• talia chang
talia
-
-
  • País: -
 
Maria odia ser ella. Maria odia estar todo el dia sentada, tener que caminar cuadras de cuadras o hacer ejercicio solo para cansarse, y aun asi seguir con todos esos rollos tan poco estéticos decorando su cintura. Maria odia, detesta, quiere hacer explotar su enfermedad nerviosa, porque le hace sentir como que tiene sesenta años en lugar de los veinte que recién tiene. Maria odia olvidarse de las cosas por causa de las pastillas que toma, odia no poder comer mucha grasa, detesta no poder tomar alcohol y tener que acostarse a determinada hora. Pero si hay algo que Maria puede odiar mas que no poder salir hasta tarde o tener que estar viviendo la vida de sus padres al borde de la tercera edad, es su incapacidad para dormir sin pastillas. Desde hace tres meses que Maria es prisionera del Dormonid, una bendición y al mismo tiempo una maldición, ya que solo con ellas es capaz de descansar algunas horas. Y eso, que a veces al cuerpo no le da la gana de procesarla, y Maria se tiene que tragar otra noche en vigilia, con los ojos cansados y estallando en llanto. Tal vez esto es lo que Maria odia mas de esta situacion, lo que mas odia del odio: la sensación de que su sueño se esta gastando como una media vieja, como la liga del calzoncillo de un gordo. Todas las mañanas, Maria se despierta con el temor de que ese haya sido el ultimo día que pueda dormir, y a partir de entonces los días y las noches sean largos, cansadores, con hormigueos insoportables en las manos y los pies, con los parpados pesados, y sin ninguna posibilidad de poder aliviar la pesadumbre. De solo pensarlo, Maria se estremece, y la adrenalina mal usada de su cuerpo empieza a correr por su sangre, liberando esa sensación que llamamos miedo. Pánico, mas bien. Maria odia estar atada a sus padres. Siente que ya no podrá pasar un dia mas junto a ellos, mirándolos envejecer, pues hacen que ella envejezca también y mas rápido. Pero lo peor de esa situacion no es estar pegada y depender de sus padres, sino el hecho de que esta sea la única alternativa para pasar el rato, la única compañía disponible, el único menú de la casa. Y es que Maria nunca tuvo muchos amigos porque nunca perteneció a ningún lado. En la universidad conoce a muy pocas personas y, para mas conchudez, es quisquillosa con sus amigos. El otro dia lo estuvo pensando, y hay muy pocas personas de las que ella podría prescindir, si se le diera la oportunidad. Quedarían cuatro, o cinco, a lo mucho, y todas ellas, como siempre, estarían ocupadas con sus propias vidas. Y pese a que ella quiere mucho a sus padres, siente que su aliento se va reduciendo a medida que pasan los días; es como si le hubieran dado un plazo para que mejore, y este ya se hubiera vencido hace tanto tiempo que debe intereses. De hecho, debe intereses a todos, incluida a ella, porque cuando todo este problema inicio, ella esperaba haberlo resuelto para mucho tiempo antes de la fecha presente. Con todo esto sobre las espaldas, Maria vagabundea por una librería en Miraflores. Se ha tomado un café, algo prohibido en su menú diario por obvias razones, y cada cierto rato revisa, de manera casi obsesiva, el temblor creciente en sus manos. No es como un enfermo de Parkinson, pero tampoco es normal, una persona sana puede tomar café sin que le cause mayores estragos, pero ella no es normal desde hace tres meses. Ella solo puede contentarse con extrañar y añorar aquellas épocas donde podía mandarse mil y una amanecidas, tomar hasta perder la conciencia, y dormir todas las siestas que se le den la gana. Lo que daría ahora por una siesta… Entre las novedades, Maria encuentra un pequeño volumen con cubierta blanda, de papel couché, de un nombre de hombre que resulta, gracias al texto en la contraportada, ser uruguayo. Lo lleva a la caja, revisando una vez mas el temblor en sus manos. Se pregunta, con un apremio conocido, si esta noche será capaz de descansar bien o nuevamente el insomnio la tomara por asalto en plena madrugada, cuando cualquier persona esta mas sensible que de costumbre. Y de nuevo vendrán el llanto, los lamentos, y el pánico, ese pánico tan paralizante que genera la sola idea de no dormir mas. Maria siente que ya lo ha intentado todo, y de todas las maneras posibles, pero nada esta resultando como ella quisiera. Ya ha ido a dos psiquiatras, a miles de psicólogos, ha derramado sabe Dios cuantas lagrimas, y esta pesadilla aun no tiene donde acabar. Maria esta harta de la Mirtazapina, del Midazolam, de partir sus pastillas en dos, en tres, de tomarselas todas de un solo sopetón o de media en media, del olor de la valeriana y los discursos moralizantes de su madre. Maria esta hasta la coronilla de que sus padres la protejan como si fuera un bebe, o una viejecita senil que se orina en sus calzones. Quiere que todo termine para poder continuar con su vida, porque esto la tira cada vez mas atrás. Lo único bueno que ha habido en su vida últimamente es el Rivotril. Ese bendito ansiolítico, mas conocido como Clonazepam y tan usado por los rocanroleros drogadictos, le devuelve por ratos la lucidez, y le ayuda a descansar un poco mejor. Su