• Esteban
Styx
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  • País: Argentina
 
   Randall suda gotas de plata por el brillo maquiavélico que ejerce la luna. El césped sintético por el que corre es duro y áspero, ya que en la parte lindera con el bosque, por algún motivo, nada verde crece.    La noche está despejada, iluminada por las estrellas más enormes jamás vistas. Pero Randall no tiene tiempo de mirar el inmenso cielo que se presenta ante él. Debe correr, esconderse o mejor aún, escapar. La lluvia que había azotado Borneo los dos últimos días dejó charcos inmensos en ese suelo artificial incapaz de absorber lo que la naturaleza le regalaba. Salta como un atleta la cerca que limitaba su patio trasero con el bosque, haciéndose merecedor de una medalla de oro. Nunca ha sido bueno en los deportes, y nunca lo será, pero esta noche, el miedo le da la posibilidad de ser quien quiera ser.  “Eso es lo bueno del miedo. Si no es demasiado caprichoso como para enredarse en tu mente y paralizarte los músculos, te da la oportunidad de ser un héroe, un asesino o un fugitivo”, piensa.    Randall decide ser un fugitivo, y quizá es la decisión más sabia.       El día fue tranquilo. En realidad, un día más, como todos los de su vida. Se levantó a las siete y media de la mañana, se afeitó, y se dio un baño. Se enfundó en su traje, y enlistó su maletín. Se sirvió café, acompañado de dos tostadas. No había tiempo para mucho más. Salió de la casa a las ocho y media para llegar al estudio a las 9 en punto.    Ya en su despacho, el joven abogado hizo su papeleo diario, delegando las tareas que le parecieron aburridas y complejas. Para eso estaban los recién graduados y los pasantes, para llevar a cabo las labores que quien debe hacerlas, no quiere.   Coqueteó un poco con la secretaria, sació su necesidad como hombre devorando el fruto de lo prohibido y lo incorrecto, y volvió a casa.   Mientras recordaba todo esto, se adentraba más y más dentro del bosque, que vigilaba su casa desde las sombras. Esa casa enorme, con tres habitaciones, dos baños, cocina, comedor, sala de juegos, y lugar para todo lo que se quiera hacer. Para sus veinte y siete años estaba bien. Quizá muy bien.    Se había mudado hacía sólo tres semanas, y aún quedaba mucho para disfrutar de aquel lugar. Aún tenía que llenar el jacuzzi de mujeres, aún tenía que llenar la piscina de mujeres, aún tenía que... Las mujeres se esfumaron de su cabeza cuando oyó cómo las ramas comenzaban a romperse. Algo lo estaba siguiendo. Algo que no corría, sino que avanza a trompicones. Ese algo que lo sacó de la cama a las tres de la mañana. Ese algo que lo vigilaba desde hace tiempo, desde las sombras del bosque.    Comenzó a correr aún más rápido, más rápido de lo que podía imaginar. La adrenalina lo invitaba a seguir y seguir. Le susurraba al oído que lo hiciera cada vez más rápido, más rápido, más rápido.    Randall apartaba las ramas de su cara, pero muchas golpeaban su rostro, provocándole pequeños cortes y raspones. Sus pies iban calzados, tuvo tiempo para eso, pero su costumbre de dormir en bóxer le recordó cuánto dolían los raspones en las piernas. Cualquiera que lo hubiese visto correr en ropa interior y con el pavor bañándole el rostro, imaginaría que huía de algún marido que llegó a casa temprano. Pero en su caso, eso hubiera sido suerte.   Las ramas que se rompían al apresurado paso de la presa y el cazador eran infinitas, como un hueso que se parte, dejando escuchar cada una de las astillas. El bosque estaba constituido de enmarañadas enredaderas, arboles con ramas más que filosas, y un suelo crujiente abandonado allí por el implacable y triste otoño. Randall sabe que el bosque tiene que terminar en algún sitio, como todo, pero jamás, en las tres semanas en que residía allí, siquiera había echado un vistazo para saber si había algún peligro en ese colosal complejo donde podían vivir monstruos como el de la laguna, o el maldito payaso de la cabaña. Jamás lo había pensado, porque era ridículo. Él era escéptico frente a ideas tan desquiciadas como ovnis, monstruos come niños o duendes. Él era abogado, y sólo sabía de leyes y mentiras.   