• LIBRE DE PECADOS
josemariagatti
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  • País: Argentina
 
  LA SALIVA DE LA HIENA       El olor ácido llegaba hasta la puerta. Cuando caminé por el pasillo angosto de paredes sucias y sin revoque, tuve la sensación de ingresar a un túnel donde al final y después de transponer una puerta de metal oxidada, me esperaba un lago de agua podrida.A medida que avanzaba imaginaba hundiéndome en un pantano inmundo. Me producía un estado de asco porque el hedor que recibía lo asociaba al vómito infantil, a leche quemada, a yogur, a esa especie de líquido claro, de color amarillo verdoso, similar a la cuajada.Con notoria voluntad cumplí la primera etapa y arribé al fondo. Golpeé la puerta. Apareció Belisario vestido de blanco, con un gorro visera, anteojos de seguridad y guantes de látex. Me invitó a pasar, enseguida  respiré un vapor pesado y observé una nube azulina que cubría el galpón. "Estoy con el gorgonzola, es la época", dijo. Me llevó al interior. De unos caballetes colgaban veinte bolas envueltas en tela de cáñamo. Muy cerca, en una especie de escurridor gigante, había 6 o 7 piezas y sobre una mesa de 2 metros de largo otros panes matizados con manchas verdosas similares a hojas de perejil. "No te preocupes por la limpieza, a éstos le meto baritina y listo", apuntó Belisario.El lugar era oscuro, sólo dos líneas de tubos eléctricos iluminaban un escenario aterrador.  Reinaba un total desorden. La suciedad gobernaba desde hacía tiempo, al menos eso se advertía en cada rincón. Me llamó la atención la cantidad de gatos que circulaban como si fueran operarios. Asocie su presencia a la idea de que donde hay gatos no hay ratas. Pero bien podía ser ésta la excepción.Belisario era un marginal de aspecto frágil y enfermizo. No reconocía afecto, no hablaba de amores, de un pasado sentimental. Calculo que tendría unos 45 años. Estaba casi seguro que era alcohólico. Su voz sonaba apenada y su forma de decir parecía culposa. Siempre tuve la intuición  que Belisario buscaba en cada encuentro, una forma higiénica de sentirse bien como persona.Lo conocí circunstancialmente, él ayudaba en un puesto de diarios donde habitualmente yo compraba el matutino. A veces charlábamos de fútbol y en contadas ocasiones sobre política. De vez en cuando, compartimos un café y creo un asado en la casa del Tati, el dueño de la parada. Conmigo fue sincero, con los otros se mostró reticente. A muchos - incluido Tati -, les había dicho que tenía armada una pequeña empresa industrial de productos lácteos, con oficinas en la Capital y centro de operaciones en Uribelarrea, un pueblo perdido en el tiempo, cercano a la ciudad de Cañuelas. Llamaba la atención que siendo un "empresario", mantuviera  dependencia  con el gremio periodístico. En rigor, Belisario había nacido y crecido en Uribelarrea, en el seno de una familia de tamberos. Siempre que podía volvía al lugar. A medida que tomó confianza me propuso visitar la zona. Lo acompañé dos veces. La primera fuimos en micro hasta Cañuelas y desde allí en remise al centro del pueblo. Llegamos a la siesta, en ese mismo momento donde las horas parecen interminables y los instantes de vida un regalo. Belisario prácticamente no hablaba, era un hombre de gestos, de ademanes. Su figura parecía una vara.  Permaneció parado un largo rato como hilvanando sueños pasados. No lo molesté. A mí también la tarde me devoraba. Perdí la noción del tiempo, de la distancia. Allí no había muchedumbre, gente empujándose, bocinas histéricas. Tomé conciencia del silencio, del aroma a retama, del sonido del viento, del canto perdido de algún pájaro. Ese no era mi mundo pero estaba seguro que todos los mundos de Belisario terminaban en Uribelarrea.Nos sentamos en un banco destartalado de la plaza. El sol quemaba el pasto seco de los canteros. Con verdadero esfuerzo se animó a contarme que los domingos se instalaba allí para ver pasar a las muchachas. Después casi al atardecer marchaba hasta el almacén de Paco Ventura, un bolichero a quién le fabulara sus aventuras amorosas mientras pecaba con algunos fernet y dados de mortadela. Alegremente entonado, partía hasta la casa de la negra Betina, la amante del pueblo, la mujer que todos conocían, a la que las señoras dignas no saludaban, esa que ayudaba a los viajantes a olvidar que las ventas no siempre abultaban el bolsillo, la misma que en los festivales animaba la fiesta y en momentos de dolor acompañaba a las viudas. Más tarde, todavía con el perfume húmedo de la cama pestosa, se volvía a la casa y terminaba de alegrarse con  las copas de ginebra  sobrantes de la noche anterior. Sus padres y hermanos ya dormían. El único que lo esperaba era un perro ratonero retacón  que con mirada triste y aullido ronco le  decía un "buenas noches" perdido.La segunda vez lo escolté porque temía por su vida. Belisario en su afán de mantener la fábrica, contrajo una deuda con un agenciero dedicado a la venta de autos usados. El hombre resultó ser un matón de acumulado prontuario y pulida relación con policías corruptos. Angustiado por la morosidad, Belisario recurrió a varios conocidos para tratar de salvarse. Como era de esperar nadie colaboró. Desesperado, remató su producción a un mayorista que abonó con cheques posdatados. El agenciero aceptó los valores pero le advirtió que si se veía en problemas la cosa terminaría mal. Descorazonado y sin aliento se aferró a la ayuda de Tati y mía. Ambos apuramos los ahorros para auxiliar al amigo. Belisario entristecido se volcó a la bebida despiadadamente. Para sacarlo del trance le mentí diciéndole que un paseo por Uribelarrea nos vendría bien a los dos. Durante el viaje estuvimos callados. Cada uno metido en su mundo y en su historia. En Cañuelas almorzamos en un restorán frecuentado por visitadores veterinarios, viajantes y camioneros. La comida fue abundante y casera. La atención decorosa. En la sobremesa Belisario me pidió un último favor: "No se trata de dinero", apuró. "Aquí en el cementerio están mis viejos y me gustaría rezar en su tumba", continuó acongojado. Nos fuimos caminando hasta el camposanto, lindante con capilla. Preferí mantenerme a cierta distancia. Belisario resistió parado unos minutos. En el infinito real de la conciencia una vez más tuve envidia de los poseídos de fe. ¡ Qué podía decir yo cuando en mi alma no estaba encendido el candil de la esperanza, la virtud de la humanidad,  la espiritualidad básica y necesaria para creer en algo más que en los hombres! Tengo idea que mi rechazo a la religión fue a los quince años. Por entonces yo iba todos los domingos a la Iglesia San José de Flores. No registro con certeza si lo hacía convencido. Hasta que un día, en mitad del oficio religioso, infortunadamente las vírgenes y los santos me señalaron. Sin aviso previo tuve deseo de orinar y de improviso, por mis piernas, corrió un torrente de pis hasta mis zapatos. No miré el piso. Como pude salí del templo, crucé corriendo la avenida Rivadavia y me senté en un banco de la plaza Pueyrredón. No entendí  qué me había pasado. Mi pantalón no estaba mojado. Mi calzado no había perdido su lustre. Con profunda vergüenza volví a la parroquia. Me arrodillé y recé, creía que estaba enfermo, que éste era un llamado de la muerte. Por otra parte me sentía sucio, oloroso, repelente. Me apuré y al llegar a mi casa me duché pero aún seguía el aroma ácido de mi orina. Enloquecido decidí frotar mi cuerpo con alcohol y lavarme las manos con agua sanitaria.  Durante meses soslayé el paso por la iglesia. Como un perseguido cambie mi itinerario. Volví a entrar a una casa de rezos cinco años después. Fue para asistir a una misa en memoria de mi padre que había fallecido un mes antes. Lo hice en solidaridad a mi madre que estaba destrozada. Desde aquel episodio no retorné a una basílica.La denuncia de una vecina disparó la sospecha. No era posible que cada noche un gato muriera. Tampoco que su velatorio fuera en la vereda de Belisario. Me resistía a creer que él los envenenara. Supuse que algún producto tóxico les provocaba el deceso. Sin embargo, ciertas actitudes que había observado, me hacían dudar. Siempre recuerdo que Hemingway amaba a los felinos y una historia relatada por su biógrafo viene a cuento: cierta vez, el escritor tuvo que sacrificar a su animal más querido y lo hizo al amanecer. Después cavó una fosa en el jardín, lo enterró y reventó en llanto. ¡Era Hemingway!, el duro, el bravucón, el que no se permitía la derrota. Evidentemente su amor por los gatos no tenía medida. Belisario, por diferencia, en ningún momento lagrimeó. Tal vez este aspecto oculto y sórdido respondía a primarios antecedentes de su historia familiar. Belisario era un ser ambivalente, tenía días de profunda alegría y otros de total depresión. Incluso variaba de una hora a otra. Muchas veces se mostraba agresivo, sobre todo cuando recurría a una desatinada cuota del alcohol. Mi desconfianza tuvo su confirmación cuando con desconcierto observé que Belisario quemaba  todos los martes a la medianoche, una caja de cartón. Ante mi pregunta sobre qué contenía el cubo, su respuesta era "carne endemoniada". Después de un silencio concentrado, Belisario lanzaba un grito primitivo, desgarrador, que resonaba en todo el ambiente. Lo asocio el rito a una locura enmarañada con su vida irreverente. Si algo le faltaba a ese lugar invadido por el perfume agrio, era ese olor a carne quemada y pelo chamuscado. Poco gratificante para nadie es encontrarse con restos carbonizados envueltos en papel de diario. Por más que uno quiera hallarle explicación o justificar el accionar de estos enfermos, desdichadamente frente al hecho, las palabras tienen poco valor. A mí todo me resultaba bastante confuso.  Belisario se pintaba como un ser tierno,  sin maldad aparente. Para el común de la gente, el hombre era una suerte de estúpido al que había que ayudarlo por caridad, porque en conclusión todos afirmaban que era una criatura primitiva, endeble, quebradiza.Cuando sobre el cordel atado de pared a pared que atraviesa el galpón de la industria láctea, vi colgados de la cola a esos mismos gatos que el propio Belisario había criado, sentí un profundo pesar. La miseria humana daba testimonio de la aberración ¿Pero hasta qué punto yo podía juzgar a un semejante? La confesión de Belisario sobre su proceder en nada me aclaró el panorama. Él alimentaba a los gatos porque envidiaba su sagacidad, su independencia, su sexo, su vida peligrosa. Pero además lo hacía porque eran los únicos que frenaban a las ratas. Mientras me hablaba una especie de nudo en su garganta lo bloqueaba: "Cuando era chico me escondía en un galpón - se sinceró-, allí pasaba horas observando las manchas de humedad del techo. Algunas parecían caras dibujadas. Una tarde me quedé dormido y el mordiscón de un bicho me despertó. Era una rata que parecía un gato. Me había afilado el dedo gordo del pie. La sangre no paraba. Tuve miedo, empecé a temblar. Me agarré el miembro herido y lo apreté con fuerza. Mi mano se llenó de sangre. Así permanecí un largo rato. Logré pararme y llegar hasta la casa. Nunca le conté a mi madre esta historia. Me hubiera dicho que las ratas son las mujeres del diablo y que ellas son tan putas que conquistan a los hombres honestos. Por eso Dios creó al gato, para acabar con todas las mujeres ligeras".La enorme confusión de mito y leyenda que Belisario me denunció, parecía el argumento de un cuento fantástico. En esa vida de atormentado, de casilleros sellados de confusas historias, nadie se atrevería a pedir permiso.Dos semanas después de aquella escena de gatos retorcidos  de dolor y aullidos con muerte, el lugar quedó clausurado. De nada sirvieron las súplicas y comisiones monetarias ofrecidas. Belisario se fue escupido, insultado y golpeado por un grupo de vecinos indignados. En su declaratoria ratificó los hechos y quedó incomunicado. Tati, en conocimiento del problema, habló con un abogado. Setenta  y dos horas después, Belisario estaba libre. Su estado era deplorable. Lo acompañé hasta la clínica donde a partir de ahora sería su nueva vivienda. Lo ubicaron en una habitación individual que se ajustaba a su necesidad. Las paredes estaban pintadas de un suave color celeste. La cama lucía un acolchado de rombos azules y verdes. No había cuadros ni espejos. Una mesa pequeña y una silla completaban la escena. El cuarto me resultó oscuro. El