cabeza ya no tiene tanta neblinosa y por esa razón ahora es capaz de andar por Miraflores sin miedo. Aunque, como con las otras pastillas, no confía plenamente. Las primeras impresiones no siempre son las determinantes. Su celular, para su asombro, suena en ese momento. Es una amiga que hace mucho no ve, una de las que de verdad le cae bien. Le responde con un saludo efusivo, aunque no le sale muy bien porque ella nunca ha sido muy cariñosa. Su amiga, Katia, le informa sobre una reunión que hará esa noche en su casa por su regreso de Arequipa. Katia es de esa ciudad, y solo vino a Lima para estudiar en la universidad, por lo que en todas las vacaciones se va para allá a visitar a su papá. La primera reacción de María es negarse: no puede tomar, esta con pastillas, y por alguna razón la pastilla para dormir no funciona bien cuando toma alcohol. Sin embargo, surge una tercera idea en su cabeza: ¿y si no la toma esa noche? Podría pasarse la noche en blanco, tomando, rememorando los viejos tiempos en los que tenia veinte años en lugar de setenta y dos. Si, sería una noche distinta, se dijo. Tomaría todos los tragos que le pusieran enfrente, se pondría mas borracha de lo que nunca se ha puesto, y si la reunión en casa de Katia termina temprano, ¡se irá a otro bar! Así de simple serán las cosas. Una alegría inundó su pecho, la alegría que tienen todos los viejos cuando van a recordar tiempos de estudiantes. Esta noche no existe enfermedad, se dijo firmemente. -          Ya pues- le respondió a Katia-. Voy ahorita, ¿que tal? -          Ya, genial. Así te puedo contar todo lo que me pasó con Gabriel… María colgó, sintiéndose nuevamente algo triste. Siempre era Katia la que contaba las cosas, porque a ella no le sucedía nada. “Pero no te pongas así”, se dio ánimos. Hoy será la noche para hacer historias. Llamó a su madre para avisarle que se quedaría en casa de Katia, y procedió a explicarle, sin ningún apremio, sus planes. Apenas colgó, anduvo hasta la avenida Pardo y se trepó en la primera combi que vio, no vaya a ser que cambie de opinión. La casa de Katia, antes de que todo este episodio se diera lugar, era como su segundo hogar. Apenas le abren la reja negra que da a la avenida La Marina siente casi como si llegara a su casa. Los dos cuerpos de escaleras- aun no es tan maniática como para contarlas- los trepa relajadamente, sin apremio y sin los nervios de quien quiere dar una buena primera impresión. Cuando ya llegó al segundo piso, la segunda puerta de metal ya está abierta, y un primo de Katia esta allí para recibirla. Esta vez es Jorge, pero no hay gran diferencia ya que todos son igual de amigables, sueltos, igual de cálidos. Ninguno de ellos baja de los dieciocho años, pero a ella, por alguna razón, le devuelven la poca juventud que aun tiene. Luego de saludar a Jorge, María cruza la puerta de madera, y la rodea ese olor ya tan conocido, una mezcla de perfume de frutas y guardado, olor a casa divertida. Al menos ahora lo es, porque al entrar a la suya siente más bien que entra en un hospital, donde tiene que pasar un procedimiento doloroso cada noche. Aquí, al menos por unas horas, puede olvidarse de las pastillas, de los temblores, del pánico y del cansancio. Apenas cruza el pasadizo hacia el cuarto de Katia, el cansancio sobre sus ojos se desvanece mágicamente. Le gusta la idea de ser parte de esa pequeña familia de primos arequipeños, de chibolos despreocupados y generosos. Recuerda que en Semana Santa prácticamente vivió en ese apartamento, chupando como cosaco y con la música a todo volumen casi todos los días, gente distinta entrando y saliendo, pero siempre terminando ellos cuatro, como una pequeña cofradía. María recuerda que en esa sala fue la última vez que recuerda haber sido feliz, durante el cumpleaños de Jorge. Le habia quitado un pedazo de chocolate de su torta de cumpleaños, y la pasaba con un chilcano mientras cantaba I Like the Bartender con otro primo, Carlos, y de pronto se detuvo en un momento, con el chocolate en la mano, el vaso en la otra, y sonrió con todo el corazón al darse cuenta de que era feliz. Hace cuatro meses dese ese momento, antes de que todo en ella se fuera a la mierda. Desde entonces, no ve a Katia tan seguido como lo solía hacer, y por lo tanto las reuniones en su casa han disminuido. Ahora María tiene que contentarse con ver a gente que le enerva la paciencia, que dice tonterías o cosas muy pretenciosas, que es muy beata y cautelosa o que es muy liberal. Es terriblemente triste, pero no hay nadie como Katia para ella. En ningún lugar se ha sentido tan bien como con Katia y sus primos. A veces desea hacer su maleta, coger sus pastillas y venirse a vivir un tiempo con ellos. Está segura de que en esa casa, sin padres envejeciendo o diciéndole que actitudes no debe tomar ante su enfermedad pero sin pista alguna para reemplazarlas y dos hermanas que casi le sacan la lengua sobre como ellas avanzan con su vida, las pastillas de verdad harían efecto y ella regresaría a ser la antigua María, librada de aquel monstruo que parece haberla poseído. María llega a la mitad del pasillo y abre la puerta del cuarto de Katia. Oye ese