Trató de recordar lo que restaba de su día, para huir de ese momento, para quitarse el miedo que le corroía las venas como un ácido. Visitó la “Casa del Rock”, donde sonaba “...And Justice For All” de Metallica, y compro ese cd, solo por compulsión. Pasó por el McCafé con su BMW M5, para pedir un submarino y unos brownies.   Estacionó su auto en el Centro De Borneo, para ir a su lugar favorito en el mundo, el Restaurant de la Mente. Mientras caminaba y observaba los próximos libros que engrosarían su biblioteca de mil trescientos ejemplares, saboreaba su chocolatada. Se decidió por “Cell” y “Apocalipsis” de Stephen King. Le encantaban las historias de terror y de odiseas donde la gente debía sobrevivir a un ataque zombie o alguna gripe mortal. Le fascinaba por el simple hecho de que sabía que aquellas cosas eran imposibles.    Un gemido horrible lo obligó a volver en sí. Procedía de las sombras, pero aunque la luz de la luna brillaba intensa y plateada iluminando el bosque, no alcanzaba a divisar más que formas espectrales. Su pecho rugía como un león viejo, a causa de su adicción al tabaco y su pobre estado físico. “Si salgo de esta, juro que dejaré de fumar”, piensa. Aunque en su mente, dudaba que hubiera una salida.    Continuó a trompicones por el bosque, hasta que cayó al tropezar con una raíz que se asomaba furtiva entre la alfombra de viejas hojas. Se levantó llevado por el impulso en velocidad que traía, pero volvió a caer, esta vez, para hacerse un corte profundo en la rodilla.    —¡Mierda!    La sangre brotaba con fuerza, y el dolor iba en aumento. Los árboles lo observaban y Randall imaginó que reían, aunque solo fuera el sonido de las hojas bailar al compás de la brisa.    —¡Rían ahora malditos! ¡Haré que desaparezca este maldito bosque, sí que lo haré! ¡Haré que los deforesten a todos! —gritó.    “¿Gritándole a unos árboles?”, le inquirió su mente.    —Creo que tengo miedo —le respondió a su cordura.    “Y quizá estés volviéndote loco”.    —No, eso jamás pasará.    Randall se levantó, ayudándose con sus manos. El flujo de sangre había menguado, pero pensar en correr, ya no era una opción. Así, comenzó a caminar lentamente en el bosque, aferrándose a los árboles burlones que encontraba a su paso.    Caminó durante media hora, hasta que se dio cuenta que ya no escuchaba ruidos. Ya nada lo estaba siguiendo. Se sentó en el crujiente suelo de hojas, y examinó el panorama.    —Estas escapando de algo que ni siquiera conoces. Estas huyendo de tu propia imaginación. Tienes un corte en la pierna y un cupón con el primer premio para una infección. Estas casi desnudo, en un bosque húmedo, y... Y no sabes cómo regresar.    Cuando cayó en cuenta de esto, su mente se desplomó. Llevaba corriendo una hora, y otra media hora la había realizado caminando. Escapaba de ¿Un monstruo? ¿Un asesino? ¿Un ruido? No lo sabía. Pero estaba seguro de que estaba perdido, y que faltaban por lo menos tres horas para el amanecer.   Ahora era cuando se arrepentía de haber elegido la casa más alejada de la ciudad. —Vamos, hay que volver —se dijo a sí mismo. Sea lo que sea, tiene que ser humano.   Ayudado de una resistente rama que usaba como bastón, intentó seguir su propio rastro, aunque le resultó imposible. No tenía ninguna idea de cómo se hacía eso.    —¿A caso nada de las películas funciona? —dijo mientras soltaba una risita nerviosa entre dientes.    Su mente había empezado el rápido y frenético proceso de autodestrucción, que empuja a la frágil cordura a bailar al compás de la locura.    —No hay nada que pueda hacer —dijo mientras se sentaba junto al tronco de un árbol. Me quedaré aquí, por lo menos hasta que amanezca.    Luego, se quedó dormido.       En su sueño, tenía la tierna edad de nueve años. Corría junto a su hermano en el bosque que se levantaba tras los campos de su padre. Siempre iban allí, y jugaban a los indios, a los cazadores y a cada juego capaz de gestarse en la mente de un niño.    