que yo nací, así que mi padre era mi mundo y a él le debo todos los buenos instantes de mi vida.  Pero siento que tal vez por ese motivo quedé tan inexorablemente ligada a la noche. Tal vez deseé encontrar en ella lo que mi padre no podía darme, una madre, y tal vez, luego intenté encontrarlo a él.
Mi padre era un hombre muy afable y sereno pero lleno de vida, eso jamás lo olvidaré. Tenía una barba negra y canosa - pues se había casado con mi madre ya a edad madura- y sus ojos eran verdes, como el rostro del bosque y como el fondo del río. No era muy alto, pero era fuerte y sabía de todo tipo de armas y todo lo relacionado con la cacería. Tengo el borroso recuerdo de una cabaña, en medio del bosque, en la que pasábamos los días de invierno y yo acompañaba a mi padre a cazar.  Ahora me parece extraño que recuerde tantas cosas acerca de él, tantas anécdotas que viví junto a él, lo que le gustaba, lo que lo hacía reír, y sin embargo no consiga recordar cosas tan simples como el lenguaje, los nombres, los lugares. La memoria es frágil, sin lugar a dudas, pero los lazos de amor son poderosos y sobreviven a cualquier naturaleza.
El último recuerdo que tengo de mi vida anterior es una mañana que fuimos al bosque. Mi padre llevaba el abrigo que más le gustaba, un abrigo ya gastado y polvoriento de piel amarilla y lisa por fuera, y de cálida y gruesa lana por dentro. Una capucha le cubría la cabeza, y sólo su barba canosa sobresalía de ella. Eligió su mejor rifle, el de largo alcance, pues era el final del invierno y no había cazado en mucho tiempo. Estaba ávido por lo que él llamaba "su deporte".  Caminamos a través del espeso bosque sin decir palabra, y mientras él buscaba su presa, yo lo seguía, aunque titiritando de frío, con gran emoción. Normalmente la cacería me producía tensión, pero era ese estado de alerta continua lo que hacía la cacería más interesante para mí.  Nos adentramos cada vez más en el inmenso bosque, mientras él apuntaba con su largo rifle a todo lo que a su paso hacía el menor ruido o movimiento.  El tiempo pasó y llegó el hambre. Mi padre cazó un conejo y lo puso sobre el fuego que el mismo preparó, y después de la comida nos recargamos en un gigantesco pino que se perdía en el cielo, contemplando el color y la viveza del bosque, aún en medio del frío de la tarde.
Repentinamente, escuchamos un ruido en la maleza. Mi padre se levantó y tomó su rifle con precaución. Otro ruido, y otro, y otro más en la escarchada y húmeda hierba. Nos escondimos entre unos arbustos y observamos a un elegante y esbelto ciervo que se acercaba haciendo sonar sus delgadas patas en el pasto, que aún tenía un poco de nieve remanente del crudo invierno que había azotado. Después de aquel elegante animal, llegó otro ciervo, y luego dos más y poco a poco fue llegando una manada entera de altos y bien formados machos. Eran los ciervos más hermosos que había visto hasta entonces. Los observé con admiración. Entonces, escuché el sordo grito de un disparo. Era mi padre accionando su rifle, ansioso por obtener el trofeo final del día. La manada de ciervos se disipó tan rápidamente como se había formado, y los asustados animales corrieron frenéticamente en todas direcciones. Yo tan sólo acerté a cubrirme entre los arbustos, temiendo que los ciervos me aplastaran o me golpearan con sus patas.  El macho que mi padre había herido en una pata trasera quedó rezagado. Iba cojeando, lo suficientemente despacio como para que le diera el tiro de gracia sin dificultad alguna.
-        Quédate aquí. No te muevas. Volveré - dijo mi padre.
-        ¿Lo prometes?
-      Es una promesa - me dijo... y esa fue la última vez que escuché su voz.
Entendí que debía  quedarme y esperarlo. No obstante, el ciervo resultó ser más resistente y hábil de lo que pensé, pues corrió con una rapidez digna de asombro para escapar de mi padre. Escuché otro disparo, pero el sonido de los pasos en la hierba seguía. El sonido se alejó lentamente y todo volvió a la normalidad. Salí de los arbustos y me senté sobre el suelo para esperar a mi padre. Estuve en la misma posición por largo rato. Pasaron los minutos, una media hora, una hora, dos horas... mi padre no volvía. Caminé con angustia y desconcierto, sin alejarme demasiado del arbusto donde me había dicho que me quedara, pero el tiempo seguía pasando y no había señales de él. Grité su nombre, y nadie me contestó. Pasé entre los árboles, las plantas, con la mirada atenta como la de él cuando acechaba a sus presas.  Poco a poco la noche tiñó el cielo con silenciosa y vacía oscuridad  y me sentí sola como nunca antes en mi vida, asustada y nerviosa. Quién sabe que peligros me esperarían dentro de aquel gigantesco bosque.  Con las horas por fin acepté el hecho de que algo le había sucedido a mi padre y que yo estaba perdida en ese lugar. Escuché los rumores de la noche, a la lechuza, a los grillos, ligeros movimientos y murmullos que  provenían de un estanque cercano;  y a lo lejos, un tétrico aullido que más parecía como el grito de un espíritu maligno que rondara por los árboles.
Corrí buscando un lugar donde ocultarme de las terribles criaturas de la noche y llegué a un claro del bosque. A través del follaje de los altos pinos podía apreciar el blanco rostro de la luna, pero el hombrecillo no estaba. No se mecía. No me miraba. Había desaparecido como mi padre. Una indescriptible desesperación me embargó, y caminé en círculos dentro del claro, llorando, rezando, intentando aclarar mi mente, pero todo era inútil. No conseguía recordar el camino de vuelta y tampoco me atrevía a dejar el claro e internarme en la vaga sombra de los árboles. Finalmente me senté sobre la hierba, resignada a pasar la noche en ese horrible lugar y miré la luna por largo tiempo, como si la contemplación de su lejana belleza me salvara de lo desconocido.  No supe qué sucedió después, simplemente me quedé dormida. 
