El viejo de la bolsa (captulo 01)
Publicado en Apr 24, 2013
CAPITULO I
El primer cadáver apareció una mañana de invierno. Era el cadáver de un niño blanco, ocho’diez años; mutilado, vejado, casi sin pelos; un cuadro de muerte sangrienta. (Nadie imaginó entonces la ristra de muertos que se venía.) Alguno de nosotros dijo reconocer a la víctima; algo casi gracioso entre aquel enchastre de tripas; amasijo deforme, horrendo, retorcido en el sayo de una bolsa, lleno de moscas, y ya roído por las ratas del basural. Este es el Grussusi. Se dijo. El tanito del fondeadero. Y así era, nomás: al tanito se la habían dado, a lo bestia. Como a un bicho dañino del monte. La mañana se abre torpe en la barranca de Villa Nueva; cielo de nubes negras, el sol sale como puede; del lado del río sube esa cerrazón que anuncia tormenta. Los teros se agitan, alborotan el amanecer tempestuoso; se respira olor a lluvia en la ribera. Se viene una fusca bárbara, dijimos. Casi malditos. Desde el oeste retumba un trueno, todo tiembla, se sacude. Después, un trueno aún más ostentoso. Las gallinas mariposean como mandingas. Y un nuevo estampido, feroz, que enloquece a los perros; estremece tablas y fieras en los corrales. Temporal. Dijimos todos. Los primeros ventarrones se arman contra los tilos. Llueve. Llueve duro; gotas gordas. … El rumor del niño hallado muertoa'palos en el basural (ya) se convirtió en certeza. Los gritos de angustia (ya, sabemos) se propagan, se pregonan; hasta que padre y madre dejan de buscar y rebuscar en los alrededores del fondeadero y oyen y escuchan y atienden al cusiliari reunido y se apiñan y gimen y se dejan aturdir por ese voceo que dice que El niño está muerto, En el basural, En una bolsa… Santa Madona, gritan los tanos. Y lloran, a los gritos, bajo el temporal que sacude el monte; la madre se desmaya; el padre intenta estropearse la cabeza a puñetasos. Un concierto de perros corona la escena: ladridos y ladridos. Y otro trueno tremendo. Finito il mondo, se lamentan, sonoro, napolitano. La lluvia caía a pedradas sobre Villa Nueva… Lluvia densa, maciza. Al crepúsculo volvíamos todos del cementerio. Los desechos del Grussusi (entonces ya sabíamos que se le habían llevado corazón hígado lengua manito izquierda patita derecha; además de abrirle el culito con una cuchilla) descansaban ahora ordenaditos dentro de una caja de madera sepultada en el campo santo de la comarca, como lo había pedido su madre. Ningún sacerdote ofició el entierro del niño: en Villa Nueva no había sacerdote. Ni había parroquia, claro; allí Dios no sabía de nuestras penurias. Volvíamos enjambrados, amuchados para soportar el frío helado, la ventisca lloviznada que arreciaba del río. Bajábamos, la estrecha senda de la barranca, como en procesión, turbados y temerosos de esa muerte violenta que enlutaba a Villa Nueva. (La desgracia.) Un largo refucilo se deja ver al sur. Ilumina como fuego. La señal de la cruz ilustra a las mujeres viejas. Santa Madonina, lloran las tanas. Y la lluvia ahora se desploma en ráfagas de locura. En toda la comarca se maldice la misma suerte… Los negros del Galpón se amontonan contra los barrotes para vernos descender la cuesta del cementerio. Sus inmensos ojos blancos se multiplican como luciérnagas nerviosas patrullando la oscuridad del anochecer. El horror late en el ambiente, suda en escalofríos. Villa Nueva es un manto de mala suerte. Parece un cuento; oteamos los corrales, también la hacienda luce apenada. Hasta los indios de la Reducción se acercan a la vera del arroyo, su condenada frontera. Nos miran, bajo la llovizna, tristes, respetuosos, consternados en nuestro dolor de blancos. (El lamento napolitano supera todo lo conocido.) Peregrinamos la ribera hasta el fondeadero; ceremoniosos, en silencio, acompasados en el revuelo del río y los sauces… Y allí nos desperdigamos, los moradores de Villa Nueva, cada cual a su madriguera, en sigilo, incómodos, apenas oliéndonos en la noche fría. Silencio. Quietud. El tamborileo de la lluvia entre los cobertizos llega como única señal de nuestras vidas. En la comarca. Todo es dolor. Todo es miedo. El miedo que carcome nuestro sueño. Impetuoso. Porfiado. En los ranchos se apilan lloros. Como si el pánico fuera sembrando en cada desvelo. Padre Santo, Padre Santo, rezamos. Todos… El griterío, terrible, profundo de la tana madre retumba entre la madrugada. Su marido, el padre del bambino ha intentado suicidarse; sabiendo que nunca tendrá el valor, el desgraciado igual esgrime un machete al propio cuello: Mío cuore e’ una pietra, grita… Nadie pega un ojo en Villa Nueva… El latir del espanto se expande como una marea, meticuloso y sagaz. Miedo. Todo miedo. Y la lluvia y el viento siempre en escena, afuera, en la noche negra. El río se mece en oleadas. Un aullido de perro llega de lejos, tétrico. En la noche tétrica. Todos sabíamos, entreveíamos, o al menos sospechábamos qué mierda había ocurrido con el tanito de la ensenada. Pero nadie, ninguno se atrevía a decirlo en voz alta. El temor a su sola mención nos estremecía en la soledad de nuestras conciencias. ¿Estaba ocurriéndonos eso que tanto temíamos? La respuesta asustaba con sólo pensarla. La misma ruina que vapuleaba a todo el Pago de la Magdalena parecía cernirse sobre nuestra olvidada comarca ribereña: Vemos, entendemos que para la muerte no cuentan como excusa la belicosidad de estos insondables caminos del Virreinato… Ella, la Muerte, siempre se las arregla para llegar a cualquier lado… Incluso a este páramo absurdo, nuestra aldea de mala reputación; este escondrijo, barroso, como un secreto de corsarios: veinte leguas al sur de Buenos Aires; última ladronera antes del Cabo de Hornos; embrollo de barcos negreros y contrabandistas, malandrines, desterrados de toda laya, viciosos, putas; en la loma de la barranca, Villa Nueva, sufrida de sudestada, arrinconada entre saladeros y curtiembres; nuestra aldea, olvidada, palpitando el pulso de la Reducción: el hediondo lodazal donde se pudren los indios Ki’lmes… Sí. (Es cierto.) La muerte siempre siempre se las arregla para llegar a todos lados. Y lo sabíamos, lo sentíamos; calaba en nuestras conciencias. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta. Nadie. (El villorrio en silencio.) Pero lo estábamos, todos, latiendo; sin nombrarlo, sin decirlo; ensimismados, temblando el disgusto, calamitosos, lamiendo el terror de nuestro amargo destino. Humillados. Sabíamos. Lo sabíamos. Caminaba por todo el Pago de la Magdalena. Había llegado a nuestra comarca. Pero no podíamos, no queríamos nombrarlo: (El viejo de la bolsa.) Sí. Sí. EL VIEJO DE LA BOLSA.
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