Recuerda de ella, con severa vacilación dado lo imprevisible de la memoria, el idioma de los impostores, la voz de los símbolos y el lenguaje de los colonizadores y conquistadores velando un infinito de papel: el aubin, lenguaje del vacío; el ankiew, lenguaje de las mariposas; el babebidocu, lenguaje de las nubes; el isolica, lenguaje de la reencarnación; el silistria, lenguaje del desprecio; el kwak, lenguaje del amor, su favorito. Un papel, una imaginación y varios lápices de colores. Dibujó con dificultad la forma de un hombre. Por momentos deslizaba una mirada a través de la ventana. La observaba precipitarse de lado a lado del huerto, ahuyentando los pájaros. Fuera lunes, viernes o domingo allí la veía, correteando al grito de chus chus, elevando sus brazos al cielo como el cuerpo de un manzano. ¡Cómo concentrarse! Debe fingir que no existe, que hay otras. Su movilidad efímera de cielo, imperceptible y constante, es su delicia. Ama de ella lo que desconoce, lo que aún no ha perdido. Al hombre sobre el papel, lo vistió con una camisa de franela, un vaquero color azul, botas con espuelas, guantes de trabajo, un sombrero de paja. Sobre el hombro derecho, colocó un mirlo de madera. Bajo el trazo y los crayones sintió el boceto de una criatura por nacer. Tomó del granero unas cuantas maderas, un serrucho para moldear, los clavos para afirmar y el martillo para golpear. Trabajó noche y día, sin descanso, con el boceto entre ceja y ceja. Al llegar la séptima jornada decidió darlo por terminado. Corrigió detalles y cuando hubo sentido orgullo, lo arropó. La madre aportó la ternura y las prendas; la mayoría en desuso, descosidas, llenas de remiendos. Abotonó la camisa alrededor del torso de madera, abrochó el cinto sosteniendo el vaquero, calzó las botas, los guantes y el sombrero. Al ocaso, los amigos se presentaron con el informe: “Entre lasonce y lasuna -señalaba uno agitado- ha salidó al huerto. Volvió a eso de las cinco, según la voluntad del sol. El único reloj que teníamos se ahogó en el estanque, era de mi padre, pronto conseguiré otro". Él los escuchó. Asintió pensativo. Tras salir el último de los niños, trancó la puerta y continuó trabajando. Apiñados en el apuro por irse, algunos rodaron cuesta abajo a lo largo del prado y se perdieron en la alameda poco antes de la penumbra. Al día siguiente despertó valiente. Desayunó en compañía de su padre. Llegado el mediodía abrió las puertas del granero de par en par. Los goznes crujieron y el revuelo de los caballos asustó a las gallinas. Intentó cargar al hombre de madera sobre su espalda pero no pudo, era muy pesado. Con la ayuda de una asadera lo tumbó sobre una carretilla untada de cemento seco. La tierra húmeda se hundía bajo la rueda, la lluvia de la noche anterior conspiraba contra sus planes. El barro le cubría las canillas, entorpecía su paso. Ella lo observó largamente, apoyada en el alfeizar de la ventana. ¿A dónde irá?, se preguntaba. Siguió atentamente cada movimiento del niño y su carretilla y el espantoso hombre con sombrero de paja. Al cabo de unos minutos entraron al huerto que ella cuidaba. Alarmada, bajó las escaleras a toda prisa; el alero trasero de la casa le servia de guarida. Con ojos vidriosos lo examinó. Se debatía entre el maíz como quien lucha contra un panal de abejas. Se levantaba y volvía a caer. Pero no se rendía. Ante su asombro, una silueta extraña apareció recortada por el sol. Los pájaros, en lo alto, graznaban furiosos. Volaban en círculos, merodeando, fraguando una embestida. Cuando se lanzaban en velocidad la silueta les cerraba el paso, aminoraban el batir de alas, detenían la marcha y retornaban al cielo ya resignados. “Has hecho un espantapájaros”, susurró la niña. Sin delatarse había llegado hasta donde él estaba. Éste le sonrió, embarrado hasta las narices. “Lo llamo Acariciapájaros. Es para ti. Ya no tendrás que cuidar del huerto, él se encargará de todo -explicó-. Ten, colócalo donde gustes”, dijo y ofreció a la niña una avecilla tallada sin cuidado. Ella se paró sobre la punta de los pies y con delicadeza posó sobre la camisa del espantapájaros el mirlo de madera. Él, por vergüenza, no apartaba la vista de las nubes en forma de nada. Ella, por amor, tomó su mano. “Ven, vayamos a jugar”, propuso. Eran libres. Juntos, sin soltarse, habitaron el bosque desde aquel día hasta su muerte, cuando fueron enterrados por sus hijos a los pies del Acariciapájaros, vestido de gala para la ocasión. Años después, algunos aldeanos atestiguaban verlo deambular por la noche, cerca del maizal. Lo describían taciturno y adusto, como una escultura muerta con vida (o viva con muerte). Pero uno de ellos, peculiar, calvo, de bigote tupido, constructor de abstracciones, desmentía esos rumores. Afirmaba, sin embargo, haber oído recitar de sus labios de madera gris, palabras en un idioma llamado kwak, ignorado en la tierra de la materialidad, las cifras y los riesgos. <>, es lo que dijo que diría el que dirán, mientras las manos astilladas acariciaban al mirlo posado sobre su hombro derecho.