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El día de mi jubilación acudí a las oficinas de Educación Estatal para entregar los papeles pertinentes en este derrotero de liberación laboral. Estaba el cielo amenazante y las nubes, embarazadas de agua, daban la apariencia de no soportar el peso invisible del viento. El matiz de la realidad se obnubiló y los árboles, con sus pájaros anidados, desnudaban sus hojas marchitas, cantando un crujir otoñal. Así llegó el esplendor del afelio. Nos precipitamos hacia los refugios improvisados ante el sordo picoteo del agua en nuestras cabezas. Apenas corrí al interior de las oficinas, atravesando un portal construido en el siglo XVIII. Éstas son ancestrales, con placas metálicas en las entradas y rezan, “en esta casona construida en el año de 1767 nació el ilustre…”, y poseen desde sus entrañas un cansancio de mampostería que según el dominio público están en pie por puro milagro. El gobierno no ha podido –ni querido– construir un digno edificio para administrar una de las labores más antiguas y estomacales que ha existido desde los tiempos de la Academia de Platón: la educación. Y al admirar estas construcciones de los tiempos de La Ilustración, donde se puede respirar aún el espíritu de Vicente María Velásquez, me mantengo en la firme convicción que un país como éste del tercer mundo –o en vías de desarrollo, para ser más diplomático– no tiene el más nimio ni efímero interés en invertir (aun el tiempo) para educar a sus compatriotas. Así como el caliche de estas paredes urbanas que sudan historia, así es el discurso en campaña quien jura y perjura que invertirá en lo que se cree será el futuro del país: la educación. ¡Qué pensaría Aristóteles del discurso si viviera! Mientras observamos con aquiescencia el cantar monótono del agua, algunos sacan sus paraguas y otros, menos preparados, son víctimas del que siempre trae consigo la lluvia, el vendedor de nylons. Por momentos la sinfonía del viento, cuyos bemoles intempestivos provoca que los niños cubran sus oídos, obliga a adentrarnos en las casetas de cobranza. Los empleados comentan con sonrisas sorpresivas las ráfagas que azotan los portones de madera unos contra otros. Los zapatos han relucido un brillo de pez metálico y charcos improvisados ofrecen el reflejo del cielo agresivo en esta mañana milagrosa de mi jubilación. Estos temporales que la gente consensa a guisa de afirmación lo único que traen son mosquitos y bochorno, y remueve las entrañas destrozando las articulaciones de mis rodillas y cadera. Pero es soportable aún. Hace algunos ayeres me dicen anciano. Cuando tenía treinta y cinco años y las lluvias de octubre consolaban mi falta de ubicación en el mundo, el duende de la humedad nocturna amacizaba mis huesos limitándolos a prótesis inútiles, lánguidos trozos de barro sin cocer. Bien es cierto que la costumbre hace de nosotros lo que somos más nunca habremos de hacer lo que nos venga en gana con la costumbre. Un empleado, el cual supongo es jefe de la oficina, ha salido a darnos instrucciones para formar una nueva fila y así continuar con la rutina de recepción de documentos. Nos dio la orden amable de formar un zigzag apretujado, con el sano objetivo de ganar espacio a los charcos formados en la terraza. Algunos comienzan a impacientarse, mezclando sus protestas con el bombo implacable de este concierto tórrido y estruendoso. A lo lejos se escucha el detonar de un cañón, remanso del cielo que se libra con estrépito de su mal humor. Al observar nuevamente mi documentación y asentir que no me falta nada, percibo una leve agitación de mi mano derecha. Espero poder firmar bien, lo más parecido a mi signatura en la cartilla de identificación oficial. Estoy a tres personas de mi turno. Preparo mis anteojos para no perder tiempo y revisar satisfactoriamente que todo esté en orden. Rio al recordar que fui meticuloso al extremo con mis rituales de profesor. Por supuesto fue motivo de