Cuando desperté, a la mañana siguiente, sentía mis manos entumecidas, los labios secos y congelados y todo el cuerpo me dolía. Un viento heladísimo se levantaba del suelo y me hacía sentir como si estuviera dentro de un refrigerador. El cielo estaba nublado.  Inspeccioné la zona, en busca de un rayo de luz para calentarme, pero mis extremidades se negaban a avanzar y un dolor en el interior de mis huesos como un ardor frío, me recorría. El hambre  y recurrentes palpitaciones en mis sienes me torturaban.
Encontré algunas bayas y hongos en el suelo y los devoré. Corté flores, hojas... cualquier cosa que pudiera masticar, y los metí a mi boca para calmar el dolor que me laceraba el estómago. Aunque el entumecimiento cedió, seguía sintiendo frío y pensé que no soportaría una noche más durmiendo al aire libre. Ya por la tarde, encontré una pequeña cueva escondida entre los árboles y me metí ahí para protegerme de la noche.
Los siguientes días, no sé cuántos, pasaron como una pesadilla. Cuando ahora intento recordarlos con claridad, lo único que viene a mi mente son escenas borrosas y turbias, que se parecen más a  alucinaciones espantosas; lo único que veo son sombras, fantasmas... el doloroso recuerdo de mi padre punzando en mi cabeza y en mi alma como un cuchillo. Al principio salía de la cueva por ratos, aunque pasaba el mayor tiempo dentro de ella, dormitando. Sin embargo, al paso de los días, fui enfermando, sintiéndome cada vez más débil, al punto en que comencé a delirar, viendo a mi padre dentro de la cueva, mirándome fijamente con ojos acusadores y llenos de reproche, como si me reclamara por no haberlo esperado hasta el amanecer en aquel arbusto, y por no hacer ahora un último esfuerzo por salir de mi escondido abismo entre los árboles. "Corre a casa", me decía con desesperación, y yo intentaba dar un solo paso pero el dolor me tiraba de nuevo. De lo único que me di cuenta con suficiente claridad y desesperación es que el tiempo pasaba sin que nadie fuera a buscarme.  Y en el caso remoto de que alguien lo hubiera hecho, no habría podido llamar su atención o pedir auxilio, pues mi debilidad era extrema y mi garganta se había cerrado por completo. Ya ni siquiera podía levantarme. Mi único consuelo era que podía observar la luna con tan sólo inclinarme un poco hacia el exterior.  Aquella era mi única luz en medio de las tinieblas.
Pasó algún tiempo y por lo menos logré ponerme de pie y caminar. Me pareció como si hubiera despertado de un prolongado letargo. Al poco tiempo empecé a observar el bosque y  todos sus detalles con el propósito de encontrar una forma de salir de allí o de hallar a mi padre. Aquel lugar entonces me pareció más grande de lo que había creído, tan gigantesco y confuso como un laberinto construido de ramas y de hierbas; desértico, solitario y triste como las ruinas de algo que alguna vez había sido hermoso. Quizá sólo era yo misma. Quizá las ruinas y el desierto estaban dentro de mí y no en el bosque. Pero me daba lo mismo.
Por las noches, seguía mirando a la luna, y luego me tendía sobre la tierra y escuchaba a los insectos, a los animales, y a la vida que renacía debajo de la oscuridad del cielo. También escuchaba los aullidos de los lobos, lejanos pero siempre presentes en algún lugar. Aullaban a la media noche y luego todo se sumía en un profundo y desolador silencio y yo lloraba apesadumbrada, intentando recordar el camino de  vuelta a la cabaña.
Con los días, el frío se aligeró un poco y con él mi enfermedad. Es increíble cómo la naturaleza nos brinda fuerza, cómo por instinto nuestro cuerpo sabe curarse. Mi garganta comenzó a abrirse de nuevo, la fiebre cedió y la tos también. Los rumores de la noche ya no me asustaban tanto, ni tampoco la soledad, y en cierto modo aprendí a convivir con el bosque. Luego de varios frustrados intentos, aprendí a hacer una fogata usando tan sólo viejos trozos de madera y piedras, tal y como mi padre las hacía. Siempre deseaba comer algo más que bayas y hierbas, pero en ese tiempo nunca pude comer algo mejor. Recuerdo que una mañana que me miré en el estanque, por vez primera desde hacía no sé cuánto tiempo, me di cuenta de lo demacrada y delgada que lucía. Mis ojos se habían hundido y su brillo se había opacado.  Definitivamente, ya no era la misma persona.
Las eternas noches de lágrimas, como todo, también se fueron acortando, pero a cambio, fueron cediendo paso a extraños pensamientos que comenzaron a dominar mi cerebro. Pensé en arrojarme al estanque y dejar que el agua llenara mis pulmones, o tirarme al suelo desde el árbol más alto que pudiera encontrar.  Mi padre, la cabaña, el mundo, eran escenarios cada vez más lejanos y vagos dentro de mi enmarañada mente. Me parecía que estaban presentes en un anhelo demasiado dulce e increíble. Así que comencé a caminar sin rumbo, dejando de buscar a mi padre, dejando de buscar la salida de aquel bosque. Quizá ahora pueda parecer una locura, pero en esos momentos,  habiendo buscado por  tanto tiempo la salida del laberinto sin poder encontrarla, sintiendo cada noche qué bendición sería para mí amanecer muerta, llegué a pensar que mi padre, mi hogar, todo lo que había conocido hasta entonces había sido un largo sueño, en una larga noche de fiebre y delirio que había pasado en el bosque. Si toda mi vida había sido un sueño, ¿entonces quién era yo? Oh, no. Una pregunta demasiado difícil de contestar para mí en ese entonces. Es admirable el modo en que obra la mente, al intentar olvidar lo que nos hace mucho daño, al tratar de dejar en los límites del sueño y de lo irreal lo que de otra forma nos volvería locos. Bendita mente, porque después de que estos extraños pensamientos me dominaban, de nuevo volvía a tomar el control de mí misma y estando ya en la orilla del estanque, o en la rama más alta de un árbol, me arrepentía y seguía luchando por mi supervivencia. Pensaba que tal vez algún día, a fuerza de intentar, encontraría la luz. Ningún abismo es tan grande y tan maligno como para no poder, algún día, encontrar un rayo de sol.