director del Centro argumentó que por el momento éste debía ser el lugar. Me quedé para solidarizarme. Belisario se acostó boca arriba y permaneció en silencio mirando el cielo raso. Obligado yo hice lo mismo. No había manchas de humedad. No había caras dibujadas. Le pregunté si quería tomar algo. No contestó. Al cabo de una hora me incorporé y fui al baño. Cuando regresé Belisario me dijo: "Volvió la rata, está ahí". Miré el ángulo del cuarto señalado por él. No había nada. Le respondí que ya se había ido. Furioso replicó: "¡No me engañes. Ella viene por los dos!". Traté de persuadirlo, de calmarlo, pero no fue posible. Me aconsejaron que me retirara. A desgano lo hice. Sabía que lo medicarían para vivir un sueño imperfecto. Así transcurrirían los días futuros, en el oasis de un desierto de tranquilizantes y antidepresivos. Ya no volvería más al horizonte amplio de la pampa, a la ronda de la plaza, a los pechos manoseados de Betina, a los perros de su niñez, a la estación del ferrocarril, a la bicicleta prestada. La nube de su infancia ya no sería para este cielo. Atrás, muy lejos, estaba la rueda del molino, el surco, el arado. Belisario se apagaría como la tarde entre un concierto incierto de sapos y chicharras. Nunca el amanecer volvería con su frescura. Sólo las gotas de rocío lavarían su opaca mirada. Una vez más la fragilidad de la vida caería derrotada y a mí me tocaba  despertar al alba.María Aurelia Ramírez conoció al "Goñi" Azpúa un 25 de mayo, durante la conmemoración de la fiesta patria celebrada en la plaza central de Lobos. Ella trabajaba de operaria en un matadero de aves y vivía en Roque Pérez. Él oficiaba de tambero, con residencia en Uribelarrea. Ambos mantuvieron oculto su vínculo porque el "Goñi" tenía esposa y 3 hijos. Al cabo de un año de encuentros furtivos, Azpúa decidió cortar la relación a pesar del avanzado estado de gravidez de Aurelia. Su compromiso de asistencia nunca lo cumplió. La Ramírez para salvar la situación se juntó con Raúl Echagüe, un peón de estancia viudo con dos hijos. De aquella unión de la operaria y el tambero, nació Belisario, a quién Echagüe reconoció como hijo propio. El niño creció sin conocer su historia hasta que Don Raúl falleció. Su madre resignada le contó toda la verdad. Ya el "Goñi" Azpúa era un anciano. A pesar de ello, el odio y la venganza vulnero a Belisario quién no descansó hasta acabar con su rencor. Primero ganó la confianza de Esteban, el hijo mayor del "Goñi", después sedujo a Violeta, la única hija mujer de Azpúa. De esa manera pudo ingresar en la usina láctea "La Vasconia", propiedad de la familia en el pueblo de Uribelarrea. Prolijamente encandiló a la mujer. Violeta encendida de amor se entregó a la pasión carnal y con suprema confianza lo acercó a Bernardo, el otro hermano que apuntaba ser el sucesor del viejo Azpúa. La esposa de "Goñi" había muerto años atrás víctima de brucelosis. Belisario jamás dijo palabra alguna de su familia sustituta. Inventó una historia trágica. Argumentó que sus parientes vivían en los pagos de San Miguel del Monte, cerca del Río Salado, y que una madrugada durante una feroz tormenta, la casilla precaria en que vivían se inundó por completo y todos murieron ahogados, arrastrados por la corriente de agua y barro. Él salvó su vida porque aquella noche había viajado a Las Flores para asistir a una fiesta de casamiento. Quienes le dieron posterior albergue fueron unos quinteros portugueses de apellido Antúnes que tenían un campo en el poblado de Zenón Molina, a escasos 30 kilómetros de Lobos. Su leyenda oral fue recibida como cierta y nadie pretendió dudar de este joven trabajador y comprometido con el esfuerzo. Violeta y Belisario se esposaron después de 2 años de noviazgo. Seis meses más tarde la joven fue encontrada muerta en el depósito de la usina. La habían golpeado salvajemente con una pala. Su cuerpo estaba rodeado de hormas de quesos y ratas muertas. Sobre el pecho yacía un gato quemado.La suerte de Esteban no fue menos ingrata. Durante un viaje desde Cañuelas a la Capital, comenzó a sentir un dolor intenso en su pierna izquierda mientras conducía su camioneta. No dio importancia al llamado. Transcurridos 15 días fue internado en el Hospital de Ezeiza con diagnóstico de severo envenenamiento. A pesar del cuidado, Esteban dejó de existir doblegado de dolor y empapado de sudor helado.Belisario apenado y sin consuelo, le planteó a Bernardo la idea de alejarse y radicarse en Buenos Aires. Lo convenció para abrir un pequeño establecimiento lácteo en el barrio de Chacarita y así mantenerse alejado de tanto malestar. Bernardo aceptó. Al principio todo marchó bien pero las investigaciones policiales cada día acosaban más a Belisario. Sus testimonios fueron frágiles. Todo daba a entender que no decía la verdad, que algo escondía.  Bernardo ante tantas dudas cambió el rumbo de los acontecimientos.  Estaba seguro que la policía determinaría que Belisario era un asesino, el único culpable del desastre familiar.A partir de ese momento y ante el acoso permanente, Belisario se derrumbó y transformó sus días en  miseria y desolación. Vivía huyendo, escapando a todo. El hombre era frágil para el suicidio, débil en sus argumentos, inocente en sus respuestas. Prácticamente estaba acabado.Tati y yo nunca pensamos que Belisario tuviera maldad. Lo ayudamos por misericordia y posiblemente volveríamos a auxiliarlo cuando dejara la clínica donde había ingresado sin ninguna resistencia.Cuatro años tardó la policía científica de la provincia de Buenos Aires en determinar que Bernardo Azpúa, hijo adoptivo del Ignacio "Goni" Azpúa, fuera el máximo responsable de  la muerte de Carmela Gutiérrez de Azpúa, de Violeta Gladys Azpúa, de Esteban Carlos Azpúa y de la dudosa desaparición de "Goñi" Azpúa.María Aurelia Ramírez nunca volvió a ver a su hijo.Belisario Echagüe aún continúa internado en la Clínica Psiquiátrica "Madre Tierra".Horacio Tatikian "Tati", vendió su parada de diarios y vive con su familia en San Telmo.Todos los domingos, Fernando Ferrer visita a Belisario Echagüe. Juntos comparten el almuerzo.
  CARMÍN ENCENDIDO *        Elizabeth decidió ser una diosa. Dejó de lado su antiguo nombre, tomó  distancia de su modesto barrio, cortó de lleno con sus parientes, se despidió sin culpa de sus  amigos y renunció al seguro trabajo de vendedora. En su afán de transformarse en una top model nunca tuvo presente la posibilidad de algún imprevisto, la mínima sospecha de un error, la razón fría del imponderable. Desde niña supo que estaba dispuesta al triunfo, a ser una elegida, a gozar del éxito. "Yo valgo", se decía permanentemente, tratando de sostener un reinado sin base. Si Marilyn fue una diva en los años cincuenta, Jane Birkin en los ochenta, Claudia Schiffer en los noventa y Nicole Kidman en el  dos mil, por qué ella no podría ser Penélope  Cruz o Catherine Zeta-Jones.¡ Quién era Julia Roberts, Cindy Crawford o Naomi Campbell antes de ascender la escalera de la fama! Ahora su mirada estaba centrada en Adriana Lima, que acababa de firmar dos contratos millonarios para representar la imagen de Maybelline New York y Victoria's Secret. Espigada, alta, caribeña, apasionada por patinar en el Central Park y declarar con ingenuidad: "Me paso la vida de un lado a otro, así que estoy acostumbrada a soluciones rápidas. Estoy feliz, no hay nada mejor que estar contenta para que tu cara esté relajada". Elizabeth sabía que en el mundillo de la moda, Adriana había desplazado a Gisele Bündchen, quién pecando de sinceridad había sentenciado: "Creo que conforme van pasando los años la cosa va para peor". Elizabeth se creía fatal, estaba todo el tiempo comparándose y necesitaba llamar la atención para darse a conocer. Construyó su imagen al estilo Meg. Los ojos celestes achinados jugaban a su favor. Resolvió desorganizar su cabellera que una vez matizada de un rubio intenso tomo el aspecto de paja seca. Las inyecciones de colágeno vistieron sus labios como boca de pez. Corporalmente era contundente - 1,70 metros, 64 kilos -; su cuello largo y escultórico ayudaba a la seducción y su sonrisa amplia embriagaba a cualquier voluntario. Durante meses hidrató su cuerpo con una crema a base de cereza, ciruela, manzana y pera. Como un conejillo se sometió a un médico especialista en cirugía estética y reconstructiva. Aprobado el tratamiento personalizado, el profesional le realizó implantes mamarios naturales, dermolipectomía, lifting de brazos y piernas, levantamiento de glúteos, rellenado de surcos y labios, botox, mejoramiento de nariz, mentón, pómulos, párpados, muslos y rodillas. Una dieta completaba el cuadro de situación. Muchas fibras, puré de hortalizas, frutas secas y en especial semillas de salvado de trigo, avena y centeno. Preparada para el desafío, terminó de dilapidar sus últimos ahorros concretando un viaje a Italia para estar cerca de los centros de la moda. Ya nunca más volvería a ser Elisa Torres. Tampoco regresaría al barrio de  La Paternal. Evitaría, en lo posible, presentar a su padre, un humilde taxista y a Sofía, su madre, asumida ama de casa. En cuanto a su experiencia, jamás reconocería que durante cuatro años vendió pan y facturas en la panadería de su padrino, un simpático pastelero del barrio de Almagro."Mi sueño siempre fue salir en la tapa de "Play Boy", le confesó Elizabeth a Manolo Tejera, el fotógrafo con quién desde hacía 2 años compartía el departamento en las afueras de Madrid. Manolo trabajaba para una agencia, pero no pasaba de ser un empleado calificado. En la práctica los dos soñaban con el éxito y para alcanzarlo todos los caminos eran válidos. Ambos sabían de sobra que mantenían un vínculo por conveniencia. El placer de la cama no alcanzaba para empinar el proyecto. En cuanto uno de los dos se aferrara al tren de la gloria, el otro quedaría a pie como vagabundo solitario. Una y otra  promesa quedaba sistemáticamente frustrada. Como por arte de magia aparecían las propuestas, los casting, las pruebas, pero ninguna dejaba de ser una ilusión. La relación comenzó a desgastarse con la economía. Manolo sólo visitaba el departamento para descansar y como no consumía, le planteo a Elizabeth su triste realidad: aportaría la tercera parte del alquiler. La modelo enojada le recriminaría que durante el primer año ella lo mantuvo y que ahora su decisión era una cabronada. Manolo entonces le propuso una salida: hacer fotos de desnudos y venderlas. Elizabeth aceptó. Manolo fue por más, la convenció para que participara posando eróticamente con otra modelo sin trabajo que seguramente accedería. El resultado fue brillante. En seis meses la pareja ya ocupaba un piso en la Gran Vía y de ahora en más la meta parecía cercana. Manolo abandonó su trabajo, montó un estudio y se asoció  con un cortometrajista que había incursionado en el cine pornográfico. Elizabeth sin descuidar su carrera, se fue relacionando con el mundillo de los diseñadores. Así llegó hasta Manuel Pertegaz, con quién trabo amistad. En menos de un año Elizabeth Burriel fue tapa de "Play Boy". Por este beneficio recibió 7.000 dólares, cifra demasiado exigua para las pretensiones de una estrella, pero reales para el momento que vivía. Creyéndose triunfadora le planteó a Manolo la necesidad de separarse. En rigor, ya desde hacía tiempo nada los unía. La costumbre parecía ser el vínculo más directo. La despedida fue entre las sábanas, para dejar en claro que el sexo estaba intacto. El adiós no tuvo misterio. El invierno llegaba a Madrid y el sol débil llamaba a sosiego.Abril acaba de cumplir 15 años. Su padre, una vez más, se disculpó por el correo electrónico diciéndole que las cosas no le iban muy bien. Con éste ya sumaban siete los mail donde Manolo repetía lo mismo: "Perdón mi pequeña, tu padre te adora pero la distancia es muy grande. Te prometo que muy pronto nos veremos".En Buenos Aires la primavera es ventosa y este año aún más. La ciudad se ha llenado de turistas que a simple vista uno los reconoce. Dicen que aquí se vive mejor que en Europa, que los porteños son creídos y las mujeres muy bellas. Aunque nadie hable la infelicidad colectiva se palpita en las calles. La inseguridad que antes pertenecía a Nueva York, a Río de Janeiro o a Cali, ya estaba tuteándose y alimentando a la miseria.Don  Pedro que durante 40 años calentó los riñones sobre el tapizado plástico del asiento de su auto de alquiler, sólo espera las cinco de la tarde para juntarse con los muchachos en el viejo boliche de Alvarez Jonte y Avda. San Martín. Allí un café quemado y pastoso lo acompañará. Si alguien lo invita, dirá que no, porque el no puede devolver el gesto. A las ocho saludará y caminando a paso lento volverá a su casa donde lo aguarda Sofía con alguna cena inventada. A las diez la radio los entretenerá con tangos y comentarios obvios, mientras sufren con la llegada de Abril que concurre de noche al bachillerato de orientación artística. La nena ya ha comenzado a estudiar teatro con Patricia Palmer y canto con Julia Zenko, pero en verdad, su mayor deseo es modelar y ser una de las chicas de Pancho Dotto. Su madre no está muy convencida porque en Argentina todo es más difícil y ya Lancôme no tiene en los centros de belleza, el lápiz labial carmín encendido que ella usó para la tapa de "Play Boy".  Manolo Tejera cumple una condena de 10 años en la cárcel de Valdemoro (Madrid) por defraudación y estafa reiterada.Elisa Torres es vendedora en una tienda de ropa femenina. Todos la llaman la Meg Ryan argentina.Abril abandonó  la escuela secundaria y espera el llamado del estudio de Pancho Dotto Models para iniciar su carrera como modelo.Pedro Torres falleció de un paro cardíaco. Sofía, su mujer, se mudó a la casa de su hermano Tito, quién vendió la panadería para jubilarse. En los próximos meses se radicarán en el balneario "Las Toninas" porque allí la vida es más sana y económica.  * Cuento galardonado con el Primer Premio 2004 en el V Salón Participativo de Cuento y Poesía organizado por UPCN (Unión Personal Civil de La Nación).                                          
