• Jorge Queirolo Bravo
Altovolta
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  • País: Chile
 
Primera Parte  Buscando dónde trabajar   El Cerradura amaneció con ganas de trabajar aquella soleada mañana del último mes del año. No era para menos, llevaba varias días sin hacer nada, y como todo ser humano normal quería comer algo. Y con mayor razón en una fecha tan significativa como el 24 de diciembre. Se trataba de la ocasión propicia para procurarse unos fondos y disfrutar de un buen festín. Las jornadas de inactividad a cuestas no fueron por holgazán, sino porque enfermó y eso le impidió salir a ganarse el pan de cada día. Ahora podría recuperarse y juntar un poco de dinero para ir de vacaciones en las semanas venideras. Así evitaría el insoportable calor de Santiago durante enero y febrero. Aunque para él, incluso el período estival resultaba propicio para laborar. Le gustaba salir de la capital durante esos meses cálidos del verano, pese a que en su actividad resultaban especialmente fructíferos para juntar plata. Es que la ocupación de El Cerradura no era de lo más corriente ni bien vista en la sociedad. De partida no se llamaba así, pues “El Cerradura” solamente era un apodo con el que se lo conocía en su medio: el de la delincuencia. Se lo granjeó gracias a su habilidad para abrir todo tipo de cerraduras, puertas, rejas y candados. Los que se codeaban con él comentaban siempre, que al parecer no existía casa o inmueble, en el que este verdadero artista de la cerrajería no pudiera irrumpir sin ser detectado. Su labor era muy bien cotizada en el mundo del hampa y muchos ladrones se disputaban el privilegio de trabajar con él, aunque El Cerradura prefería actuar solo, pues no le gustaba tener socios ni menos compartir el botín conseguido. Así evitaba a los soplones, muy abundantes en su entorno. Sus andanzas lo llevaron a desplazarse por muchos países del mundo, frecuentemente en busca de distracción y entretenimiento. A los 35 años no poseía fortuna, esto debido a que casi todo lo ganado se lo gastaba en su mayor vicio: las mujeres. Además no era violento ni gustaba de hacerles daño a sus víctimas. Lo suyo era simplemente adueñarse de lo ajeno en silencio y huir. Nada de herir, matar o violar; eso quedaba para los hampones sin clase ni educación, a los que decididamente despreciaba. Apoderado del pensamiento que su mente ideó para aquel importante día, se irguió del catre sobre el que pasó la noche y se dirigió al baño para darse una ducha fría, no solamente porque transcurría la estación veraniega sino porque el suministro de gas estaba cortado, ya que la cuenta permanecía impaga desde el mes anterior. 20 minutos después salió del cuarto de baño y lentamente se vistió. Se puso la última muda de ropa limpia que le quedaba, hecho bastante lógico considerando que la última visita de Claudia fue 12 días antes. Ella pasaba parte del tiempo viviendo en la pequeña casa que El Cerradura habitaba en una barriada modesta del sur de Santiago. Iba y venía como si el lugar fuera un hotel. Ambos sustentaban una relación de pareja muy inestable, a la que tampoco parecía aguardar un gran futuro. El Cerradura sintió deseos de desayunar, pero el refrigerador y los anaqueles de la cocina se encontraban vacíos. Ya los llenaría con todo lo necesario. Por lo pronto lo urgente era ir a trabajar. Salió por la puerta principal, preocupándose de cerrarla bien, pues no valía correr el riesgo de que los pandilleros del barrio entraran a robar. En la esquina se detuvo a tomar una Coca Cola bien helada en una tienda llamada “La Bienaventuranza”, perteneciente a una comadre que siempre le fiaba lo necesario. Ella sabía a la perfección que su compadre era un muy buen pagador. Con unas pocas monedas en el bolsillo El Cerradura se dirigió hacia la parada de buses, ubicada a media cuadra de distancia, y allí esperó a que llegara el medio de transporte que lo trasladaría a destino. Una hora y media después se bajó del autobús amarillo en el borde de un barrio muy elegante de la capital chilena. Emprendió una