característico golpeteo de metal que la puerta siempre hace al abrirse, por una figura de Mickey de platino colgada en la puerta. Katia, como siempre, la saluda con los brazos abiertos y sin pararse de la cama. -          Bitch- la saludó como siempre-. ¿Cómo estas? -          Ahí voy- respondió María-. ¿Tu qué tal? -          Puta, no sabes lo que paso. -          ¿Qué? -          Estaba con Gabriel en el centro comercial, ¿y sabes con quien me encontré? -          ¿Con quien? -          ¡Con Tomas! -          ¿Que? ¿Ni cagando! ¿Y que pasó? -          Puta, yo me hice como la que no lo vi, así me puse a empujar a Gabriel para que me compre un helado, y ya pues se volteó. Por suerte no lo saludé, porque sino… -          Si, oye. -          Puta madre, te juro que estaba helada, huevona. Me cagué de miedo, mira, hasta ahora estoy temblando- me mostro su mano, que se agitaba ligeramente. La compare rápidamente con las mías, y con los hormigueos que tengo que sentir todos los días-. Oye ya, hay que arreglarnos. ¿Te vas a pintar? -          No se. ¿Para que? -          ¿Como que para qué?- exclamo ella, como si estuviera rechazando el respirar-. Huevona, para ti misma, ¿manyas? Que no te importe nadie. Además, cuando una se ve mal, se siente peor. Por lo menos para que te sientas bien, pues. -          Dudo que un poco de delineador me haga sentir mejor. -          Ay, por lo menos trata. Además se te ven lindos los ojos. Te los agranda, chata. En serio- me reí. -          Sí, eso es verdad. Katia se maquilla todos los días, sin falta. Una vez Maria fue a su casa en la mañana y la encontró cuando salía de la ducha, y fue testigo de todo su ritual: crema, delineador, un poco de perfume aquí, otro por allá, rizador de pestanas, y luego elegir la ropa. Lo más curioso es que siempre se queja de llegar tarde a clases. Maria siempre se pregunta cómo puede ser tan amiga de alguien así, tan distinta a ella, que con pasarse el peine un par de veces ya está lista, y mucho menos que sus hábitos no le parezcan frívolos. A pesar de su apariencia muy femenina y frívola, se entiende mejor con ella que con muchos otros de su universidad, que aparentemente tienen los mismos gustos que yo. Luego de una hora, ya están arregladas, pintadas, con la ropa más o menos adecuada y listas para salir de su cuarto. María había ido con jeans y una chompa de alpaca, creyendo que era una reunión entre amigos, pero mientras Katia buscaba un polo adecuado que le levantara lo debido y le ocultara lo otro, María se enteró de que algunos primos suyos estaban invitados, aparte de su amiga Melissa, el enamorado de la chica y dos amigos del enamorado, por lo que fue necesario cambiar su viejo chompón de cuatro años por un polo negro y sus jeans por leggins y una falda de jean. Lo único que desentonaba con ese atuendo eran las Converse negras, y ella, que en lugar de verse como una femme fatale se sentía como una niña disfrazada de su hermana mayor. Pero en fin, luego de lacearse el pelo, pintarse los ojos y ponerse perfume salieron de su cuarto, María siempre detrás de Katia, porque siempre es ella la que le presenta a las personas. En su sala había por lo menos siete hombres, y solo tres mujeres, una de ellas con su enamorado pegado a la cadera. Pasamos el ritual típico de presentación, beso, un “como estas” y el típico comentario medio pícaro sobre la bebida. Como ya se había acostumbrado, María iba a atajarlos diciendo que no podía tomar por pastillas, pero en lugar de eso le arrebató la jarra a uno de los primos y se sirvió esa mezcla de ron con Sprite hasta el tope del vaso, para luego tomárselo de un sopetón. Todos los primos celebraban el aplomo y la instaban a tomar más. A pesar de toda la atención sobre ella, cosa a la que no está muy acostumbrada, solo le importó volver a sentir el alcohol dentro de su cuerpo. Era como bañarse luego de diez días de caminar por la selva, como comer fruta después de empacharse de grasa. Al transcurrir la velada, conoció a algunos de los primos. Había uno alto, que se llamaba Gerardo y acababa de llegar de estudiar en Canadá. El otro, moreno y con el cabello trinchudo, se llamaba Roberto y aun no había cumplido los dieciocho, por lo que se regocijaba con cada trago. Luego estaban Enrique, Kevin, Johnathan y David. El enamorado de Melissa no importa mucho en esta historia, pero se llamaba Yahir, y como ya se mencionó, era la costilla de la chica. Todos sus primos son parecidos entre sí, todos toman en abundancia, hacen competencia por ver quién aguanta más, y lo más importante, son demasiado bonachones como para ser verdad. Siempre que uno conoce a alguien de la familia de Katia llega a caer bien, todos son serviciales y al menos a mi me hacen sentir bienvenida. Por esa razón, luego de algunos tragos, María ya se sentía en onda como para castigar a Gerardo mientras jugaban algún juego con las cartas. A eso de la una y media, cuando ya todos estaban medios pasados, María y Gerardo se inmersaron en una conversación que poco a poco iba tomando consistencia, pero aun así no dejaba de ser trivial, tan trivial que María ni siquiera los recuerda, tal vez de su