VENTIQUATTROMILA BACICatalina fue la primera mujer que me besó en la boca. Por muchos años esa caricia húmeda y tibia me acompañó como una capa protectora que resguardaba mi secreto más íntimo y virginal. Yo entorné los ojos por vergüenza. Ella fue tan tierna y dulce, tan precisa y segura para lograr su cometido que, a pesar del tiempo y la distancia, aún hoy me declaro ennoblecido con su instigación. Catalina era amiga de mi hermana. Se conocieron en la Facultad de Ciencias Económicas. Trabajaba en una empresa familiar dedicada a la venta de lámparas de incandescencia. Su padre, el ingeniero Vittorio Falcuchi, oriundo de Bérgamo, había llegado a la Argentina, en 1943, con su esposa Antonella Rimma y sus tres hijas: Sofía, Danina y Catalina. Vivían en Bernal, en una amplia casa donde funcionaba el depósito de la pequeña sociedad. Catalina era la mayor de las jóvenes. Tenía 24 años, cabello castaño claro, ojos color miel, piel blanca y un cuerpo al límite de la obesidad. La compañía en la capital ocupaba una oficina en la calle Belgrano 884. Durante la semana, por lo general, la familia descansaba en el departamento alquilado en el barrio de Almagro. Esta situación les permitía a las hermanas, estudiar, moverse con total tranquilidad y no pensar en el viaje de regreso al Gran Buenos Aires.Catalina no estaba comprometida con el trabajo. Por una precisa orden paterna, quien no se amoldara a la estructurada economía, sabía que el camino estaba cerrado. Y cuando se hablaba de "cerrado", significaba, ni más ni menos: olvido, ostracismo, exclusión.Vittorio era un tirano, un inquisidor despreciado por las cuatro mujeres. Sin embargo, sólo Catalina se atrevía a desafiarlo. Cuando lo provocaba, sabía de antemano el triste final. El resto, sin ningún problema, se mostraba diligente, discreto, sosegado. Falcuchi le decía a Catalina desde muy niña: "Lebbra...lebbra di merda" y ésta, irrespetuosamente le respondía: "¡spazzatura!".En verdad, el trato era parte de una serie de humillaciones mutuas que con los años se fue acrecentando. Catalina aumentó su odio y Vittorio no desmayó hasta lograr que su hija volara del nido. Con estos antecedentes, un buen día Catalina aterrizó en mi casa sin permiso ni equipaje, bajo la promesa de ser cuidadosa y sincera compañera de estudios de mi hermana. Mi padre recién tomo conocimiento del huésped, una semana después, cuando mi madre le certifico que "era una buena chica" y que "había que ayudarla porque de lo contrario terminaría mal".Yo comenzaba mi ciclo secundario. Todavía era más niño que adolescente. Aún me deslumbraban las estampillas y los banderines de las universidades norteamericanas que las curvas y volúmenes de las mujeres. Transcurrido un mes de su incorporación, Catalina me preguntó si tenía dificultad con las asignaturas. Le dije que mi problema era las matemáticas. Desde ese momento comprendí que me había adoptado. Digo adoptado, porque en mi ingenuidad no cabía el concepto de enamoramiento. Seguramente ella sabía que a un tallo tierno se lo puede tutelar sin caer en el exceso. Estoy seguro que ese fue su desafío. Jugaba al límite entre la hermana mayor y la madre incipiente, entre la amiga y la amante, entre la mujer capaz de borrarle a un niño sus últimos otoños y entregarlo a la primavera de la vida. Su primer elogio, o al menos, el primero que asimilé, fue sobre la calidez de mi mirada: "tus ojos son como una alborada, tienen transparencia", me azucaró. Unos días después me regaló un traje negro, una camisa blanca, una cinta negra de seda y un par de botas. "Esta es la vestimenta de un rebelde, de un rocker, sos como Adriano Celentano", sentenció.Ahora que ya pasaron los años, en verdad, en aquel momento, era bien parecido al enfermizo del twist que decía: "Yo no entendía el inglés, pero lo importante era el ritmo. Y eso sí que lo tenía bien agarrado". Cuando me vestí con esa ropa de mafioso siciliano, la risotada de mi padre fue tremenda. Me hizo sentir ridículo, estrafalario, un adefesio. Catalina, que no soportaba la burla, lo miró a mi padre y disparó: "¡Padrone Vittorio!". A los pocos días dejó nuestro departamento. Todos nos sentimos mal. Mi madre porque la reacción de Catalina no había sido tan grave. Mi hermana porque se distanciaba de su amiga y yo porque a partir de ese momento comenzaba a soñar por primera vez con una mujer.Catalina estaba sentada en el centro del salón. Había muy pocas personas en "El Greco". Eran las diez de la mañana. Durante tres días consecutivos una llovizna insistente arruinaba cualquier proyecto disciplinado. Desde aquella despedida inhumana habían pasado 2 años. Mi hermana Marta ya no respetaba las reglas de la casa, mi madre seguía atada a los malestares de mi padre y yo había abandonado los estudios. Todavía ninguno del núcleo familiar lo sabía. Los engañaba tratando de prolongar un período de mi vida donde las obligaciones no eran inmediatas y la responsabilidad les correspondía a los otros. Estaba bastante confundido con mi presente. Sabía que mi preparación era necesaria pero no encontraba placer ni estímulo suficiente para continuar con la tarea de estudiante. Por eso busqué a Catalina durante meses.  Ella fue la única que me ayudó. La única que me dio una mano. Tenía con ella algo pendiente. No sabía si agradecerle o insultarla. Me había abandonado. Si su historia era con mi padre yo nada tenía que ver con el disgusto. Primero llamé a la empresa familiar diciendo que era un amigo. Secamente me respondieron que no trabajaba allí desde hacía bastante tiempo. Con mi hermana di mil rodeos para que no olfateara que estaba interesado en un reencuentro con Catalina. Finalmente me pasó el teléfono de una prima con quien supuestamente vivía. Era una señora mayor. Le entendí muy poco, porque hablaba más en italiano que en castellano. Catalina se había marchado de esa vivienda seis meses después de haberlo hecho de la casa de sus padres. Pero  ahora estaba allí, muy cerca, en compañía de un hombre de avanzada edad. Tuve duda si efectivamente era ella. Parecía más delgada, a la distancia la veía más alta. Me acerqué cautelosamente sin que reconociera mi presencia. Seguí de largo. Me volví. Era ella.  El hombre tenía aspecto de extranjero, gesticulaba demasiado. En varias oportunidades golpeó la mesa para afirmar su parlamento. Catalina sólo trataba de calmarlo. Me pareció oportuno interrumpirlos: "Catalina, soy Adriano... ¿te acuerdas de mí?", le dije con cierto reparo. "¡Adriano, que placer!", respondió. El anciano nos miró sin decir palabra. "Tenía ganas de verte, hace tanto tiempo"...  confesé. "Yo también", afirmó. "Llámame a este teléfono". "Bueno, te hablo", terminé.Dejé la confitería y caminé hasta el Parque Rivadavia. A pesar de la llovizna me senté en la corona del ombú donde todos los domingos cambiaba estampillas. Aún guardaba en la mano su tarjeta. La leí: Catalina Falcuchi. Contadora Pública Nacional. Río de Janeiro 97. Teléfono: 922-2436.Tuve duda sobre el viejo: ¿Era su padre, algún tío, un enfermo que cuidaba, un amigo...su amante?¿Le habrá dicho quién era yo, por qué los interrumpí, qué hacía con ella en la confitería? Poco importa. Ahora todo parecía encaminarse. La encontré, le hablé, me dio su tarjeta. La llamaría a la noche. No, mejor a la tarde. De noche va estar cansada. Le voy a decir: "Catalina... ¡qué tal si nos vemos! Ella primero pondrá la excusa: "Tengo mucho trabajo y...". Ahí yo apuro: "Mañana a las diez...en Las Violetas". Acorralada  me va a decir que sí porque es obvio que por mi tiene una especie de...de...¡de calentura! Me di cuenta por su sonrisa, por la forma que me miró, por lo rápido que me entregó la tarjeta. Tengo todo preparado: Adriano Celentano nació el 6 de enero de 1938. En 1961 obtuvo el segundo puesto en el festival de San Remo con el tema Ventiquattromila baci, donde dice "ogni minuto é tutto mío con ventiquattromila baci". Y después grita: "E un giorno splendido perché ogni secundo baci te". Con esto ya la tengo a mis pies. Antes que respire la sorprendo: en 1962 crea su sello discográfico y filma I Frenetici. Ahora su éxito es Peppermint Twist.La suerte está de mi lado. Lo único que me falta es encontrar la cinta de seda negra, la camisa blanca, el traje y las botas. Lo demás es un trámite.Se casaron en la Iglesia de La Candelaria el 20 de noviembre. Durante ocho meses en mi casa no se hablaba de otra cosa que no fuera el "casamiento de Marta". Para mí era tan ridículo todo ese ritual que terminé odiando la ceremonia y los preparativos. La discusión sobre mi indumentaria fue un verdadero tormento. Finalmente y después de mucho negociar logré vestirme como quería: saco blanco con solapa de seda, pantalón negro, camisa blanca, botas negras y la cinta al cuello. Yo tenía puestas todas las expectativas en el choque con Catalina. Aquella mañana que la esperé en "Las Violetas" fue interminable. Pensé lo peor, que ese viejo de mierda la había maltratado, que ella cansada lo hubiera castigado, que Catalina tomara una decisión equivocada. La esperé hasta después del mediodía. No quise volver a llamarla. Creo que cometí un error. Tal vez ella esperaba oír mi voz. Pero eso ya pasó. Ahora me va a ver y algo tendrá que decirme. Ahora ese beso va a tener otro sabor. Yo estoy dispuesto a todo. A pesar de la diferencia de edad, de las estúpidas opiniones en contra de mi padre, de la burla de mis amigos, de los consejos de mi madre. Yo sé que es tiempo de amarla para toda la vida, de cuidarla, de protegerla. Todo esto se lo voy a decir al oído mientras bailamos, mejilla contra mejilla, mientras me emborracho con su perfume, mientras siento sus pechos como una brasa ardiendo sobre mi corazón, mientras trato que mi sexo no malogre el encuentro, mientras mi mano acaricia su espalda y siento que su corpiño es un estorbo. Después saldremos al parque de la casa, le tomaré la mano, buscaremos un rincón oscuro y volveré a sentir ese beso único, fantástico, inolvidable.En nuestro caso no habrá casamiento. Yo no quiero ningún festival, ningún espectáculo, ninguna comedia. ¿Luna de miel? ¡Una locura! Todo en silencio, en secreto, íntimo. Nada de papeles, nada de anillos, nada de regalos, nada de invitados. Ella y yo. El amor no necesita fiesta. El amor es un beso, dos, tres...ventiquattromila baci.El ingeniero Vittorio Falcuchi falleció en su casa de Bernal en total soledad. Su esposa, Antonella Rimma, junto a Sofía y Danina, estaban de viaje por Italia.Catalina Falcuchi se casó con Aldo Brezzoni para recibir la importante pensión de guerra de su marido.Adriano Marini finalizó el ciclo secundario en una escuela de adultos, trabaja en la legislatura porteña y canta canciones italianas de la década del sesenta en un refugio de solas y solos. 
