Se detuvo en seco y contempló, jadeando, la distancia que le había sacado a su perseguidor. Entonces, se supo muerto; la figura se había detenido también y yacía a sus pies, mirándolo ciegamente. La conocía desde siempre y sabía lo que buscaba. Súbitamente, sus piernas temblaron por cansancio, aunque él lo creyó una alarma instintiva que lo despertaba del terror. Volvió a correr. Era en vano. Junto a él, paseaba su desventura, que sinuosa se regodeaba por los adoquines de la calle anunciándose bajo la impotencia lumínica. Resignado ante la imposibilidad de escapatoria, se desvió hacia un callejón y se volvió para enfrentar su suerte. La figura se había fundido con la obscuridad y allí, a cuadras de su casa natal, el pasado lo envolvió. Mientras era consumido por un dolor indecible, su último estertor tuvo forma de frase: —Ahora estamos a mano. En el barrio no le dieron importancia. Era sólo otro de esos tantos hombres que usualmente corren desesperados mirando hacia atrás; escapando de ellos mismos.