Sin embargo, el bosque es un lugar como ninguno en esta tierra. Al voltear el rostro hacia arriba en una noche clara, uno puede encontrar el mismísimo cielo... o el infierno. Todas las noches, al acostarme, escuchaba aquellos lejanos aullidos, que no me dejaban dormir hasta que las bestias regresaban a sus guaridas. Y aún al dormir, sus aullidos me seguían en mis sueños, y despertaba sobresaltada después de horrendas pesadillas en las que veía a los lobos desgarrando mi piel. Pero luego, inclinaba mi rostro hacia el firmamento para observar la luna y no dejaba de mirarla hasta que me volvía a quedar dormida. Mas qué magia tan fatal la del bosque. Una noche busqué la tierna y serena luz de la luna... y encontré las desoladoras llamas del abismo...
Advertí las terribles siluetas de los lobos oscureciendo la luna, vi sus monstruosas fauces abrirse y aullarle desde un alto despeñadero a mi divino astro de luz. Un rato después, los lobos abandonaron sus posiciones en el despeñadero y corrieron como feroces demonios al interior del bosque. Yo lo miraba todo desde mi cueva, mi refugio, mi escondite... pero al mirarlos, expandiéndose por la noche como una niebla letal, impregnando el aire de muerte y de miedo, me sentí desnuda. Intenté calmarme, relajarme, y mirar la luna para quedarme dormida como muchas otras veces.  Pero entonces escuché sonidos. Muchos sonidos, aterrorizantes sonidos. Eran los pasos y el aliento de los lobos hambrientos, que venían en  grupo, buscando víctimas en la sombra. En un principio, no pude ver de dónde provenían los pasos, pero unos segundos más tarde distinguí  sus crueles y brillantes ojos en medio de las tinieblas. Ya ni siquiera la luna me iluminaba. Si alguna vez han sentido de cerca la muerte, entonces sabrán cómo me sentía yo en esos momentos. Un frío sudor recorrió mi frente, mi corazón palpitaba con fuerza y mi respiración se entrecortaba. Estaba jadeando y temblando. Dos llamas monstruosas se fijaron en mí: eran dos ojos de lobo. Surgieron una infinidad de llamas a mi alrededor, trágicas y destructivas. Era mi fin... esperé con los ojos cerrados a que me mataran y entonces...los lobos se fueron. Se alejaron de mi refugio y sus ojos se perdieron en la noche, como todo se perdía en ese bosque, y, pasada la primera conmoción, la noche quedó en el más absoluto silencio. Yo suspiré, tensa y nerviosa y ya no pude dormir más, y tampoco pude conciliar el sueño en muchas otras noches que siguieron a ésta. Mi vigilia me dio tiempo suficiente como para que otras extrañas ideas llegaran a mi interior. Pensé que los lobos me estaban acechando a mí, y solamente a mí, y ese pensamiento me sacudió. Cada noche posterior las bestias salieron a aullar, pasaban por afuera de mi preciado escondite y podía escuchar sus demoníacos alientos, sus obstinados trotes. Algunas veces los oía, en algún rincón lejano del bosque, mientras cazaban y devoraban a sus presas. Era un sonido indescriptible, pero  estaba segura de que era el sonido de la agonía, de la brutalidad y de la sangre. Fueron tantas las noches que escuché este atroz sonido, que con el tiempo comencé a descifrarlo. Era como una multitud de gritos, de exclamaciones y de sollozos ensordecedores. Cerrando los ojos podía ver en mi mente la escena, como si fuera una  horrible película. Los monstruos acechando, acorralando a su víctima, echándosele encima, destazando a una desdichada criatura. Se arrebataban los trozos de carne violentamente, y luego hacían feroces juegos y limpiaban la sangre de sus patas como burlándose de la fatalidad y de su salvajismo. Y ya por último, agotados por la jornada, los monstruos terribles iban a sus guaridas y dormían como la oscura amenaza que se aquieta de pronto. Sólo así volvía la luz del día.
Las extrañas ideas que habían aflorado en mi cerebro eran como oscuros presagios del destino. Imaginaba que los lobos de algún modo habrían de intuir mi presencia un día,  y que me acecharían y me matarían. Sólo era cuestión de tiempo.
Aún no logro entender si fue la ciega certeza de mis divagaciones lo que los llamó, o simplemente mi olor, pero lo que tenía que suceder, sucedió. Una noche fresca de verano, ellos vinieron, como ya lo hacían desde hacía tiempo.  Pero esta vez sus alientos pasaron mucho más cerca de la cueva, y yo me arrinconé al borde del pánico. Vi sus sombras fuera de mi escondite. No sé cuántos eran, pero yo vi una incontable manada de siluetas a la luz de la luna.  Puse la cabeza entre mis piernas y lágrimas de miedo escaparon de mis ojos.
Ese fue quizá el momento más difícil que había vivido durante mi penosa estadía en el bosque.  Lo único que podía pensar en ese instante era en mi padre, y en lo mucho que me dolía que todo acabara así. Quizá él ya estuviera muerto, pero no; un soplo divino, un relámpago de luz que pasó por mi corazón en ese momento mortal me dijo que mi padre seguía vivo pero que yo ya no lo volvería a ver. De pronto, percibí una sombra muy grande en la entrada de la cueva. Era sombra de la muerte que venía a buscarme, el ojo del destino que se posaba sobre mí. El ojo del lobo. Escuché su respiración junto a mi oído y sentí el calor de su cuerpo. Cerré los ojos y apreté los dientes hasta morderme la lengua. Lloré casi paralizada por el terror  y no quise pensar más. Sentí la fría nariz del lobo en mis brazos, en mis piernas, en mi cabello... me olfateaba toda. Luego sentí su respiración en mi cara. Y de pronto... nada. El lobo se fue y la manada volvió a su guarida.  Exhausta por los momentos de angustia que había vivido, sollocé sin poderme contener  por largo rato. Entre todas las ideas que se agolpaban en mi mente, me asombró el hecho de que la feroz bestia no me hubiera causado daño alguno. Aún sentía su aliento y su fría y dura nariz en mi rostro.