  VICTIMAS INOCENTESConocí a Alexandre en la Universidad de Vermont, durante el invierno de 1984. Tres años antes, él se había incorporado al colegio Míddlebury y también tenía una cátedra en Nórwich. Estaba casado con Augusta Dóver, una norteamericana oriunda de Rhode Island, catedrática de la Universidad de Brown, en Próvidence, ciudad famosa porque en el año 1676 quedó destruida por los incendios y por la agresión de los indios. Diez años después ya se había repoblado. La pareja no tenía hijos y vivían en una modesta granja rodeados de ovejas, cerdos y un par de vacas lecheras.Alexandre es un hombre obeso, estatura mediana, de aproximadamente 55 años. Usa una barba abundante, poco arreglada. Viste informalmente y no es nada prolijo en su aseo. Sus chalecos guardan las manchas de aceite de las comidas anteriores y sus pantalones no conocen el alisado de ninguna plancha.Augusta es delgada, fibrosa, rústica. Habla pausadamente, es tímida y prefiere estar la mayor parte de su tiempo libre atendiendo a los animales y a su huerta.Me vinculé con ellos por intermedio del profesor Hartford, a quién primero descubrí a través de sus trabajos y después por su inesperada invitación a la Universidad.Con Paúl Hartford nos intercambiamos información desde hace unos cinco años. Él conocía mi trabajo sobre la personalidad del mito. Yo sabía todo de su teoría del mito global.Recuerdo que en una extensa carta, me decía que a pesar de los tiempos, de la historia de los siglos y de la triste realidad de las esperanzas utópicas, la humanidad sigue atrapada al esquema del mito. Diagnóstico muy a pesar de los psicólogos y filósofos que no acuerdan y se resisten a reconocer que el mito está por entero en nuestra vida cotidiana.En rigor, de toda esa etapa tengo el grato recuerdo del tiempo compartido con esos seres al que sólo me unía el trabajo. Paúl, pocos días antes de mi regreso, se sincero conmigo. De manera precipitada trató de blanquear una desordenada relación que vivió acaloradamente con Augusta, cuando su amigo Alexandre había viajado a dictar un seminario en Basilea. Fueron veinte días de extrema pasión, de enorme entendimiento, de mutuos interrogantes. Mi impresión ligera acerca del carácter de esta mujer medrosa, quedó sepultada con el relato compulsivo del Paúl. A medida que hablaba, su testimonio se abría en una especie de desvanecimiento que me llevaba a una encrucijada. En cierta medida, yo era parte de su componenda y esta confabulación me comprometía. Pero también era cierto que Paúl no era mi amigo y su decisión de precisarme los más íntimos detalles de su vínculo con Augusta formaban parte de su pesadumbre. Al principio me limité a escucharlo, a tratar de ser su acompañante. Hartford, en cambio, me tomó de rehén, de cómplice, de encubridor.La noche anterior a mi partida, cenamos los cuatro en la cocina de la granja. Augusta había preparado un guisado de conejo. Alexandre bebió demasiado, a tal punto que cuando intentó levantarse cayó al piso desvanecido. Quise auxiliarlo, pero Augusta me detuvo. "En unos minutos se incorpora y solo se va a dormir", balbuceó. Paúl me miró fijamente. Sentí que mi presencia era un obstáculo. Argumenté estar agotado y tener necesidad de descansar. No se opusieron. En la carretera, camino a la Universidad, pensé en aquello que Hartford siempre repetía: "El mito es una forma especial de la fantasía".Roberta tuvo la deferencia de llevarle a Paúl mi libro sobre El Mito Personal. Hartford ya lo conocía porque un mes antes se lo había adjuntado por mail.Roberta es mi pareja. Convivimos desde 1996 en una casa reciclada de Monserrat. Su viaje estaba programado para permanecer alejados más de seis meses. Durante su estadía en la Universidad, Roberta tendría que defender su tesis sobre La longevidad de las Civilizaciones, un trabajo que confieso contó con mi colaboración y el asesoramiento de Marcel Grinaut, quién nunca se decide a regresar a París, donde lo espera su esposa Mirelle.Nos despedimos sin festejo. Somos bastante remisos al adiós. En otras oportunidades, por despegues menos prolongados, acordamos darle al trámite de la separación un carácter nada dramático. La realidad del corte no ofrece misterio. Cada uno lleva del otro la sustancia necesaria de vida que hace falta para sujetar la maleta de la angustia. Roberta es pragmática, se desenvuelve con cierto criterio científico e impetuoso. Difícilmente recurra a pensamientos paralelos, a adivinanzas banales. Entre ella y yo hay una distancia cierta y real. Aunque para ambos la vida sigue siendo un enigma misterioso, una narración de hechos y circunstancias que pretenden tener una explicación, una respuesta, como aquella que buscaban los vikingos cuando imaginaron  al mundo centrado en una isla a la que bautizaron Midgard ( el patio del medio) o el reino del medio. Allí vivían los dioses, en el patio de los dioses llamado Asgard. Todo el resto era el patio de afuera, el Utgard, donde moraban los trolls, esos gigantes que solo querían destruir el Midgard.Roberta se reía mucho porque los trolls, si llegaban al patio del medio se quedarían con Freya, la diosa de la fertilidad y entonces las mujeres no tendrían nunca más hijos. Sin embargo, aquella risa tenía cara de llanto oculto, porque ella se negaba a la procreación, a sentir que podía dar vida a otro ser. En este terreno nuestras prolongadas charlas parecían no tener fin y, a veces, preferíamos dejar inconclusas las ideas sobre el hilo rector de la especie.Hartford, como era su costumbre, llevó a Roberta a la granja de Alexandre. Desde allí ella me enviaba casi a diario las noticias sobre como marchaba su tarea y lo bien que se sentía con Augusta.Una vez más yo caía en el error respecto a la Dóver. Estaba convencido que no se relacionaría bien con Roberta. Seguramente mi prejuicio había aumentado después de las declaraciones de Paúl y aquella escena congelada de Alexandre desmayado.En rigor, ahora a la distancia, me inclino a pensar que todo mi resquemor no podía incluir a Roberta. Estas dudas pasaban por mí, por una extraña fantasía o realidad de ser querido o aceptado por esos cordiales extranjeros.Marcel Grinaut, que a fuerza de compartir noches cargadas de café jamaiquino y oporto portugués, me daba la posibilidad de hablar largamente sobre el mito. Acaba de anunciarme que ya no quiere volver a París y mucho menos reencontrarse con Mirelle. Lleva aquí dieciocho meses, tiene dinero suficiente para comprar un departamento en la zona de Barracas, barrio que le recuerda a cierto sector parisino, donde transcurrió gran parte de su niñez. Está decidido a montar un bar temático y dejar de lado todo intento de sacrificio que se asemeje a la rutina del trabajo. Me habla de Roberta con marcado afecto. Admira su capacidad, la voluntad que demuestra en cada tarea que se propone. La virtud de separar la obligación y el ocio sin ningún dejo de culpa, la notoria comunicación que mantiene con todos los que colman su afecto y esa sinceridad que es propia de las mujeres con personalidad. Me dice que la extraña y señala con profunda convicción que ninguna mujer tiene dueño. Lo escucho, no me sorprenden sus referencias que por otra parte me halagan, pero comienzo a percibir una especie de sentimiento enfrascado. Me niego a creer que en mi ausencia Marcel y Roberta coincidieron en alguna mirada erótica o el silencio cómplice los envolvió como un manto de telaraña. No puedo dudar un instante sobre la lealtad, sobre el compromiso del pacto amoroso, pero eso de "ninguna mujer tiene dueño", me acerca al terreno de la infidelidad.Marcel encendió su cigarrillo negro, sorbió el resto de café de su taza y permaneció callado. Sin proponérselo abría un tiempo de duda que fatalmente terminaría con el regreso de Roberta.Alexandre y Paúl se manejan en Buenos Aires como si fueran porteños. Rápidamente aprendieron a circular por la zona céntrica y, a pesar de mi negativa, insisten en alquilar un departamento en Parque Lezama. Les explico que ese sector es peligroso, que con la crisis económica muchas casas fueron tomadas. Paúl me dice: "¿Cortázar...Casa tomada?". Le digo que algo parecido. Eso fue en otra época. Insisten porque les despierta cierta admiración las calles bohemias.Habíamos decidido encontrarnos en la esquina de Alsina y Piedras. Como referencia les hablé de la Iglesia de San Juan Bautista. Finalmente terminamos en el Café La Puerto Rico. Me pidieron datos referenciales, mayores detalles. Escasamente recordaba que el café fue fundado en 1887 y que recién en 1925, Gumersindo Cabedo lo habilitó con ese nombre, en Alsina 420, después de un viaje que realizó a la isla del Caribe.Charlamos largamente, sin respeto del tiempo o del apuro al que estamos domesticados. En ningún momento surgió el nombre de Roberta, menos aún el de Augusta. El diálogo tenía característica de total informalidad. Habíamos dejado atrás todo aspecto relacionado con la actividad docente. Paúl mostraba una euforia desmedida. Nunca lo había conocido tan extravertido, tan desbordado. Contó historias de su adolescencia que nos llenó de sorpresa. Sobretodo una relación con una mujer mayor llamada Suzanne, quien resultó ser novia de su padre. Esto le valió la enemistad de su progenitor porque aquel engaño se mantendría, a pesar del tiempo, con la complicidad e indiferencia de su madre. Suzanne era una pelirroja de ojos verdes, piel lechosa y abundante pechos. Paúl nos hacía participar dando forma de los mismos en el espacio imaginario de sus manos. Según él, en el ritual de las sábanas era una brasa ardiendo. Tanto marcó su sexualidad que después del corte no sentía placer por ninguna otra mujer. Por algo su padre seguía atado a las caderas de esa mujer. Por algo su madre la odiaba.Alexandre también quedó sorprendido con las confesiones de su amigo. Siempre habían hablado de muchos temas. Uno advertía que entre ellos circulaba una hermandad. A simple vista no existían secretos ni historias ocultas. Es más, he llegado a creer que el compartir la misma mujer no ha sido motivo de diferencias. Y por otra parte, aquella fórmula desgarrada de contar esa vivencia amorosa con Augusta, no guardaba otro objeto que poner sobre la mesa las condiciones mínimas e indispensables para sostener una convivencia armónica. Paúl nada más me estaba diciendo: "Así son las cosas". Yo solamente tenía que mirar para otro lado. Pero en verdad, no estaba acostumbrado a la sensatez europea o para ser más preciso, a cierta pacatería cultural donde el macho es centro de todo y nunca es golpeado. Ese resabio varonil, gastado y desprolijo que arrastramos los cultores del Río de la Plata. Yo estaba en esa mesa y temblaba que le llegara el turno a mi informe sobre alguna debilidad pretérita. Contar hazañas de noches orientales con mujeres promiscuas o entreveros con homosexuales desgastados. Esperaba además que Marcel arribara y equilibrara el diálogo trayendo esa historia del "El frac verde"( L'hat vert), la comedia de Gaston-Armand de Caillavet y Robert de Flers que, según él, estaba basada en sus malogrados días con Mirelle. Total mentira. Marcel le imprimía al relato la cuota de humor necesario para hacer creer a sus virtuales oyentes que la sátira mundana le pertenecía. Llegó. Respiré aliviado. Todo indicaba que mi situación ya no estaba comprometida. Todavía faltaba la exposición de Alexandre, algún que otro suspiro de Paúl y el ocaso de la reunión quedaría sellado.Marcel no parecía dispuesto a transformarse en el bufón de la tarde. Varias veces nuestras miradas se cruzaron y me pareció que algo estaba sucediendo. No era el que conocía. Estaba sentado pero ausente de la conversación. Parecía incómodo, de prestado, en otra cosa. Bebía su cerveza y apretaba los labios. Miraba a Paúl y Alexandre de manera obligada. Me sentí molesto. Tal vez esta integración le resultara inapropiada. Tanto fue su exclusión que los invitados comenzaron a notarlo aunque no resignaron la voluntad de continuar festejando.Alexandre pidió una vuelta de cerveza para todos y se excusó antes de ir al baño. Paúl encendió la pipa y se recostó en el respaldo de su silla. Marcel seguía en su cerrado laberinto y yo comenzaba a creer que todo placer ha de ser pagado con una cantidad apreciable de disgusto, con la moneda fatal de cada hipocresía y con el azar y el error de nuestra sospechada huída al futuro.Paúl Hartford y Alexandre Soards regresaron a Vermont. Ambos continúan manteniendo sus cátedras. Augusta Dóver Y Roberta Lerer viven el Lugano (Suiza), totalmente desconectadas de sus anteriores afectos.Marcel Grinaut después de conocer que Roberta iniciaba una nueva vida con Augusta, volvió a París. Mirelle Maccos, su esposa, ya había formado otra pareja.Ignacio Cavanagh firmó contrato con una editorial española para publicar "El mito personal", con prólogo de Alexandre Soards.Su deseo es volver el próximo invierno a la Universidad de Vermont.      
