• Francisco Fernández
Tumbalatas
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  • País: Argentina
 
"La muerte no tiene porqué desordenar nada; es más, suele ordenar bastante las cosas", El Tercer cuerpo, Martín Caparrós.1."Lo que un experto le diría, amigo, es que esa mujer se aparece ahí porque está señalando el lugar exacto donde fue arrojado su cuerpo después del crimen.  Eso, seguro, se lo diría cualquier conocedor de este tipo de fenómenos. Yo, en cambio, le digo que me deje de joder", dijo el comisario cuando el hombre terminó de contarle la historia.2. "Los pescadores aseguran que se aparece. Yo no la vi, todavía, pero les creo. Dicen que se presenta de pronto, y que se queda mirándolos. Otra cosa no hace. Dicen que levita sobre el espejo de agua. Yo les creo. Para eso no necesito verla, aunque quisiera", le había relatado momentos antes el hombre al policía. 3.Ella fue asesinada hace varios años. Salió de su casa rumbo a la escuela donde daba clases. Nunca llegó. Un pacto de silencio entre dos mujeres guardó el secreto del destino final de su cuerpo. Pero ella no apareció. Antes de irse, le dijo: "Me pregunto si es posible que un alma señale el lugar donde arrojaron su cuerpo. ¿Será que la pena que causa en su familia su ausencia no la deja descansar en paz? Eso también me pregunto". 4.Tanto insistió en los días que siguieron, que el inspector finalmente aceptó acompañarlo una noche. "Usted está loco", le dijo. Después levantó el teléfono y le dijo a su mujer que llegaría tarde. Ahora, eran cómplices de una idea que parecía una locura.5.La luna, blanquísima, iluminaba el lago. Dos de los pescadores que la habían visto, los esperaban. "Cuando quieran", les dijo el más viejo, y les señaló los botes, junto a la orilla. Subieron. Desde ese momento nadie volvió a hablar. El sonido de los remos golpeando el agua los mantuvo como hipnotizados. En quince minutos llegaron al centro. "Ya va a venir. Siempre viene", les dijo el pescador sin mirarlos. Otra vez se quedaron callados. No dijeron ni una sola palabra.6.Los hombres se conocían desde la época del crimen. Uno investigó el caso; el otro, lo cubrió para un semanario que ya no existía. Eso fue hasta la desaparición de la maestra. Los dos la buscaron frenéticamente. No volvieron a ser los mismos. Fue como si la inútil búsqueda los hubiera vaciado por dentro.7.Los minutos pasaban lentos, como pesados. El comisario ya no pudo disimular su fastidio.  "Vamonós Galleguito, hace dos horas que estamos aquí al pedo". Cuando levantó la cabeza y lo miró a los ojos, recibió un impacto como el de un relámpago en medio del campo. "Desé vuelta jefe. Despacio, por favor. Ni se le ocurra abrir la boca". Ahí estaba. Fue como contaban los pescadores. Los miró largamente. Un frío helado les recorrió todo el cuerpo. El grito de un animal en el monte rompió la escena. Ya no estaba. "Mañana retomamos la búsqueda", dijo el policía. Le brillaban los ojos. "Ella está ahí. De eso no tengás duda. Ella está ahí".