Y después, todos mis recuerdos llegan a un solo punto, a una misma incertidumbre: el mismo terror que se repitió las noches siguientes. Los lobos se acercaban mucho a mi cueva, demasiado, y yo sentía que moría.  Podría ahora jurar que cada noche un lobo distinto me olfateaba, me tocaba, jadeaba penetrando en mis oídos y en mi cabeza, y me aturdía, me embargaba de turbación.  Pero nunca me hicieron daño.  Es aún un enigma que no logro explicar que los lobos jamás me hubieran hecho el más mínimo rasguño, o dirigido el más imperceptible gruñido. Simplemente me conocían, muy a su modo. Como si yo fuera una bestia más, pero una bestia que no los amenazaba. Yo permanecía quieta, sumisa, y ellos me conocían cada vez más.
¿Qué mecanismo sobrenatural funcionó en mí, en nosotros, la noche en que me atreví a descubrir mi rostro y mirar fijamente los ojos claros y sublimes que se posaron sobre mí? ¿Qué locura temporal, qué cambio operó en mí al abrirme a la noche, al dejarme domesticar por esas fabulosas bestias, y yo por mi parte lograr domesticar la naturaleza bestial del lobo? No puedo responder a esas preguntas, y sin embargo sé que esa noche yo fui la que conoció a los lobos. Sé que esa noche  me atreví a salir de mi segura, pero oscura cueva y pude ver algo más que la luna. Levanté el rostro, respiré el delicioso aroma del bosque... y distinguí una eternidad de hermosas estrellas a mi alrededor. Eran los ojos de los lobos, pero ya no eran llamas malignas, sino luces celestiales que alumbraban mi camino y mi alma. Vi a los lobos, mirándome con serenidad y ternura. La noche se encendió de mil colores e inexplicablemente sentí una especie de aprobación, como si me aceptaran entre los suyos.
Ya no estaría sola, loca, desorientada.  Las extrañas ideas ya no llegarían a mi mente, sino que ahora, por fin, comprendería las fantásticas visiones de la noche.
Desde ese instante perdí el último vestigio de lógica y convencionalismo que quedaba en mí. Ahí comenzó mi nueva vida,  ahí supe que había despertado del letargo en el que había vivido toda mi existencia y ya no sentí más miedo. Ya no sentí más dolor, más soledad, más extrañeza. En las noches, los lobos venían y yo me sentaba con ellos. Al amanecer, corrían a sus guaridas y yo los seguía.
Sus refugios resultaron ser mucho más placenteros que el mío. Ya tampoco volví a la pequeña cueva. Recuerdo que los primeros días despertaba por las mañanas, en la guarida, y mientras los lobos dormían profundamente, yo salía a comer hierbas y bayas como era mi rutina desde hacía mucho tiempo. En las noches, los observaba un rato en sus juegos y canciones y después era yo la  que se dormía. Pero mientras más tiempo permanecía despierta por las noches, más sueño me daba por las mañanas. Lentamente me acostumbré a dormir por el día y despertar hasta la tarde. Los veía correr y saltar, cuidar unos de otros, reñir y luego reconciliarse. Las madres protegían a  sus cachorros, los machos jóvenes cortejaban a las hembras. Se reunían y celebraban consejos, se curaban los unos a los otros, y en la culminación de la noche, se reunían en el despeñadero, a la luz de la luna y se hacían una unidad, uno solo. Aullaban con todas sus fuerzas, con toda su pasión y su devoción, y cada noche dejaban todo su ser en ese lugar mágico, que no es sino un templo de cálida roca, un santuario donde el tiempo se suspende, donde el bosque se silencia y lo único que existe es el lobo y su adorada luna... o la luna y su fiel compañero. Uno no puede imaginar cuántas cosas se pueden aprender de las bestias. El domesticar la naturaleza bestial del otro, significa renunciar al dominio propio y abrir paso al lado salvaje de uno mismo.
 Pasó el otoño, y de nuevo llegó el invierno.  La nieve cubrió los arbustos y las copas de los árboles y el conseguir alimento me fue cada vez más difícil. En verdad pasé un invierno memorable no sólo por la falta de alimento, sino por que mis ropas, desgarradas y viejas, dejaban pasar todo el frío y entumecían mis huesos. Entonces me acurrucaba junto a alguno de mis hermanos lobos y dormía profundamente hasta que el líder de la manda, un lobo gris dotado de extraordinaria belleza, nos llamaba. Era la hora de comenzar la jornada. Ellos aullaban con fervor, mientras yo descansaba plácidamente,  escuchando su canto. El oído del hombre se ha atrofiado con lo que llamamos "raciocinio", pero como parte de mi domesticación, me olvidé de las patrañas y escuché con atención sus aullidos. Eran verdaderas canciones, verdaderos poemas,  verdadero éxtasis hecho melodía. Comprendí que ellos también llamaban al hombrecillo de la luna, aunque en su propio lenguaje. Yo también lo llamaba, pero ya no recuerdo cómo. Ciertamente, no era el lenguaje de los hombres. 
Luego, siguiendo al líder, comenzaba la cacería. Mis antiguos sueños se hicieron realidad y entonces los vi acechar, y perseguir a sus presas en manada y después comer el banquete de honor como  premio a su ardua carrera a través del bosque. Pero ya no me causaba asco ni horror, y ya no los veía como demonios insaciables. Incluso las palabras "bestia" y "salvaje" cambiaron de significado para mí. Ahora, simplemente los observaba con placer, compartiendo su hambre y su regocijo.  Tampoco los veía ya como animales, sino como inteligentes seres con personalidades propias. Con mis nuevos ojos podía distinguir a cada miembro, y hasta podía sostener contacto con ellos. Aquellos fueron días de mucha alegría y paz para mí.