marcha sigilosa para rastrear la residencia adecuada con el fin de extraer unos “regalitos” de Navidad. Lo que más lamentaba, era que sus padres no estuvieran físicamente presentes para comprarles los mejores presentes que la fecha ameritaba. Éstos fallecieron prematuramente. Dominado por las cavilaciones avanzó por una calle poco transitada. Pocos autos circulaban por el sector. Lo mejor estaba por comenzar y consistía en escoger una casa en la que no hubiera nadie. Eso no se presentaba difícil en esta época del año, en que muchas familias iban a pasar las fiestas a la costa. No faltaban los que salían del país y volvían al año siguiente. La calle continuaba cuesta arriba y el ascenso demandó un mayor esfuerzo físico, pero tras una curva muy pronunciada volvió a ser plana. Frondosos árboles cubrían la vereda y ocultaban la vista de las casas. Para verlas faltaba tener un agudo poder de observación. No se trataba de viviendas comunes y corrientes, como las que habitaría un trabajador u oficinista, sino de verdaderas mansiones. En cada una de ellas se podía observar a lo menos 4 ó 5 coches estacionados en el interior. Éstos no eran precisamente Fiat 600 ó escarabajos Volkswagen. No, allí el vehículo más humilde de todas formas terminaba siendo cuando menos un Mercedes Benz del año, sin que por ello los Jaguar fueran escasos. De repente incluso aparecía uno que otro Rolls Royce o Ferrari. Un hombre de experiencia en el oficio no podía dejarse impresionar por estos lujos y El Cerradura tenía una alta autoestima de sí mismo, y se creía un profesional de primera. Sumido en tantas divagaciones apenas reparó en la señorial casa ubicada a su costado izquierdo. Repentinamente fijó su vista en ella y empezó a escudriñar los alrededores. Notó que aparentemente no estaba vigilada como en los otros casos. Tampoco semejaba estar habitada, pese a la grandeza física de sus dependencias. Tanta suerte no es común en un día de Navidad, pensó El Cerradura. Y para no correr el riesgo de equivocarse, subió por una bocacalle empinada en dirección al cerro. Así podría ver la construcción desde otro ángulo y vigilar el jardín. Eso mismo hizo durante una hora, ubicándose entre los árboles sin podar de un sitio eriazo contiguo. En todo ese lapso no observó movimiento alguno. Las ventanas se veían cerradas a cal y canto. Entrar podría ser factible si burlaba la alarma. Aquí venía la parte más difícil de realizar, con tanta nueva tecnología antirrobos los riesgos ya no eran mínimos como antes. Aun así, esta casa aparentaba estar desprotegida, hecho que confirmó al avistar que una ventana del segundo piso permanecía levemente abierta, lo que descartaba que la alarma estuviese conectada y en funcionamiento. El muro circundante era alto pero no imposible de escalar, con la ventaja que los árboles, ubicados en la parte trasera del jardín, taparían todo movimiento que intentara desde una esquina del terreno aledaño. Con sumo cuidado subió a un árbol y examinó nuevamente el bosque colindante, el que al ser tupido daba una cobertura magnífica para aproximarse a la puerta trasera sin ser visto. Sacó un par de guantes de goma transparente de los bolsillos y se los puso. Por experiencia sabía que no se puede dejar huellas digitales en ninguna parte y esto incluye el área de aproximación. Precavidamente buscó pedazos de tronco en los alrededores, producto de las podas de ramas y tala de árboles, hasta que encontró dos piezas de tamaño regular que servirían como soportes para escalar el muro. Las colocó contra la pared, formando una base con las piedras más grandes que localizó en el suelo, hasta que notó que no caería al pararse sobre los maderos. Se encaramó y su pecho quedó a la altura del tope del muro, pudiendo ver el otro lado sin inconvenientes desde esa posición. El bosque tapaba la mayor parte de su campo visual, excepto un claro desde el que previamente observó la imponente casa. Extrajo del bolsillo del pantalón una tijera para metales que solía llevar para esas contingencias y cortó un tramo del alambre de púas