críticas y elogios, así está hecha la vida, qué demonios, pero me funcionó los treinta y cinco años de servicio que estuve al frente de un aula. Llegaba media hora antes al colegio para revisar mi horario pues era descuidado con los días de la semana, confundía los lunes con los viernes, los martes con los jueves y los miércoles con mis vacaciones. Entraba al aula y advertía la madera de los mesabancos ambientada con la tiza del pizarrón y olor a libros guardados, y repasaba sentado en el escritorio la clase del día. Leía los títulos, ya no era necesario releer el texto a menos que cambiara de autor o casa editorial. Invariablemente metódico: ritual que sostenía el orden de mi cabeza y el ombligo de mi propio mundo. Han abierto una nueva ventanilla y la empleada no sé si me llama o dice adiós, hasta que el jefe se aproxima: “sí, usted, pase a la ventanilla uno por favor”. Camino a prisa, con esa conmiseración de anciano cansado de respirar la cotidianeidad. Llego y sonríe una brisa fresca, no sé si es el clima o la calidez de su mirada. –¿En qué le puedo ayudar?– dice con el mecanismo crudo de los años burócratas. Le informo que ha llegado el tiempo de mi jubilación y llevo los papeles para solicitarla. Hace un gesto que traduzco en una felicitación y ofrece sus manos duras para entregarle la carpeta. –Qué afortunado– dice mirando la documentación. Me limito amablemente a esperar pero su vocación social se interpone ante mi paciencia. –Y dígame, ¿qué se siente ya no soportar esta carga que Dios nos dejó llamada trabajo? – dice aún sin mirarme. –No me preocupo –sostengo– me deja otra llamada cobro quincenal. Ríe sin emitir sonido y por un momento siento que no es feliz, al menos con su trabajo. Me informa que llevará los papeles con el supervisor para que los revise y les dé el visto bueno. Y como queriéndome impresionar dice, “Vuelvo ipso facto”. Como es costumbre en estos trámites, espero no me salgan ahora con que mi acta de nacimiento tiene algún defecto, o que la firma de oficio del director del colegio no se parece a su rúbrica o que simplemente faltó mi cartilla de vacunación donde se especifica que ya tengo el refuerzo de la influenza. Vaya, si Molière viviera. La lluvia sigue necia e impertinente. Por momentos el suelo retumba, piel de tambor, contacto de rayos al fondo del horizonte. En verdad pienso qué será el pasar de los días con el tiempo de sobra. Siempre imaginé la jubilación como el prólogo de mi muerte. Pero qué va, con apenas sesenta años de vida aún tengo fuerzas para enfrentar un león. Me pregunto qué demonios vendrá ahora. — ¿Señor?—dice la empleada regresándome del sopor. — Si, dígame. — Todo en orden. Le voy a pedir que firme aquí, aquí y aquí, lo más parecido a su identificación oficial. Una satisfacción amarga recorre mis manos al estampar el garrapateo del bolígrafo. En realidad no sé si estoy feliz por esto; o tal vez sí aunque me preocupa qué va a pasar después. Como elegir entre la silla eléctrica y la guillotina. Le entrego los papeles firmados con la misma pulcritud nítida de los oficios notariales y me comunica que tendré que esperar aproximadamente un mes para que éstos vayan y regresen de la capital. Asiento porque no me queda de otra mas que consolarme con el proceso administrativo de la burocracia, y le doy las gracias a aquella empleada que gentilmente me ofreció unas palabras antes de retirarme del lugar, “Que Dios le dé treinta y cinco años más de sabiduría, profesor”. Sonrío por cortesía y contesto en mis adentros, “Ojalá tu Dios sea mi Dios”. Se me había olvidado que llovía. El viento tranquilizó su furor pero el agua ensañó la tierra de esta ciudad. Ahora caía vertical y podía apreciarse en las gotas un brillo luminiscente acromático. El vapor de la tierra emergió como si despertara de un largo sueño y bostezó al interior de nuestros cuerpos, empapando las ropas, expeliendo goteras de los poros. Encontré un rincón y guardé en la bolsa del pantalón el