1 No podía emocionarse. Se ahogaba si reía o lloraba. Nunca había probado un cigarrillo, pero un fumador compulsivo le dejó como única herencia los pulmones deshechos. Ahora, a los 85 años, se pasaba el día sentada en la reposera de mimbre. Apenas comía. Y nadie la venía a visitar, aunque no estaba sola. Por ahora, su única compañía era su hijo menor, El Pelado. El tipo tenía 35 años y había cumplido una condena por robo agravado. Estaba libre hacía dos meses. Desde ese momento, decidió poner las cuentas en orden con su madre vieja y enferma (y también con su alma). Casi le agradecía a dios tener la posibilidad de hacerse cargo de ese cuerpito de huesos frágiles, aunque fuera por unos meses. Sabía (creía) que había encontrado la manera de pedirle perdón por el dolor causado. Ya no quería lo otro, aunque ese que fuera justamente su principal rasgo. Qué pena el tiempo perdido, el dolor causado, el abandono y el desamor. Qué pena este camino sin salida y las secuelas que deja la tumba. Qué pena aguardar la muerte de la propia sangre al mismo tiempo que la hora en que se desatará su costado más cruel. El desalmado y el hijo pródigo son el mismo: un tipo que encontró la suerte y la desgracia en el mismo sitio. Pero ahora (por ahora), el pistolero pica en pedacitos una pata de pollo y luego prepara jugo de naranja y se lo lleva a la anciana que está sentada frente al televisor, en la otra pieza. La viejita da un mordisco al pollo y después prueba apenas un sorbito. El Pelado sabe que así no va a durar mucho. Está cada vez más débil. “Le queda poco tiempo”, piensa, y también piensa en que a él tampoco le sobre el tiempo. “Solo un llamado y estoy adentro de nuevo”, murmura, pero ya no quiere eso, ya no quiere nada. Después, acompaña a la mujer al baño y la ayuda a acostarse. 2 Son las tres de la tarde. El Pelado se sienta en una piedra en la vereda, saca un cigarrillo, lo enciende y fuma. Piensa en el mensaje de texto que recibió ayer, donde Zurita le explicaba que era un trabajo “rápido, fácil y limpio, una familia de hacendados en un pueblito, tienen mucha guita en la casa”. Son las horas que restan las que nos corroen por dentro. Ir en busca de una sangrienta quimera que en nada cambiará lo que ahora ocurre.  Alguien se va y una mujer ya no estará a su regreso. Y la suerte ya está echada y nada ni nadie cambia. Una mujer está a punto de morir y una familia a punto de vivir una noche de espanto.    La tos de su madre lo saca del trance. Se levanta y camina hasta la pieza. La mujer lo ve desde la cama. “Deben estar muy ocupados, por eso no vienen a verme”, susurra y regresa al sueño. Esa noche El Pelado respondió el mensaje. “y qué hay conmigo”. La respuesta llegó en el acto: “Paso en una hora. Vos manejás y de el resto me encargo yo, partes iguales”. Y entonces ya no hay nada que hacer, ni qué decir o pensar. Un hombre bueno empuña la muerte y se convierte en otro. Un niño besa a una santa y luego se transforma en bestia. Por la noche será un verdugo cruel. Pero ahora, es un niño que mira por la ventana del auto y llora porque sabe que esa mujer ya no estará cuando vuelva.
Ninguna historia de amor tan marginal como la de la Sandrita y el Canguro. Hijos del costado más oscuro y cruel de la ciudad, sellaron su pacto de amor frente al cementerio del Oeste, bajo el centenario gomero que da sombra a las floristas. Ahí, en ese rinconcito del parque Avellaneda, los vi durante años curarse las heridas, siempre al calor del paco y el tolueno. El con los dedos quemados por mil encendedores. Ella ocultando su tesoro de plástico bajo la manga, con los pulmones quemados por el pegamento. A la Sandrita le hicieron mal la calle y los linyeras de la ex papelera de avenida Pellegrini. En ese puto decampado fue víctima de todas las maldades. Sabía que de otra no había: en casa sería peor, siempre. Cuando no estaba ahí, estaba internada. Desaparecía durante meses para regresar más flaca que antes, con la cabeza rapada y la misma mirada dolorosamente extraviada. “Eramos vecinos. Era muy linda cuando era changuita, a mí me gustó siempre”, me contó una vez un tachero que tiene la parada al costado de la torre de la avenida Mate de Luna. Al Canguro lo apaleó la desgracia como si cargara con la culpa de miles de infelices. Hace años se durmió sobre las vías del tren, en el puente del complejo Avellaneda. La máquina, despiadada, sin alma, le arrancó un brazo y una pierna. Por eso lo de Canguro. Ayudado de una muleta, va saltando entre los autos, pidiendo una ayuda. Pero lo bello, lo salvajemente bello, es que supieron amarse y hasta tuvieron un hijo. Durante nueve meses, el Canguro la protegió a sol y sombra. Dormían juntos en el parque. Bien pegaditos. El pedía monedas sobre la platabanda de la avenida. Ella lo miraba desde uno de los bancos frente al piletón. La última vez que los vi, ella cargaba en brazos al recién nacido. El, orgulloso, caminaba a su lado. No hace falta ser un genio para saber que la historia no tuvo un final feliz. No sé porqué (miento, sí lo sé), pero el romance de la Sandrita y el Canguro me persigue desde hace años. Regresa siempre, a veces en sueños y otras me asalta a pleno día, justo en esos momentos en que comienzo a pensar que la vida es una mierda que no vale la pena para nada. Vuelvo a recordar la última imagen que tengo de ellos: ella besa a su hijo y él la mira desde lejos, extraviado por la pasta base, pero lúcidamente orgulloso de su semilla. Ahora ustedes también lo saben. Ahora me creen cuando les juro que no existió ni existirá otra historia de amor tan marginal como el romance de la Sandrita y el Canguro.
