Aug 29, 2009 Jul 24, 2009 Jan 26, 2009 |
Las tres cuerdas de la lira Quién me diera una musa de fuegoque os transporte al cielo más brillante de la imaginación...William Shakespeare Falto de inspiración, Hilarión Litter recogió las hojas desparramadas por el piso y las arrojó, una por una, en el cesto de la basura. Salió a la calle malhumorado, dispuesto a caminar un rato, con la íntima esperanza de no tropezar con algún conocido, ya que no estaba con ganas de hablar con nadie. A dos años de publicado su último libro se sentía vacío de imaginación, y se decía a si mismo que era tiempo de que su cabeza concibiera algún texto digno de ese nombre. Se detuvo en un cafetín de la calle Defensa, pidió una copa de Pineral y la bebió despacio, como si en cada sorbo analizara la composición química del oscuro brebaje. Pasada la media hora pagó y sin pensarlo enfiló hacia la plaza. Anduvo por andar y de a ratos se detenía a curiosear en los negocios de antigüedades. Al caer la tarde, retomó el camino de su casa. Encendió la radio, se preparó un café y se encerró en el estudio..."Arrastraba el cansancio de muchos días de marcha. Había dejado atrás la tierra de los griegos, adentrándose en las vastedades de Tracia. Al concluir la jornada, cuando aparecían los arreboles del atardecer juntaba algunos arbustos secos y encendía una fogata que, atizada por el viento, hurgaba con sus llamas la oscuridad que descendía sobre esa parte del mundo. Pasado el tiempo, por alguna razón desconocida, evocaba esos fuegos. Por efecto de la distancia, la seguridad de Delfos era apenas una remembranza, y el mármol de de sus templos y la providencia de Apolo no eran más que una visión esfumada. Empujado por un ansia irrefrenable había partido en busca de las tres hermanas que portaban el nombre de las cuerdas de la lira y que moraban más allá de los dominios de los odrisios. Los amigos se mofaron al despedirlo. Recordaba que en la última libación no faltó quien le dijera que no eran tres sino nueve, o quizá siete las dulces mujeres que encendían sus ansias. No les hizo demasiado caso ni a los burlones ni al charlatán. ¿Qué le importaban a él todas esas nimiedades?Sin humanas poblaciones a la vista, el silencio del paisaje era apenas alterado por el sonido del viento, el graznido de las aves o el nocturno aullido de las fieras. Su marcha se tornó más lenta cuando le escaseó la comida y finalmente el agua. La frágil humanidad que pacientemente había tejido durante su vida, se desgarraba en medio de tan hostil naturaleza, tal como lo hacían sus ropas al ser rasguñadas por las matas de espinillos. Era un animal exhausto y solo el soplo de su quimera lo mandaba continuar. A esas alturas, amenazada su cordura por la fiebre que lo abrasaba, halló alivio en el sueño. Bajo un cielo nublado, precipitóse en abismal delirio. Despertó al alba y se creyó mejorado. Poco o nada recordaba de las hondas pesadillas que le sobrevinieron. Comió las pasas de uva que aún le quedaban y prosiguió la marcha en dirección nordeste. Al llegar al río supo que estaba cerca y que ya nada podría detenerlo. Astroso, cubierto su rostro por una barba mugrosa, dispuso de un largo rato junto al cauce de agua para recuperar su aspecto humano. En la penúltima noche, el hondo sueño lo abandonó. Sobresaltado, vagó en una indecible región que se extendía entre el desmayo y la vigilia. Comprendía lo espantoso de su situación. Aterido por el frío, acechado por los lobos, solo el crepitar del fuego le recordaba que aún estaba vivo.Por la mañana bebió toda el agua que pudo y se encaminó hacia la mancha amarronada, que a lo lejos, ofendía con su ondulación la recta traza del horizonte. En efecto, coronado por pequeñas nubes, se veía el renombrado contorno de los Ródope. El fin del inclemente periplo estaba al alcance de los ojos.Sabía por Mimnermo y por Aecio que las encontraría (o lo encontrarían) en algún sitio impreciso, en las escarpadas laderas del más alto de aquellos montes. Seca su boca, dolorido el estómago por el hambre, al ponerse el sol se tumbó al pie de la cuesta. Debía reunir las pocas fuerzas que le quedaban para acometer el último tramo, acaso el más difícil. Aletargado el pensamiento por densos vapores oníricos, tuvo extrañas ensoñaciones en las cuales se le entremezcló el tiempo. Entreveía a las hermosas jóvenes, ya danzando, como en el óleo de Baldasarri Peruzzi, ya manifestándose con lastimosos lamentos en el funeral de Patroclo, ya riendo junto a Apolo, ornadas sus cabezas con blancas plumas. Acurrucado junto a las cenizas de un fuego extinguido, aterido por el frío, despertóse cuando el disco