universidad, la de ella, los profesores pesados de matemática e historia, alguna historia con el trago, cosas de las que hablan los veinteañeros cuando se conocen. Sin embargo, no puede prestarle suficiente atención al mirar a Katia, quien conversaba con su flaco, en el otro extremo de la sala. Mientras Gerardo le hace un comentario sobre algún episodio en su clase de economía monetaria, María observa con el rabillo del ojo esa complicidad entre ambos, esa indiferencia fingida que solo tienen las parejas que llevan mucho tiempo juntas, y de reojo nota que uno de los amigos de Yahir los mira con recelo y toma un vaso de ron tras otro. No puede evitar ver como ella abraza a Gabriel, lo besa, se enredan en esa complicidad impenetrable. Ella no presta atención a su alrededor pues en Gabriel esta todo lo que necesita de la reunión. María se pregunta si lo que siente son celos, si quiere que corte con Gabriel porque la quiere solo para ella, y tal vez sea eso, pero no por las razones equivocadas. No la quiere de forma romántica ni nada de eso, su cariño hacia ella es algo que nunca antes había experimentado, y tiene mucho que ver con que durante mucho tiempo le había hecho sentir como que ella era la única, la única que podía entenderla, que podía saber sus secretos. Ahora, Gabriel bloquea esa ínfima posibilidad, la de ser la única para alguien, al menos como amiga. Además, esta su familia, sus dos primos tan llenos de vida, que ahora divisa junto al estéreo enchufando el micrófono para karaoke. Teme perderla porque no quiere perder esa exclusividad, la única exclusividad que ha tenido en mucho tiempo. Ahora, reconoce con una honda tristeza, ya no podrá mudarse temporalmente para “relajarse”. Ahora perdió su lugar de escape de su enfermedad.   Gerardo la distrae de sus divagaciones con una pregunta cliché, pero no por eso menos extraña: -          Te gusta la aventura, María? -          No sé, depende de lo que signifique. -          Quiero decir la adrenalina, lo desconocido, lo inesperado. -          Ah, sí. Lo inesperado me encanta. -          Qué bien. Porque aquí te viene algo inesperado. Lo último que vi fue un trapo sobre mi cara, olor a éter, y luego total oscuridad.   ** Fui despertando lentamente, abriendo y cerrando los ojos varias veces, y cada cosa que captaba era más extraña que la anterior. Iba recordando pequeños flashes de un auto, y luego en la librería cogiendo un libro de Mario Levrero, y luego su madre besándola durante alguna de sus crisis nerviosas. Quiso llorar mientras recordaba esto último, pero volví a quedarme dormida. Cuando por fin pasó el efecto somnífero, me di cuenta de que me encontraba echada en un catre, las paredes a mi alrededor eran color crema, y todo el cuarto, de tamaño grande, estaba completamente vacío. En una esquina había una ventana, por donde se filtraba la débil luz del sol invernal y se veía un árbol. Trayendo fugaces imágenes de películas y libros donde las personas están secuestradas, comencé a buscar amarras en mis brazos y pies, pero estaba completamente suelta. Mas bien, sobre mi había una frazada, y bajo mi cabeza había habido una almohada. De un empujón, lancé la frazada y me apresure a ver por la ventana. Comencé a buscar el cierre, y allí estaba, a su altura y ridículamente fácil de abrir. Sin embargo, estaban los barrotes, esos barrotes de fierro de casas viejas en San Isidro. Si, no era difícil saber que estaba en ese distrito, en especial por las copas de los arboles de El Olivar en la esquina. -          Es inútil- dijo una voz. Giré. Desde una puerta de madera, apoyado sobre el umbral, estaba Gerardo, jugando con una pequeña llave. Antes de reaccionar, tenía una pequeña pistola apuntada directamente hacia su cabeza. -          ¿Que chucha quieres?- pregunté, comenzando a llorar-. Plata? Listo, te doy el fono de mi casa y pides lo que quieres. -          No, flaca. Ya lo hubiera hecho hace rato. Encima mira, tienes todos los dedos completos. Luego bajé la mirada sobre mi cuerpo, y temblando respondí: -          ¿Quieres… quieres violarme? Dale. El tipo lanzo una risa. Me dio un escalofrió al recordar que se había reído de la misma forma en la noche, cuando le contaba algún chiste. -          Yo no violo a nadie, flaca- respondió-, y menos a vírgenes. Eso me dolió mas que el probable disparo. Ser virgen a los veinte años era otra de las miles de vergüenzas que tenía que cargar. Pero no era hora de compadecerse, ahora debía pensar claro. Respiro una, dos, tres veces, relájate Maria, piensa en ese rio de Uruguay, me decía, recordando los ejercicios de relajación que casi nunca le funcionaban. A la quinta respiración, se dio cuenta de que un secuestrador es solo una persona desesperada por conseguir algo, y por lo tanto toma una medida desesperada, una de ellas es torturar a la víctima. Gerardo había rechazado las dos formas más típicas de tortura, y también los dos fines mas usuales. ¿Qué quería este huevón? Una de las respuestas estaba en mi mano, que temblaba sin control. Los hormigueos en la cara y en los dedos habían vuelto. Me aterroricé al pensar que pronto vendría la pesadez en las piernas y los brazos, y