Es una de esas noches en que uno siente, en comunicación bidireccional con la Naturaleza, que es capaz de entender el Universo. Es una de esas noches en que el espíritu desea sondear el infinito. Una de esas noches, en que casi sin pensarlo, se lima uno los vértices, se pule los propios bordes y se dispone, ya sólo alma flexible, a circular el tiempo.     Yo única,  sola y perceptible, libre y cognoscente me disparo substancialmente en busca de otra substancia, que sea también única, que aunque encerrada en sí misma, que aun con la visión prohibida, me perciba...la perciba...nos percibamos.       Voy en silencio, dejando que mi intuición sea el sensor que la descubra. Debemos distinguirnos desde el conocimiento de las sensaciones. Sin piel, sin ojos, sin oídos, imposibles los olores y los sabores, deberemos ser capaces de sincronizarnos con el sentimiento y con la fuerza viva del impulso.      El camino, sin senderos ni cruces, es la búsqueda.      Lentamente el silencio se entibia. Me recojo en mi propio interior con alegría; te siento y te presiento; te veo con mayor nitidez que con los ojos olvidados. Te conozco, te reconozco, te ilumina mi saber y sé, sin saber cómo lo sé, de la mutualidad de lo que siento.       Sé que nos sentimos. ¿Es en el centro de la rueda donde nos encontramos? No importa, en realidad. Sólo el incendio del abrazo compartido en soledad importa. Sólo el fuego que borra las fronteras de los propios interiores importa. Sólo importa saber que somos el espejo donde el Universo se refleja...que somos un alma cada uno y dos al mismo tiempo cuando nos pensamos, cuando nos sabemos, cuando nos invadimos.