comprobante de mi solicitud. Así esperé, con otros impacientes, que este temporal extemporáneo saciara su desazón contra mis huesos. Alguien dijo algo incomprensible pero audible. Volteé la cabeza hacia mi derecha, donde los arcos formaban un largo corredor hacia el traspatio de la casona, y observé a una mujer que yacía con el cuerpo incómodo en el piso. Los más amables se acercaron asegurándose que se encontrara bien, pero ella gesticulaba, con un rostro de dolor, para dar por entendido que todo estaba bien. Algún instinto me movió hacia el incidente pero a unos metros detuve mi paso. A duras penas pudo levantarse y con ese hecho la gente se dio por satisfecha. Me acerqué para corroborar que su dolor no fuese grave pues cojeaba, y alcanzó a decir para justificar su vergüenza por qué carajo no habían secado el piso pues alguien terminaría con las patas rotas. La acuosidad de su mirada y el espectro cuyo haz me intimidó provocó un recuerdo lejano como el que produce la música, aunque herméticamente guardado donde nunca podrá habitar la memoria: el olvido. Entonces abrió el baúl antes que yo. —Profesor—dijo alegremente. Alcancé a afirmar preguntando pero esta vez ya no alcancé a recordar sino a tratar de construir un rostro conocido que nunca había visto. — Soy Luvina, ¿recuerda? Luvina Díaz— dijo depositando su mano sobre mi hombro. La miré unos segundos, debieron parecer años, hasta que la luz habitó en la oscuridad fría de mis pensamientos. — Claro, tus padres te pusieron ese nombre por el cuento de Juan Rulfo—dije asombrado del recuerdo. — ¡Profesor, qué memoria!—exclamó. — Sí verdad, lo mismo digo—y sonrío ante el sarcasmo inocente de mis tramposas palabras. Platicamos del tiempo y sus caprichos, en particular los que voluntariamente ejerce en nosotros. Dijo asombrarse del cambio en mi persona. Por supuesto ya no era aquel mozo de treinta años que le apasionaba el arte no tanto de enseñar como sí transmitir los aciertos y desaciertos del hombre a lo largo de los siglos. Hoy mis propios desaciertos habían logrado jaspear mi sien de una luz blanca; enrarecer de líneas y grietas el contorno de mis ojos; arquear mis labios hacia el sur, adelgazándolos como pleca; y endurecer mi piel al contrario de lo que pensaba. Sin embargo el fuego lento de los años provocó en mi espíritu un reposo de buen vino añejo y hasta de verdad llegué a creer esa triste autocompasión de viejo que la edad la lleva uno adentro. Hoy ya no soy tan idealista ni me ando por las ramas. Tengo sesenta años y eso sabemos todos lo que significa. Me sorprendió saber que es profesora y que está estudiando una maestría los sábados de ocho de la mañana a dos de la tarde. Que tiene un buen número de horas en dos colegios y que enseña las mismas asignaturas que yo enseñaba en mis buenos tiempos. No le va nada mal. En eso estábamos cuando escuchamos el silencio impulsivo de la nada. Un impredecible do de pecho que puso fin a este sauce llorón de otoño. Pareció no advertir o no importarle la tregua que nos ofrecía el despeje del cielo pues insistió con sus preguntas. — ¿Trámites de rutina, profesor? — En realidad vine a solicitar mi jubilación, ya he cumplido treinta y cinco años de servicio—, dije con un timbre de autocompasión. Se apuró a lamentar que le faltaban quince años para estar en las mismas que yo. Sin embargo dejó manifestar que le consternaba la incertidumbre de los años posteriores una vez llegado ese momento. Nuevamente la comicidad de las coincidencias me desgajó una sonrisa pueril. Mientras la observaba hablar caí en la cuenta que aquella adolescente de quince años se había quedado en el recuerdo de algún cementerio de mi juventud y que la mujer madura de ademanes exagerados era una total desconocida hasta ese inesperado encuentro. Eran personas completamente distintas. Aquella quinceañera que nunca se jactó ser la mejor de mi clase era risueña pero con una visión de la realidad para su corta edad nada común en los