UNA PACIENTE MIRADA PASIONAL    Brenda Whrite es una de las tantas turistas norteamericanas que recaló en Buenos Aires beneficiada por el dólar devaluado. Tiene escasa referencia sobre éste país "al sur del Brasil". Habla un castellano pobre y gesticula permanentemente para hacerse entender. Su economía se ajusta a unos 25 dólares diarios. Decidió alojarse en una modesta habitación de un hostel de la calle Chile al 300, que le recomendaron en la cadena Hosteling Internacional. Llegó a la ciudad con algunos mitos urbanos preestablecidos: la noche porteña, el Teatro Colón, los bailarines de tango de la calle Florida, la magia del barrio de La Boca, la bohemia de San Telmo, el choripán, el mate y un dato preciso sobre los lugares de sexo libre. Es lesbiana. Acaba de quebrar una relación de cinco años con una antropóloga alemana. El viaje es una cortina para el olvido y un cambio para el corazón. Tendrá unos treinta años, es mestiza, nada vistosa, fuma desmesuradamente y pasa inadvertida. En su mochila carga las guías turísticas de Buenos Aires, un spray paralizante, una petaca  llena de Jack Daniels, un reloj Movado de 1943, un par de cigarrillos de marihuana, un vibrador, una crema balsámica y un anotador gastado por el uso donde anota referencias históricas. Su tarjeta de identificación reza: Brenda Dollys Whrite. 37 street / B. Cassideus. San Diego- California- Portadora HIV.La conocí en medio de un incidente en "Medio y Medio". Eran aproximadamente las 23.30 y un español borracho molestaba a los comensales que, enojados, alertaron al encargado del restorán. Uno de los mozos, bastante corpulento, se acercó al turista y ahí se produjo una discusión que terminó cuando el extranjero, al ser retirado del lugar, forcejeó y cayó al piso. Brenda se levantó indignada y se quejó del maltrato. Fue entonces cuando un dependiente altanero la empujó y yo salté de la silla para defenderla. Resultado: todos a la comisaría 2da. bajo expediente caratulado de averiguación de antecedentes y lesiones leves.A las siete de la mañana estábamos desayunando en un café indecente de Avenida Independencia y Tacuarí. Brenda me había relatado, con bastante angustia, que necesariamente tenía que volver al hostel que quedaba a pasos del bar y que, cada vez que ganara la calle, se encontraría con algunos de los matones. Le ofrecí ante  los hechos mi departamento, que tampoco  estaba  lejos del lugar, pero en vista de la circunstancia y en tanto se calmaran los ánimos, podría ser una salida. Aceptó. Después de esa malograda noche nos fumamos un cigarrillo y nos desplomamos sobre la cama. Despertamos a las cuatro de la tarde con un hambre atroz y el deseo incontrolable de beber algo fresco. En la heladera había medio litro de gaseosa y un paquete de salchichas. Un almuerzo magnífico para dos reclusos.Brenda volvió a la cama completamente desnuda. Un ventilador rudimentario  y ruidoso colocado sobre la silla del cuarto, poco podía remediar los 34 grados que calentaban la desidia del domingo. La observé. Sus caderas parecían fuertes, sus piernas extremadamente largas. El volumen  de los pechos desentonaba con el resto. En rigor, Brenda no representaba un atractivo. Era nada más que una mujer despojada de ropas. Dormía serenamente, con una calma envidiable. Mientras la miraba pensaba en la historia que me había contado sobre su amiga Edith Burton, responsable de una revista de poesía de escasa tirada que falleció a  causa  de una sobredosis. Con ella solía almorzar en el clásico restorán  Oyster Bar, en la Gran Terminal de Nueva York, en el mismo corazón de Manhattan. Hablaban sobre cine y pintura. En ese espacio programaron el viaje a Croacia para visitar Dubrovnik, la ciudad amurallada  a orillas del mar Adriático. Hasta allí llegaron los últimos días del año 1999, para darle la bienvenida al nuevo milenio. La noche del 31 de diciembre cenaron brodet, un pescado que se come guisado con arroz y al que agregaron vegeta, un condimento a base de verduras. Bebieron vino francés y terminaron con los pasteles kolaci. En la calle Stradun, se detuvieron en un pubs para paladear cerveza negra y fumar cannabis. Con sorpresa, un inglés les comentó "lo costoso que eran los puros". Los precios en el Reino Unido parecían más acomodados. "Una raya de coca cuesta menos que un capuchino. Tu le puedes sacar 20 rayas a un gramo y eso te cuesta 4 dólares, menos que un café con espuma", enfatizó alegremente mientras terminaba su lata de cerveza. Notablemente eufóricas pasearon por el barrio de Babin Kuk y desmayaron en Place, cerca de las playas, mirando la isla de Lokrum. Después llegaría la tragedia. Edith Burton se cargó de heroína y nunca supo más del Viejo Continente. Brenda regresó sola a Nueva York, con los libros de Edith: Un arroyo que corre hacia el oeste y Poesía Completa de Robert Lee Frost. No dejo de pensar al tenerla tan cerca, sobre la necesidad que siento de oler el perfume de una mujer. Desde niño cerraba los ojos para descubrir quién pasaba a mi lado. El aroma de hembra es único, perfecto, inconfundible. Brenda no me seduce. Rechazo la cultura del vello en las axilas y la sombra del pelo crecido en esas piernas interminables. No encuentro un detalle saludable en sus pies agudos. Trato de buscar algo que me sorprenda de ese cuerpo que no me conmueve, que no despierta un instinto oculto, un sortilegio. Nada. Mientras estoy en la búsqueda de algo diferente, no hago otra cosa que desviar mi atención sobre los próximos pasos. Mañana, cuando otra vez tenga que enfrentar al grupo de estúpidos turistas que lo único que hacen es comer y gastar dinero en baratijas, no sabré si Brenda seguirá ocupando mi cama o duchándose en mi tina. Si el uso de la heladera será pactado y el orden tendrá lugar. Si a este remolino norteamericano se sumará otra insurgente, no menos tempestuosa compañera, que descaradamente se desvestirá para jugar con un amor sin límites.Tengo fundadas dudas sobre sus placeres musicales. Yo sé que soy medio asqueroso en mis gustos y pretendo encontrar en otros esa forma de adhesión. Cuando le hablé de Cesaria Evora, de la fuerza mística de Hassan Hakmolen, del "león africano del pop", Baaba Maal y de los Hermanos Dagar, su rostro parecía una máscara afelpada de dudas y sospechas. Esos nombres no eran otra cosa que extrañas identidades, anónimos desconocidos o inventados individuos de alguna comunidad primitiva. Brenda es básica, casi elemental su conocimiento sobre la plástica americana. La referencia se limita a Fernando Botero y Oswaldo Guayasamín. Desconoce a los muralistas mejicanos, a Torres García, a Xul Solar. Habla por la página leída en algún semanario especializado. Repite textos de  los críticos y hace propio los conceptos de los periodistas, sin darse cuenta que en su boca, resultan obvios como inconsistentes.A esta altura, es un hecho que Brenda tiene la seguridad de no regresar al hostel. La advierto cómoda. Lo presiento porque su descansar es relajado. Si pudiera conectarme con sus sueños, ninguna señal de alarma me obligaría a estar intranquilo. Me parece que esto es mi penúltimo fracaso, la montaña de basura que no puedo escalar, el hueco de una caverna por donde no me animo a ingresar. Brenda no me conoce, yo tampoco a ella. No tiene idea de mis problemas de relación, no sabe absolutamente nada de mis miedos y angustias. Yo no sé sobre los rollos de este cadáver que tengo sobre mi cama. Creo que seguirá allí, muerta, dura, a la espera de una decisión o simplemente aguardando que le señale la puerta de salida.Valentina apareció una tarde con la excusa de arrimarme su hombro para liberarme de Brenda Whrite. No le tenía confianza. Siempre me pareció una oportunista. Ya en dos anteriores aventuras me había demostrado que no funcionaban sus estrategias. Sin embargo, cierta lógica indicaba que podía ser ésta la instancia para cambiar de opinión.Estoy convencido que no me agrada de Valentina su recurrencia a la formulación de torpes acertijos. Siempre ponía a prueba mi capacidad de resolución y siempre, como un idiota, caía en su redada. La primera travesura fue con aquello de: una botella de vino cuesta diez dólares. El vino vale nueve dólares más que la botella. ¿Cuánto vale la botella? Yo contesté: "un dólar". Error - dijo Valentina -, la respuesta es que la botella vale 50 centavos y el vino 9.50, porque si la botella valiese en realidad un dólar, entonces el vino, valiendo 9 dólares más que la botella, costaría 10 dólares. Por consiguiente, el vino y la botella juntos valdrían 11 dólares.Otra estupidez con que me vapuleó fue: Suponte que vos y yo tenemos la misma cantidad de dinero. ¿Cuánto debo darte para que tengas 10 pesos más que yo? Respondí: "diez pesos". Valentina fabricó una mueca de satisfacción y segura me abofeteó: Digamos que cada uno de nosotros tenía, por ejemplo, 50 pesos. Si yo te diera 10 pesos, vos tendrías 60 pesos y yo 40, por lo tanto, vos sumarías 20 pesos más que yo y no 10 pesos. Mi querido amigo, la respuesta correcta es 5 pesos.Reconozco que con las matemáticas nunca me llevé bien. Es algo que tengo incorporado a mi vida como el displacer a levantarme temprano. Pero a medida que fui sorteando mis falencias, todas estas pequeñeces pasaron a formar parte del anecdotario.A Valentina le sucedió lo que yo esperaba: se enamoró de Brenda y ante ésta suerte de amor magnánimo, me sentí como un gato mirando pasar la vida por el tragaluz del departamento. Ellas dejaron que el hervor de la sangre se adulterara con la candidez fatua de lo prohibido. Poco les importó si yo estaba en el medio, si aceptaba el vínculo en mi propio espacio, si me quedaba resto para opinar. Ambas decidieron ser mis invitadas, las comensales sentadas a la mesa, las regentes de mis pasos.De Brenda poco puedo opinar. En verdad, me resulta indiferente, pero sobre Valentina, tengo acumuladas muchas historias compartidas de las que no puedo  descarnarme y otras que desearía pasarlas al baúl del olvido.Valentina me enseño la doctrina del homúnculo, dada a conocer por Paracelso en su De naturarerum: "He aquí - nos dice - cómo hay que proceder para lograrlo: Encerrad durante cuarenta días, en un alambique, licor espermático de hombre; que se putrifique hasta que empiece a vivir y a moverse, lo que es fácil de reconocer. Después de este tiempo aparecerá una forma semejante a la de un hombre, pero transparente y casi sin sustancias. Si después de esto se nutre todos los días ese joven producto, prudente y cuidadosamente, con sangre humana, y se lo conserva durante cuarenta semanas en un calor constante igual al del vientre de un caballo, ese producto se transforma en un verdadero niño viviente, con todos sus miembros, como  el nacido de una mujer, aunque más pequeño".A Valentina, la creencia sencillamente absurda, le parecía simpática. Yo traté de afirmarle que el elemento masculino aislado, jamás puede engendrar, pero ella insistía porque muchos sabios de la Edad Media y del Renacimiento habían avalado esta locura. Una y otra vez cuando se disgustaba conmigo, su insulto era: homúnculo de mierda. Tanto asumí la humillación que, finalmente, he llegado a creer que en el macabro juego de roles, ellas eran las alquimistas que inventaron al homúnculo llamado  Nicanor. Desde pequeño me agrada ser mirado. Con los años descubrí que la mirada erotiza, desnuda, es un pincel que dibuja sensaciones íntimas. Mirar y ser mirado es el código del cuerpo como objeto de consumo. No es vano me dejé llevar con el encanto íntimo de Brenda Whrite. Ella no era una mujer deseada, no tenía belleza, ni el mínimo secreto que esconde la geometría global o el volumen perfecto  que permite el goce del tacto. Seguramente su infantil forma de exhibirse me despertó cierto placer y satisfacción. No entiendo bien cuáles son los límites de la mirada. Mostrarse es un juego que invita a la fantasía y las reglas, decididamente, no son normas precisas.Hay sin embargo en Brenda algo de seducción. Posiblemente un rubor no revelado. No sé concluir si después de su intimidad con Valentina y de la cohabitación obligada, los tres fuimos creciendo y aprendiendo a ser distintos sin que esto me obligara a dejar de lado los códigos particulares.Valentina sabía de mis impulsos de Peeping Tom. Conocía mi necesidad de mostrarme, mi sensación de mareo antes de ver el gesto de horror en el otro o la carcajada ruin al advertir mis genitales. Ella muchas veces me permitió reafirmar mi identidad sexual, comprendió mi malograda educación moralista y respetó mis excitaciones repentinas. Alguna vez nos preguntamos, cuál era la frontera de la exhibición. Nunca hallamos respuesta ¿Acaso mostrarse en pareja no es un juego amoroso? ¡Quién determina las reglas !Yo no soy el personaje de la fantasía popular que se viste con una gabardina y la abre en una calle sin salida, esperando que pase una mujer para sorprenderla y gozar con el gesto de espanto.No quiero creer que ahora vivo una suma de fracasos, que Brenda Whrite se hubiera vestido de impostora para engañarme y que Valentina haya dejado de ser mi espejo.  Brenda Whrite, actualmente, es editora de la revista "Border Blue", en San Diego (California).Valentina Katz, dirige un portal telefónico de encuentros en Caracas (Venezuela).Nicanor Navarro abandonó su tarea de guía turístico y es gerente del hotel "boutique" Gladiador, en Neuquén (Argentina).Después de aquella convivencia, en el verano de 2004, no volvieron a verse. 