Y un día, la tierra cambió. Las bayas se hicieron amargas, las hierbas insípidas, y  los hongos repulsivos.  Un hambre permanente empezó a torturarme, y pasé algún tiempo caminando con ansiedad, sin poder dormir bien, nunca satisfecha. Algo faltaba, algo... ¿pero qué? ¿Era acaso el recuerdo de mi padre? No. Ya me había resignado a perderlo desde hacía mucho tiempo. ¿Era la soledad? Tampoco. Había encontrado en los lobos leales compañeros de juegos, seguros protectores, e incondicionales amigos. Si los hombres aprendieran la dulzura, el afecto y la camaradería que yo aprendí de los lobos, entonces no los llamarían bestias salvajes.  Aparentemente todo estaba completo, pero por algún extraño motivo dejé de comer, dejé  de jugar,  dejé de correr por el bosque. De todos modos, el llenarme de frutos y hierbas no reducía mi martirio.
Una noche, el líder nos llamó. Todos acudimos al llamado. Entre los lobos, la manada es algo sagrado, y el líder de la misma es  el miembro más importante. Era hora de cazar. Formamos un grupo compacto y nos dirigimos a las profundidades del bosque. Caminamos sigilosamente, jadeantes, tensos, y llegamos a las cercanías del estanque al que yo había ido a beber muchas veces en mi vida pasada. Entonces, escuché, como un timbre en mis oídos, los pasos de un animal. Mi nariz se llenó de pronto de un olor intenso y delicioso, un olor irresistible... No me pude contener, mi boca empezó a llenarse de saliva. Grité con todas mis fuerzas, hice la llamada de alerta a la manada y corrí con locura por el bosque, buscando el origen del incitante aroma. Conforme corría, el olor se acercaba, y los pasos también. Mis compañeros lobos corrieron detrás de mí, gritando como yo, exclamando. No sé con exactitud lo que sucedió después. Me perdí entre el olor, los sonidos, el éxtasis, el jadeo.
Me lancé sobre él  sin pensarlo. ¡Me empapé en el delicioso olor, me volví  loca entre la dicha y la libertad! Disfruté con ansiedad, mastiqué, tragué, lamí, y entonces sentí que ya no me faltaba nada.... no me detuve hasta que sacié mi ansiedad. No me detuve hasta que caí rendida, y entonces, el delicioso aroma me acompañó en mi sueño...
Desperté en la guarida. Todos los lobos dormían. Me levanté con más energía y felicidad que nunca, y salí a sentir los rayos del sol que se extinguía en el horizonte. Caminé, sedienta, hacia el estanque.  Un ciervo como el que una vez mi padre había perseguido bebía tranquilamente. Lo miré con profundidad, recordando la trágica tarde en que mi amado padre había desaparecido. El ciervo me miró, y percibí su terror, su pánico, mientras se alejaba corriendo. ¿Por qué corría con temor? Quizá alguna bestia lo acechaba. Miré a mi alrededor, escuché con atención, aspiré, intentando percibir cualquier olor extraño en el aire. No había nada. Ninguna bestia estaba presente. Caminé por los alrededores buscando al ciervo o a su depredador. Era muy peligroso que estuviera en el aquel lugar sola, sin la protección del grupo, pensé. Un carnívoro, o quizá una manda completa, o quizá otra criatura, no lo sé, pero algo había asustado al ciervo. Corrí silenciosamente rodeando el estanque para poder así regresar con la manada.
... y de pronto, encontré al depredador. Me detuve en seco, helada, paralizada, enajenada. Lo examiné cuidadosamente:  un par de orejas puntiagudas... hocico prominente... largos y afilados colmillos... ojos grandes y brillantes... cuatro patas que sostenían un cuerpo ágil y esbelto... un hermoso pelaje gris oscuro, espeso y abundante...
Los bordes del hocico aún tenían restos de la sangre de la presa devorada la noche anterior, lo mismo que sus patas. Jadeaba, sacando la lengua para beber del estanque. Miré casi con horror mientras se acercaba a tomar agua y....
Mi lengua se mojó. Bebí una y otra vez sin detenerme.  Erguí la cabeza y entonces vi entero el reflejo del lobo en el agua. Un hermoso y temerario lobo, que había venido desde la guarida a saciar su sed.
No intento en este relato explicar  el modo en el que me transformé. Ni siquiera lo sé yo misma.  El bosque me poseyó y me hundí en sus misterios, y de un modo inexplicable, perdí mi naturaleza humana y me convertí en Lobo.  ¡Qué milagros tan grandes puede obrar Dios en su creación! ¡Qué misterios tan maravillosos, tan inenarrables se esconden en el bosque donde habita el Lobo, hermosa y peculiar criatura dotada de ágil visión y sensible olfato, velocidad, inteligencia, lealtad y compañerismo, ferocidad y mansedumbre, todo a la vez!  El Lobo es una criatura realmente especial: no es como los hombres, que están atados a las necesidades, a los pecados y a los caprichos. No es como el hombre que vive en un estado de permanente sueño ante su rutina, ante su frustración. No es como la humanidad que vive atrapada en su mundo, como por tanto tiempo viví yo en mi cueva, llena de temor, de locura, asomando la cabeza cada noche en busca de la luna. Ahora, en cambio, he visto las estrellas, he respirado la vida. El Lobo no se ve atado, sino que su propia naturaleza lo hace libre.  Pero sobre todo, el Lobo es el ser más sabio del bosque. Sabe callar cuando hay que guardar silencio, acecha, murmura, se acerca sigilosamente y conquista la mañana, para así escuchar los sonidos del cielo y de la tierra, del agua, del aire; pero también sabe cantar con verdadera emoción y con la pasión y el fervor en su estado más puro cuando no sólo es necesario, sino imperioso. El Lobo es fuego y hace suya la noche. El Lobo es manso y feroz, hermoso y terrible, divino y diabólico... el Lobo es la mitología del bosque.