adolescentes de cualquier época. Sabía manejarse con suficiencia y nunca dijo algo de lo que habría que arrepentirse. Era de un peso intelectual considerable que alguna vez me hizo dudar de fechas y acontecimientos de la historia. No fue de esas chiquillas precoces que buscan amores frustrados por la inmadurez de sus vidas ni tampoco le preocupaba que los chicos no se acercaran a ella porque lo traducía como una incapacidad por parte de ellos, sabiéndose poseedora de una habilidad que Dios le dio para navegar en aguas masculinas sin que su porte autónomo se viera amenazado. La tuve tres años, todos de secundaria. Sí, ahora la recuerdo bien, Luvina, Luvina Díaz. Sin embargo, después de treinta años, la mujer que habla y habla frente a mi como si no hubiera trascurrido más de un día, parece no advertir que el hombre que está frente a ella es un anciano y ya no el joven profesor de historia que conoció. Aunque este comentario se aproxime a emular cualquier obra de Sófocles. — Mire nada más la fila. Creo que me formo, de lo contrario saldré de aquí hasta las dos de la tarde,—dice mirando su reloj. Le digo que ha sido un placer volver a encontrarme con ella mientras sostiene mi mano y me desea suerte en esta nueva etapa de mi vida. Celebro sus buenos sentimientos y me despido caminando hacia la salida, que en realidad es la entrada. Al salir y caminar por un amplio corredor, flanqueado por los portales del palacio de gobierno, observo los puestos de periódicos abarrotados por la muchedumbre. Algunos comentarios se hacen gigantes mientras camino hacia quienes los emiten, hasta que logro traducir, entre palabras que bien me recuerdan a la bullanga de las cantinas de mis tiempos, que un huracán categoría dos se aproxima a la Península de Yucatán. Sorprendido, solicito un ejemplar al voceador entre apretujones e impacientes clientes. Efectivamente, en veinticuatro horas nos impactará y temen que en ese tiempo aumente de categoría ya que se transporta lentamente en el mar. Pero caramba, ¿un huracán a mediados de noviembre? Ni los cálculos mayas tan precisos hubiesen predicho semejante capricho de la naturaleza. Concluyo que la lluvia torrencial tiene relación con este fenómeno. A todos nos tomó por sorpresa. Y es que yo no soy de las personas que ligan su vida a ese aparato de entretenimiento, aunque tengo una en la casa. Me inclino por mis libros y pasar horas de postración frente a las letras que fueron pensamiento de auténticos artistas de las palabras. Por esa razón no estuve informado del fenómeno metereológico, porque no tengo el popular hábito de sentarme las horas a escuchar las mafufadas carentes de talento de los que quisieron ser escritores y se consolaron con el triste papel de copiar el lado cursi de la realidad. En otro sentido, no veo la televisión. Otra coincidencia del día: por eso me dicen viejo cascarrabias. Apuro el paso y mientras trato de urdir en mi mente qué necesito para no salir dos o tres días de casa, dudo en dejarme llevar por estos vientos retrasados a La imperial de San Bartolomé. Una cafetería antiquísima de la ciudad, y tradicional, protagonista de historias inenarrables y testigo de mis mejores noches de afición a los toros. El centro de la ciudad luce lúgubre y aparenta que sus ciudadanos adolecen de educación ecológica: las calles se han colmado de aguas negras; la peste de la basura acumulada yace en el ruido de motores y el caos se ha apoderado del espectro público. Camino nauseabundo. Paso por la peluquería de Pablito Escalante y me grita un improperio, propio de nuestros saludos, y le contesto mostrándole el dedo más grande de mi mano derecha. Reímos y me vuelve a gritar que me refugie de los contrario el huracán me llevará al carajo. La fuerza de la risa me agranda el cráneo, deslizando la boina de gallego que logro sostener antes que caiga en los borbotones de agua, y un asalto del viento revuelve la imagen madura de Luvina Díaz en las nubes negras de esta ciudad. Sorprendido por la revelación, entro a paso lento, dejando sentir el dulce sabor de la tierra que los ventiladores de techo reciclan con el olor a pan recién horneado. Cerca de la barra, donde alguna vez estuvo sentado Jaimito el andaluz, medita un grupo de cuatro viejos, mirando fugazmente al de a lado, al de enfrente, con una solemnidad fúnebre que uno juraría que el mundo termina en aquella desolada tristeza. Llego pero logran sentir mi presencia, hasta que les digo: — Está cerrado el juego, que carajos le piensan.