Relato de Antonio - Texto de Francisco FernándezEra marzo o mayo del 92, no me acuerdo el mes, empezaba con eme, eso seguro. Mi viejo, que tomaba sin pausa desde hacía más de 35 años, justamente no bebía hacía tres días. El colectivo lo agarró cuando cruzaba la calle San Lorenzo, en La Ciudadela, donde vivió siempre y donde vivo yo. Nacimos en la misma casa. Ahí siguen el limonero y los nísperos, donde ahora mis nietos juegan a que el tiempo no existe.Como te digo, un interno de la línea 12 lo tiró contra la vereda de la casa del Mocho. Le dio tan fuerte que lo hizo revotar contra el portón de chapa. Quedó descaderado y estuvo seis meses agonizando en el Padilla. Dos veces por semana yo le llevaba el kiki. ¿Sabés qué es el kiki?, es agua terciada con alcohol. Si lo hubieras visto. Los ojos se le iluminaban mientras el líquido le iba ganando la garganta. Después se quedaba callado. Bien tranquilito.Antes de morirse (porque sabía que estaba ya se moría) me pidió que fuera a la despensa. "Andá a comprarme". Así me dijo. No hacía falta agregar nada. Al rato estaba de vuelta. Me senté a su lado y le preparé el trago. Levantame que no me puedo mover. Apurate que ya me voy, me dijo. No te vayás viejo, quedate conmigo, le pedí. No hijo, nunca te di nada. Por favor, cobrales a esos hijos de puta. Es lo único que te puedo dejar. Al rato se cortó.El turco Casín fue un crack en los 50. Jugó en San Martín, NOB y en All Boys. Hasta los 29 años fue un jugador disciplinado. Se acostaba a las seis de la tarde y se levantaba a la madrugada para empezar a entrenar. Pero una noche su mujer se fue, dejándolo con un hijo de un año y medio. Comenzó a tomar y no paró más.Cuando yo tenía 35 años, un tío me contó la verdad. Cuando yo era bebé, llegó a la casa una mujer, dicen que era una bruja de Villa 9 de Julio. Vos embarazaste a mi hija, le dijo. Usted está loca, vieja, le respondió mi papá. Entonces lo maldijo. Vas a ser un linyera toda tu vida. Vas a ser un borracho y vas a morir en la calle. Pinchó fotos y dejó cabellos con sangre en la puerta de la casa.Diez años pasaron para que Antonio, el hijo del turco, ganara el juicio. Mal que les pesara, el turco no bebía hace tres días y así lo confirmó el dosaje de sangre.A eso lo llamo yo el milagro de mi vida. Yo había ido a buscar a mi viejo al parque Avellaneda, estaba con otros linyeras tomando hacía varios días. Vamos papá, venite conmigo que mañana es el día del padre, le mentí. El se vino. Me acuerdo que le compré un traje. Aguantó dos días sin alcohol, hasta que le agarró la abstinencia y no paraba de temblar. Cuando no aguantó más, se fue al kiosco del Mocho. Cuando cruzaba la calle, lo agarró el colectivo. Con esa plata compré mi auto y lo puse de taxi. Junté dinero y me fui a Estados Unidos. Yo también jugaba, de diez. Pero es difícil el desarraigo y me volví. ¿Si extraño a mi vieja? No, la verdad que no, el rencor sigue siendo más fuerte. Creo que ya murió. Pero eso ya no importa. Prefiero pensar que ese chango que se crió en la calle, abandonado por su madre y con un padre borracho, hoy tiene tres hijas que son unas reinas y una negra hermosa que me recibe todas las noches con un beso y un plato de comida.Te cuento todo esto porque sé que estás triste y quiero que te pongas bien. Porque sé que te va a hacer bien contar la historia del turco. Yo sé que vos no te vas a olvidar y vas a escribir la historia del milagro del turco.
