UN VIAJE AL PASADO El fin de semana pasado, entre las tareas que me propuse realizar en mi casa, estuvo la de convertir un pequeño altillo repleto de cachivaches, en una acogedora pieza de invitados. Quería darle una sorpresa a mi padre que, de vez en cuando viajaba desde el norte a visitarme. Las veces anteriores, lo hacía dormir en mi cama, y yo ocupaba el sofá de la salita, lo que era un poco incómodo para ambos. Se transformó en un verdadero desafío, la faena de trasladar pilas de polvorientas cajas y restos de muebles en desuso desde el altillo al garaje. Luego de una hora de trabajo ininterrumpido, me senté a descansar en una vieja mecedora enjuncada, donde mi madre, solía acunarnos siendo pequeños. Aún recuerdo sus dulces canciones infantiles. Junto a ésta, se erguía un pequeño baúl, raido por el tiempo y con la tapa rota, cuyo interior, albergaba rumas de antiguos álbumes, impregnados de un fuerte olor a humedad y cubiertos por una densa capa de polvo. Recordé de pronto, la afición de mi madre por las fotografías. Ella era la única en la familia que siempre estaba tomando fotos y, luego, colocándolas cuidadosamente en estos álbumes. Así, cuando estuviéramos viejos, decía ella, podríamos acordarnos de cada detalle vivido en el pasado. Olvidándome de que tenía que continuar con mi trabajo, me puse a hojear las páginas llenas de imágenes descoloridas por el tiempo, algunas conocidas, otras no tanto. Sin embargo, una de aquellas fotos me llamó mucho la atención. Era mi nona, mi abuela materna. Yo era su nieta regalona. Prácticamente vivía con ella. En la foto, aparecía en el patio de su negocio, rodeada de todos sus nietos, y con una sonrisa de orgullo en los labios. De pronto, retrocedí a la edad de nueve años, y me vi junto a ella, en la Fuente de Soda. Cada día, después del colegio, pasaba a ayudarla en su trabajo; bueno, eso creía yo. Ahora pienso que, más que trabajar, iba a disfrutar del cariño que ella me brindaba. Me encantaba estar ahí, observando cómo hacían los helados artesanales, viendo a los maestros pasteleros cómo fabricaban hermosas tortas de novia o exquisitas empanadas domingueras. Sin pensarlo dos veces, decidí ir a visitar el barrio donde crecí junto a mi nona. Tenía que estar muy cambiado, tomando en cuenta que habían pasado casi treinta y cinco años, desde que el negocio tuvo que venderse. Al día siguiente, dejando pendiente la pieza de alojados, salí temprano de mi casa, con dirección a la calle Victoria Nº 765; aún recordaba la numeración. Después de perderme varias veces, di con mi destino, pero todo estaba tan cambiado que me costó ubicar el negocio. Me estacioné dos cuadras antes, con la idea de caminar por las tiendas que ni nona solía visitar. Haciendo memoria, justo donde me encontraba parada, había una botica, donde trabajaba la señora Adriana. Mi nona pasaba a saludarla, cada vez que iba a la peluquería, la cual frecuentaba todas las semanas. La Señora Adriana nos hacía pasar a una sala interior de la botica, donde tenía cientos de frascos de vidrio llenos con líquidos multicolores que mezclaba con una pipeta. Me entretenía observar su trabajo. Al despedirse de nosotras, siempre me regalaba un paquete de gomitas de menta. Aún siento el olor refrescante de aquel lugar. Ahora, en reemplazo de la botica, se había instalado un pequeño restaurant, con mesas en la vereda. -¿Desde cuándo están aquí? – mi pregunta sorprendió al garzón, que afanosamente, sacaba brillo a unas copas de vino. -Hace dos años. Antes, esto era una panadería, pero quebró. ¿Le ofrezco el menú, señorita?