En profundos y excitantes pensamientos que ahora no puedo recordar, bebí un poco más y luego permanecí por largo rato mirando mi propio reflejo. Miré dos estrellas, dos preciosas perlas color dorado, dos ojos de Lobo, que adornaban el cielo como dos luceros. En ese momento ya no me importó nada. Me perdí en las estrellas  y me olvidé de todo. Corrí con libertad y emoción por el bosque y regresé a mi guarida.  Llegó la noche y seguimos al líder hacia el bosque, llamados por el irresistible olor a sangre. La jornada había comenzado de nuevo...
Así pasó un invierno, y otro más, y otro más.  Me hice una con la manada, una con los míos. La tierra ya no me parecía amarga y todo había cambiado. Todo, excepto la luna. El hombrecillo seguía allí, quieto, como si esperara algo que nosotros no podíamos darle. Compartí el éxtasis del aullido con mis compañeros, todas las noches, haciendo resonar el eco del Lobo en el bosque, postrándome en aquel lugar sagrado, con mi silueta a contraluz de la brillante perla nocturna. Pero el hombrecillo no me habló, y jamás hasta este momento me ha hablado.
Y por fin llegó otra época de cambio. La manada emigró hacia el norte, en busca de nuevos dominios y de guaridas inexploradas. Partimos durante el invierno. Las madres tomaron a sus cachorros, protegiéndolos del frío y del cansancio, los machos rodearon a las hembras formando un poderoso, seguro y compacto grupo, y a la cabeza, el líder. Así avanzamos muchos días. El paisaje fue cambiando y con él todos nosotros. El Lobo también se distingue por ser una criatura que se renueva con las estaciones, y tal vez eso sea lo único que Lobo y Hombre comparten. Ha sido este viaje el que me ha traído aquí, a los confines del mundo, y ha sido este viaje el que me ha hecho realizar este doloroso recuento no con el objetivo de recordar mi extraña transformación y mi oscuro pasado, sino para hurgar en eso que los hombres llaman conciencia, y que es lo que no me deja cantarle al hombrecillo con plenitud.  Pero no es sólo un recuerdo. Es una descomunal y poderosa visión, un instante de mi vida, y quisiera con todas las fuerzas de mi alma sacar el dolor para siempre y quedarme con el amor y con la luz. Por eso ahora lo evocaré por última vez, para así poderlo entender por completo.
Este episodio sucedió durante el viaje. Había sido una larga noche, pues la manada había estado en constante movimiento. Todos los lobos dormían dentro de algunas cuevas que habíamos encontrado al paso o en el interior de los accidentes que se formaban en el bosque.
Habíamos parado durante la madrugada para descansar junto a un vasto lago que estaba congelado.  Había un árbol de grueso tronco y largas ramas y hojas junto al lago, y más allá, seguía un bosque tupido y formidable. Todo estaba muerto, no había un solo sonido, y una espesa niebla lo cubría todo. Un intenso olor a pino, a humedad, y a tierra lo impregnaba todo. Yo desperté sintiendo que la sed quemaba mi lengua y me apresuré al lago a beber, traspasando con mi aguda mirada el velo de neblina. Pero el agua estaba endurecida. Comencé a vagar por el bosque, buscando algún pequeño arroyo donde pudiera beber, pues no habíamos probado una sola gota de agua desde hacía un día completo. Después de un rato, llegué a un peculiar paraje: era un llano en el que no había un solo árbol, cubierto de blanca nieve. El horizonte se perdía en la pesada niebla de la mañana, y una brisa fría soplaba desde el norte. En alguna parte del llano, encontré un delgadísimo riachuelo que aún no se había congelado del todo. Bebí con rapidez, con desesperación, aunque el agua estuviera muy fría y algunos trozos de hielo que corrían por el arroyo cortaran mi lengua. Aún no terminaba de contentar mi sed, cuando de pronto escuché un sonido corto, seco, que resonó en mis oídos con la fuerza de un trueno. De inmediato me puse en guardia y descendí sobre mis patas delanteras en posición de ataque. Miré a través del horizonte. Nada. Giré la cabeza en la dirección contraria y entonces vi el ojo negro y profundo frente a mí. Yo ya había visto ese ojo alguna vez, pues lo reconocí. Era un ojo pequeño y estático, que miraba directamente hacia mí  entre la niebla.  Solo el angosto y delicado riachuelo separaba al Lobo del Ojo Misterioso. Lo miré sin hacer el menor movimiento. El Ojo se movió y me rodeó. Escuché un sonido en el agua, como si fueran pasos, tan cerca de mí, que el líquido helado salpicó en mis patas. Yo seguí con la mirada al Ojo, que salió un poco de entre la niebla y observé dos gruesos brazos que lo sostenían con manos firmes y seguras. Admiré las formas humanas que se presentaban ante mí casi fascinada, pero con alerta y duda, preguntándome dónde había visto al Ojo antes. Mi mirada de estrella se encendió, y me preparé para saltar encima de él... y entonces el Ojo salió completamente de la niebla y pude mirarlo bien.
Era un hombre, que sostenía un largo rifle que brillaba con el reflejo del sol que nacía del otro lado del riachuelo. Con el Ojo apuntaba hacia mí, también en posición de alerta. Llevaba un abrigo de piel amarilla y lisa por fuera, con una capucha que cubría su cabeza por completo y de la que sólo sobresalía una barba descuidada y gris. El Lobo que había podido hacer su camino por entre la espesa niebla, y que pudo, con su singular agudeza, descubrir el Ojo que lo acechaba, no pudo ver más allá de la oscura capucha amarillenta y vieja, no pudo descubrir el rostro detrás del amenazante rifle.
El hombre emitió un extraño sonido que no recuerdo y que jamás podré volver a comprender, pero inexplicablemente, el solo sonido de esa voz me asustó más que el Ojo mismo del rifle. Temblé de pies a cabeza y todo mi ser vibró al escuchar esa voz tan familiar, tan suave, tan... Mi corazón palpitó con tanta intensidad, que quería salirse de mi pecho. Miré de nuevo el abrigo amarillento, la barba canosa....