del sol se insinuaba en los confines de la tierra. Llamaron su atención algunos trozos de amarillentos papiros, con ilegibles signos, clavados en algunos árboles. Los huesos blanquecinos roídos por las fieras lo alarmaron.Sin hesitar trepó con ahínco, y en la frenética escalada se le estragó el cuerpo. Cuando el atardecer se le vino encima, no había avanzado demasiado. Sabía que estaba al borde del desfallecimiento. Una quietud inmensa se extendía en derredor de aquel hombre alucinado. Intentó gritar y apenas logró que brotara de su garganta un agudo quejido.Cuando volvió en sí, Nete le humedecía la frente con un breve y suave paño de lino, impregnado de nieve y aromático aceite. Era bella como una flor y le susurró palabras incomprensibles. Le dio de beber ambrosía y la pesadez inefable una vez más lo tumbó. Abrió los ojos cuando el sol estaba alto. Nete le sonreía. Advirtió que Mese e Hípate, sus hermanas, jugaban y cantaban un poco más allá, a la sombra de unos robles. Cuando se sintió mejor, lo llevó a caminar, tomado de su mano, por estrechos senderos que viboreaban entre olivares añosos. Al caer el sol, fatigados, ambos se tendían en alegre intimidad sobre la fresca hierba. El hombre, con la lucidez que ilumina cuando la niebla del placer se disipa, conjeturó que debía volver a su tierra sin dilación. Algo en su fuero íntimo le decía que poco tiempo duraría el favor de la coqueta y que grande sería el pesar cuando el hastío arribara. La despedida fue penosa y el regreso a Delfos trabajoso. Quienes lo vieron llegar se sorprendieron de su desmejorada condición física y del raro brillo de su mirada. Poco o nada dijo de su experiencia en tan lejanos dominios. Se alejó de la sociedad de los hombres y escribió incansablemente. Murió un par de años más tarde y como es de rigor, sin tardanza sobrevino el olvido. Su nombre se ha perdido y de su obra han sobrevivido tan solo unas inspiradas estrofas y algunos fragmentos del relato de aquel viaje." El sol de noviembre hacía sentir su calorcito a media mañana. Como todos los martes y viernes, Eugenia introdujo la llave en la puerta de la casa de Litter. Al abrir la pesada madera, la envolvió esa suave penumbra que se esparcía por la amplia sala, atiborrada de muebles. A través de la puerta cerrada del estudio, se escurría la música de uno de esos tangos retobados que se oyen en las orillas del Río de la Plata.Sin hacer demasiado barullo para no molestar, limpió las dependencias y luego se encerró en la cocina. Preparó la comida. A eso de la una se sirvió un aperitivo y lo clavó entre pecho y espalda. Cuando golpeó la puerta del estudio para avisarle al patrón que el almuerzo estaba listo, no tuvo respuesta.Al abrir lo encontró inclinado sobre el escritorio con la cabeza apoyada sobre unas hojas en blanco. La luz encendida de la lámpara arrojaba una luz amarillenta sobre la escena. Se alarmó pensando en lo peor.Trató de despertarlo. Hilarión, restregándose los ojos enfocó la figura de Eugenia, quien con voz ronca le recriminaba que pasara las noches en vela borroneando cuartillas y estropeando lo poco que le quedaba de salud. La mujer le acomodó el escritorio, apagó la radio y le trajo un plato de sopa que ingirió con desgano. Por la tarde, el hombre salió a dar una vuelta. El bullicio de Buenos Aires remontaba el aire, se condensaba y caía. Como uno más en la vasta colmena, caminó sin rumbo fijo y si alguien se hubiera molestado en mirarle, habría advertido la mueca triste que se delineaba en su rostro. Avanzaba sin reparar en nada, como los sonámbulos, a sabiendas que tanto ese como algún otro, eran recorridos inútiles. Al fin y al cabo, cualquier pobre infeliz del montón podía dar fe que andando por la rumorosa Avenida de Mayo, jamás persona alguna podría llegar a las lejanas llanuras de Tracia. La Señorita Grass Los pormenores de esta historia se los debo a Elizabeta Montini. Me los refirió en su villa de Lucca, en Toscana, una tarde que aún no olvido. Palabras más o menos, así fue su relato... "El sol de mayo se alzaba sobre las montañas espejando las aguas del Lago Maggiore. El cavaliere Di Tomasso bebía su té con la mirada perdida en el paisaje. Era un hombre maduro, tenía un buen pasar producto de algunos negocios afortunados, florecidos al calor de las relaciones políticas, y ahora vivía, solitario y tranquilo, en la pintoresca ciudad de Stressa. Luego de leer el diario, se acicaló y bien vestido abandonó su habitación. Descendió a la sala, ojeó la correspondencia, impartió algunas instrucciones al mayordomo y se encaminó hacia el auto, dispuesto a emprender el viaje hacia Vevey, en