- Me alejé sin responderle. Tenía que buscar la tienda de libros usados de la señora Clara. Mi nona solía llevarse prestadas una pila de novelas de Corín Tellado, las que devolvía cada semana, para elegir otras tantas que aún no leía. La señora Clara, era una mujer regordeta y de voz chillona. Siempre vestía un delantal blanco. Por supuesto, la vieja librería ya no existía, en su lugar, se levantaba una tienda de repuestos de autos. Mi supuesto viaje al pasado, estaba empezando a desilusionarme. Todo estaba tan cambiado. Tampoco encontré la carnicería del chinito, donde mi nona compraba la carne para los asados de los domingos, ni el almacén de la esquina que la surtía con abarrotes. Todo era ajeno para mí, hasta que, por fin, me encontré frente a la Fuente de Soda que una vez fue parte de mi niñez. La puerta de vidrio de vaivén con vano metálico, que en ese tiempo era la entrada principal al negocio, ahora se había transformado en un portón sucio y desgastado, con huellas de un pasado oscuro de bar de mala muerte. La puerta estaba entreabierta, así que me decidí a entrar. El interior terminó por desalentarme a tal punto que quise salir corriendo. Todas las imágenes que tenía en mi mente, de un pasado feliz, colmado de helados y galletas, de olor a vainilla y chocolate, de mesas pulcras y alegres que invitaban a los clientes a entrar. El recuerdo de mi nona acariciando mi pelo largo de niña y enseñándome a comer, o consolándome, cada vez que debía irme de vuelta a casa. Todo se opacó con la oscura realidad de un lugar extraño y deprimente. La voz gruesa de un hombre que apareció de la nada, me sobresaltó. -¿Busca a alguien?- -Vine en busca de algo, pero ya no quiero seguir buscando. Disculpe por entrar sin permiso, pero la puerta estaba entreabierta y……..- -No se preocupe, ¿la puedo ayudar?- -No gracias, ya debo irme, hasta luego- Salí de aquel lugar, cabizbaja y enrabiada conmigo misma por haber querido indagar en un pasado, cuyo presente era inexistente. ¿Por qué no me quedé con las hermosas imágenes de antaño, que mi mente, cuidadosamente había preservado?, Aquellas eran perfectas, nunca debí invadirlas. Corrí hasta el auto y huí si volver la vista atrás. De vuelta en mi casa, subí al altillo y busqué el álbum desde donde había sacado la foto de mi nona junto a sus nietos. Coloqué la foto de vuelta en su lugar y cerré el álbum. A la semana siguiente, la habitación de alojados estaba terminada. Mi padre se pondría feliz. Un lindo juego de dormitorio, alegres y coloridas cortinas y, junto a la mesita de noche, el viejo baúl de fotos, guardaba cuidadosamente, los recuerdos de mi pasado. El sol dejaba caer sus últimos rayos, tiñendo de violeta las nubes que empezaban a cubrir de a poco las faldas del Monte Olimpo. El Palacio que se erguía en su cumbre, parecía flotar, como en un sueño surrealista. Ajena al hermoso atardecer, se encontraba Ambrosia, quien, apoyada en uno de los arcos de la torre principal, meditaba taciturna, sobre el problema que la afligía. Sus alas de algodón, que conformaban el suave plumaje de terciopelo, se estaban desprendiendo una a una y caían en grácil movimiento, como copos de nieve, dejando a la princesa, insegura y débil. Cada día se le hacía más difícil emprender vuelo. Ya no podía recorrer largas distancias, persiguiendo a los pájaros de Estínfalo, para que no arruinaran las cosechas cercanas a palacio. Ahora, debía pedirle a Eolo, el dios del viento, que la impulsara con un soplido, hasta alcanzar su afán. Pero lo que más afligía a la princesa, era no poder competir en los próximos Juegos Olímpicos que se realizarían la próxima primavera. Ambrosia se había entrenado durante años para la competencia más importante de Olimpia y sus alrededores. Para su entrenamiento, le había rogado a su padre que le permitiera viajar hasta la isla de Creta, donde se encontraba Apolo, dios de la belleza, y un el primer gran vencedor de las antiguas Olimpíadas. Finalmente, y gracias a la perseverancia de su hija, Zeus, aprobó el viaje. Durante días, la princesa alada, caminó sin parar, por sendas inexploradas. Escaló montes y nadó por bravos mares, hasta llegar a Creta, el lugar elegido para comenzar su entrenamiento y desarrollar todas sus