  DIGESTIÓN LENTA, INTESTINO PEREZOSO"Uno es lo que come". Lo escuchó decir mil veces. Lo leyó en los labios de todos los nutricionistas. A cada rato esa frase la visualizó en los paneles promocionales de los centros de autoayuda donde lo anotaba una y otra vez. "Él es lo que come". Él es la milanesa de peceto a la napolitana de su madre. El budín de espinaca gratinado con queso parmesano de la Nona. Las papas fritas españolas a la provenzal de su abuela gallega. Los canelones de ricota y nuez de la tía Elisa. El asadito de pechito de cerdo del primo. Él todo lo resuelve sentado a la mesa, con la panza llena. Ningún acto importante de su vida fue decidido sin la presencia de un plato de comida.Lo conocí en la cena de fin de año de la empresa. Él pertenecía al área de ventas. Yo formaba parte del sector administrativo. Por semanas los compañeros  de todas las secciones hablaron de los siete platos que Alfredo tragó sin eructar. Nadie fue capaz de decirle que aquella reunión era una formalidad, un momento de encuentro, no un festival romano. A la semana me invitó a almorzar. Fuimos a "El Globo". Ordenó puchero mixto. Lo devoró. Su cara era una bola ardiendo. Su frente una burbuja de sudor en ebullición. Creí que no podría levantarse. Error. Al salir sugirió tomar un helado. Le dije que debíamos regresar, que ya era tarde. Se metió en la heladería y pidió un kilo de crema americana. Llegamos a la oficina 40 minutos después de lo habitual. Me dio un beso y sentenció: "estuvo bueno, volvamos a repetirlo". Pasaron quince días. Me participó de su cumpleaños. Lo festejó en su casa. Vivía en Barracas, en un hogar donde todos tenían injerencia, donde todos hablaban con el estómago, donde todos jugaban con los triglicéridos, el colesterol, los lípidos y donde los protectores hepáticos saludaban a los invitados.Era un grupo gritón, una familia acostumbrada a hablar con la boca llena. Las conversaciones giraban en torno al cocinero Donato De Santis, la Hermana Bernarda, el chef Martiniano Molina, Borja Blázquez. Todos sabían de salsas, aderezos, guarniciones, condimentos, hierbas aromáticas y sabores. Me sentía una extraña. No veía la hora de marcharme. Ese ambiente parecía una escena de "La cena" de Éttore Scola. Quería huir, salir corriendo. Alfredo me tomó del brazo y me llevó al fondo de la casa. Había un depósito bastante precario construido   con material prefabricado. Era una súper despensa. El lugar donde se guardaban las reservas alimenticias. A simple vista había más de 300 frascos de todo tamaño. "Éste es mi tesoro, mi colección privada. Hay gente que junta cuadros o cajitas de fósforos, yo manduque", me dijo con inquietante placer. "Elegí uno, te lo regalo", afirmó. Tomé al azar un frasco mediano. Contenía corazones de alcaucil. "Tonta la nena...y eso que no sabe nada de comidas", humilló. Regresamos. Nuevamente el vocerío de los ordinarios personajes. Con cierta discreción comencé a saludar. Busqué el pretexto del horario. El enfrentar la calle me pareció un milagro. Alfredo detuvo un taxi. Me besó la mejilla y acarició tiernamente mi cabeza. En el interior del auto tomé en mis manos el frasco y con disimulo lo dejé en el piso. Jamás había comido alcauciles y no quería pasar por esa inusitada experiencia.Nos casamos para la primavera. Lechón, ensalada rusa, pastas caseras, empanadas, lengua a la vinagreta, locro y festival de pizzas. Todo preparado artesanalmente por las manos mágicas de las mujeres cercanas a Alfredo. Madre, tías,  abuelas, sobrinas, vecinas y admiradoras, conformaron un equipo de especialistas  que no dejaron nada sin cumplir.Dos semanas antes de la ceremonia, las cocineras ya se peleaban por el protagonismo. Ninguna pensaba en los vestidos, zapatos, peinados o regalos. Lo único que importaba era que Alfredo comiera a gusto, a reventar.La reunión sirvió para conocer a una familia de atocinados y grasientos integrantes del club del sebo que, a partir de ahora, tendría que complacer y agradar por ser la esposa de Fito.Alquilamos un PH -ingreso en mitad de pasillo oscuro y húmedo-, en San Telmo. La cocina medía 25 metros cuadrados. El dormitorio 12.En el patio interno, Alfredo dispuso tres líneas de estanterías metálicas para ubicar los frascos de su colección. Se disgustó. Sólo pudo exhibir 185 de sus 344 envases. Una verdadera desgracia. Una situación difícil de soportar. Para calmar su angustia le regalé el libro de oro de Doña Petrona C. de Gandulfo. Lloró. Cuando era niño la madre leía las recetas y el mayor placer de Fito era ayudarla a prepararlas.Al mes de casados me sorprendió con la "Pastalinda", ese instrumento atroz que dispara fideos, cintas, masa fina para preparar ravioles. "El domingo la probamos", me dijo eufórico. "El domingo", fueron todos los domingos.Poco a poco comencé a darme cuenta que Alfredo era un enfermo. El menú pesaba más que el sexo. Una pata de cordero suplantaba a mis pechos. Un jamón serrano lucía más bello que mis glúteos. Todos los programas y salidas terminaban en una mesa desbordada de platos consumidos con gula. Mi casa parecía un restorán. Hasta en los roperos se escondían latas de conserva, cajas de arroz, paquetes de legumbres y sopas instantáneas Knorr.Alfredo no veía la hora de llegar para meterse en la cocina y jugar con las verduras y los fiambres. Una sola vez le dije: "¿No sería bueno dejar de comer un poco?". Me clavó la mirada. Sentí cerca al miedo. En la mano tenía un cuchillo Tramontina.Estoy convencida que nunca debió abandonar su templo de Barracas. Tampoco casarse. Nuestro vínculo jamás fue profundo. Yo me dejé llevar por el instinto maternal, por mi idea de ayudar al más débil, por mi deseo de cuidar al desventurado. No me supe alejar a tiempo. No pude cortar por lo sano. Me engañé con el proyecto de hacerlo cambiar. Él no me necesitaba. Su amor, su fascinación, su algarabía, era una vitualla, una pitanza, una tabla de quesos, un salamín, un sándwich de chorizo, un cochinillo, una paella humeante, lista, espléndida, magnífica; esperando a su boca y desafiando a la balanza."Si usted come basura, su cuerpo será un tacho de residuos. Somos lo que comemos. Si usted le carga al auto nafta trucha, el motor un día estalla. ¡Pum!...¡Fun-di-do!. Comida trucha = digestión lenta = intestino perezoso. ¿Me entiende?", le dijo el médico a Alfredo. Era la primera vez que volvíamos a encontrarnos después de la separación. Había transcurrido un mes. Treinta días en suspenso, sin el menú pegado en la puerta de la heladera, sin el olor a fritura en la almohada. Sin el aliento a ajo en la boca. Sin el sonido metálico de las cacerolas. Treinta días de ayuno. De agua mineral y té verde. 720 horas sin pisar la cocina. Sin encender hornallas. Sin oír el sonido de los cubiertos contra los platos."Si usted come un BigMac en MacDonald's, le mete al cuerpo gasolina trucha de 560 calorías. Si en cambio, incorpora un Wooper, de Bunger King, la diferencia es notable: gasolina quemada al cuadrado, índice graso de 760 calorías. El hígado, Alfredo, no llama, no jode, es silencioso; hasta que un día da un grito pelado y ahí...¡agárrese!", siguió el médico tratando de despertar la conciencia quebrada de Fito. Lo miramos. Parecía entregado a la misión de Gordos Anónimos, al sermón de Máximo Ravenna, al discurso de Alberto Cormillot.Dejamos el consultorio con la promesa de regresar en 45 días. Nada de medicamentos. Nada de régimen de la Luna. Nada de estimulantes. "¡¡ Cierre la boca ¡¡", fue la despedida lacónica del médico. Paramos en el Café Tortoni. Dos aguas. Alfredo quería decirme: "¡Te odio, hija de puta!". Fue cauto. Analizó meticulosamente cada palabra antes de hablar. "No voy a poder...Si hago algo es porque quiero que regreses. No lo hago por mí. Lo hago por vos". Sonaba a culebrón venezolano ¿Por mí? Demasiado azúcar. Pegajoso como miel. "Me mudé. Alquilé un departamento en San Cristóbal. La colección volvió a Barracas", me dijo resignado ¿Por qué tenía que creerle? Ése era su juego, su manejo, su coartada. ¡¡ Sos una estatua Hilda!! Piedra, granito, cemento. "Hagamos el intento...te prometo que voy a cambiar". Silencio.El negocio no funciona. Vender comida parece fácil pero no siempre resulta. La gente es una mierda. No importa si el plato está bien elaborado. Lo único que interesa es la cantidad. Nadie ya come por los ojos. Todos piensan en el bolsillo.Un nuevo fracaso. Los ahorros perdidos. La voluntad por el piso. Tontamente renuncié a la empresa para meterme en este lío. Alfredo no cambió. Nadie cambia de un día para otro. Nadie modifica las reglas con una promesa. Por eso me siento estafada, pero no tengo que echarle la culpa a nadie. Yo solita me metí en el hormiguero. ¿Cómo salir? Hace unos días me da vuelta la idea de escaparme, de dejar todo. ¿Chivilcoy? ¿La tía Paulina? No está mal. Vida de campo, silencio, nada de conocidos. Fito me va a buscar por Villa Urquiza. Le va a preguntar a mi hermano Roberto. Al cabo de un tiempo se dará cuenta que se fue la sirvienta, la Juanita de Doña Petrona, la que pelaba las papas, la boluda ayudante de cocina. ¿Y si fracaso en una ciudad donde todo se sabe, donde voy a ser la extranjera, donde el tiempo juega como un estilete de hielo clavado en la espalda? .Tal vez sería bueno decirle la verdad. Esta noche, después de la cena, cuando se recuesta en la reposera, antes de que empiece a roncar. No, mejor mañana, en el desayuno, en mitad de los números, poco antes de hacer el pedido. Lo miro, le apunto y...La casa de Tía Paulina está cerrada ¿Qué raro? "Disculpe, Doña Paulina está viviendo en el asilo con las monjitas... ¿la puedo ayudar?". Gracias...estaba de paso. "¿Su nombre?". No importa...no importa.Hilda Marone vive en Chivilcoy. Es la dueña de la cadena de locales de comidas rápidas "Trágame Tierra". Formó pareja con el contador Carlos Rapella y tiene un hijo de 6 meses.Alfredo Tagnolli alquila un puesto de panchos y hamburguesas ubicado en Azopardo y Belgrano. Sus mejores clientes son los estudiantes secundarios y los empleados de la Aduana.Regresó a su casa de Barracas. Desde hace 3 meses está esperando la autorización de su obra social para realizarse un bypass gástrico.                                                     
20Lo sabía. Como mi nombre, mi grupo sanguíneo, mi edad. No quise entender. Como mi culpa, mi conmiseración, mi indiferencia.Ninguna señora tiene dueño. Ninguna hembra está cautiva. Ninguna mujer es rehén. No admitía ser orquídea de invernadero. No aceptaba ser prólogo sin final. No hubo pésame, velorio entristecido, borrachera de olvido, ni cuentas que pagar. Lo sabía. Fue cuando se cruzaron las miradas eclipsadas. Cuando la cama quedó desierta. Cuando el reloj se detuvo desvanecido.Lo nuestro fue un pasatiempo. Una locura sin manicomio. Una enfermedad terminal. Lo sabía. Antes de caminar por la playa. Antes de esperar el nuevo amanecer. Antes de agotar el llanto.Lo sabíamos. Lo dejamos. Lo quemamos. Como las cartas que arden en la hoguera. Como las huellas que marcan el sendero. Como los versos que agitan el poema.Se fueron fugitivamente. Parecían exiliados. Lo sabía. Lo negaba. Lo ocultaba. Lo temía.    