instalado sobre la muralla. Se ayudó con las manos, y esforzándose pudo pararse sobre el muro, para luego descolgarse y caer suavemente sobre la tierra húmeda que rodeaba a los árboles. El siguiente paso consistía en avanzar sigilosamente, hasta llegar a la puerta del lado de atrás. Para ello tuvo que bordear la piscina al salir del bosque y caminar unos 10 metros sobre un mullido césped verde, mejor cuidado que el de una cancha de fútbol, hasta que finalmente estuvo frente a la entrada. Todavía no salía de su asombro, en toda casa de estas dimensiones normalmente hay al menos un par de perros rottweiler furiosos en el jardín, de esos dispuestos a despedazar a cualquier intruso con un olor extraño. Aquí nada, ni siquiera un gatito diminuto que maullara. Observó rápidamente los ventanales a los lados, de los que ninguno exhibía las clásicas cintas plateadas que indican la presencia de alarmas. Palpó su bolsillo derecho en busca de un instrumento producto de su propia fabricación: una ganzúa. La introdujo en la cerradura haciéndola girar suavemente hacia la derecha e intentó abrir la puerta. La primera vez fracasó y al segundo intento el pestillo cedió sin problemas. Toda la operación no duró más de quince segundos. Empujó la puerta sin generar ruido e ingresó. El interior de la casa se hallaba en el más absoluto silencio. Aquí penaban las ánimas. Le enormidad de los salones resultó sobrecogedora, pues El Cerradura jamás había estado en una vivienda tan espaciosa. Lentamente avanzó unos metros por un pasillo que daba al comedor, antes de llegar al fondo abrió una puerta y vio una cocina digna de un restaurante con un rango de muchos tenedores. Las ventanas de la misma se veían cerradas y el ambiente era de una casi completa penumbra, aunque algo de luz penetraba por las rendijas. Esperó unos segundos interminables a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad reinante, prosiguió su inspección y se topó hasta un refrigerador tipo americano, de esos que tienen un dispositivo que permite sacar cubos de hielo y agua helada. Lo abrió y ante sus ojos aparecieron víveres y enlatados importados de todas las marcas imaginables. Algunas le resultaron familiares, por haberlas degustado en sus viajes o porque cuando se agenciaba un buen botín, se daba un gustito comprando en los supermercados y tiendas de delicatessen. De pronto reflexionó y el subconsciente le recordó que estaba allí con la finalidad de producir, no para contemplar manjares exquisitos, que más tarde de todas maneras podría adquirir, con el dinero recibido después de reducir lo hurtado. En una casa así seguro que tendría que haber una buena cantidad de joyas, cuadros caros y, posiblemente, dinero en efectivo. Si se trataba de dólares mejor aún, los pesos chilenos formaban un bulto grande y a veces no tan fácil de transportar, si la cantidad era respetable. Los cuadros no complicaban el panorama, generalmente se descolgaban y cortar el lienzo no presentaba mayores dificultades. Pasó al comedor y con la ayuda de una linterna examinó las paredes. Lo que vio lo dejó casi sin respiración: cuadros de la colonia, de las escuelas quiteña y cuzqueña. La sala principal cubría al menos unos quinientos metros cuadrados y de las paredes colgaban tesoros aún más caros: óleos de Chagall, Picasso, Guayasamín, Pacheco Altamirano, Matta, Degas, Matisse, Pissarro y Magritte completaban una escena casi surrealista. El Cerradura poseía su propia cultura pictórica, no en vano recorrió numerosos museos en sus giras por Europa, sin que ese amor por el arte le haya impedido salir de allí con unas cuantas billeteras que no eran precisamente propias. Convencido que sería muy difícil llevarse tantas obras de arte juntas y, que si lo lograba, reducirlas sin que lo atraparan los efectivos de la Policía de Investigaciones resultaría aún más complicado, optó por buscar la escalera que conducía al segundo piso. La encontró en un hall que daba a la puerta principal. Subió con lentitud y muy precavidamente, peldaño por peldaño, pisando casi con miedo el mármol