Escuchó el portazo detrás de sí y enseguida sus propios pasos enojados golpeando con furia los metros de cerámicos grises que la separaban del ascensor. Debía salir, aunque dudaba de que el exterior fuera lo suficientemente amplio para contener la bronca naranja y negra que le dibujaba rayas de tigre furioso hasta en la cara. Un rugido se gestaba entre sus pechos y trepaba por la garganta con ese entrechocar de guijarros que solo los felinos saben construir desde adentro. En la calle, el sol le echó por los hombros una mañanita rosada para entibiarle el desaliento. Eso la confortó anónimamente, sin que lo notara casi. Conservaba todavía reproches agrios en los oídos, en la boca se le juntaba el sabor de varios malos tragos que no lograba digerir y en sus ojos verdes se reflejaban, una y mil veces, aquellos, sin una pizca de amor en la mirada. Sola y con la sensación de vidrios rotos clavados en el alma, de uñas arañando un pizarrón y de chirridos metálicos –de los que hacen apretar los puños–, entendió, como iluminada por una claridad sobrenatural, el concepto hasta entonces negado, la verdad en estado puro: ya no se querían. Ningún pegamento repararía los colgajos tristes que de los dos quedaban, esos que ni sombra hacían. En la esquina esperó que cambiara el semáforo. Una sensación nada conocida le recorrió la espalda cuando pasó una paloma sobre su cabeza, pensó en saltar para atraparla, quiso la sangre del ave tibia. La distrajo el olor de un río de certeza cercana; le entró manso por la nariz y la obligó –con el semáforo ya en verde– a iniciar un galope elástico hasta la otra vereda. La persistente idea del agua aceleró sus pasos y casi corrió esas cuadras que la separaban del paseo ribereño. Ni siquiera notó las barreras bajas del Belgrano ni el tren celeste de TBA que por poco no le lame los talones. Caminó, ya más tranquila, por el sendero paralelo a la orilla. El sol bruñía las olitas que rizaban la superficie del río y les daba un brillo de oro al marrón natural de las aguas que torna inútil toda comparación con el mar. Tanto el recuerdo irreparable de la última pelea como la revelación postrera habían quedado atrás, desdibujados, como si le hubieran pasado a otra. La conjunción del agua con el aire agreste le templaba el corazón, la mente, o ambos. Por el este y desde el medio del río una bandada de patos le pasó por arriba mostrándole insolente el semicírculo hormigueante de sus panzas negras. Los siguió con la mirada, los vio conversar entre ellos como amigos, como compañeros de viaje. Los patos viraron obedeciendo alguna orden muda del líder y se alejaron hacia el sur ascendiendo hasta que debió entornar los ojos para distinguir la hilerita de puntos negros contra el cielo. Decidió su camino en función de los patos, iba tras ellos. El objetivo le reveló una alegría animal y desconocida. A cada paso sentía la tierra todavía húmeda de lluvia reciente, se sentía flexible, plástica, como si caminara con más piernas o rodara. Levantó la nariz ancha y bizqueó un poco oliendo el viento, adivinando a los patos que estaban por ahí, sólo un poco más adelante. Abandonó el paso e improvisó una carrera sigilosa que sostuvo sin esfuerzo hasta adentrarse en la sombra hirsuta de pajonales y colas de zorro que bordeaban la laguna verde de camalotes y lentejas de agua. Contuvo la respiración y detuvo el aliento en su boca; no quería su traza en el aire. Entrecerró los ojos amarillos y escuchó el más nimio susurro del agua. Acechaba… Allí estaban los patos, meciendo el agua, en amable camaradería. Casi se le escapa un ronroneo feliz pero se frenó a tiempo, consciente de que ese rumor redondo la delataría. De la inmovilidad al salto en un segundo, la cola, como timón, guió su vuelo al centro de la reunión de aves que ni tiempo tuvieron de evocar una huida. Aquel rugido antes contenido brotó de sus pulmones de gato grande como un desmoronamiento de rocas. Un poco más lejos, otros tigres, solitarios como ella, la esperaban para compartir el botín quieto de plumas negras.