el cantón de Vaud.Cruzó la frontera Suiza por el Simplon Pass y cerca del mediodía estacionó frente al negocio de Mr. Delhaye, marchand de obras de arte, quien le había ofrecido una pequeña pintura de Egon Schiele.La secretaria lo introdujo en el despacho del mercader, quien estaba acompañado por una mujer de unos 35 años, elegante y bella, que le fue presentada como Angela Grass, propietaria del bonito cuadro que se exponía en un caballete junto a la ventana. El óleo del pintor austríaco estaba fechado en 1909 y consistía en una marina de colores apagados, donde los barcos con sus palos y cordajes, dormitaban anclados en aguas mansas, bajo un extraño cielo amarillento. Atento a que los papeles de propiedad estaban en orden, a que la obra aparecía debidamente autentificada y con un precio ligeramente por debajo de lo que establecía el mercado, el cavaliere cerró el trato. Firmó el cheque mientras alguien procedió a embalar el cuadro y acomodarlo en el baúl del Mercedes. Se despidió satisfecho por el negocio, dispuesto a emprender el camino de regreso, no sin antes almorzar en el restaurante del Hotel des Trois Couronnes, en la rue d´Italie, junto al lago. Al salir advirtió en el vestíbulo del hotel a la Señorita Grass. Se acercó a saludarla y se sorprendió cuando la dama aceptó tomar un café en su compañía. Era algo más joven de lo que imaginó al conocerla, y como no se hacía trampas a sí mismo, esperaba una negativa a su arresto, ya que las espinas del escepticismo habían crecido con el paso de los años y una natural perspicacia le permitió advertir que sus acciones en el mercado de grisettes descendían sin pausa.Al final de la charla, el cavaliere supo que la dama era escultora, que había estudiado en Viena, que vivía en las proximidades de Como, sin contar otros detalles menudos de la interesante biografía. Ella comentó que regresaría en tren, y él se puso a disposición de la Señorita Grass para llevarla en auto hasta donde vivía. El viaje fue apacible, y al llegar, se despidió amablemente no sin antes invitarla a pasear algún fin de semana, en el Strega, su yate, anclado en la marina de Santa Margherita Ligure.La rutina de los días acabó por esfumar el recuerdo de aquel encuentro, hasta que un viernes de mediados de julio recibió un llamado inesperado: --¿Cavaliere?... ¡Soy la Señorita Grass! ...¿Me recuerda?... Desearía hablar con usted, y tal vez, si es que su invitación sigue en pie, aprovechar para navegar un poco...--¡Naturalmente! --respondió el hombre, algo extrañado.La esperaría al día siguiente en el Hotel Imperiale de Santa Margherita." ********"Cuando la dama avanzó hacia él, notó en su mirada un dejo de preocupación. Al cabo de media hora de conversación los propósitos de la mujer habían sido expuestos. Se había marchado de la casa de su amante, un hombre violento y de turbios antecedentes. No tenía ningún sitio seguro en donde refugiarse por el tiempo que la prudencia aconsejaba. Temía alguna represalia, razón por la que desistió de volver a su casa familiar en Viena. Por ese motivo pensó en él. En su orfandad, real o fingida, le solicitó asilo y protección hasta que se enfriara el asunto.El cavaliere no era hombre de amilanarse por los imprevistos y así, impulsado por el instinto, instaló a la joven en un cuarto vecino al suyo y dos días después partían en el Strega, a navegar algunas semanas hasta las Islas de Hyéres.Las escalas de Niza y St. Tropez facilitaron el encuentro amoroso y las gaviotas que los sobrevolaron durante el viaje los descubrieron tendidos al sol, sobre cubierta, como amantes solícitos. Las fotografías que el cavaliere guarda como recuerdo de ese periplo testimonian aquellos momentos dichosos.Pasados los ardores estivales, retornaron a la quietud Lago Maggiore. La Señorita. Grass instalada en la casona del cavaliere, adaptó una de las habitaciones como atelier y allí pasaba sus mejores horas, trabajando la arcilla o la piedra. Depositó una suma cercana a los cincuenta mil euros en una de las cuentas de su protector y cada tanto le solicitaba pequeños adelantos para sus gastos. En el garage dormía el pequeño cinquecento amarillo con el que ella se movilizaba.Cuando el cavaliere viajaba a Torino para atender sus negocios, a veces la señorita lo acompañaba. Aprovechaba el paseo para adquirir en la ciudad los enseres que su actividad requería. No era persona de molestar y se manejaba con autonomía. Parecía feliz y despreocupada, y a veces el cavaliere la escuchaba hablar en alemán. Al parecer telefoneaba a una hermana en Austria.A finales de enero, los rigores del invierno se hacían sentir y los Alpes