blanco que los cubría. Una vez arriba, se vio en medio de un corredor oscuro. Caminó sin prisa y ayudándose con su linterna de mano. Todas las puertas estaban cerradas. Contó doce habitaciones, pero la que importaba era la principal, en la que generalmente se guardaban las joyas. ¿Cuál de todas sería? Abrió una puerta y entró a la habitación. Ésta era por sí sola un departamento aparte, con estudio y baño propio. En el velador contiguo a la cama descolgó el teléfono y comprobó que la línea funcionaba sin problemas. Sintió deseos de hacer un par de llamadas al extranjero, pero esa gracia lo podría delatar durante las investigaciones posteriores. Curiosear el baño hecho con mármol de Carrara fue majestuoso. Sintió ganas de meterse en el jacuzzi y refrescarse, pero el llamado del deber fue mucho mayor. Salió y continuó inspeccionando las demás habitaciones del segundo piso, todas exageradamente grandes y elegantemente amobladas, pero tristemente desocupadas. Solamente quedaba la del fondo y hasta ahora no había encontrado mayor cosa: unos pocos anillos de brillantes, un puñado de pesos chilenos y un par de miles de dólares en billetes. Nada del otro mundo para una casa tan grande, aunque serviría para pasar la Navidad y el verano sin mayores necesidades. Empuñó la cerradura de la única habitación que no había revisado e ingresó furtivamente a la misma.   Segunda Parte   La sorpresa   Como ya conocía las otras dependencias, inmediatamente supo cuál puerta abrir en la antesala. Efectuó la operación sin dilaciones y pasó al interior. Ahora se hallaba en la habitación de la ventana que se veía entreabierta desde el exterior. Aquella ventana desde lejos parecía apenas abierta. Aquí la ilusión óptica se reveló rápidamente, sobraba luz natural y esto dio paso a una fulgurante sorpresa, de esas capaces de arrancar un grito de espanto a cualquiera, incluso a hombres duros y curtidos como El Cerradura. Sobre la espaciosa cama yacía una persona, recostada y muy serena. Ella ni se inmutó al enfrentar su mirada con el intruso, siguió pacíficamente acostada y esperó que el inesperado visitante se tranquilizara para dirigirle unas palabras: ―¿Vio algún fantasma acaso? ¡Cálmese por favor, no me va a decir que me tiene miedo a mí! ¿En qué le puedo servir? La cara de El Cerradura adquirió un color cenizo y las manos le temblaban. No sabía qué hacer, si matar a la anciana y largarse o contestar la pregunta. En su carrera delictiva nunca mató ni hirió a nadie y tampoco quería comenzar ahora. Tiritando de miedo, con el temor de que la mujer seguramente activó algún tipo de alarma para llamar a la policía y pensando que en cualquier momento los agentes del orden aparecerían para arrestarlo, articuló un par de palabras no muy coherentes: ―Eeen naada por el momento. No se preocupe, que ya me voy. La señora respondió sin demora: ―¿Pero por qué se quiere ir tan pronto? ¿Recién llega, no saluda, no se presenta y ya se quiere ir? ¿Vio alguna mala cara en esta casa? ¿Por qué no se sienta? El Cerradura ya no sabía qué decir e insistió en irse: ―Mejor que no. Créame que es preferible que me vaya. Le prometo que no le voy a hacer daño. La veterana ni se inmutó ante el anuncio y más bien trató de entablar una conversación: ―¿Hacerme daño? ¿Qué daño podría hacerme usted? ¿Matarme? ¿Para qué? De todas maneras estoy casi muerta. Pero si quiere hacerlo adelante, que igual no voy a oponer resistencia, ni tampoco puedo hacerlo. Pero antes cuénteme, ¿quién es usted? El delincuente, influenciado por su habitual incredulidad, no daba crédito a sus oídos, pero se relajó un poco y contestó: ―Todos me conocen como El Cerradura. La mujer se presentó: ―Encantada de conocerlo, señor Cerradura, soy María de los Ángeles de Saralegui Alcorta y Torremorena Albán. ¿Qué se le ofrece? Tanto apellido confundió aún más al hombre, que apenas balbuceó: ―Bueno nada. La anciana replicó afablemente: ―¿Nada? ¿Me viene a ver el día de Navidad y me dice que no quiere nada? Vamos algo querrá. ¿Por qué vino, señor Cerradura? No sea tímido y dígamelo de una