El suspiro se escuchó desde la escalera, desde el rellano de tres manzanas, desde la epifanía de las ánimas danzantes. El suspiro se escuchó, y bien lo sabe dios, hasta en los oídos sordos de los creyentes desbaratados, en los lázaros inmóviles y en las hostias consagradas. Un suspiro profundo, quebrante y atronador, de color azul o magenta y que llevaba en el bolsillo una desesperanza, un calvario. El suspiro, que no es invierno ni es verano, que alicata la tristeza de cuantos pudieron escucharlo, no fue un suspiro cualquiera. Fue, una tragicomedia.Yo lo escuché desde la taza del escusado, con mi teléfono en mis manos y con la vergüenza al aire. Lo escuché, y bien puedo afirmar, que era un suspiro roto, descocido y hecho un siete. No puedo garantizar si era hombre o si era mujer. Solo puedo garantizar que la tristeza era equivalente a cien mil finales de novelas, o lo que es lo mismo, trescientos cincuenta y nueve poemas de César Vallejo.Me levanté de mi trono y fui directo a la ventana, aún con mis vergüenzas desvestidas. Me quedé mirando la calle, el silencio y suspirando por aquel suspiro que me hizo levantarme como Lázaro de su madriguera.