soplaban su aliento gélido, encrespando las aguas del lago. El cavaliere, con desgano, debió ausentarse durante tres días para asistir a una serie de reuniones en Milano. Al telefonear a su casa, la mucama le comunicó que la señorita Grass había salido un par de horas después de su partida con destino desconocido. Mencionó que regresaría al día siguiente, pero eso jamás sucedió. Dejó todas sus ropas y el dinero depositado en el banco, para adentrarse en el misterio" *******"El comisario Andolini tomó debida nota de la denuncia que el cavaliere realizó en el destacamento policial de Stressa. Como es de rigor en esos casos, se enviaron comunicaciones a los puestos fronterizos y a la INTERPOL, sin que dieran con el paradero de la Señorita Grass. El cinquecento amarillo apareció una semana después, abandonado en las afueras de Coblenza, sin ningún indicio ni testimonio que arrojara luz acerca del destino de su propietaria. Las respuestas de la policía austriaca fueron desconcertantes: "...no consta en nuestros registros persona alguna con ese nombre y descripción, y la oficina de pasaportes no posee constancias de emisión de documentos a ningún ciudadano de tales características."Por voluntad propia o ajena la enigmática señorita se había esfumado, sin dejar tras de ella siquiera una minúscula pista de su paradero. El cavaliere, sumido en la perplejidad y la pena, suele comentar en rueda de amigos, que todo ese asunto fue un sueño feliz con un triste despertar. Otras veces, conjetura que la bella golondrina voló hacia otros cielos, cálidos y luminosos, poniendo distancia con la incipiente vejez del amante. Por último, en las largas noches que el insomnio le prodiga, cavila pesaroso en la ocurrencia de alguna ignota desgracia y entonces se desespera.Lo cierto es que el dulce recuerdo de la Señorita, anima al cavaliere a pensar que la vida con sus cuitas y sorpresas, merece ser vivida. En esa inteligencia trata de disfrutar cada instante, pese a los persistentes achaques que lo acosan y que estoicamente sobrelleva. De cuando en vez, al contemplar en la sala el cuadro de Egon Schiele, la evocación sobreviene. Entonces percibe, muy en el fondo del corazón, la esperanza de que una tarde cualquiera, la Señorita Grass llamará a la puerta para proponerle, con su encantadora voz, de descender juntos a Santa Margherita y zarpar, con el Strega, para disfrutar las delicias del sol mediterráneo..." Simone de Beauvoir La naturaleza del hombre es malvada, su bondad es cultura adquirida. S de B.Nació en París en 1908 y murió en la misma ciudad 78 años después, ínterin fue una joven formal, luego una mujer rebelde, y finalmente novelista premiada, feminista y militante política que desató adhesiones y rechazos de igual intensidad, en Francia y en el mundo, que no es poco.Hija de un matrimonio burgués empobrecido, vivió su infancia y adolescencia en medio del resentimiento familiar por la prosperidad perdida. La lectura fue el bálsamo contra el aislamiento social y los estudios posteriores, un camino para escapar del anonimato y la mediocridad. Su padre le decía a menudo que tenía un cerebro de hombre y a ella le agradaba el cumplido.De su aspecto nos hablan sus fotos y entrevistas filmadas, siempre con el cabello recogido bajo un eterno turbante, su rostro crispado, su voz firme, su dicción precisa que revelaba un pensamiento lúcido y veloz., y sobre todo sus opiniones tajantes, definitivas.Se había propuesto tener las riendas de su vida en sus manos, y acaso lo logró en sus sueños y en sus obras. La vida resultaría ser algo más compleja que las decisiones que se toman acerca de ella.Luego de graduarse en la Sorbonne, en 1929 conoció a Jean Paul Sartre, quien tuvo, mientras vivió, el rol protagónico en su amor esencial, que lo distinguía de los amores contingentes que tuvo con otros seres de ambos sexos. Hasta 1943 trabajó en el magisterio como profesora de filosofía, pero fue forzada a abandonarlo tras un juicio por corrupción de menores (Un amor contingente con una jovencita que fue su alumna y su amante). Durante la ocupación nazi, trabajó en la radio del gobierno de Vichy, por lo que su proclamada actuación en la Resistencia fue un tanto controvertida. Decían que mientras muchos franceses morían luchando o en las cárceles, ella se sentó junto al calor de los leños, esperando como tantos otros, que los norteamericanos les sacaran las castañas del fuego. En 1949 editó La invitada, en la que maquilla bajo la forma de novela uno de sus tantos triángulos amorosos. En 1949 publicó su célebre ensayo El segundo sexo, obra exitosa y fundamental para comprender