Prólogo:Después se hablaría de aquel sujeto que había llegado desde el sur.Entró a pie, por el camino viejo, llevando por las riendas a un caballo fatigado. La callejuela por la que se encaminaba se encontraba ya vacía, y los mercaderes se habían largado no hacía mucho tiempo, junto con los alpargateros, alfareros, herreros y los talabarteros; aunque de la gentuza que deambulaba por allí todavía quedaba un barullo persistente, y de cuando en cuando, alguna nota demasiado alta y discordante de algún músico inexperto se filtraba desde la plaza hasta los callejones, fundiendose y extraviandose en un lento vaivén que era acompañado por el eco de algun quejido lejano, o el canto tranquilizador de las aves nocturnas.El desconocido siguió su camino, aunque se detuvo en diversas ocasiones en busca de una posada. Encontró diferentes establecimientos, pero en ninguno había recibido el lujo de la hospitalidad. No entró en El Despotricado, tampoco en La Vieja Lys, en cambio, condujo su caballo al final de la callejuela, hasta un cruce de caminos donde un letrero oscilante y balanceante sobre unos ganchos rezaba: Taberna El Roble Blanco. El establecimiento no gozaba de la mejor apariencia ni de la mejor fama, pero afuera rondaba un viento que calaba hasta los huesos y sus opciones de encontrar algo mejor eran escasas. Así que se decidió por entrar. Previamente, se dirigió a la parte trasera de la posada, hacia los establos, e hizo un nudo corredizo a la estructura de madera con las riendas. —No tardaré mucho. —dijo a su compañero, y le acarició la melena con la mano enguantada. El caballo resopló y una nube de vaho se formó en el aire. Hacía un frío atenazador, las antorchas se habían extinguido y no había señales de que alguna vez acudieran a encenderlas. El desconocido se volvió y tomó el palo de madera de uno de los candelabros sujetos en las columnas, después abrió un bolsillo de las alforjas en la montura y extrajo de su interior un paño de lana basta y lo envolvió con él. Empapó el mismo con aceite y volvió a colocarlo en el candelabro. Se alejó unos centímetros, se quitó uno de los guantes, entonces levantó su mano en dirección a donde estaba la antorcha y chasqueó los dedos. Por un breve instante, pareció que hubiera un disturbio en el aire, como si vibrara, un sutil ronroneo rompió el silencio acompañado por un resplandor y, de repente, unas llamas amarillentas comenzaron a lamer la antorcha. El desconocido se volvió a poner el guante en la mano desnuda. Se cubrió el rostro cuidadosamente con la capucha, y un calor reconfortante lo recorrió cuando abrió la puerta de la posada. Llamaba la atención.