El problema cuando llueve es que no podés levantar las colillas del suelo. Ya ni recuerdo desde hace cuanto tiempo estoy aquí. Hace siglos me perdí en la ciudad y no volví a encontrarme. Un perro tan viejo y abandonado como yo, me acompaña. Juntos miramos la luna. Él la mira y aúlla. A veces de hambre; otras, de tristeza. A mí me pasa lo mismo. Un hombre bueno que muta en animal por el alcohol. Una brutal resaca transforma a la bestia en un niño. No recuerdo ni cuando ni cómo fue que pasó. ¿O será que siempre fue así? Yo imagino un linyera borroso, como un espectro. ¿Será él o yo el que escribe?
  I  No me preguntés cómo se originó en mi cabeza la idea de matar a la vieja. De repente estaba ahí, bien clarita. Yo la había visto mirarme con ganas, descaradamente y sabía que le gustaba. También sabía que estaba sola en la vida. Viuda desde joven, los hijos habían abandonado el hogar hace años. Desde aquel tiempo se refugió en sus negocios, que crecían día a día gracias a su voluntad inquebrantable para el trabajo. Sus dominios se extendían a lo largo de varias cuadras: una verdulería, una panadería y un minimercado eran algunos de los comercios que la mujer poseía en el barrio. Pero su astucia para esas artes contrastaba abismalmente con la candidez de adolescente que evidenciaba cada vez que me atendía. Yo, que siempre fui un vago y un muerto de hambre, tenía a la señora en la palma de una mano. Pero de ahí a planear paso a paso el crimen perfecto hay un abismo. “El asesinato perfecto es el que jamás se descubre. Pero aún con errores, es muy difícil develar un crimen”, leí una vez. Esa idea fue reveladora. Eso y la necesidad urgente de conseguir una importante suma de dinero en pocos días. Caso contrario, las deudas que había contraído apostando serían cobradas por un par de monos ansiosos por quebrarme varios huesos. Creo que en medio de esa desesperante situación mi ingenio se agudizó y de pronto el plan estaba listo. Bueno, decir “el plan” es pretencioso, fue apenas un boceto confuso, como un chico que recibió una mala calificación en la escuela e inventa una mentira a las apuradas antes de llegar a casa.  Un dato decisivo terminó por animarme. Una tarde, mientras hacía unas compras, escuché a la vieja contarle a una vecina amiga suya que acababa de sacar una fuerte cantidad de efectivo del banco. Era viernes. El lunes, iba a cerrar la compra de una casa de fin de semana. “Tengo la plata en casa, guardaba en el ropero”, le confió.  II  Volví al negocio a media tarde. Apenas me vio entrar, dejó la caja registradora y se acercó a atenderme. La seduje descaradamente. Le dije mil mentiras. Quedamos en vernos por la noche. Mientras me preparaba para la cita repasaba el arrebatado plan. Una excitación indescriptible me recorría el cuerpo. A la hora acordaba toqué el portero. Ella bajó. Recién bañada y perfumada. Con un vestido que dejaba poco a la imaginación. “Pobre mina, está regalada”, pensé. Matarla fue fácil. Dos pastillas de dormicum en su bebida bastaron para sedarla. Ahora estaba a mi merced. Saqué el martillo de mi bolso y le destrocé la cabeza a mazazos. Luego busqué el dinero y lo guardé en mi mochila. Finalmente, forcé la cerradura y tomé algunos objetos de valor para simular un robo. Era como si no fuera yo ese miserable que acababa con la vida de una inocente por un par de monedas también miserables, destinadas a pagar sus vicios. Era como si yo viera desde arriba cómo otro cometía ese atroz acto. Salí de la casa antes de la madrugada. Tomé un taxi y me fui hasta un bar del centro. Después de un par de tragos todo parecía como un sueño. Entonces regresé al departamento. Me dormí en el acto. La Policía, por su parte, compró de entrada la hipótesis del robo y los diarios la rubricaron con su habitual inocencia. Lo cierto es que siempre fui un tipo frío, así que no me sorprendió no sentir el menor remordimiento. Lo que en verdad me mortificó, lo que realmente me impidió dormir durante varios días fue haber tenido que entregarle la guita a esos usureros hijos de mil puta. Eso sí me pareció una verdadera injusticia.    