su opinión en torno a la situación de la mujer en el siglo XX. En uno de sus pasajes más célebres afirma:La mujer no nace se hace. Ningún destino biológico, físico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana, la civilización es quien elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica como femenino.Simone de Beauvoir, precursora de la nueva mujer, rompía valores burgueses, se negaba a la maternidad y al matrimonio y pacientemente tallaba su imagen. Logró la independencia económica con sus libros. En el año 1954 ganó el premio Goncourt, el más prestigioso galardón literario de Francia, con su novela Los Mandarines, en la cual describe el mundo de la izquierda política e intelectual de su época. Ella misma, comunista en la teoría y burguesa en lo cotidiano, debía soportar la contradicción del capitalismo, del estalinismo y de la militancia en el Café de Flore. Fueron incontables sus viajes a la URSS, a China, a Vietnam y a Cuba. Fidel Castro, luego de una entrevista con de Beauvoir y Sartre, le comentó al Che: "Son tan solo burgueses de París". El cubano conocía la diferencia entre expresar convicciones y defenderlas con la vida.Tomó partido, no sin valor, por la causa de la independencia Argelina y su oposición al Gaullismo en mayo de 1968 delinearía para siempre su mítico perfil de intelectual comprometida.Los tres tomos de sus Memorias resultaron un intento de dudosa eficacia por mostrarse crudamente como una rebelde con causa, poseedora de un nivel literario y filosófico comparable al de Sartre. La obra refleja una minuciosidad acaso excesiva, destilada de su antigua afición por la escritura de pormenorizados diarios vitales. Su pensamiento acaso era mejor que su literatura. No tenía tanta razón como creía, ni fue tan resistente ni tan existencialista como se lo propuso. Sus pies eran de barro, de un bello barro humano y ahí radicaba la grandeza de esa mujer.Ella dijo de si misma:"De mi han forjado dos imágenes. O bien yo soy una loca, una excéntrica, una mujer de costumbres muy disolutas, o una matrona, una maestra, en el sentido peyorativo que la derecha le da a ese término, y que pasa su existencia en el escritorio, puro cerebro y esencialmente un ser anormal". "El hecho es que soy una escritora, alguien que duda que la existencia sea solo eso. Esta vida mía vale lo mismo que cualquier otra. Tiene sus razones, su orden, sus fines y no hace falta comprender nada para juzgarla extravagante".A un siglo de su nacimiento, nos congratula que haya venido al mundo y dado su mensaje. CurazaoCuento Desde que zarpamos del puerto de Río de Janeiro tuvimos buen tiempo y la navegación fue apacible, a no ser por la indisposición física de Bethis, nuestro capitán, a quien unas fiebres intermitentes lo mantuvieron en reposo absoluto. Tal situación nos obligó a Brooks, el segundo oficial, y a mí, a redoblar las tareas a bordo. Nuestro barco, el Resistencia, era un carguero de 4000 toneladas de porte, un poco viejo, al punto que los motores lo tenían a maltraer al jefe de máquinas, quien no sé como lograba hacerlos funcionar y avanzar con nuestra carga de carne y cereales con precisa singladura.Nuestro destino era Curazao, la mayor de las islas que conforman las Antillas Holandesas, donde entregaríamos nuestra carga, para luego cruzar hasta el puerto de La Guaira, en Venezuela, con la orden de embarcar varias toneladas de maquinaria y herramientas para la industria petrolera.En las proximidades de la desembocadura del Orinoco, una violenta tempestad se abatió sobre nosotros, sacudiendo el casco del Resistencia como si fuera un corcho. Para colmo de males uno de los motores se detuvo y me impuso la decisión de modificar el rumbo, poniendo proa hacia el Golfo de Paria, donde al socaire de la isla de Trinidad la mar se calmó bastante.A la mañana siguiente el temporal amainó, abandonamos el golfo y nos adentramos en el Caribe para arribar trabajosamente al puerto de Schottegat, en Willemstad, dos días más tarde, en una cálida mañana del martes 22 de enero de 1989. Tenía por delante algunas tareas impostergables, desembarcar la carga, trasladar al Capitán al hospital y reparar los motores en tiempo y forma para zarpar cuanto antes. El viernes por la tarde el capitán había mejorado lo suficiente para ser trasladado por avión a Caracas y de allí a Buenos Aires. El sábado temprano lo acompañé en la ambulancia hasta el aeropuerto y lo despedí, no sin antes escuchar todas las recomendaciones que me hizo. Era un buen tipo, pero un poco obsesivo. Yo, en mi calidad de piloto, quedaba al mando, con la consigna de zarpar a más tardar la semana