vez, no actúe como si lo fueran a descuartizar. Supongo que no piensa que una vieja paralítica le puede hacer daño. El Cerradura se sinceró ante tanta amabilidad: ―La verdad es que soy ladrón. Entré a esta casa para robar, andaba buscando objetos de valor y me encontré con usted. Le juro que si no llama a la policía, me voy inmediatamente y no me apropio de nada. Hasta le puedo devolver lo que me estaba llevando, pero por favor no me entregue. No quiero pasar la Navidad y el verano en “cana”. Después de pronunciar las últimas palabras sacó todo lo que sus bolsillos guardaban y lo puso sobre la cama de la abuela. Ella sonrió y con un ademán rechazó la oferta: ―No necesita devolver nada. Llévese todo lo que quiera, que igual no voy a llamar a nadie. Para El Cerradura la oferta resultó abiertamente tentadora. En toda su larga vida delictiva jamás le pasó que alguien le hiciera semejante proposición. Pensando que tal vez entendió mal o que podría existir una trampa, prefirió preguntar: ―¿En serio me lo dice? La contestación no tardó en llegar: ―Por supuesto que es en serio. No estoy bromeando. Puede llevarse lo que quiera. Yo no necesito dinero, joyas ni objetos de valor. Así como estoy, nada de eso me sirve. Y si me quiere matar, hágalo ya y rápido, por favor. No se preocupe, que no voy a gritar. Lo último hizo que El Cerradura se sintiera ofendido: ―No la voy a tocar siquiera. Yo soy ladrón pero no asesino. Además también tuve abuelita y la quería muchísimo. Se me fue hace un par de años y nada en el mundo me la va a poder devolver. El anuncio conmovió a María de los Ángeles: ―Lo siento, señor Cerradura. ¿De verdad quería a su abuelita? Siempre pensé que los delincuentes no tenían sentimientos. La respuesta tardó unos segundos en llegar: ―Claro que quise a mi abuelita. ―¿Tiene hijos, esposa o padres? ―la mujer resultó más curiosa de lo esperado. ―Ninguna de las tres cosas. La señora quería saber a toda costa los pormenores de la vida del intruso: ―Usted no parece malo. ¿De verdad es delincuente? ―Sí, lo soy, pero no hago daño ―explicó El Cerradura. María de los Ángeles quedó perpleja ante la respuesta. Ella siempre imaginó que los delincuentes eran unos animales sedientos de sangre y casi no creía que el individuo parado frente a su cama no lo fuera. En su fuero interior se sentía feliz que alguien le hiciera compañía en el día de Navidad y no pudo dejar de comentárselo a su interlocutor: ―Me parece increíble lo que me cuenta. ¿Si su abuelita viviera usted estaría con ella en un día como hoy? ―Ni lo pensaría dos veces. Ella y mis padres fueron muy importantes y siempre los recordaré. Al llegar a ese punto, María de los Ángeles decidió contarle su historia al hombre. Comenzó por narrarle algo de su vida familiar, hasta que alcanzó al hito en el que aparecen los hijos y nietos. El Cerradura sintió un escalofrío agudo e insospechado, pensando en que éstos se podrían presentar en cualquier momento a visitar a la anciana y se lo consultó. Ella lo tranquilizó, diciéndole que sus descendientes no acudirían y en el intento se le soltó la lengua, dando rienda suelta a muchas intimidades familiares: ―A mis hijos y nietos no les intereso ni en lo más mínimo. Ellos solamente esperan a que muera para repartirse todas mis posesiones materiales, que por cierto no son pocas. Me odian porque estoy viva y muy lúcida. ―¿Cómo puede ser eso? Debe haber una equivocación de su parte. La voz de María de los Ángeles cobró fuerza y con renovados bríos soltó una ráfaga de realidades: ―No hay error alguno. De eso estoy muy segura. Todo lo que le digo es cierto. Mis hijos y nietos son unos chupasangres, que de vez en cuando me adulan, para que les firme unos cuantos cheques o les traspase acciones de las empresas familiares. Es lo único que les interesa de mí. Para El Cerradura todo esto surgía como un caso altamente incomprensible. Se encontraba ante una mujer que detentaba todo el lujo y la riqueza que él podría anhelar y ella, sin embargo, no se mostraba feliz. Internamente el bandido empezó a cuestionarse a sí