todas esas voces sin control regresarían, una a una, como pequeñas bacterias. Y para coronar el helado, cuando esa ventana este oscura y solo la luz del faro ilumine su austera pieza, el insomnio me tomará por asalto como un enorme monstruo. Miré a Gerardo con todo el desprecio de mi corazón. Una vez más, este se adelanto a sus palabras. -          Tengo una caja de Rivotril en mi bolsillo- dijo-, y en el otro, una de Dormonid. Son los que tomas, ¿verdad? -          ¿Como chucha sabes eso? -          Ayer me lo contaste, Maria. ¿No te acuerdas? Bueno, estabas bien borracha y dopada. Que bestia oye, tengo que reconocer que tienes tremenda cabeza, con éter y trago encima todavía podías dar algunas patadas. La gente juraba que estabas demasiado borracha, y que yo, como buena persona, te iba a llevar a tu jato. Todos se reían porque te tuve que cargar al taxi. Me dijiste que no podías irte conmigo porque tenías que tomar tus pastillas, que sin ellas no dormías. Supe que le había dado en el clavo, eso nunca me falla. En un grupo, siempre hay alguien desequilibrado, y no fue difícil darme cuenta que eras tú. No supe que responder a eso. Me senté en la cama y me arrope con la frazada. Me sorbí los mocos y me sequé las lágrimas. -          Que quieres?   Cerró la puerta, se guardó la llave y la pistola en el bolsillo de la casaca y se acuclilló en el suelo. -          ¿Te acuerdas que me contaste de tu amiga, que trabaja de dealer? -          Creo que si… -          No te hagas la tonta. Te has mofado toda la noche sobre que te ibas a lanzar al malecón, y como tu amiga le saca a todos los chibolos ricos de Surco. Me sentí como una imbécil. Hablaba de este asunto como si fuera cualquier cosa, solo para hacerle creer a la gente y a ella misma que no es tan beata como se ve. La hierba es una droga, y las drogas son ilegales. Uno puede marchar por su legalización, pero no puede andar mostrando sus pacos por la vida. -          Bueno, como has confesado, María Fernández, que comprabas un producto ilegal y lo consumías, te puedes ir derechito a la cárcel. -          ¿Que eres, un policía? -          Algo asi. Soy un raya. -          ¿Que es un raya? -          Ah, así que todo lo que me decías era pura boca. No sabes todo sobre la droga. Los rayas chambeamos para la policía, atrapando dealers. Así que te quiero proponer un trato. Sentí que la sangre se me helaba mas y mas, que el catre se endurecía, mientras Gerardo me explicaba detalladamente algo que ella ya había oído de una amiga, precisamente la que trabajaba de dealer por su barrio. Gerardo quería que ella llamara a Irina Paez, le dijera algo así como que había vuelto a los andares de la hierba y quería que le venda diez soles. Mientras esperaba en la esquina acordada, Gerardo, la policía, o ambos, aparecerían en un operativo heroico para atrapar a dos personas haciendo tráfico ilegal. Atraparían a ambas como parte de la treta, pero solo Irina se quedaría adentro, cumpliendo sus buenos doce años en Santa Mónica. -          ¿Así que eso es todo?- le pregunté automáticamente-. ¿Entrego a un dealer y ya?- el hormigueo había comenzado a sentirse en su frente, en los pies. Además, ya por la ventana no filtraba luz, sino la penumbra de la tarde, antes de la noche. -          Si, eso es todo. Gerardo le extendió un celular, que yo atajé como so un desnutrido agarraría un trozo de bife. Puse el primer digito del número de su amiga, pero luego se lo devolví. -          Ni cagando- respondí-. Es mi amiga, broder. Es mi amiga desde el cole. -          ¿Y por ella vas a pasar una noche sin dormir? -          ¿Que mas da una noche en vela?- la voz me temblaba al solo pensarlo. Gerardo se levanto del suelo y se sentó sobre la cama, cruzando una pierna. Tenía un brillo vil e inteligente en los ojos. -          ¿Una noche? Va a ser una noche para comenzar, luego dos, luego cuatro, y luego las siete noches a la semana. Ni siquiera te vas a dar cuenta cuando este adentro, al pie de tu cama, y cuando lo sepas va a ser demasiado tarde. Cada hora te va a pesar más que un yunque, María, tú sabes como es. Tú sabes que no hay peor castigo que el cansancio, que los parpados te pesen, y poco a poco no te vas a poder mover, o hablar. Simplemente, no vas a dormir más. -          No digas eso!- estallo-. Ni siquiera lo pienses, ni siquiera lo menciones. Gerardo sonrió burlonamente. -          ¿De verdad vas a poder aguantar, María? Mírate ahora, estas fuera de control, no lo niegues. Comencé a llorar a gritos, encogiéndome sobre mí misma. El pecho me iba a estallar de terror, sentía que la locura estaba en un rincón de ese cuarto, con una capucha negra, esperando para comerme. No, la locura estaba allí mismo, sentado sobre el catre. Me decía a mi misma una y otra vez que solo son miedos, que no era cierto, y sin darse cuenta lo comenzó a gritar en voz alta: solo me estas asustando, yo si puedo dormir, yo si estoy bien. -          No, María- dijo, riendo con toda tranquilidad-. No vas a dormir, nunca más. ¿Sabes por qué? Porque ahora yo estoy al control. Y cuando lo quieras recuperar, yo te voy a recordar que estás conmigo. Si quieres oír