entrante. Esa noche, durante la cena, el jefe de máquinas aseguró que el lunes 28 de enero los motores arrancarían con precisión de relojes y el viaje de regreso se haría sin dificultades. La noticia me alegró y luego de un par de copas, me fui a dormir. Brooks, como de costumbre, una vez cumplidas sus tareas, desembarcó para irse de jarana por los bares de Punda y Otrabanda, en compañía de una linda mulata, que de acuerdo a los comentarios que hiciera el radio operador, a veces lo acompañaba en sus correrías. El domingo por la mañana, luego de un copioso desayuno, le di algunas instrucciones a Brooks y desembarqué. Me encaminé de paseo hacia el Willemstad histórico. Crucé el canal de Sint Annabaai por el puente flotante y a paso lento enfilé hacia los muelles de Handelskade, la antigua sede de la Compañía Holandesa de las Indias. Estaba de buen humor y me pareció interesante echarle un vistazo a Scharlooweg, flanqueada por casas holandesas del siglo XVII, de coloridas y adornadas fachadas, cuyos medallones y relieves de estuco representan cestas de frutas y flores.Un poco más adelante, en el callejón sin salida de Waaigat, vagué por el Mercado Flotante, donde las goletas venezolanas bordean el muelle de Sha Caprileskade y descargan sus productos en los puestos del mercado. Por las callejas de Punda anduve mirando vidrieras y compré algunas chucherías para regalar a mi regreso. A eso de las dos de la tarde, mientras tomaba una cerveza advertí que Brooks, uniformado, ingresaba a la Casa Amarilla, distante unos treinta metros de donde yo me encontraba. Supuse que habría terminado con el papeleo de la Autoridad del Puerto y andaría en busca de su mulata. Al atardecer regresé al barco y me interioricé de los aprestos finales para zarpar a la mañana siguiente. Pregunté por Brooks y nadie supo decirme donde estaba. El radio operador me comunicó que el segundo oficial había concluido con los trámites de puerto y se había ido de paseo.Tras la cena, la prolongada ausencia de Brooks me mandó bajar a tierra con el radio operador para buscarlo por bares y cantinas. Al cabo de un par de horas nada sabíamos de él. Por el muelle del Handelskade me pareció ver a un tipo con la gorra de Brooks que ingresaba a la Casa Amarilla. Nos apresuramos a seguirlo pero en ese laberinto lo perdimos. Un mal presagio me ganó el espíritu. Hacia la medianoche nos dirigimos a la Autoridad del Puerto y denunciamos la desaparición. La policía se hizo cargo del asunto y nos retuvieron durante las siguientes 48 horas. Las gestiones del armador facilitaron las cosas y el miércoles zarpamos de la isla, dejando atrás al segundo oficial envuelto en el misterio de su ausencia. Las investigaciones policiales no aportaron ni un rayo de luz al asunto y nunca más supimos nada de él. Cualquier conjetura acerca de su destino es posible. En lo que a mi respecta, cada vez que recalo en Curazao, indago en la Autoridad del Puerto acerca del paradero de Brooks, y obtengo siempre la misma respuesta. Es casi una rutina. A veces creo que todo lo ocurrido fue un mal sueño, de esos que en las noches bravas acosan a los marineros. Tan es así, que cuando camino por Punda, me parece que entre los paseantes veo a Brooks, uniformado, ingresar a la Casa Amarilla. Tengo que contenerme para no ir corriendo tras sus pasos. Villa Borghese Estos dos años que trabajé en Roma fueron, por muchas razones, inolvidables. Una de ellas: porque interpuse una distancia considerable con mi ex esposa y la intrigante de su madre, que viven en Buenos Aires y me hicieron la vida imposible. Otra: porque a los pocos meses de mi estancia en la Ciudad Eterna, creí estar curado de mis nervios, al atenuarse hasta desaparecer, aquellos estados de ansiedad que me devastaban como un huracán, dejando tras de sí gran desasosiego en mi espíritu y un cortejo de temores y malos presagios, que eran por lo general infundados. Bien dicen que nos pasamos la vida preocupándonos por cosas que nunca suceden, pero en mi caso, la naturaleza obraba de tal modo que aunque parte de mi razón aceptara aquella sabiduría adagial, mi sinrazón la negaba. A Dios gracias, uno se acostumbra a todo, hasta a vivir pendiente de cualquier detalle.El trabajo me agrada, pues consiste en guiar a turistas de habla castellana por las principales atracciones de la ciudad, lo cual además de distraerme, deja tiempo libre para mis gustos. La plata no sobra, pero tampoco falta, y de yapa, en los variados contingentes de viajeros, suelo encontrar alguna dama solitaria, de esas que pueden creer que yo soy una buena compañía.En ocasiones, para variar, modifico los