_Andá y preguntale a mi viejo que tal jugaba Rafael Albrich. Se va a poner serió, te va a mirar fijo a los ojos, y va decir: “Señor jugador”. Y ojo que el viejo no se come cualquiera, sabe de fútbol lo mismo que cualquier argentino que lo jugó siempre y toda su vida fue a la cancha a ver al club de sus amores. Aunque es cierto que vive con fanatismo la pasión por sus colores, sabe ver y analizar el juego. Claro, siempre y cuando no sea de su equipo, porque ese amor es tan grande que impide cualquier razonamiento. Yo, en esa época, era todo lo contrario. Tenía 18 años y al fútbol ni le daba pelota. Fue por ese tiempo que conocí al Tero y empezamos a meter caño. La verdad que yo solamente pensaba en choreos, guita y minitas. Pero me acordé de Albrich porque fue en la época en que se retiró de San Lorenzo cuando fue lo del robo al agricultor santiagueño. Me acuerdo porque mientras estuvimos en la estancia apretando a esa familia para que largaran la guita,  agarré un Gráfico donde daban la noticia del retiro del tucumano. En el acto me acordé de mi viejo, pero fue un instante nomás. Esa noche había cosas más importantes en las que pensar. Principalmente cómo hacer que el dueño de casa entregara la plata antes que el Gordo terminara de machucarlo a culatazos en la cabeza. Qué carajo iba a tener tiempo de seguir pensado en mi viejo o en Albrich, cuando tenía que vigilar al Gaucho para que no manoseara a la hija del tipo ese. Pobre familia, atados de pies y manos y a merced de un grupo de tipos que los amenazan a gritos con las aberraciones más atroces. Bueno, al final el coso este aflojó y desembolsó unos 100 mil pesos. Entonces, nos escapamos en la camioneta de la familia. Al otro día, no sé porqué en lo primero que pensé fue en El Gráfico y en Albrich. Al rato ya estaba en casa de mi viejo tomando unos mates. Esa tarde le pregunté qué tal jugaba el tucumano y él me miró muy serio y me dijo: “Señor jugador”.
1 El Viejo había estado dudando en reclutar al Lagarto. Lo inquietaban su mirada esquiva y su silencio constante. No sabía porqué se lo habían recomendado, pero lo que sí entendía era que por algo le habían dicho que era el tipo que andaba buscando. El Lagarto sabía que detrás del Viejo había algo gordo. Buenos datos, contactos pesados, armas, vehículos, mucha logística. En realidad, no tenía para nada en claro por donde iba la mano, pero sabía que un golpe importante se estaba gestando. “Mucha guita, seguro”, pensaba. Se reunieron tres veces. Siempre en la estación de servicios que va al aeropuerto. El Viejo, de entrada, evidenció su desagrado con el Lagarto. Simplemente, no le gustaba. El chico, que se dio cuenta al toque, primero trató de caerle en gracia, pero fue peor. Casi al final del último encuentro, cuando el Viejo se disponía a tacharlo, el Lagarto sintió que era el momento de arriesgar todo y hacer una última jugada. Entregar su secreto mejor guardado a cambio de entrar en la banda. Ya para entonces, la idea de un golpe que lo salvara para todo el viaje había comenzado a trabajarle la cabeza con mil ideas. 2 El Viejo estaba por llamar al mozo cuando el Lagarto abrió la boca y no paró hasta largarlo todo. En cambio, el hombre que tenía adelante apenas gesticuló hasta que el otro no terminó la historia. El joven se refregó los ojos con ambas manos y se revolvió el pelo como queriendo poner las ideas en orden. Después, miró al tipo y le dijo: “Vos no sabés un carajo de mí”. Cuando el hombre levantó la vista, sintió como el muchacho lo apuñalaba con la mirada. Luego, agarró al Viejo fuerte de una mano y siguió: “Para que vayas entendiendo te voy a contar un poquito. No lo hago para darme corte delante tuyo, sino porque no puedo creer que teniendo los años que tenés no puedas darte cuenta de que no te voy a fallar en este trabajo”. Y seguramente era cierto. El Lagarto confesó entonces que fui él quien se llevó la recaudación de fin de año de la Megatienda. “Es verdad, ni se te ocurra reírte, todo fue idea mía”, dijo, muy serio. 