Su padre siempre les recordaba que no cruzaran más allá del río cruzaba y dividía por la mitad el bosque, porque del otro lado se volvía más frondoso, obscuro y hasta podían hallarse serpientes y arañas. Pero ese día, su hermano Zack (“el terrible Zack” lo llamaba su madre), decidió que era buena idea explorar un poco más allá de lo permitido. Y Randall, que sentía devoción por su hermano tres años mayor, lo siguió sin chistar.    Habían hecho medio kilómetro luego de cruzar el río, y el sol comenzaba a ocultarse, denotando lo obscuro que era aquel lugar, como su padre bien se los había advertido. Randall comenzaba a ponerse nervioso, mientras su hermano se sentía como un arqueólogo que ha descubierto en el patio de su casa nada más y nada menos que un Tyrannosaurus Rex.    —Zack, quiero volver a casa—espetó Randall.    —Claro que no, acabamos de llegar —le respondió Zack algo distraído.    —¡Quiero irme, quiero irme!    —¡Deja de portarte como una niña!    —¡Quiero irme, quie...!    ¡Crash!    Los niños se miran. Randall repleto de miedo, y Zack repleto de curiosidad.    —¿Qué...qué...qué fue eso? —pregunta con una voz entrecortada Randall.    —Parece como si un árbol hubiera caído. Ven, vamos a ver.    —No Zack, quiero volver, ¡por favor!    Pero su hermano hace caso omiso de su plegaria, y sale disparado hacia las entrañas más profundas del bosque.      —¡Zack!¡Zack!¡ZACK!—Gritaba Randall, llamando con desesperación a su hermano.       Temblando de miedo, lo siguió hasta los límites de un pantano oscuro y hediondo, y allí, sin comprenderlo, lo perdió de vista.   —Papá debe estar buscándonos... Papá tiene que estar buscándonos...    Randall se repetía a sí mismo, intentando inconscientemente resguardar la última pizca de serenidad, en un corazón que golpeaba su pecho como un boxeador en el último round. Su mente echaba chispas, inyectado por el miedo que llegaba hasta su cerebro.   El cielo había comenzado a encapotarse de estrellas que rodeaban a una luna perversa, que reinaba sobre las copas de los inmensos árboles. El bosque se llenaba de sombras y de movimientos incoherentes, que en la mente de un niño generaba inquietantes hipótesis y suposiciones. En aquel lugar, el miedo parecía danzar al compás de la locura.    “Por favor papá, ven pronto, por favor papá...”.    —¡Hey bobo!, ¿¡Dónde te habías metido!?    Randall levantó la cabeza, ya que la tenía guardada entre las piernas, como si de una tortuga se tratara.    Al otro lado del pantano, Zack levantaba su mano y la movía en un ademán de saludo, o quizá llamándolo. Los ojos de Randall llevaban cerrados mucho tiempo y tuvo que esperar algunos segundos a que se adapten a la obscuridad del bosque.    —¡ZACK VEN!¡TENGO MUCHO MIEDO!—gritó Randall entre sollozos.    Su hermano comenzaba a bordear el pantano, saltando y esbozando una sonrisa de enamorado, mientras él lloraba de miedo. Desde ese instante, todo cobró sentido. Todo volvió a la mente de Randall, como un rayo que cubre el horizonte con su estridente luz.    Zack caminaba dando saltos de alegría... Ignorando el peligro. Avanzaba con una sonrisa blanca y feliz... Ignorando el pantano. Corría y caminaba... Ignorando lo que se levantaba desde las aguas podridas y negras. Ignoraba todo lo que se encontraba a su alrededor, y eso al bosque no le gustaba. Ignoraba las sombras, los sonidos... Ignoraba al miedo, y eso hacía enfurecer al bosque.    Randall apenas pudo emitir un chillido, como una rata atrapada en una trampera. Apenas pudo emitir un pitido ahogado, producto de su garganta enredada con los hilos del miedo. Una sombra negra se levantaba desde el pantano, dejando caer agua y hojas a su alrededor. Una sombra casi humana, pero diabólica y monstruosa a la vez. Una sombra cubierta de hojas muertas y algas putrefactas, que despedía un olor a muerte tan vivo como el bosque.    Algo sintió Zack del miedo de su hermano, que paró su marcha en seco, y giró sobre sí. Su cuerpo se paralizó cuando vio a la criatura pantanosa que caminaba casi tropezando hacia él, dejando hojas mojadas y pequeños charcos de un líquido obscuro sobre la tierra.   El niño intento correr, pero su cuerpo era una masa inerte, clavada al suelo. Sus ojos buscaban los ojos de la criatura, pero esta no era más que barro... Era lo peor del bosque.    