recorridos establecidos por la agencia, habida cuenta que todo, en la milenaria ciudad, es digno de verse. Al final, casi siempre nos detenemos un rato en la Plaza España, y después que la fotografían, ascendemos a la Trinidad del Monte y de allí caminamos hasta la Villa Borghese. Todos se maravillan ante la excelencia de su arquitectura palaciega y se regocijan en los magníficos jardines; unos pocos, los que denotan cierta inclinación por el arte, aceptan mi propuesta de ingresar al museo y admirar sus tesoros.Un viernes por la tarde, mientras recorría las salas con tres mejicanas y una pareja de colombianos, nos detuvimos frente al David con la cabeza de Goliat, la obra maestra del Caravaggio. Les señalé a los circunstantes algunos detalles del cuadro y en esa atmósfera admirativa, todo fluía maravillosamente bien entre nosotros; hasta que ocurrió en apenas un instante, algo que bastó para desmoronarme, sumiéndome en una parálisis de intensa fijeza, como la del que se halla al borde de la tumba. Mientras efectuaba mis comentarios, creí entrever, como en un sueño, el detalle de mis rasgos en donde debían estar las facciones de David; pero lo terrible, lo pasmoso, lo que me hizo correr un escalofrío por la espalda, fue que la cara de mi ex mujer se delineaba en la cabeza cortada de Goliat.Traté, con sobrehumano esfuerzo, de no perder la cordura; controlé mis emociones para salir del museo y concluir decorosamente el recorrido. De regreso a mi pieza, la vieja agitación que creía desaparecida, retornó. El sudor frío que anticipaba mis ataques, me corría por la frente y el cuello. Esa noche dormí mal, y el fin de semana, que estaba franco de servicio, no salí de mi cuarto, sitiado por pensamientos ruinosos. Era un hecho incontestable que la curación de mis males había sido ilusoria. Sin embargo, alegaré a favor mío que esa certidumbre no me apocó; estos pavores del presente, aunque por otras causas, habían también acaecido en el pasado y como ya dije, uno se acostumbra a todo. Así fue que me dispuse a sobrellevar el mal rato, imaginando que en un par de días la cosa pasaría; en esa inteligencia reinicié mis tareas habituales, serenándome de a poco.A los cinco días de aquella honda impresión, mientras cenaba, sonó el teléfono y escuché la voz de mi hermana, quien con tono compungido me informaba del cambio de mi estado civil. De separado había pasado a ser viudo. En un accidente de auto, mi ex cónyuge había muerto.Tardé bastante en reponerme y apenas si pude ordenar mis ideas. Me debatía en un remolino de angustias, menos por la desaparición de aquella mujer áspera y dominante, con la cual afortunadamente no había tenido hijos, que por el espantoso agüero de la Villa Borghese.Los últimos días de abril transcurrieron mal, pero con los soles de mayo mi estado mejoró. Naturalmente retaceaba mis visitas a la zona del Pincio y a la Villa. Temía la repetición de aquel desvarío y no iba con los turistas más allá de la Plaza del Popolo. A modo de secreta compensación, les proponía entrar a Santa María y les ofrecía admirar la Capilla Chigi y los dos Caravaggio de la Capilla Cerasi; en ocasiones, si los notaba receptivos, les contaba que estábamos parados sobre lo que fuera la tumba de Nerón y me explayaba sobre la historia de esa iglesia.Debo admitir que en mi fuero interior ardía en deseos de volver a la Villa Borghese; tal vez para convencerme que lo sucedido era una mezcla de alucinación y coincidencia, que no un tardío don de la profecía, con el cual expurgaba encallecidos rencores. Cuando me sentí en condiciones de hacerlo, regresé y caminé por los jardines, aunque evitando acercarme demasiado al palacio. A una distancia prudencial, les relataba a mis acompañantes la historia del lugar. Y así, de a poco, me fui animando hasta que una tarde me decidí a entrar en solitario. Infinidad de paseantes deambulaban por las diversas salas, en tanto yo me quedé largo rato, pensativo, frente a la escultura que Bernini denominó La Verdad. Después, con cautela, avancé hasta la ubicación del Caravaggio de mis pesares. Allí estaba y afortunadamente no tuve de que preocuparme, puesto que no sucedió nada digno de nota. Lo miré de arriba abajo y mi comportamiento fue impecable, diría que normal frente al tenebrismo de la obra. Ese minúsculo detalle contribuyó sobremanera a mi bienestar. Días más tarde, sin embargo, cuando mi hermana me llamó para confiarme sus problemas financieros, mi impotencia para ayudarla me apenó bastante. Por lo demás, todo transcurría plácidamente.El 21 de Junio, (lo recuerdo por ser el día de mi santo), en uno de los recuperados paseos por