música, te voy a torturar. Si quieres leer, te voy a torturar. Cuando estés lejos de mi estarás conmigo, ¿sabes cómo? Introdujo su mano derecha en el bolsillo, y extrajo una cajita de Rivotril. Se me hizo agua la boca y el alma. La devolvió a su sitio y camino hacia la puerta. -          Aquí hay un timbre, por donde me puedes llamar. A la hora que quieras, flaca. Te apuesto a que no pasaran más de doce horas antes de que lo escuche. -          Es mi amiga- repetí-. ¿Por que crees que no aguantaría una noche sin dormir por ella? -          Porque dudaste la primera vez. Si realmente la quisieras, si realmente tu amistad por ella trasciende ese ridículo discurso de “yo haría lo que fuera por ella”, no me habrías arrebatado el celular. Así que ya ve tú. En un ratito va a venir alguien a dejarte comida, agua y tu iPod. Uno de los tipos se lo quería chorear, pero le dije que ya no estábamos tan abajo como para hacer eso. También quieres un libro? -          Vete a la mierda- le escupí. -          Bueno, La Palabra del Mudo será. Nos vemos. En efecto, cuando el cielo se puso azul y el árbol se reflejaba con la luz naranja del farol de la calle, se abrió la puerta de madera y mágicamente una mano dejo una bandeja de platino en el suelo, antes de volver a encerrarme con llave. Evocando todas las películas, libros y documentales sobre secuestros al principio me abstuve de acercarme, pero el olor y los ruidos de mi barriga terminaron por rendirme, y me abalance sobre la comida. Sobre la bandeja, había un plato con bistec apanado, un huevo frito y un poco de arroz, una jarrita de agua y, junto a todo eso, un tomo de La Palabra del Mudo con mi iPod encima, intacto, con sus audífonos de colores enrollados sobre él, como yo siempre lo guardaba. Luego de asegurarme de que tuviera batería y ninguno de los audífonos se hubiese dañado, lo besé una y mil veces y me lo guarde junto al pecho. Por alguna razón, tengo un cariño desmesurado hacia ese pequeño aparatito, un pedazo de marketing de Apple que me ha acompañado en las buenas y en las malas. Abrí el libro en un cuento al azar y comencé a comer. Descubrí que tenía un hambre increíble, lo que me pasa cuando estoy nerviosa, por lo que devoré hasta el último arroz de ese pequeño cuenco. Cualquiera de las chicas sobrevivientes de secuestro estarían muy decepcionadas conmigo. Luego de comer, deje el plato y me acuné con el libro y la frazada en un rincón de la cama, con el iPod en mis orejas. Me pasaron imágenes de mi larga amistad con Irina, de todo lo que hacíamos en el colegio, de todas las ocasiones en las que entrabamos en ataques de risa en plena clase. Con Irina yo aprendí a fumar, a tomar alcohol, a lanzar, a decir pequeñas mentiras a mis padres y a disfrutar de caminar por la calle en pleno invierno y con llovizna. Cuando llego la universidad nos separamos un poco, y ella fue cayendo sin remedio hacia las drogas. Conociéndola, no va a salir de esta, y la marihuana será su compañera hasta que muera, pero no va a ser la razón de su muerte. Desde hace dos años vende drogas a los chicos ricos de Surco, y así es como logra pagar sus vicios y pequeños caprichos. Aun así, no era capaz de aguantar una noche sin dormir. Debía admitir que Gerardo tenía razón, si mi amistad fuese tan fuerte no le hubiera arrebatado el celular para llamarla. Es más, le hubiera escupido en la cara y me aguantaría toda la noche recordando los buenos momentos que hemos pasado. Pero lo único que puedo pensar ahora, cuando la luz anaranjada ha tomado por completo mi austera pieza, es aquella vez en que Irina me ignoraba y prefería salir con Josefa. Como un vendaval, vienen golpes, luchas infructuosas entre ella, un gigante, y yo, una piltrafa con cojera, mientras el salón entero se ríe. Me vienen pequeños y grandes desplantes, me viene su gran figura opacándome durante las reuniones, me viene su actitud de “sin mí no eres nadie”. Y como si lo estuviera viendo aquí, me viene ese episodio en Punta Cana, durante nuestro viaje de promoción, cuando ella y las otras chicas del cuarto no me hacían caso, me ignoraban, no oían mis intentos fallidos de hacerles reír o participar de sus actividades. Me viene su cara grande, gorda y sonriente, disfrutando de los tragos y de la piscina, diciendo que estaba pasando el momento de su vida junto a sus mejores amigas, mientras yo agonizaba de tristeza en una tumbona porque no era parte de ese grupo. Me hacía sentir como su hermana menor a la que tiene que cuidar por obligación, pero de la que se puede mofar de vez en cuando. Recuerdo especialmente esa noche en que yo lloraba porque no debí haber ido a ese viaje para estar sola, y cuando ella entró en el cuarto, lo único que dijo fue “cuando se te pase ese berrinche, baja y vamos a chupar”. Irina es la razón por la que me siento sola, empequeñecida, esa sombra grandota que me juzga aun cuando no está presente. Cuando oscureció por completo, empecé a buscar alguna forma de escape, obviamente sin ningún éxito aunque yo tampoco parecía tener muchas ganas. No quería encerrar a mi amiga, pero quería dormir. Eran las nueve y media de la noche cuando toqué el timbre. Ya los