Randall sólo se mantuvo quieto, sentado junto al árbol, con las manos entrelazadas por delante de sus piernas, con una expresión de perplejidad y miedo inmensa. Y desde allí lo vio todo. Vio como el monstruo apresaba a su hermano por el cuello, lo apretaba con firmeza y furia, dejando caer hilos de líquido negro sobre el cuerpo del chico. Y así, lo arrastró hacia el pantano. Hacia el fondo de aquel mohoso y fétido lugar, para jamás volver.      Quizá fue el final de la revelación, o el ruido de las hojas que crujían lo que hizo que despierte. Randall abrió los ojos, dejando escapar una lágrima que recorrió su mejilla hasta mojar su rodilla desnuda y lastimada. La luna aún se mostraba solemne y brillante en la lúgubre noche de otoño.    —Ahora... Ahora vendrá por mí —decía entre sollozos Randall. Ahora lo recuerdo todo... Yo no te salvé Zack, no te salvé....    Las lágrimas se convierten en un llanto incesante, acompañada de una respiración agitada y entrecortada. La culpa se agolpa en su corazón, y lo castiga con el recuerdo.      Luego de que Zack fuera arrastrado por la criatura del pantano, Randall entró en un estado de shock, del cual despertó dos días después en el Hospital General de Innsmouth, su ciudad natal.    —¿Dónde estoy?    —¡Oh hijo! ¡Oh...!— la madre lo estrecha en un abrazo que lo pone al tanto de lo débil que estaba.    —Mamá, ¿Dónde...dónde está Zack?    El rostro de su madre se vuelve obscuro y tenebroso, casi como el de un zombie, o aún peor.    Su mente lo arrastra hacia otro recuerdo, pero en este caso, él solo es un espectador de los hechos.    Ve a su padre levantándolo en brazos, y gritando el nombre de su hermano. Llevaba su escopeta en la espalda, y lloraba. Lloraba mucho.    Luego todo se vuelve a poner negro y confuso, como algo que no debe ser despertado. Ve algunos titulares de los periódicos de su pueblo, donde se da la noticia de un niño perdido en el bosque de Innsmouth, y en su epígrafe leía con claridad “La policía local no ha dado ninguna hipótesis de lo sucedido. Pero confían en que su hermano despierte del coma y les aporte datos útiles”.    El corazón de Randall dio un vuelco al observar esto dentro de su mente. No recordaba nada de todo aquello. Jamás lo había hecho. Él creía que su hermano había muerto en un accidente, como su padre le había contado. Y aun así,  jamás indagó ni buscó información al respecto, sepultando sus recuerdos en un ataúd de mentiras. Jamás recordó nada de aquél hermano con quien compartiera nueve años de su vida. Y eso fue lo que más le sorprendió, y le dolió.    “Te he olvidado como si nunca hubieras existido hermano, me maldigo por eso”, pensaba Randall, con los ojos rojos y cansados de tanto llorar.       Unas ramas se quebraron cerca de su posición. Ya no había nada que pudiera hacerse. Su rodilla estaba hinchada y el dolor apenas le dejaba moverla. Podría seguir corriendo, pero sería sólo para dilatar más las cosas. Randall ya imaginaba quién era su perseguidor aquella noche, y qué buscaba de él.    —Te daré lo que buscas— dice Randall mientras se pone en pié, sintiendo como un pinchazo de dolor sordo y agudo le atraviesa la pierna hasta llegar a su columna.    Las crujientes pisadas se detienen en seco. Se escucha una respiración asmática en alguna parte de la obscuridad. Una nube eclipsa por un instante el brillo de la luna, para luego devolver su luz al pantano con un fulgor nuevo. Y allí estaba la criatura, parada junto al pantano, con gotas de un líquido verde cayendo de su cuerpo. Los años parecían haberlo hecho aún más horrible, cubriéndolo de hojas amarillas y ramas que se incrustaban en la piel de barro que parecía moverse bajo el manto de vegetación muerta. No, realmente se movía. Respiraba. Circulaba por su cuerpo acomodándose y cambiando de posición la basura que formaba su atuendo natural.    —Tú...maldito... ¡mataste a mi hermano!    Randall dejó escapar un grito de miedo y furia, que se perdió rápidamente en el bosque.    La criatura asomó un ojo amarillo de entre el barro-piel de su rostro (si es que puede llamarse así). Randall vio en ellos maldad, mucha maldad, y también algo de humor. Bajo esa capa de bosque muerto, el monstruo reía, y lo hacía con gusto.    