De techo las Estrellas
Publicado en May 09, 2013
Una paloma, dos palomas, tres palomas… ¡Vaya, ya empiezan a llegar! En un
momento más, llegará toda la bandada, y esta vez no se me escaparán. Estoy seguro. No lo entiendo, siempre que trato de hablar con ellas, me miran con recelo y simplemente se echan a volar ¿qué les he hecho? No las veo como alimento, como otros hermanos, o como esos peludos de ojos rasgados. Incluso, el otro día les llevé un trocito de pan que conseguí a las afueras de una Sandwichería (y sí que estaba sabroso, tenía esa cosa verde cremosa, a la que le llaman palta y un trozo de casi carne, creo que se llama jamón…) les iba a preguntar si querían un poquito, comer conmigo … pero nada. Bastó que me acercara unos pasitos y ¡Puf! Volaron y volaron sin siquiera mirar atrás, sordas a mis gritos de “¡Esperen, esperen, yo solo quiero conversar!”. Bueno, qué va. Mañana lo intentaré de nuevo, a ver si esas cerebro de miga me hacen caso. Hubo un tiempo (poco después de llegar al mundo abierto) en en el cual traté de unirme a alguna manada de las que rondaban por aquí, pero no es que me hayan recibido a patas abiertas… “Cachorro inexperto” y luego venían risas y ladridos. “Lamebotas, vete a la cama de tu mami” y una lluvia de mordiscos le seguían. Sí, los primeros días fueron duros. No sabía cómo conseguir comida ahora que no había plato, no sabía que ciertas esquinas tenían dueños (también lo aprendí a mordiscos) ni tampoco que no todos los dospatas gustaban de mi compañía, y más de un golpe me gané por eso. Pero si los días fueron duros, las noches eran supervivencia. La primera noche (aún la recuerdo, ya hacen dieciséis lunas atrás) fue la más triste, incluso más que cuando me apartaron del pecho calentito de mi mamá y la compañía de mis hermanos. Independiente de el hecho que tuve que dormir arrimado a una pileta, pues los lugares más tibiecitos ya estaban ocupados por los mayores y algunos dospatas, lo peor de esa velada fue que me di cuenta de que ya no iban a volver por mí. Me pregunté una y otra vez que por qué me dejaron, que qué había hecho mal… pero por más que me perseguí mi pequeña cola, no encontré la respuesta. Así pasaron los días, las semanas, las lunas…. Y aprendí a valérmelas solo, viviendo de a migajas ganadas con movidas de cola y agua robada de las piletas. Conocí el arte del ladrón astuto, fui sigiloso como un gato y silencioso como un pequeño ratón. Cometí delitos tan graves como comerle el helado a un pequeño dospatas o robar carne de una carnicería; pero todas las vilezas que he cometido han sido simplemente para sobrevivir. Poco a poco me fui acostumbrando al frío nocturno que me atravesaba el pellejo, a comer según la suerte del día y a mover la cola con simpatía a cambio de un poco de cariño. Siempre hay uno que otro dospatas que se acerca y de repente se pone a jugar conmigo, por lo general son los más cachorros o jóvenes (y es que reconozco que siempre he sido bonito), aunque aprendí que a la mayoría de los bípedos más adultos no les gusta que yo me acerque a ellos, y mucho menos que les quiera dar un abrazo (otra cosa más que aprendí a golpes). Pero también observé que a los hermanos que estaban algo enfermos, les faltaba una patita o se les había caído el pelo (algo muy común entre aquellos que se habían criado en la calle) ninguno de los dospatas los quería. Los echaban con agua, piedras o golpes, y ni pensar en que alguna vez les llegara si quiera una miserable galletita. Al principio no entendía por qué, pero luego me contaron que se trataba de algo a lo que los dospatas le llamaban “Asco”. Nunca comprendí por completo lo que eso significaba, pero sé que no es nada bueno. Sin embargo, hay también unos dospatas a los que los demás de su raza los tratan como si fueran uno de nosotros, con la diferencia de que jamás les hacen cariño ni juegan con ellos, y en vez de tirarles comida les tiran unos círculos metálicos. Son más peludos y olorosos que los otros, en verdad se parecen bastante a los callejeros. Tres lunas después de mi llegada, conocí a uno de ellos. Iba a escarbar el basurero de la esquina (casi siempre hay restos de pizza), cuando lo descubrí. Era macho, y se veía ya algo anciano. Yo estaba enojado, todos sabían que ese era MI basurero, ¿Qué se creía ese anciano, hurgueteando en MI porquería?. Y luego, me vio, y me miró a los ojos. Me invitó a acercarme, y compartió la mitad de su botín conmigo (en esa invitación, se disipó toda la molestia que amenazaba con ladrido). Cuando me senté a su lado, por primera vez en mucho tiempo, sentí calor. Pero no un calor de calentito, sino un calor de… de… No, no sé cómo explicarlo, sólo sé que en vez de venir de afuera, venía de adentro, algo así como un gas, pero más bonito. El día en que mi familia me abandonó, no entendía el porqué. La verdad, aún no lo entiendo. Ese día lloré, como nunca antes, y al parecer hice tanto ruido que un dospatas me pegó enojado con su maleta. Ese día pensé que nunca más iba a volver a mi hogar. Pero cuando conocí al dospatas arrugado, me di cuenta de que ya no necesitaba ese hogar, ahora, con él, la calle y toda su eterna lluvia de olores lo era. Ya no tenía cama, pero tenía un lugar en su cartoncito. Y eso era todo lo que necesitaba. Voy caminando por la calle. Hoy las con plumas no me escucharon, pero estoy seguro de que mañana lo harán y si no, lo volveré a intentar una y otra vez hasta que resulte. Veo a mi dospatas aparecer por la esquina, él me sonríe, y yo le muevo la cola. Nos sentamos en la vereda y nos relatamos el día entre gruñidos y risas. El mundo nos mira feo, pero nosotros somos felices. Nos tenemos el uno al otro.
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