estragos del alcohol habían pasado, pero los nervios me habían tomado por completo, como pequeños escarabajos, introduciéndose por mis orejas, repitiéndome una y otra vez que no iba a dormir hoy, ni mañana. Fue desfilando por mi mente la imagen de mi echada en esta cama, balbuceando incoherencias, sin poder coger una cuchara, sudando como loca, llena de espasmos, y sobre todo el tiempo, cada segundo pasando como si fuera un siglo. Así describía el internet el Insomnio Familiar Fatal: hipersudoración, pérdida de homeostasis del cuerpo, espasmos incontrolables, demencia, y sobre todas las cosas, la incapacidad completa de dormir, de poder desconectarse por un momento del sufrimiento. Sabía que esa era una enfermedad sumamente rara, que era genética, y dado que yo tenía una enfermedad genética era imposible que me diese otra. Sin embargo, se hacía más posible a medida que avanzaban las horas, me convertía en una persona totalmente distinta, en una María neurótica, tan presa del pánico como si le estuvieran apuntando una pistola sobre la cabeza. Cuando se abrió la puerta, yo ya estaba llorando de nuevo. -          ¿Qué hacemos? -          No se- sollocé-. Por favor, dame una pastilla. Fácil así pienso mejor. -          Pensé que habías entendido el trato: no Irina, no Rivotril. Dime una cosa: ¿que tan amigas son? -          Muy buenas amigas, yo la quiero un montón… -          ¿Tanto así? ¿Tanto como dos miligramos de esta cosa?- por sus dedos giraba un pequeño rectángulo blanco. Allí giraba mi sueño, mi descanso, mi lucidez mental, mi venganza, pero también mi traición. -          Yo he crecido con ella, ¿sabes?- comencé a decirle-. Ella me enseno a tomar, a fumar. Con ella me he pegado las trancas más grandes de mi vida. -          Ala, que chévere. -          Si, era genial. Nos íbamos a mi cuarto, comprábamos una botella de Paramonga, un jugo y nos quedábamos encerradas toda la noche, chupando. Era genial. Teníamos como catorce, quince años. Por esas trancas es que tengo la cabeza que tengo ahora. -          Yo chupaba con mis primos, más o menos a esa edad. Nos íbamos a la terraza de mi jato y nos bajábamos como una caja, entre los dos. -          ¿Terraza? Que chévere. ¿Donde vivías? -          En el Rímac. Si, esa causa era de la puta madre. Puta, parábamos juntos todo el día, de arriba para abajo. -          Si, igual yo con Irina. Fumábamos en un jardincito que había en un segundo piso del cole. Ningún profe se daba cuenta. -          Es de puta madre tener amigos así, ¿no? ¿Pero sabes que aprendí yo, Maria? Que siempre los amigos te van a fallar. Como este huevón. Un día llegó a mi casa, y lo encuentro allí en el sofá, en mi sofá, con mi germa- se me abrieron los ojos. -          ¿Que? Que imbécil. -          Así es, flaca. Son tus amigos hasta que no lo son. -          ¿Pero le perdonaste o algo así? -          ¿Para que? Si para eso están estas huevadas- levantó la solapa de su casaca, mostrándome el brillo de su pistola. Se me hizo un nudo en la garganta-. La venganza es lo único que te quita la sensación de perdedor, María. Yo se que Irina te debe haber hecho algo horrible. -          Algunas cositas, pero los amigos no son perfectos. No puedo ir matando a un pata cada vez que prefiere quedarse con su flaco, o… -          O qué? Y entonces, cometí el peor error de la noche: creerme que Gerardo se estaba haciendo mi amigo, realmente creerme que él me entiende, que tiene la sangre fría pero que así es como uno debe llevar su vida. Así que le solté toda la perorata sobre todo lo que me había hecho Irina durante nuestra toxica amistad. Gerardo asentía, me invitaba a seguir hablando solo con la mirada, era mil veces mejor que mi psicólogo. Al poco rato ya estaba llorando de nuevo, pero de tristeza, de soledad. -          Yo no podía hacer nada, Gerardo- le dije-. Si la ignoraba, me quedaba sin amigos. Ella era todo lo que tenía. ¿Por qué mi vida tiene que ser así? ¿Por qué no puedo ser como todo el mundo? ¿Por qué no puede haber alguien que me salve, que se quede conmigo, que me entienda? Gerardo se sentó junto a mí y rodeó su brazo alrededor de mi hombro. Me aplaste contra su pecho y seguí llorando a gritos, mientras él me acariciaba la cabeza. Me di cuenta que me gustaba su olor, una mezcla entre ropa limpia, jabón de rosas y cigarro, era reconfortante. -          Yo puedo ser tu amigo, flaca. -          Y que, andar por allí disparándole a la gente porque nos miran mal? Lanzamos una carcajada, esta vez la mía fue sincera. Cuando deje de reírme, un chispazo cruzo por mi cabeza. -          Dame tu fono- le dije. La llamada fue rápida, pero tuvo la eternidad que tienen los actos de traición. Intenté mantener mi voz neutra, relajada, alegre, como tienen las voces de los viejos amigos que quieren lanzar con su viejo amigo. Por su parte, Irina se mostro sorprendida, ya que la llamaba luego de mucho tiempo y para pedirle algo que se supone ya habia dejado. “Qué raro, chata. ¿Otra vez en las andanzas?” preguntó con su voz ronca. “Si, pues. Creo que es hora de regresar”, le respondí con tono picarón. “Bueno, nos vemos en Jacaranda con Los Fresnos. ¿En veinte, ah?” “Ya, perfecto. Ahí nos vemos. Oye, Irina”, le detuve antes que colgara, “Llévame de la buena, ¿ah?” “Ya, causa. Te voy a llevar scan, de la mejor”. -          ¿Escuchaste, Gerardo?