El hombre, sin dejar de apuntarme, se quitó la capucha, y entonces todo el mundo se desplomó para mí en un segundo, y el hombrecillo de la luna se fue para siempre.  Me perdí en sus ojos verdes, como el rostro del bosque y como el fondo del río.
...era mi padre.
Sentí como si mis patas no pudieran sostenerme más. En ese momento, toda la niebla se dispersó y en mi mente comencé a vagar atrás, cada vez más atrás en el tiempo, y recordé el día en que habíamos ido a cazar y en el que yo me había perdido. Recordé la cabaña, a las afueras del bosque, y todas las anécdotas y los buenos y malos momentos con mi padre llegaron a mi memoria súbitamente. Me recordé a mi misma cuando aún no era Lobo. Sentí un nudo que subió desde mi estómago, por mi garganta, hasta mi boca, que me cegó por unos instantes y me mareó. Quise sacarlo de mi cuerpo con mi voz, llorar, gritar...decirle algo a mi padre. Dije algo, no sé qué, pero él me miró impasible, como si no hubiera oído nada. El sonido estalló en mi cabeza y me rendí ante el hermoso amor que resurgía en mí. No, no me había resignado jamás a perderlo. Había intentado enterrarlo en lo más profundo de mis entrañas, pero es que él era mis entrañas, él era todo lo que me importaba en este mundo. Era el Hombre, con su Lobo. Sin pensar en nada, me quise lanzar sobre mi padre para abrazarlo, besarlo y decirle cuánto lo amaba y cuánto lo había extrañado, contarle todos las maravillas que había visto en el bosque, con los míos, y sin embargo también decirle que me guiara de vuelta hacia la cabaña.  Sin poder controlar mi dicha extrema, me acerqué bruscamente hacia él. Mi padre retrocedió rápidamente asustado, y en menos de un segundo... el Ojo brilló. Un fuerte resplandor que me deslumbró salió de aquel Ojo amenazador y sentí algo caliente y duro que golpeaba en mis oídos y que me desgarraba por dentro. Mis sentidos se nublaron. Un nuevo nudo subió por mi garganta, y esta vez emití un lastimero y mortal alarido desde el fondo de mi alma, que hizo que mi padre me mirara de modo extraño, sobresaltado por todo el dolor que había en ese grito... y no sólo por el dolor físico. El alarido se prolongó hasta el límite de lo que soportaba, y entonces sentí como si cayera en un precipicio. Vi a mi padre, que aún sostenía el rifle en las manos y en medio del alarido, sentí que mi corazón y mi mente se incendiaban en la locura y en el amor más grandes de este mundo. La desdicha más intensa me embargó, y entonces recordé que yo era Lobo, que mi padre no me reconocía y no me reconocería nunca más. Aquel día de cacería había pasado hacía mucho tiempo, y él jamás me había encontrado. ¿Qué acaso el hombrecillo de la luna me habría abandonado para siempre?
Sentí un terrible y punzante dolor en el pecho, un martillazo que se extendía por todo mi cuerpo y que no me dejaba respirar. El Ojo apuntó hacia mí otra vez, pero lo único que yo sabía era que mi padre no tenía la culpa de nada, que él había sufrido tanto como yo y que, tal y como Hombre y Lobo lo comparten, era una nueva estación para ambos. Yo amaba con todo mi corazón a mi padre, y si no me mataba la bala, me mataría la tristeza de dejarlo ir. Pero me unía ahora también el amor a mi manada, a los míos, y mi vida se apagaría de igual manera si los dejaba a ellos. El dolor subió hasta mi cabeza y sentí un intenso escalofrío; mis fuerzas se terminaban. Antes de que el Ojo mortal me mostrara de nuevo su resplandor, tomé la fuerza del bosque, la misma fuerza que me había cambiado, y corrí.
No supe hacia donde me dirigía. Tan sólo sé que corrí arrebatadamente  y me interné en el bosque. Escuché cinco disparos más, pero ninguno me alcanzó. Mi padre corría detrás de mí con la misma decisión y avidez con la que había perseguido aquella vez al ciervo. Pronto, la fuerza del bosque me abandonó y mis extremidades se paralizaron, se adormecieron. No pude correr ya más, y sentí un calambre que surgía de mi pecho y que no me permitía ni siquiera moverme. Me arrastré con las últimas fuerzas que me quedaban, gimiendo, llorando de dolor. Me detuve y mi cabeza cayó con pesadez sobre el pasto, sin que yo pudiera detenerla.
Y así es como he llegado al final de mi viaje. Es de esta estrepitosa, dolorosa e increíble manera en la que ahora me encuentro tirada sobre la fría hierba, entre la luz y las tinieblas, a punto de perderme para siempre, inmóvil. Siento un negro vacío en mi corazón, y las últimas ruinas de mi templo se han caído. Ahora sólo permanece, quieta y desolada, el alma. Mi corazón se ha incendiado completamente, y moriré sin poder encontrar cómo apagar el fuego que él ha encendido en mí.
Pero... por dios...
...ahora lo comprendo todo a la perfección. Es en esa oscura capucha donde se esconde el misterio del mundo y de la naturaleza, y tuve que llegar hasta aquí para entenderlo. Y mi padre, el rifle, el riachuelo, no han sido sólo visiones provocadas por el dolor extremo, sino que son tan reales como el mismo cielo y son una parte inseparable de mi vida y de mi muerte. El misterio del mundo es que el amor es capaz de transfigurar cualquier naturaleza y alumbrar en las tinieblas más espesas. Ahí, en esa luz celestial donde todo acaba y todo comienza de nuevo, nos espera  una nueva época y una nueva tierra más allá de estos espléndidos bosques nevados. La tierra cambió, es verdad.  Todos habremos de cambiar pero la flama vital será capaz de regresarnos a nuestro estado original. En esa flama es donde se oculta todo lo que llamamos recuerdos, sentimientos y sueños, todo lo bello de este mundo. 
¡Pero... pero si ahí también mora el hombrecillo de la luna! Ahí llevó su barca, una noche mítica en el principio de los tiempos, y allí la seguirá llevando noche tras noche, a ese recinto etéreo, donde se sienta a vigilar al universo y a sus criaturas en las noches estrelladas.