—Todos me miran con ese rostro malhumorado de la tercera edad, y les digo que por fin ya somos libres del aliento laboral. Celebran abandonando sus lugares para abrazarme y hacer bulla senil, dándome al tiempo palmaditas en la espalda. Sonreímos como en nuestros mejores tiempos. Nos sentamos mientras Nachito revuelve las fichas y El sepulturero ambienta con una canción de Pastor Cervera. Aquí es, éste es mi mundo, mi casa. Mi vida. Es como un encierro. No hay salida. Siento como que el aire me entume la piel. Bajo el sol que no tiene compasión de mi madre, caminamos sobre esta tierra ardiente. Con el rostro quemado como el carbón, mi madre carga su última cruz. Chorros de sudor caen de mi frente; arden, están calientes. En la lejanía, como brasas de incendio, se alcanza ver la quemazón del infierno. Mamá me observa de reojo y, con una sonrisa que logro mostrar con todo y dientes, seguimos caminando. Ella no sonríe. Dormido sobre el lomo de mamá, miró al pequeño pedazo de niño. Creo que es ternura lo que siento por él. Quizá nuestra pobreza aumenta nuestra unión. Le he enseñado a jugar canicas, las que nos regaló la gente buena que nos visita. Él no juega muy bien, no toma los balines entre sus dedos chiquitos, se le escapan como el agua. Ya me cansé. Apenas pasamos la milpa de don Cosme. Falta mucho camino. Como quisiera que se asomaran algunas nubes. Pero todita la mañana es azul. Y este sol que no me deja respirar aire fresco. Es como respirar la lumbre. Miro al suelo y mamá tiene su chancla desgastada. Cansados de rajar la tierra, tiene los talones negros. Yo le daría las mías pero están chicas. De todas maneras no las aceptaría, como tampoco aceptó la comida que ya no quise comer. Estuve inquieto porque no comió nada, ni la pura tortilla con manteca. Y es que había chile también. Me dejó el caldo con dos pedazos de carne de iguana y algunas tortillas que no quiso comer. Mi hermanito lloraba mucho porque chupaba pero mamá ya no tenía leche. Papá enfureció y le dijo a mamá que si no tenía leche era porque no comía nada. “Y ahora que le vas a dar de tragar a ese escuincle”, le dijo. Mamá tenía la mirada de un muerto, como la de mi padrino Clemente cuando murió. Camino pisando las huellas. El polvo de la orilla de la carretera forma el talón de mamá como pisadas de burro. Mientras avanzo, las figuras de la tierra se pierden a lo lejos; ahí, donde los zopilotes revolotean desde lo más alto del cielo. Papá decía que por estos tiempos la hierba crecía hacia el cielo, con su canto ruidoso movido por el viento. Los autobuses que llevan gente al otro pueblo pasan zumbando, alborotando la hierba y el cabello de mamá. Vuelvo a mirar ese pedazo de niño carbonizándose en el sol y se me nubla el corazón. No tiene piedad sobre su rostro la luz caliente del mediodía. ¿Por qué sucio y descalzo sobre la tierra? Cuando mamá llora cansada de noche, abrazo a mi hermanito y lo duermo. Si logra hacerlo en mis brazos lo acuesto en su caja con algunas cobijas para que no sienta duro el barro pisado y vuelto a pisar. Todavía a esa hora, papá sigue con sus amigos fuera de la casa. Entre los huecos del barro que se ha caído y los palos de nuestra chozita, logro ver hacia afuera la noche azul, apenitas roja por las brasas de la leña. Y las risas de papá escandalizan la quietud de la noche. Creo que él sí es feliz. Ya se ve el cerrito de las tres estrellas. Decía papá que detrás de aquél montículo