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19Yo quiero una aventura cotidiana. Un sueño clandestino. Un beso con después. Una caricia presuntuosa y fraudulenta. Una mirada cómplice que me invite al placer. Yo quiero un hombre sencillo. No un juguete de vidriera vestido de negro. Un descarado de todos los días. Un malhablado que viaje en subterráneo. Un atrevido que no dialogue en francés. Yo quiero un embriagado trastornado que se desnude de tarde en el balcón. Un expoliador de fantasías que me expurgue -si puede- el alma. Yo quiero un canalla que me engañe, que cuando se despida de mí mire a otra mujer. Un exaltado que me quite la razón. Un pendenciero que discuta con mi jefe. Un brabucón que orine en el palier. Porque a esta vida sin asueto al calendario, sin salario prefijado, sin gorro de cotillón, le hace falta una patraña, un motivo, una osadía, un velorio, una lluvia interior.Todo está tan prolijo, tan documentado, tan atendido, que una mueca, una burla, un coscorrón, no le vendría mal  a este esqueleto antes de quejarse a los emisarios que aconsejan con las cartas del tarot.No me importa si ese tío es de Virgo o de Tauro. Si tiene credencial de ladrón. Si se cepilla los dientes en ayunas. Si come ostras al limón. Si se baña tres veces por día. Si cuando hace el amor piensa en otro amor. Si su madre lo vistió de marinero o su tía a ser cura lo llamó.Levanto la bandera blanca y pido tregua. Me cansa tanto secreto entre paredes. Me agota la buena educación, por eso digo basta y tiro los tacones por la ventana, me desvisto en el ascensor una mañana y a la mierda con tanta austeridad.   
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18Quieto. Sin la luna melancólica recorriendo los mástiles de los veleros. Sin los sonidos endiablados de viento nocturno. Muerto. Con la sangre en el agua y la herida en los muelles. Con el último adiós de un mascarón de proa que espera la partida. Triste. Como todos los viejos marineros que manchados de sal tienen los huesos. Como las prostitutas envejecidas que entibian el recuerdo. Como esos borrachos que lloran sin consuelo.Así estoy en mi puerto, esperando que tu sombra me quite el aliento o que una tormenta tropical me hunda en el océano.
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17Quiero olvidar los exilios. Las heridas del pasado dibujadas en mis textos. Olvidar la peor noche de mi vida: la noche de la indiferencia. Quiero dejar las manos tranquilas. Sin el puño apretado. Sin la amenaza de pelea. Sin los nudillos quemados. Sin los golpes de la muerte.¡Cómo no pensar en esa tierra arrasada!¡Cómo volver a tocar la semilla!¡Cómo pedir que la lluvia lave el pecado!.Todavía en mitad de la madrugada oigo voces, los rosarios de los que aún no perdieron la fe, el último aliento del que no se entrega.Quiero olvidar los exilios. Quiero poder decir te quiero. No es que me derrumbe la memoria pero atrás de mí no hay primavera. Si he volver que sea ahora mismo, cuando todavía murmura el corazón y una nube rojiza se duerme en el horizonte oculto de tu mirada.
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16Se secó. Como el bastón de Borges. Como la rosa amarilla de Alfonsina. Como la hoja manuscrita de Lugones. Se secó antes de morirse, antes de enterrarse, antes del adiós. Porque la sangre seca no es vida. Porque la vida seca no es amor. Porque tu cuerpo sin mi vida no es literatura. Antes de la lluvia se partió. Antes del beso se agrietó. Antes de la hendidura se cuajó. Las almas sin destino no tienen corazón. Las manos temblorosas no eclipsan al dolor. Las miserias internas hablan desde el rencor.Así fuimos cayendo. Sobre los dos la noche embozó. Sobre los labios el carmín palideció. Se secó, se agrietó, se cuajó, embozó, palideció. Como todas las cosas. Terminó.
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15Se cruzaron. En la misma avenida. A la misma hora. Él miró la calzada. Ella leyó su gesto. El recuerdo es presente. El recuerdo es ahora. El ahora es reencuentro. El instante infinito. Ella no tiene duda. Él no acusa pecado. Mataron al tiempo pasado. Olvidaron la pérdida. Él siguió caminando. Ella inventó una llamada. Se callaron. El silencio no enamora. Se negaron. La memoria no conspira.Ella ya conoce la respuesta. Él ya descubrió la indolencia.
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14La besó. Volvió a besarla. Siguió besándola. La encerró entre sus brazos. Acarició sus hombros. Ella volaba, soñaba, reía. Un instante de amor es eterno. La besó una vez más. No podían separarse. No deseaban dividirse. Ella cruzó la avenida. Él la observó atento. Ella volvió la cabeza. Él la saludó con un gesto. Ella se perdió entre la gente. Él se quedó sin la gente. Ella llegó a la oficina. Él dispuso su día libre.A las 20 ella regresó a la esquina. Él nunca regresó. Ella cree que encontró la infidelidad. Él cree que conoció la libertad.
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13Quedaron las palabras en los accidentes de las sábanas. Un abecedario poco religioso que no respetó lenguaje. El volcán de la almohada no anunció la llegada de una nueva tragedia. Sobre el piso tres fotos: Río de Janeiro, febrero de 1981. Barcelona, mayo de 1992. Nueva York, julio de 2002. Tus anteojos quebrados en la mesa de noche. Mi reloj de arena sobre el libro de cuentos. El cortaplumas holandés con los zapatos y la campanilla de bronce de Manila leyendo tu retrato.Los dos partimos la historia. Los dos arrojamos la llave desde el quinto piso. Los dos tomamos la avenida y antes de subir al último metro nos besamos.A tí te espera Miguel. A mí me aguarda Magdalena.
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12Me dejé llevar. Me dejé horadar. Me quemé pacientemente en la hoguera, en el fuego primitivo de tu juventud. Me olvidé de los paisajes otoñales que pintaron nuestros cuerpos en el lecho. Borré con las gotas de rocío congelas las auroras que frenaron nuestros sueños.No te culpo ni me excuso. No soy el capitán de tu barco ni el alférez de tu crucero. Me dejé arrollar, me dejé herir sabiendo que el dolor no era más que un deseo, que un llamado al cuidado, que una pedido de auxilio.Había entre nosotros un territorio ausente. Nuestros ríos no estaban en el mapa. La geografía la escondimos en el atlas que duerme en el estante de la biblioteca. Los dos cerramos el pecho. Los dos no leímos el horóscopo. Me omití. Me excluí. Me estrujé. Para no plagiar un nuevo arrebato, un excitado revés, un daño inhumano, me dejé llevar.El amor no es un libro de cuentos. El amor es desamor. Entre lo probable y lo imposible, me dejé llevar, me dejé ahogar, me dejé blandear.
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11"Puede ser que te lleves los únicos momentos de placer de mi historia".Seguro te preocupa el minuto, el instante, la inmediatez. A mí me inquieta el tiempo, que nada tiene en común con tus maquilladas terquedades.Me hago cargo de los olvidos temporarios, de mis constantes desafíos, de mi inútil costumbre a dejar todo terminado, de no renunciar a lo imprevisto. Asumo mi falta de coraje, mi indiferencia, mi insoportable meticulosidad. Ya ves, reconozco varias de mis miserias. De algunas otras prefiero ocultarlas, son profundas y las llevo como lunares en la espalda.No soy tan bueno como parezco ni tan mezquino como imaginas. Tengo arrebatos de locura que son sencillamente humanos como tus permanentes ironías.No hago de este amor una partida de ajedrez. Nunca supe de reinas y peones.En verdad, no te llevas ningún momento ni yo te lo regalo.Los dos dejamos a la madera sin lustre, a la piedra sin cristales.Nos robamos mutuamente, nos peleamos como pendencieros. Los dos caímos en el fraude, en el engaño, en la laceración.Este es nuestro amor, nuestra forma obsecuente de decirnos afrentas, sin perfume ni esencia, sin ondulación.No sabemos de lo bueno, de lo adecuado, de lo propicio.Es el vínculo al día, sin mañana, sin aquello del proyecto y la reconstrucción. La forma primaria y madura de dos desleales amantes, sin respeto al engaño y cómplices de la infidelidad.
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10"¡Qué poco esperan los que esperan!", denunció al final de la charla. Llevaban cierto tiempo discutiendo, jugando a la asonada sin revancha. Ninguno era piloto de tormentas, tampoco escribiente de bitácoras. Desavenirse parecía ser el trato malhablado de esta unión de corazones destrozados. La espera no era espera sino demora. Una suerte de tiempo malogrado, un dolor sin herida, sin cicatriz, sin suturas.Antes, cuando cada instante tenía la fuerza del beso y el beso era el plato en la mesa. Antes, cuando la jornada laboral parecía infinita y los ojos asesinaban al reloj. Antes, cuando se agendaban los "te quiero" en el libro de novedades y la novedad era que se amaba sin espera. Antes, cuando los cuerpos retenían la brasa que ardía en cada caricia y el fuego era un dulce despertar. Antes, se quedó sin antes y sin después. Se durmió el hechizo y la hechicera. El mago ya no es el mago de los globos rojos y galera dorada. No hay magia. No hay fantasía. No hay misterio.¿Indiferencia, desamor, claudicación, desgano, abandono?Ninguno va a aceptar que el cielo raso se vistió de noche y que la noche es más larga que el día.De la espera al olvido no hay frontera y entre los dos, el inicio del diálogo fue la ruindad de la soberbia.
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9"Téte-á-téte", sentenció Julieta y cerró la puerta.Él desayuna batido de zanahorias con arándano. Ella yogur natural descremado. Él sube a la cinta 30 minutos. Ella transpira con los abdominales. Él elige dormitar en el jacuzzi. Ella: relajación tibetana. Antes del trabajo una infusión de ginkgo biloba y guaraná. Ella un jarro de té rojo. El es CEO de Moodys. Ella licenciada en marketing. Vida higiénica. Casa higiénica. Sexo higiénico. Ocio higiénico.Él cree que Latinoamérica sufre riesgo financiero y que la región debe incrementar sus niveles de reserva. Ella apuesta al desarrollo de un sistema innovador para emprender el camino del desafío y la competitividad, sin caer en los vaivenes fragmentados y propios de una economía mundial en crisis.Al mediodía ensalada de hinojo, hongos y alpiste. Ella, ensalada de frutas y espuma de gelatina. A media tarde natación y reflexología. Julieta, como hace 5 años, cama solar y ayurveda. Él nunca regresa antes de las 22. Ella jamás se duerme sin leer a Paúl Auster. Llevan diez años de convivencia. Él carga con tres engaños: Pamela, la mejicana que conoció en Cozumel. Valeria, la azafata peruana que le envía mensajes de texto a cada rato y Adelina, su cuñada, 8 años menor que Julieta. Ella prefiere a César, un maduro profesor de Filosofía Oriental que la enamora en su casa del Delta cuando la tarde se pega al río San Vicente.Desde hace tiempo descubrieron que el amor no tiene dueño. Que la felicidad es episódica y que el deseo es una utopía."Tenemos que hablar téte-á-téte", dijo. Su perro afgano la miró y resignado volvió a echarse sobre la carpeta naranja.