- le pregunte, devolviéndole el celular. -          Listo. Recoge tus cosas, salimos al toque. Y te puedes quedar con el libro- agrego. -          ¿Y mi Rivotril? Se rio, extendiéndome la pequeña pastilla. -          Ten cuidado con esa huevada, te vas a volver adicta- agregó con un tono burlón. Por primera vez, dejó la puerta abierta cuando salió. Me metí la pastilla y la tragué con el resto del agua, dando un largo suspiro de placer que me nació del alma. Luego de eso, recogí mi casaca, el libro y salí del cuarto. En efecto, era una de esas casas viejas de San Isidro que se usan para oficinas, pero esta estaba totalmente descuidada, la madera de las escaleras crujía al bajarla y el moho destrozaba la pintura. Gerardo me esperaba al pie de la escalera. En el brazo llevaba un chompón de alpaca, que me extendió con una sonrisa de amabilidad. -          Esa casaca es muy delgada- alego-. Vamos, tenemos que llegar en diez minutos. Me daba un poco de pena, Gerardo comenzaba a caerme bien. Podríamos ser esa pareja de amigos que vagan por el mundo lamentándose de que la gente no los comprende, hablar de literatura, filosofía, de que el sistema nos parametra y huevadas así. Tendría con quién quejarme sobre la universidad, sobre como todo el mundo quiere sobresalir en algo. Sin embargo, este tipo se ganaba la vida cagándole la vida a la gente, y yo no podía ser amiga de alguien así, por más simpático y confortable que sea. Simplemente, así no eran las cosas. Me había dado la opción de cambiar mi estilo de vida, pero no era la forma. Recuerdo la última conversación que tuve con Irina, antes de que volviera a cambiar su dirección, por esa seguridad que deben tener todos los dealers. Estábamos en grupo, y ella conto la historia de cómo su amigo Gary fue abarcado por un “raya”, que le ofreció no meterlo a la cárcel por comprar drogas si el delataba a su dealer. Gary lo hizo sin pensarlo, ya que el dealer no era su amigo. Y por esa razón, entre los tragos y la hora que avanzaba, Irina y yo comenzamos a divagar sobre lo que pasaría si yo estuviera en una situación similar, y acordamos un código: “dame de la buena, dame scan”. Cuando llegamos a la esquina, mis piernas comenzaban a temblar de miedo, pero el Rivotril comenzaba a hacer efecto en mis nervios y tenía la cabeza más clara. Me paré en la esquina acordada, Los Fresnos con Jacarandá. En poco rato apareció Irina, con las manos metidas en un polón, la única forma que se le ocurre para ocultar la droga. Mientras hacíamos el intercambio, un auto de la policía se cuadro intempestivamente, cuadrándonos en la esquina. Las sirenas estaban en todo su esplendor azul y rojo, y los vecinos no tardaron en asomar la cara por las ventanas de los apartamentos. Gerardo descendió del auto, portando su pistola y una placa de la policía. -          ¡Manos arriba!- exclamó-, pónganse contra el carro y abran las piernas. Se bajo otro tombo del auto para revisarnos, pero yo miré a Irina sin un ápice de culpa, y repetí la consigna: “trajiste de la buena?” En ese momento Irina dio un silbido capaz de ensordecer a un animal, por lo que el policía nos descuido un segundo. Solo bastó eso para que, detrás de nosotras, un maton del tamaño de un gorila emergiera con un arma. El único disparo fue certero y preciso, directamente en la nuca de Gerardo. La policía en este país es muy lenta, pero los chismes vuelan por los aires, así que no escatimamos en tiempo y huimos despavoridas hacia la carretera. Trepamos en el primer taxi que vimos, con dirección a mi casa. Todo el trayecto lo hicimos en silencio, con una mezcla explosiva de emociones. Aun tenía el paco entre las manos, y no sabía que hacer con el. Una vez más, ella se hizo cargo. -          Dámelo, yo lo boto por algún descampado. -          ¿Adónde te vas a ir? -          No sé, creo que tengo un amigo que vive por Chorrillos. Fácil me quedo con él un par de días, hasta que la gente deje de hablar del asunto. La huevada es que tú salgas limpia de esto. Y allí apareció la tercera imagen de Irina: mi protectora, mi confidente, la que siempre sabe qué hacer en el momento indicado. Ella hizo que mi secundaria fuese horrible, pero al mismo tiempo me hizo fuerte, por ella entiendo que las personas no son blanco o negro. Al bajar del taxi, no me hizo ningún reproche, como creí que lo haría. Simplemente me dió un corto abrazo, una promesa de que iríamos a chupar “cuando me mejore”, y me hizo prometer que tomaría todas mis pastillas para que no me vea tan mal como ahora. Luego se dio vuelta, con las manos en los bolsillos, camino del puente Primavera. 
María
Autor: talia chang  336 Lecturas

Seguir al autor

Sigue los pasos de este autor siendo notificado de todas sus publicaciones.
Lecturas Totales336
Textos Publicados1
Total de Comentarios recibidos1
Visitas al perfil708
Amigos0

Seguidores

Sin suscriptores

Amigos

Sin actividad
talia

Información de Contacto

-
-
-

Amigos

Este usuario no tiene amigos actualmente.