enorme estaban las tierras de don Fortunato Herrera, un amigo de mi padrino que le quitó esos terrenos nomás por casarse con una de sus hermanas. Y eso que mi padrino tenía muchas tierras; pero ese tal Fortunato se las quitó a la mala. Hasta andaban diciendo que a mi padrino lo mataron con tal de quedarse con esos montes y montes. Si hay asesinos también hay pobres caminando sobre la tierra caliente a la hora del sol sin nubes. Se acerca la cuesta más pesada de caminar. Cuando uno va subiendo sólo se ve la panza de hasta arriba. Dice mi mamá que por aquí la pescó mi papá, cuando tenía casi mi edad. Iba al pueblo a vender maíz pelado, cuando salió mi papá de las hierbas y se arrejuntó tapándole la boca. Dice mamá que no lo vio venir. Recuerdo que al contarlo sonreía. Hoy ni lo quiere recordar. Y es que mis papás ya no se quieren. Bueno, eso creo. Desde hace tiempo que mi papá no se baña con ella; ahí, detrás del solar. Tampoco duermen en la misma hamaca. Yo creo que es por el calor de la noche. Hasta le pide su comida como mi padrino se la pedía a sus cocineras. Yo le pregunté a papá alguna vez, mientras regresaba bien borrachote a nuestra choza. “¿Oiga pa’, que ya no juega con mi ma’ en el baño?”. Y me contestó, “Mirescuincle, las viejas sólo sirven pa´ dos cosas, pa’ cocinar y lo otro ya lo sabrá pa’ cuando tenga necesidad”. Desde entonces me pregunto para qué fregaos nos vamos todos los días mi mamá y yo a vender chile y maíz pelado al pueblo si no está en la cocina. Además qué va a cocinar si ni comida tenemos. Antes no teníamos qué hacer esto. Pero dicen que mi papá tiene más hijos por ahí. Hace tiempo que ni comemos esas gallinas que traía del monte. La verdad las robaba. Mamá decía que está bien robar si es para comer. Yo no lo hago, me da miedo. Pero bien que antes llegaba y se metía en la hamaca a dar patadas, tapándole la boca a mi mamá para que yo no escuche. Pensé que le hacía algo malo porque mamá como que lloraba. Pero cuando fingía roncar como si estuviera bien dormido, nomás se tensaban los hilos de la hamaca y el sí, sí, sí, no, no, no; y mi papá gritaba como cochino destazado. Eso era todos los días. Hoy ya no lo hacen. Cada quien tiene su hamaca. Ya vamos bajando la loma. Estoy jadeando. El aire que rompe mi frente está hirviendo. Trato de mirar el sol pero al cerrar mis ojos sólo veo dos aros detrás de mis párpados. Ni los pájaros quieren volar. El cielo está vacío. Corro hacia mamá para cubrirle la cara a mi hermanito y me dice, “¿qué haces chamaco? Camina, a ver si ocupamos buena esquina hoy, ya ves que doña Teté nos va a comprar todo porque su patrón tiene su puesto de comida. Apúrate”. Le vuelvo a mostrar todos mis dientes. Esta vez, con los pelos pegados a los chorros de sudor de su frente y mejillas, logra mirarme como madre. Siento que sus ojos me abrazan. Su voz me acaricia. Ya no es el calor del sol. Ahora que bajamos el brillo del pueblo parece charco de agua en movimiento. Apenitas llega el sonido de lo que podemos ver. Quisiera terminar de caminar pero tampoco me alegra mucho llegar al pueblo. Y es que la gente de ahí trata mal a mamá. Le dicen india, pordiosera, estorbo. Pero ellos no saben la rajadura de lomo que se da para desgranar la mazorca y llenar y llenar bolsas y bolsas de grano. Tampoco saben lo que tiene que soportar en las noches cuando papá llega con sus amigos y le grita y la jalonea de los pelos mientras trata de sujetarse de sus propios pelos revueltos, como si el viento la hubiera acariciado. No saben. Si le dijera lo que hace mamá… Tal vez. Ni una nube. Los pies me pesan como piedras. Tengo hambre. Mi panza hace ruidos, como los que escucho cuando sumerjo mi cabeza en la palangana de agua. Si le digo a mamá se puede molestar. Mejor no. Hace ratito me sonrió bien bonito. Sí. Cuando sonríe es bien bonita; no parece que su boca sonriera sino sus ojos. Y mi papá que la maltrata. Hasta sus amigos he oído que tratan así a sus mujeres. “Ya