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8 "Esta muerte no mata otras muertes". Lo había leído en un texto de Galeano. Esta muerte no era ficción. Fue premeditada. Elaborada con paciencia. Armada con rigor científico. Para no dudar. Para no dejar sospecha. Su duelo llevaba años de vida. La mató de a poco. En etapas. Por períodos. Como un perverso. Como un psicópata. Como un degenerado. Ahora pudo decirlo: ¿Si ése tren no se hubiera detenido en la estación San Fernando?¿ Si ella no le hubiera clavado la mirada?¡Qué maldición de otros antepasados marcó el tatuaje del destino!¿Por qué se mezcló con sus vicios, se anestesió con sus malestares, se adormeció con sus bajezas, se enredó con la amargura y el dolor? Ella quebró la familia. Permitió que abandonara los hijos. Obligó a que renunciara al trabajo. Despidió sin razón a sus amigos. Lo partió. Lo seccionó. Cada día dejaba de ser hombre. A cada instante se volvía más pequeño.La mató primero en su interior. La desalmó. Fue secándola como si se tratara de una maleza. Le quitó el rayo de sol, la línea de luz, el hilo de agua. No pudo diferenciar entre odio o rencor, prisión o libertad, pasión o indiferencia. No esquivó la culpa. Era ella o él. No miró atrás. No apretó sus manos en el débil cuello. No le clavó siete puñaladas por la espalda. No le vació el cargador de la pistola nueve milímetros en el pecho. No la envenenó con un cóctel de barbitúricos. No estrelló el automóvil contra la puerta del garage. Solamente cerró los ojos y nunca volvió a despertarse, nunca volvió a levantarse, nunca regresó del sueño.
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7 "Esto del tango nos va a matar", aguijoneó Malena. Tenía razón.La vida es una herida absurda, recitó Armando. Era primavera en San Telmo. Perú y Humberto I. Setiembre 28. 23.30. Noche ventosa. En la pieza la humedad perfumaba las paredes. Una semana sin laburo. Balbuena, el dueño del camión, hacía 15 días que no tenía mudanzas. La gallega pedía el alquiler. Habían comido en el patio. Empanadas y sangría. Antonia los mandó a dormir: "Yo me levanto a las 5 asiqué a la cucha"¡Otra vez boca arriba! Sin puchos, sin un trago que queme la garganta, moviendo la pantallita para darse aire, rascándose la cabeza.Le tocó la pierna humedecida¡Déjame negro, no quiero candombe! "Malena, el turco te tiene ganas, te quiere hacer la fiesta, yo me hago el lonyi y vos la jugás  de lora".Decí por Dios que me has dado, que estoy tan cambiado, no sé más quién soy.El turco era hombre de púa fina y no perdonaba a los otarios.El final fue en el patio, cuando todos dormían. Armando quedó clavado en la parra. Malena no gritó, no lloró, no resistió.Hoy sin guita y sin amor, sólo tiene un cadenero que la trata con rigor.
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 6"Te entrego la pelea, Matilde". Aquí queda el reloj de arena con el sol de las Antillas. Las tazas de café hurtadas en la pousada de Recife. Tus suecos pintados por ese senegalés que te miraba los pechos. La agenda con todas las direcciones de los lugares donde volveríamos algún día. Los cantos rodados levantados de una ría, en Galicia. Tu lápiz labial olvidado en el hotel de Lisboa. El poema de Pessoa que escribí con fibra azul en la servilleta del café Picasso. Las treinta y cuatro monedas polacas. El retrato de Madonna firmado en la Biblioteca Nacional. La cinta naranja y violeta que una gitana de Turquía te ató al pelo. La foto de Paquito y Mary en San Andrés de Giles. El dragón de origami hecho con papel reciclado. Las lunas de aluminio y cobre que compré una tarde lluviosa en Chiloé.Te entrego la pelea, Matilde, porque no quiero seguir con la ceguera. Porque ya no me seduce la tercera posición, el imperio americano, la lucha de poderes, los negros de los ghetos, los judíos sin tierra, los pobres sin planes de ayuda, la carrera espacial, los islámicos enfurecidos, los budistas atormentados, los católicos sin esperanza, tu amiga la científica europea, el maestro de jazz que vive hablando de sí mismo, la doctora en filosofía que solamente atiende el teléfono para dictar sus pensamientos. Tu gata Almendra. El catalán pedante que me mira con soberbia, tu tía Amparo que siempre dijo que soy un inservible. Son tuyos. Nunca fueron míos. Como tampoco el dinero, las sillas tapizadas de gobelino australiano, el piano y la porcelana inglesa.¿Qué llevo? La pipa de Somera que me regalé en la playa de San Pedro de Sula. Las llaves de la cabaña alpina que la señora Parker me entregó en San Martín de los Andes, para cuando me haga falta un refugio. El diario "La Nación" con mi fecha de nacimiento y la botella con el mensaje que nunca arrojamos al mar.Si por casualidad, alguien pregunta por mí, la respuesta es obvia: "Está loco".
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5 "No dejes de mimarme", le musitó. Sonaba a gemido. A súplica, a petición.Durante mucho tiempo creyó que el silencio le ayudaría. Al contrario, aquella forma de extraviarse la fue menoscabando. La apatía cerró los poros de esa piel impecable, opulenta, inmadura. Claudicar ahora no podía ser una forma de sucumbir. La caricia, el leño que se había partido en astillas, necesitaba un nuevo desenfreno. Años. Años rigurosos que fueron dando raíces a las pérdidas y fuerza al olvido. Años que anularon las tormentas, que desbarataron los minutos de amor. Años, adheridos como hiedra a la pared de los sentimientos.Nada era igual. Nada lo mismo. Los puentes que alocados cruzaron corriendo. El atardecer inolvidable pintado con nubes de cereza. La siesta pueblerina que calló pecados. Todo terminó oculto en los pliegues del puntual almanaque.Ya no son cuerpo sobre cuerpo, eyaculación y orgasmo, pechos erizados y erección. Su mano todavía despierta dulzura y hay un tibio placer que adormece la débil epidermis afiebrada.No van a llegar hasta el faro de la playa desierta. Caminarán pausadamente para encontrar sus hazañas en la frágil arena.Ya dejaron los cincuenta años y el reloj aún marca la hora de los sueños.
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Autor: LIBRE DE PECADOS  727 Lecturas
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 4"No tengo hambre", murmuró a desgano en la cocina. Eran las 4 de la tarde y no quedaba tiempo para otro ensayo.Desde el invierno las cosas habían cambiado. Con el frío todo se transforma en hielo. Se congela. Se detiene.Las milanesas endurecían en la heladera. Las aceitunas morían en el frasco. La fruta se pudría en el plato de loza de la abuela, el pan enverdecía, las batatas echaban raíces, las latas de tomate caían vencidas.Antonio ya no sentía placer cuando regresaba. Daba lo mismo comer o dormir. Hablar o callar. ¿Cuánto hacía que no se  le escuchaba?... "¡Aquí estoy mi rey!".Mariana no quería saberlo. No deseaba reconocerlo. Tal vez otros platos cambiarían la historia. Quizás un risotto, ravioles de rúcula o algo distinto como lomo de jabalí. No... jabalí no es bueno para sus intestinos. Carpaccio de llama. Una locura. Ceviche de langosta. Sencillamente imposible. Cazuela de ñandú. Un despropósito. Una buena sopa de verduras y hamburguesas de cuadril molido. Tampoco. ¡Sorprenderlo...eso es, cambiarle la rutina!. Muchas especies, bastante picante, ajo, nuez moscada. Impactarlo con agridulces. Cerdo y ciruelas... frutos del bosque...arándanos, sauco. ¿Comida oriental? Las paltas, el zapallo, las legumbres, los hongos secos, el tomate disecado. Las peras al vino oporto como le preparaba su madre. El budín de acelga con queso parmesano. Nada de platos comprados. Nada de olor a fonda. En la mesa jazmines y sahumerios con fragancia a canela. Yo vestida como una diosa y siempre una sonrisa. No hacerle preguntas sobre el trabajo. No disgustarlo con problemas domésticos.  En la casa: placer, distracción, alegría, carnaval carioca. Las manos arregladas de peluquería, los zapatos nuevos, el maquillaje perfecto. Sorprenderlo. Dejarlo boquiabierta. Tentarlo con una caricia, una mirada fatal, un gesto de gata caliente.Si todo lo hubiera aprendido antes, cuando dormía sola en el otro cuarto. Si al menos una sospecha se antojara meterse por debajo de la puerta. Si alguien me zumbara al oído que perra estaba cerca."La gente es lo que come", escuchó decir y Antonio piensa con el estómago. Entonces: todo a nuevo. Ostras, salmón, pulpo, bacalao, pez espada, calamares en su tinta, besugo a la vasca, pejerrey al vino blanco, ¡empanada gallega!...gigante, descomunal, con morrones, cebolla de verdeo y arvejas. Pimentón, azafrán, albahaca. Una pizca de sal, un poco de romero, tomillo, pimienta de cayena. Se va a cansar nuevamente. Mejor delicias naturales: chop suey, canasta de arroz yamaní con vegetales nituke, croquetas de mijo, porotos aduki, germen de trigo, zanahorias y alpiste, amarantos, trigo burgol, algas. Brócoli con semillas de sésamo y tofu. Huevos de codorniz. Aceite de canola, vinagre de arroz, leche de coco, almendras, dátiles, granada y mango, ananá y kiwi, guaraná, higos, frutillas. ¿Carta de vinos?. Malbec, Cabernet, Syrah, Torrontés, Tempranillo. Agua mineral sin sodio. Jugo de zanahorias. Licuado de limón y menta.Mañana cuando despierte, a su lado va a estar otra Mariana, su nueva cocinera, la mujer que mejor conoce el paladar del sibarita, la única, la perfecta, la reina de su corazón.
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3 "Hoy cariño no cierro la ventana", cantó al cielo abierto.Sobrevolaban al filo de la cornisa, dos gorriones camanduleros reticentes a cualquier sospecha.El encargado la miró ingenuamente y ella, con pasmosa tranquilidad, arrojó el monitor, el cpu y el teclado, esperando alegremente que se estrellaran en la vereda.¡Hoy cariño no cierro la ventana!, porque ahora van a entrar por la abertura, esos amigos tuyos que detesto y las histéricas que tanto te emputecen.Ahora, mi amor, vas a tener que presentarme a ese Google, a Yahoo, a Ariadna, a Blogger, a Facebook, a tus compañeros del Foro, a los buscadores. A los idiotas de Twitter. ¡Por fin les veré las caras!¡Cómo piensan!¡De qué trabajan!¡A qué hora desayunan!¡Con quién se revuelcan en la cama!¡Qué tal Meegos!¡Mucho gusto Gadgets! ¡Cómo están, caritas de mierda!¡Soy yo, la viuda del espanto!.Quiero ver tu mirada cuando no encuentres a la señora Internet. Quiero ver tu rostro desencajado, tu mano derecha sin el ratón, tu sillón tambaleante, tus CD pidiendo limosna, tus disquetes temblando de miedo.¡Me cago en tus archivos, en tu agenda, en tus documentos, en tus chicas del chat, en tus pendrives, en messenger!Hoy cariño no cierro la ventana, porque detrás de este rectángulo hay otro mundo que es parte de este mundo y una vida que es parte de mi reino.
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Autor: LIBRE DE PECADOS  798 Lecturas
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2 "No entendiste nada, Manuel...nada", escribió con el lápiz corrector en la pared recién pintada.No entendiste que cama no era sexo, que sexo era sorpresa.No entendiste que comunicarnos no era dialogar por celular.No entendiste que el tiempo poco tenía que ver con el clima, que la tormenta no era malhumor, que la sensación térmica era un juego amoroso que no podía terminar en cielo nublado.No entendiste los mensajes en el espejo del baño, las dos copas de cristal sobre la mesa, tus pantuflas unidas a las mías con una cinta roja."No entendiste nada, Manuel...nada", volvió a escribir sobre la pantalla del televisor.Nada, estúpido, nada. Porque la música que te pedía no era la de B. B. King ni la de Pappo Napolitano.La vida al aire libre no terminaba en el balcón comiendo una pizza recalentada.Mi necesidad de estar sola no significaba que te fueras con tus amigos a jugar al fútbol.Mi deseo de sentirme mujer, era ser madre, no que aparecieras con lencería erótica.Esperé Manuel...esperé. Te quiero mucho. Te voy a extrañar. No hay otro hombre. No estoy loca. No te abandono.Solamente Manuel, no entendiste nada, desgraciadamente... nada.
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