Ahora mi padre ha cumplido todas las promesas que me hizo. Primero, la que me hiciera aquel día, cuando se fue persiguiendo al ciervo y me dijo que no me moviera de mi lugar, que regresaría. Yo no lo obedecí y me fui, y tal vez mi padre regresó a buscarme a ese mismo lugar, pero eso ya no importa ahora. Finalmente, ha cumplido la promesa más preciada y más grande de mi vida, la promesa del hombrecillo de la luna.
    -  ¿Ves al hombrecillo de la luna, lo ves?
-        Sí. Lo veo. Está meciéndose en su cuna, y nos dice muchas cosas. Tal vez si pones atención, escuches los cuentos de la luna.
-        No los escucho. El hombrecillo se ha dormido otra vez.
-        Ten calma. Algún día el hombrecillo despertará, algún día.
-        ¿Lo prometes?
      -     Es una promesa.
Mi padre ha cumplido después de todo. El hombrecillo me susurra, me dice su secreto, sus cuentos. El hombrecillo me dice, que era una vez una niña que fue de cacería con su padre y que se perdió, y que se convirtió en Lobo. Me dice que había una vez un Lobo, que siguiendo su propio camino, encontró el misterio del mundo y a su hombrecillo hermoso. Me dice que ahora todo se aquieta, y que el Lobo se irá en su propia barca y remará hacia donde no existen las naturalezas diferentes, ni el odio, ni la muerte. 
Mi padre se acerca. Escucho sus pasos suaves sobre el pasto. Ya no corre, sino que camina lentamente, pues sé que me ha visto aquí, agonizando sobre la hierba.  Yo espero con paz en el alma y con una profunda reverencia en mi interior, y aunque el dolor me ahoga, ya no siento más desdicha. Veo sus pies que avanzan hacia mí. Ha bajado el rifle y se detiene a unos metros de donde yo estoy, como esperando a que muera. Mi respiración se acaba; él se acerca un poco más y se hinca junto a mí. Logro levantar la vista... y me encuentro en sus apacibles ojos verdes, llenos de compasión y de bondad. Ahora ha llegado el momento de despedirme de él y de decirle que el hombrecillo de la luna me ha escuchado y que ahora me iré con él. Mi padre me mira con estupor y luego retrocede, aturdido y titubeante, sin dar crédito a lo que mira. (Mira, eso es, mírame bien y encuentra en mis ojos las llamas de luz que te han de llevar al paraíso...) Comienza a temblar de pies a cabeza y su semblante se altera con la impresión más intensa que el Hombre puede sentir. (No dudes, no te aflijas, ¿qué acaso no ves que te amo con todo mi corazón? Yo estaré bien, mas si he de volar a la tierra de lo inefable, te llevaré conmigo siempre, y algún día, regresaré con mi barca y te contaré los secretos de la luna... es una promesa) Me mira aún unos instantes más, como si dudara de su instinto, de la flama que vagamente lo alumbra. Se acerca de nuevo a mí, con vacilación, penetrando con su mirada las estrellas que le devuelven la mirada, los ojos de Lobo que parpadean con vehemencia y ardor, como si reconociera en ellos la ternura y el amor que me redimen.  De pronto, veo lágrimas correr por sus mejillas. Suelta el rifle y se lanza sobre mí, y mientras sus manos me acarician con todo el amor de un padre, me susurra cosas en el lenguaje de los hombres. Puedo ahora ir con el hombrecillo de la luna en paz. Ya nada me ata a este mundo. Ya no tengo ninguna naturaleza. Simplemente soy YO. 
-        Te quiero, papá - susurro, en el lenguaje del aire, que sobrepasa naturalezas y límites.
Mi padre entonces se separa de mí, suspira con profundo dolor y  toma el rifle casi tambaleándose.
-        Te quiero, papá - le digo de nuevo.
Entonces, él carga su rifle. He dejado de sentir mi cuerpo y todo me da vueltas. Toma con firmeza el rifle y me apunta. Con su mirada me dice que todo estará bien, que acabará con mi sufrimiento. Yo me pierdo en sus ojos verdes y vuelo al límite de mí misma...
Su dedo, sudoroso, aprieta el gatillo. El resplandor brilla como un sol pero entonces yo ya no cierro los ojos. Su mirada me ha absorbido por completo y los abro bien para ver mejor. El trueno resuena y la tormenta se consuma. La flama extingue los últimos vestigios de duda y yo emito un hermoso aullido de Lobo, y mi canto se eleva arriba, muy arriba, hasta el cielo. He dejado todo lo que fui y todo lo que soy en ese canto de amor. A través del canto vuelo, me elevo hacia el infinito con la felicidad más radiante y sublime que he sentido. El alma ha encontrado la luz. Es esta melodía la que se oyó por primera vez en el bosque cuando el primer Lobo le aulló a la luna, y cuando la vida brotó en el mundo.  Es esta la melodía que se seguirá escuchando en los confines del bosque, y que seguirá transmutando naturalezas.
Tengo la certeza de que el hombrecillo de la luna lo ha escuchado, y de que, sin importar la distancia, tocaré no sólo la luna, sino las estrellas.
(...padre, padre...)
Me he liberado.

 
 
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Foto del autor Kaylasa Black
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Miembro desde: Apr 01, 2013
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Descripción

Cuento largo sobre una nia que se pierde en el bosque y se transforma en un lobo. Historia trgica de fantasa.

Palabras Clave: lobo luna transformacin noche tragedia muerte amor bosque cuento padre hija

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Fantasa



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Jeshua Almendra

Hermoso, me he quedado sin palabras y con lágrimas en los ojos. De verdad es hermoso. Son pocos los autores que provocan lágrimas en mí cuando los leo, hoy tú has hecho eso en mí con este maravilloso texto. Felicidades. Me encantó tu narración la cual me llevó de la identificación al éxtasis, a la compasión y a la exquisitez desmesurada, hasta el llanto mismo. Gracias.
Responder
April 03, 2013
 

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busy