verá, compadre, dele un reatazo. Así aprenden todas. Hasta les gusta. Como chingaos que no”. Y luego, pues, ¿qué es lo que hace mi papá para darnos de comer? Ya llegamos. Mamá me da a mi hermanito y lo monto en mi cadera. Esperamos mucho rato. En la esquina de la calle hay un gran flamboyán que nos ayuda con el sol. Veo a mamá como que se le alumbra la cara. De la bolsa más grande comienza a sacar el maíz pelado. Es doña Teté, la que nos va a comprar todo. Si, se lo lleva. Pero el rostro de mamá se apaga otra vez. “Me dio menos”, dijo mirando a ningún lado. “Ay, ándale, mañana te compro más, confórmate con eso; sí, ándale, mira, con eso tienes y hasta te sobra, ¿que no? Bueno, sí, eso le dije ayer pero mi patrón sólo me dio esto, ¿sí?, ay qué buena es usted, Dios le dará más, ya verá”. Mamá no se ha dado cuenta que ya lleva mucho tiempo ahí parada, sin hacer nada. Me entretengo y de repente arrebata a mi hermanito de mi cadera y comienza a caminar de regreso. Le pregunto si nos vamos a quedar. No me contesta. Creo que no. Respiro aire caliente y pienso que son dos horas de camino. Mi boca está seca. Ni una nube. Viejas y secas, las piedras parecen rajarse con los rayos del sol. Mamá no dice nada. Seguimos caminando. Ella no sonríe. Esa mañana no pudiste pagar el taxi. La humedad rozó tus fosas nasales y tuviste la necesidad de llevarte el pañuelo a la boca. Pensaste que sería duro aquel día. En contra de ti mismo (que es lo que más odias cuando tu instinto te dicta más de la cuenta, y el cerebro traduce mandando la señal a tu voluntad que se niega perderse a sí misma), subes al autobús, eso intentas, pues el cupo sobre poblado evita que le pagues al ilustrado chofer, y piensas cuánto detestas esta vida. Especulas en lo repugnante del sudor de otros que se mezcla con el tuyo, anteriormente perfumado, y maldices con una mirada oscura, invisible ante los ojos de los demás a causa de tus oscurísimas gafas de nombre de diseñador. No tenías la necesidad de gastar tanto dinero en ese capricho producto del consumismo salvaje, no tenías por qué cuando estando en perenne crisis, tus bolsillos sufren de roturas e inestabilidad para retener el preciado premio del sudor de tu frente. Y otros dicen que habiendo tantos pobres, y tú, qué es lo primero que haces; sí, claro, ir a prisa, como en los tiempos que llegaban los cargamentos de barcos colmados de libros y los hombres cultos, y los que pretendían serlo, se agolpaban para obtener el anhelado objeto. Y a prisa vas, pero en estos tiempos ignorantes y poperos, son unas gafas con nombre de famoso y aclamado (¿por quiénes?) diseñador lo que provocó tu ligereza. En efecto, así les dices, lo acabas de pensar, casi te emerge por los poros el pensamiento. Son unos muertos de hambre. Quizá no te has dado cuenta que la diferencia entre ellos y tú es que las gafas oscuras no se pueden deglutir, y piensas que la dignidad no se lleva en el estómago saciado sino más bien en verse como dios envidiado por los demás mortales, porque ellos no pueden ni podrán ni tendrán nunca para darse esos lujos clasemedieros que, sí, es verdad, alimentará tu ego por unos efímeros instantes y quizá ignotos, más no tu barriga vacía, como ya se ha advertido. Maldices nuevamente al observar que alguien, un pobre muerto de hambre, como tú le dices, ha pedido bajar del distinguido autobús. Bajas contra tu voluntad para que los amables pasajeros puedan salir como puercos al matadero. Vuelves a subir y contigo la chusma de arrabal. Furtivamente, te das cuenta que hay un lugar vacío en la segunda fila. Curiosamente, todavía hay gente de pie colgada del pasamano hediondo, y seguramente infectado de alguna influenza, pero nadie se atreve. Piensas que es extraño, no hay mujeres de pie para justificar el lugar aún vacío. Piensas que es una estupidez, dices a voces dentro de ti que esta gente está jodida, así lo has dicho. Son las seis y media de la mañana, en martes, probablemente salieron muy tarde