Randall sintió como su miedo aumentaba, junto con su furor. Buscó a tientas una piedra con su pié sano, sin quitar la mirada de aquél único ojo del monstruo. Su pié topó con una forma ovalada, y ágilmente se agachó a tomar la piedra. La herida le propinó una nueva descarga de dolor, pero su mente la disipó con facilidad. El monstruo seguía allí, quieto, esperando, como si no hubiera visto esa acción de Randall.   El monstruo, con aquél único ojo, expresaba una vacuidad maléfica, mientras Randall cargaba en sus ojos todo el fuego del odio y los recuerdos. Sin apartar la vista el uno del otro, comenzaron a acercarse. Paso a paso. Lentamente. Randall rengueaba, el monstruo casi se arrastraba. Llegaron a ponerse frente a frente, a dos metros el uno del otro. Se miraban, casi irreales. Randall había logrado transmutar todo su miedo y escepticismo en furia, ciega y desnuda. El monstruo, impaciente, se abalanza sobre él y Randall se deja caer de costado. El monstruo del pantano queda tendido en el suelo, y ahí es cuando Randall hunde la piedra en el único ojo de la criatura.    —¡Ésta es por Zack! Un chillido de dolor casi humano sale disparado de las entrañas de la criatura, mezclado con un líquido amarillo como pus que chorreaba de la cuenca en la que había estado su ojo. Randall rueda sobre sí hasta quedar a la orilla del pantano negro y muerto.    El monstruo se levanta, con la herida abierta y una respiración de furia brotándole. Comienza a golpear el aire intentando dar con su presa, pero Randall se sentía seguro en el suelo húmedo y podrido del pantano. Sabía que no lo encontraría. El monstruo comienza a deambular, buscando y gimiendo, casi llorando de dolor.   —“Es mi oportunidad” —piensa Randall.   En sigilo, arrastrándose entre las hojas muertas, toma una nueva piedra hundida entre el barro, ésta un poco más grande que la usada para cegar a su rival. Se levanta, alzando su mortífera arma en alto, y se acerca rengueando a la espalda del monstruo, propinándole un golpe fortísimo en la cabeza.    —¡Arrgghh! —es la exclamación de guerra que deja escapar Randall en un arrebato de furia y muerte.   Descarga sobre la criatura sendos golpes, que suenan emitiendo ruidos secos como de huesos rotos, dando lugar a un líquido rojo que brota por todas partes de la cabeza de la criatura, un líquido rojo muy similar a la sangre...   Randall al ver esta imagen detiene en seco su accionar asesino, y con lentitud deposita la piedra manchada de barro y escarlata a un lado. Él se encuentra encima de la espalda de aquel ser amorfo, observando cómo brota ese líquido tan parecido a la sangre humana.   Poco queda de lo que otrora fue la cabeza del ser, ahora reducida a pedazos como si de una manzana pisada por un camión se tratara. Randall se levanta para voltear el cuerpo de su víctima, y descubre la verdad más atroz.   Las hojas muertas comienzan a desprenderse, el barro empieza a desaparecer, cayendo como en el otoño más triste. Del cuerpo de aquella criatura nada queda, y la sangre, roja, humana, forma su propio lago de ironía y maldad.   Bajo aquella luz demencial que proyecta la luna, ambientada por el orquestar de las ramas danzantes y de las hojas secas, el bosque revela entre risas el cuerpo de un niño, un niño que ante los ojos de Randall, se llama Zack.     Cómo la mente humana puede pasar de su estado de cordura al clímax más perturbador de la locura, es algo conocido. Pero cómo esa locura puede aferrarse tan fácilmente, rompiendo creencias e ideales a su paso, para hospedarse en el centro mismo de nuestra razón, es un misterio.     Juntando cada pedazo de cráneo, levantando en brazos el cuerpo de su hermano, Randall entra en el pantano, bañado su pecho en la sangre de la lucha, la cual ahora le parece desleal. La cual ahora lo tilda de asesino. Un olor nauseabundo va y viene por las aguas. Se va alejando de la orilla, dejando que el agua tape sus rodillas. Que tape su cintura. Que alcance su pecho. Que acaricie su cuello.   —Perdón.
EL BOSQUE
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Corazón Ondulado
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