3 Claro, alguien le contó que la guita de las ventas por las fiestas de fin de año iba a quedar ahí hasta el dos de enero. Pero lo otro, pensar un plan y sacarlo adelante, eso fue autoría suya. Fue así: una semana antes alquiló una cochera en el estacionamiento de al lado. Desde ahí se trepó hasta el techo en la madrugada del 31. Y ahí se quedó. Acostado sobre las chapas, inmóvil, haciendo esfuerzos enormes para controlar la cabeza y ganarle a los miedos; para calmar los latidos del corazón, galopando desbocado por la adrenalina. Los fuegos artificiales estallando en la noche limpísima, le indicaron que era el momento. Las chapas del techo se abrieron como latas ante la presión de las tenazas. El resto fue descolgarse y arremeter contra las cajas registradoras. Era cierto, todos esos billetes estaban ahí. Juntó la plata en dos bolsas de consorcio. Sacó del bolso el mameluco de la empresa de recolección de residuos y salió por una puerta lateral, cargando el botín. No dudó siquiera un segundo cuando se cruzó con dos canas cerca del estacionamiento. “Qué le vamos a hacer muchachos, solamente a los policías y a los basureros nos puede tocar trabajar un primero de enero”, les dijo. Los polis se rieron y le respondieron que era cierto. “Feliz año, amigo”, se despidieron. 4 “El resto te lo podés imaginar, no vale la pena seguir contando”, dijo el Lagarto y ahora sí se quedó callado, consciente de que acababa de poner su vida en manos de ese hombre que lo miraba concentradísimo, desde el otro lado de la mesa.  Por fin el Viejo sonrió, sacó una tarjeta desde un bolsillo interior del saco y se la entregó. Después, puso 50 pesos sobre la mesa y se marchó. Cuando leyó el nombre escrito en letras de imprenta, el Lagarto supo que era el primer reclutado para integrar la banda. Cuando salió a la calle, la brisa fresca lo sacó de sus pensamientos. Acababa de sellar su destino con un pacto que marcaría su suerte. Pero estaba feliz. Presagios de una nueva vida comenzaban a delinear el horizonte. Esperanzas de un último golpe para cambiarlo todo.
Algunos vinieron al mundo para ser actores de reparto de una novela protagonizada por otros. Y parece que les encanta. Se mueven de maravilla entre las sombras. Por ejemplo en sus trabajos, donde  viven de los errores ajenos. A falta de virtudes propias, niegan las del resto. Es como si nunca hubieran escuchado palabras como sacrificio, esfuerzo o vocación. Pero verdaderamente curioso es que adoptan una actitud altanera frente a los demás y se mueven con el desdén propio de los que desconocen casi todo, pero en realidad no saben ni para donde corre el viento. Ni hablar en sus casas. Son expertos en dañar justamente a los que los quieren. Por lo general, se van quedando solos. Imposibilitados de generar lealtades, es el tiempo el que los va poniendo en su lugar. Traidores por naturaleza, de corazones oscuros, se les va secando el alma. Y así les pasa la vida, sin amigos y sin un amor. Solos, muy solos, ni siquiera entonces advierten que están vacíos de experiencias ricas, de esas que conmueven. Jamás corrieron un puto riesgo ni se atrevieron a patear el tablero. Por eso, con los años se van secando por dentro. Y entonces sí, con la sangre envenenada por el rencor y el resentimiento, se van muriendo de a poco. En cambio ustedes, amor y amigos, qué diferentes que son. Ustedes pagán día a día el precio de jugar sin medir lo ganado o lo perdido, y asumen la cruda realidad con los pies sobre la tierra, pero aferrados a sus sueños. Yo que no valgo nada, me siento inmensamente afortunado de no ser como ellos. Yo que no valgo nada, por ustedes daría todo. Por eso, para ellos ni el saludo. Para ustedes, pocos pero buenos, todo lo demás.
Tan distintos
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