mismo, por pretender apoderarse de lo ajeno para convertirse en un individuo acaudalado. La conclusión a la que lo condujo su reflexión no le pareció digna de ser idealizada. Más bien se sentía conmovido, miserable y sin ganas de robar. Solamente quería alegrar la Navidad de esa pobre mujer rica. Ahora su deseo era atinar a concebir algo para contrarrestar la amargura contenida en el corazón de María de los Ángeles. Sus células grises se activaron y lentamente iniciaron un proceso para urdir algo que la dejara dichosa. De repente la idea acudió a su mente y se la hizo saber a su nueva amiga: ―¿Tiene hambre? ―No mucha. ¿Me quiere invitar a un restaurante? Le recuerdo que no puedo caminar. Pero puede hacer que nos traigan algo. Haga el pedido por teléfono. No se preocupe, que yo pago. Le recomiendo “La Belle Epoque”, tienen un chef de primera que hace poco trajeron de Francia. El Cerradura sonrió y con un ademán rehusó la oferta, antes de decirle sus intenciones a María de los Ángeles: ―No hace falta que gaste su dinero. Puedo preparar una cena abajo en la cocina. Sé cómo hacerlo. Y por favor no piense que lo hago para que me dé algo. ―¿Sabe cocinar? ―le espetó María de los Ángeles con un cierto grado de desconfianza hacia sus habilidades culinarias. ―Por supuesto ―replicó El Cerradura con aires de confianza. La anciana permaneció pensativa durante unos instantes antes de hacer la siguiente pregunta: ―¿Me haría mi plato preferido? ―¿Cuál es? ―Filete a la plancha con salsa de pimienta negra hecha con un ligero toque de vino tinto, acompañado de ensalada surtida pero con hartos palmitos y “croutons” crujientes. El asaltante sonrió y le dijo que para él no era problema alguno elaborarle aquel plato. Sin más cruces de palabras bajó a la cocina y se puso a preparar lo que le pidieron. No se limitó a eso, además hizo una entrada de camarones aderezados con jengibre y flambeados en Grand Marnier, con una decoración impecable en la que usó todos los vegetales que encontró a mano. Como su anfitriona no podía permitirse el lujo de bajar al comedor, se las ingenió y metió en su habitación una mesa de tamaño mediano, sobre la que dispuso lo que preparó, junto con cubiertos de plata, vajilla de porcelana fina, copas de cristal de roca y una botella de vino sacada de la cava ubicada en el sótano, y que correspondía a una cosecha de los años 50. María de los Ángeles quedó muy admirada cuando miró el despliegue y quiso decirle que tenía un muy buen gusto para ser solamente un delincuente vulgar y sin educación, pero prefirió morderse la lengua. En lugar de eso le comentó que lamentaba haberlo hecho trabajar en el día de Nochebuena. El Cerradura le dijo que no se preocupara de eso y, acto seguido, le sirvió un plato de comida que ella devoró con ansias. Una vez transcurrida la cena, los dos se dedicaron a conversar sobre temas diversos, hasta que ella sintió sueño. El Cerradura miró por la ventana y notó que ya era noche cerrada en Santiago. Se disponía a despedirse y a marcharse, cuando María de los Ángeles lo reprendió: ―¡No se puede ir con las manos vacías! Tiene que aceptarme un regalo de Navidad, así como yo acepté su cena o de lo contrario me enojo. El Cerradura protestó y dijo que lo de la cena no lo había hecho por interés. Ella siguió inflexible y con voz firme ordenó: ―Abra el clóset que está al costado de mi cama. Va a ver un tabique de madera en el fondo. Empújelo primero hacia atrás y luego hacia el lado. El hombre obedeció imaginándose lo que ella se proponía. Primero presionó hacia el atrás y el tabique retrocedió un par de centímetros. Pero al empujarlo hacia el lado, éste no cedió. María de los Ángeles se impacientó y alzando la voz le indicó: ―¡Con fuerza! Debe estar trabado, hace años que no se abre. Esta vez Cerradura empujó con toda su fuerza y el tabique cedió rechinando. Cuando terminó de moverlo, asomó ante sus ojos una caja fuerte más alta que él, de esos modelos que se abren con una clave de números. Ya urdía cómo abrirla cuando ella lo sacó de sus pensamientos: ―Por favor ábrala. Le