capacidades. Siete largos años, ejercitó sin interrupción, hasta quedar sin resuello. Desarrolló grandes talentos. Podía correr como una gacela, volar como un halcón, y sabía que, gracias a su gran esfuerzo, lograría la victoria, tal como se lo había pedido a los dioses. Cuando Ambrosia decidió que estaba lista, emprendió su viaje de retorno al Monte Olimpo. Al llegar, su padre la estaba esperando. Sabía del gran esfuerzo emprendido por su hija y se sentía orgulloso de ella. Es por eso que, durante los años de ausencia de la princesa, Zeus ordenó a Poseidón, dios del mar, y a Apolo, dios de la luz y la cultura, que la protegieran y le entregaran parte de sus sabios poderes. Sin embargo ahora, la extraña enfermedad que aquejaba a la princesa, le impediría cumplir con su sueño. Con dificultad, alzó sus débiles alas y revoloteó hasta el lago Estínfalo, rodeado de bosques de Zumanques y gigantescos pinos negros. Era en ese idílico lugar, donde Ambrosia solía buscar respuesta a todas sus inquietudes; donde rezaba a los dioses, mientras sumergía su cuerpo alado en el bálsamo color esmeralda de las mágicas aguas purificadoras. Acongojada, la hija de Zeus, extendió sus alas enfermas y, suavemente se sumergió en el frío lago, sintiendo cómo su delicado ropaje se iba desprendiendo, al igual que el resto de las inmaculadas plumas, dejándola desnuda y sin fuerzas. De pronto, sus largos cabellos fueron jalados, obligándola a nadar hasta las oscuras profundidades del lago. Ambrosia se dejó llevar enceguecida, mientras cientos de manos la impulsaban hacia un lugar desconocido para ella, hasta que por fin, se encontró en el interior de una gigantesca gruta, iluminada con destellos dorados y violetas. No estaba sola. Cientos de pequeñas sirenas danzaban a su alrededor, dejando estelas de hilos plateados que adornaban sus caderas y se enredaban entre sus suaves dedos. Luego de la fiesta de bienvenida, las sirenas sentaron a la princesa sobre una gran caracola, y con extraños ademanes, le indicaron que se mantuviera inmóvil, mientras ellas trabajaban sobre sus alas. Ambrosia obedeció y pacientemente se dejó acicalar. Las horas avanzaban pacientes, meciendo el sueño de la hija de Zeus, mientras las inquietas sirenas, tejían su plumaje, reforzándolo con hilos de plata y oro, dejando reluciente y majestuosa cada una de sus alas. Por fin el trabajo estaba terminado. La princesa despertó de su letargo y pudo ver su imagen reflejada en el palpitante cuerpo de una medusa perlada. Su sorpresa fue tan grande que no podía quitar la mirada de sus hermosas nuevas alas. Eran etéreas y brillaban como el más fino diamante. Las sirenas la rodearon en una ronda majestuosa, y entre remolinos de alegría, Ambrosia emergió a la superficie, sacudió sus nuevos plumajes y, con un halo de orgullo y bríos, se elevó hasta las nubes y con movimiento seguro, se dirigió hacia el Palacio, donde su padre la aguardaba preocupado. La princesa, contó su extraña y apasionante experiencia a Zeus, quien miraba asombrado la mejoría de su hija. También le confirmó su presencia en las Olimpíadas que se llevarían a cabo próximamente. Durante los cinco días que duró la competencia, Ambrosia sobresalió por su gran destreza, en todos los deportes que se llevaron a cabo. Al final del quinto día, la esforzada princesa, recibió de su propio padre la corona de ramas de olivo, transformándola así, en la gran vencedora del evento más importante de la época, los Juegos Olímpicos. Ambrosia logró salir victoriosa, derrotando a cientos de otros deportistas que competían por el mismo honor. A partir de entonces, cuenta la leyenda, que Ambrosia, desde la torre más alta del Palacio del Monte Olimpo, observa y envía halos de suerte, premiando así, a los competidores que, con esfuerzo logran sus más anheladas metas. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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