la noche de anoche y están, piensas, aún cansados, cansancio producto de las jornadas extras para poder sacar algo más y poder llevar a la familia a pasear el domingo. Pero no, nadie se sienta. Y vuelves a pensar, según tú, que están jodidos. Te sientas, no sin antes dar codazos para poder llegar a tu cómodo destino. Además te tocó ventana. Acomodas tus gafas en el tabique nasal y dispones colocarte (aislarte) los audífonos de tu moderno aparato reproductor de archivos melódicos llamado por la ciencia tecnológica emepetrés. Y sí, nuevamente sientes que te miran, y tú te miras en el retrovisor del autobús, o al menos los pasajeros que de pie te dejan hacerlo, y ves a un hombre satisfecho de gafas oscuras escuchando música que nadie más que él puede escuchar. Sí, por supuesto, no lo piensas, pero dentro de ti existe una voz, no la oyes, que repite una y otra vez, ese soy yo. Te sientes digno de ti mismo. Como alguna vez lo dijo mamá en tu infancia, brillas como el sol. Sin embargo, quién te viera, sonríes porque piensas que esos pobres seudo asalariados no tienen tarjeta de crédito, tampoco se divierten en esos extraños sitios concurridos de putitas discretas y de animales sedientos de amores extraños, ajenos; tampoco pueden asistir a una oficina gélida, cómoda y bien iluminada donde funges (¿finges?) sellando papeles y contando números del erario público. Piensas en lo que tienes y en lo que no tienen. Te sientes feliz. Al tiempo que reparas en cambiar de canción en tu artículo electrónico (que dicho sea, jamás imaginaste poseer, tomando en cuenta, claro, que en la década de los ochenta lo más adelantado a la época era el anacrónico casete que tenías que sacar del aparato para escuchar el lado b del artista), miras de soslayo a una niña de ocho o diez años (calculas inconscientemente) que no deja de observar tus movimientos. Tal vez no te has dado cuenta, pero es la única que ha percibido lo ridículo que te ves, te lo ha sugerido su mirada, pero tu ignorancia no permite que caviles en esto. En cambio, tú, claro está, te sientes el rey con su séquito (los pasajeros, claro) y casi puedes jurar que te deben no sólo respeto sino admiración. Sí, te sientes un rey. Miras por la ventana y te das cuenta que falta camino para llegar a tu destino. Tus oídos están aislados del mundo que te rodea, no escuchas los errores de lenguaje que tanto odias en, según tú, la gente ignorante, gente que fue a la escuela, según tú, porque no tuvieron de otra. Evitas el famoso haiga, el vistes, supistes, subistes y bajastes. Evitas los regionalismos, esa jerga que sólo, según tú, el pueblo, el populacho, entiende. Cuestionas su modo de vivir. Y lo odias. Pero no contabas que, en tu trayecto, la suerte se subiría al autobús. Su coche tuvo que ingresar a mantenimiento la noche anterior y se vio en la necesidad de tomar el autobús. Pidiendo disculpas, con un rostro sencillo y penoso, se hace paso tratando de no rozar a las señoritas, no por que le puedan manchar el traje de diseñador italiano, sino porque él lo consideraría una falta de respeto. No, qué va, de ninguna manera hacerle tal bajeza a una damita que, aunque tenga el rostro moreno y el cabello descuidado, seco y que revela una mala alimentación, no tiene la culpa de su ignorancia. Se sienta junto a ti. Hueles. Con ganas de patear al subconsciente que te dice “ese sí es perfume”, miras con cuidadosa diligencia las finas rayas de su traje, los zapatos de piel y detectas con inefable antena humana que el perfil de su nariz, la marca verde de la barba recién rasurada y el porte humilde de su mirada, hacen de aquél individuo alguien mejor tú. Eso piensas. La misma niña que miró y juzgó tu ridiculez, ahora sonríe, clavando sus ojos en los tuyos, y le dice a su mamá, “Mi hermano se va a bajar, no le vayas a decir adiós, sabes que le molesta”. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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Mario Lope Herrera