la Villa Borghese, mientras la mayoría de los integrantes del grupo caminaban en derredor del lago, entré al museo con seis de ellos. Visitamos varias salas del primer piso y les señalé varias pinturas de mi agrado. En la cercanía del óleo del Caravaggio, una vibración interior me sumió en la perplejidad. Aprensivo, proyecté la vista sobre el negro fondo del cuadro, para no mirar directamente a David, pero una fuerza extraña me obligó a hacerlo, y tal como lo presentía, mi rostro estaba allí. Consternado, desvié mis pupilas hacia las sombras de la mano derecha del personaje, aferrada a la espada brillante y casi sin quererlo, por el rabo del ojo, advertí que la mano izquierda del héroe sostenía el morro de Carso, mi antiguo socio, con quien tan mal terminé al saber de su traición y de los fraudulentos manejos de nuestro negocio. Creí desmayar y se me erizaron los pelos; no abundaré en comentarios, para no cansar. Nomás sepan que atribulado por la recaída, luchaba por librarme de esa pesadilla. Allá como a la semana, asaeteado por la curiosidad, con la excusa de interesarme por sus asuntos, hablé con mi hermana. Ella estaba más tranquila, pues le habían otorgado un crédito con el cual acomodaría su economía. Me refirió que la familia estaba en paz y se prodigó comentando banalidades. Casi al concluir la comunicación, como quien recuerda algo, agregó:--Caramba, olvidaba decirte, el que se murió hace unos días fue el bribón de tu socio. La sensación ominosa que me embargó es inenarrable. De ahí en más me obsesioné pensando que, así como Michelangelo Merisi da Caravaggio mataba a sus enemigos, yo me valía de su obra para acabar con los míos. En el altar de su arte sacrificaba mis odios secretos.Poca sustancia queda para pormenorizar los sucesos posteriores. Solo añadiré que durante aquellos meses difíciles, cultivé el coraje imprescindible para no comportarme como un cobarde y huir. Volví muchas veces a ver el cuadro, pues me resistía a enloquecer por semejante dislate.Es más, confieso que tenía decidido consultar al médico si mi monomanía no mejoraba. En verdad les digo que no fue necesario, ya que no volví a encontrar en la tela ninguna anormalidad que encendiera mi alarma. Pasado el tiempo, logré tranquilizarme y recuperé mi aplomo. La última vez que estuve con un pequeño contingente fue anteayer. Eran en su mayoría personas amables y condescendieron en ingresar al museo. Subimos las escalinatas del palacio y a partir de ese momento los dejé que vagaran a su antojo. Por mi parte, me dispuse a examinar la escultura que Antonio Canova le hizo a la frívola hermana de Napoleón. No se porqué, últimamente, me ha dado en creer que la blanca belleza de Paulina Bonaparte, reclinada como una Venus de mármol, con su manzana en la mano, me ayudaría, a modo de talismán, para conjurar el hechizo del Caravaggio. La imaginaba misteriosa como una esfinge y caminé en torno de ella, escudriñando la perfección que la hizo célebre. Fueron momentos de enorme intensidad emocional, en los cuales seres y cosas circundantes se esfumaban, en medio del mayor silencio concebible. Al cabo de unos minutos, a paso lento me alejé de allí, caminando de memoria, mirando al piso, porque en verdad ya nada me preocupaba. Cuando me detuve frente a la pintura del Caravaggio; lo hice de un modo desafiante, como increpándole su responsabilidad en las desquiciantes visiones que tuve en el pasado. Me sentí confortado cuando levanté la cabeza y observé la faz serena, casi piadosa del victorioso personaje bíblico.En ese instante maravilloso sentí que algo largamente opresivo se aflojaba en mi estómago, cual nudo que al desatarse atenuara mis más íntimas tensiones. Con esa circunspección que destila la confianza (y en ocasiones el miedo), dirigí una mirada tangencial hacia las ropas de David, a la piel lampiña de su tórax, al brazo juvenil iluminado por una luz inextricable, a la mano escorzada... "¡Cuanta belleza!", me dije. Extasiado, puede que hasta feliz, bajé la vista para contemplar los negros cabellos, la entreabierta boca, los ojos cegados por la muerte en la lóbrega expresión de Goliat.Caía la tarde y la sala estaba vacía, Se aproximaba la hora del cierre y pronto debería marcharme. En ese instante último y fatal, atisbé en el lienzo, como en un espejo, la lividez mortal de mi semblante, precisamente allí donde el Caravaggio había pintado la testa cercenada del gigante filisteo. era y dominante, con la cual afortunadamente no habdeas.No porque me afectara la desaparici Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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