dicto la clave... Dos minutos después la pesada puerta de hierro cedió y el contenido deslumbró a Cerradura. El interior lucía lleno de dinero, pero no de Pesos chilenos, sino de billetes en fajos de 100 Dólares. El pobre Cerradura no daba crédito a sus ojos. Toda una vida dedicado a robar y de repente tenía ante sí una suma con la que nunca siquiera fantaseó. La voz de María de los Ángeles nuevamente lo interrumpió: ―Es una buena cifra la que hay adentro. Está allí desde que mi esposo murió. Nadie más sabe de la existencia de este dinero. Solamente usted y yo. A mí no me sirve, no creo que me quede mucha vida y no se lo quiero dejar a mis parientes. ¿Para qué habría de hacerlo? ¿Para que se peleen como hienas entre ellos el día que muera? Le aseguro que empezarían antes que mi cadáver comenzara a enfriarse. Cerradura escuchaba sorprendido las sórdidas historias acerca de la familia de María de los Ángeles y solamente quiso enterarse del destino de aquellos billetes: ―¿Qué piensa hacer con esto entonces? Lo puede donar a la Teletón o a alguna institución de beneficencia. ―Podría hacerlo, pero no tengo ganas. Se lo regalo a usted. Si quiere, usted se encarga de darle una parte a los de la Teletón. Cerradura enmudeció. Quedó atontado y las palabras le salieron con bastante dificultad: ―¿Por qué a mí? ―Porque usted es un hombre bueno y no tiene porqué andar robando casas para sobrevivir. Podría dedicarse a algo mejor que eso. No creo que prefiera seguir en lo mismo, arriesgándose a que algún día lo descubran y a terminar en la cárcel. ―¡Obviamente que no quiero eso! ―Entonces acepte este pequeño regalo navideño. Es lo menos que puedo hacer por usted, después de lo bien que se portó hoy conmigo. La mirada de Cerradura se posó en los bien ordenados montones de billetes y, por su masa encefálica desfilaron diversos sentimientos y sensaciones. No pudo disimular la emoción que lo embargó en el momento. Finalmente y con un sentido eminentemente práctico le dijo su parecer a María de los Ángeles: ―Es imposible que me lo lleve todo. Simplemente no me cabe en las manos y no vine en coche. Ella le dio la solución: ―Llévese hoy lo que buenamente logre cargar en un bolso. Puede volver otro día y se lleva el resto. Y así me visita nuevamente y me prepara otra cena igual de rica. ¿Qué le parece?   Epílogo   Cerradura se llevó lo que buenamente pudo ese día y que indudablemente no fue poco ni despreciable. Tuvo una Navidad espectacular, como pocos mortales comunes y corrientes se podrían dar el lujo de tener. Volvió el 27 de diciembre, manejando un reluciente vehículo cuatro por cuatro comprado el día anterior y con una flamante vestimenta, de muy buen gusto, salida de una tienda muy exclusiva. Con las prendas nuevas realmente parecía todo un caballero. Tranquilamente podría haber pasado por el presidente del directorio o mayor accionista de alguna empresa importante o poderosa en el ámbito económico. Hasta sus modales parecían haberse modificado en el lapso transcurrido, mutando de levemente vulgares a ligeramente refinados. Posteriormente adquirió una hermosa casa con piscina temperada, grandes jardines y un frondoso bosque de pinos en el mejor barrio de la ciudad, un departamento muy grande y lujoso en Viña del Mar y otros dos en Miami y Nueva York. Una parte del dinero la invirtió en comprar grandes extensiones de tierras en el lluvioso sur de Chile, en las que dio trabajo a muchos cesantes y ex reos con deseos de rehabilitarse. Otra parte de los fondos fue para adquirir acciones en las bolsas de Santiago, Londres, Frankfurt y Nueva York. Con el paso del tiempo demostró tener mucho olfato para hacer buenos y muy lucrativos negocios bursátiles. El resto del dinero lo guardó en varias cuentas bancarias en el exterior, tanto en dólares como en euros. María de los Ángeles lo nombró heredero del resto de sus bienes, para disgusto de su querida y nada ambiciosa familia. Cerradura se casó, tuvo varios hijos y fue muy feliz. Nunca más volvió a robar...

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