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DESTINO Frente a mí la puerta que me separa del mundo es la última barrera entre ellos y yo. No existen mas defensas, no existen más límites. Solo esta vieja puerta de madera que es la única entrada a la habitación donde he hallado mi último refugio. Fuera de aquí, fuera de estas cuatro paredes mohosas y oscuras, se encuentran ellos. Y ellos me llaman. Y en su llamada siento la irresistible atracción de unírmeles, de ser uno más entre ellos, de ser invisible entre la multitud... Trato de rechazarlos, de hacer oídos sordos, pero sé que es inútil. Porque la tentación es demasiado fuerte. Porque deseo estar allí. Y si llegara a estar allí no podría pasar inadvertido entre todos ellos. Me tapo los oídos como lo hice todas las otras veces y por un pequeño, pequeñísimo instante, vuelvo a estar en paz. Cierro los ojos como si hacerlo acallara el rumor que me envuelve. Y al hacerlo todas las imágenes vuelven a mi cabeza y se que ya no tengo fuerzas. Y con ellas vuelven las sensaciones... Vuelvo a sentir el ardor en mi espalda. Vuelvo a sentir la humillación en mi cuerpo. Vuelvo a sentir el canto de las sirenas.¿Habrá sentido ese héroe griego lo que siento yo en estos momentos? Vuelvo a sentir cada una de esas voces que me llaman por mi nombre, por el secreto nombre de mi alma que ni yo conozco, que me escoltan en la profundidad de la noche. Y en el vórtice de Caribdis que es mi interior pierdo de vista lo que me ha traído a esta habitación, a refugiarme para intentar salvarme de lo inevitable. Y todo eso me acerca aún más... Trato de no pensar en los cintazos que me daba mi padre que marcaban mi espalda y mis piernas cuando el alcohol nublaba su mente y nublaban mi vista con lágrimas. Cualquier pretexto era bueno para recibir el castigo. Un comentario inadecuado, un tono supuestamente irrespetuoso, el resultado fatídico de un partido, la lluvia... Trato de alejar de mi mente la inacción de mi madre ante el trato bestial, de la justificación absoluta motivada ya por el miedo a la soledad y el desamparo, ya por el miedo. Y acompañando el golpe y finalmente golpeándome ella también. Intento alejar de mi mente las imágenes de los abusadores que me hacían su presa fácil y me sometían a su voluntad enferma y repulsiva. Abusadores entre los que veía a aquellos que supuestamente eran mis amigos, mi propia sangre que debía defenderme... Y volví a sentir el desprecio por mis silencios que confundían con temor. Y volví a sentir la incomprensión cuando deseaba permanecer recluido con mis silencios, en mi propio mundo donde era feliz, donde hacía lo que mas me placía, lo que mas me permitía explayarme. Cuando dudaban de mi condición sexual por mi mirada esquiva, por mis temblores al acercarme a una mujer. La entrada al mundo adulto de la mano de una prostituta que le mintió a mi padre para evitar el castigo pues no supe como realizar lo que debía saber cualquier hombre. Aprendí a moderar mi apetito y mi estómago se pegó a mi espalda, y comprendí que si bien no podía escapar de mi pasado podía fingir que lo dejaba atrás corriendo por las calles, llenando mis pulmones con el aire frío que afectaba mi garganta y me enfermaba, pero me acercaba un paso más a la felicidad que creía extinta. Y entonces corría hasta que mis piernas desfallecían y yo sentía el cansancio de lo realizado, y ese día yo era un día más feliz. Y con los años comprendí que podía formar una coraza para aislarme del mundo, de forjar una armadura que impidiese que me hinchara como una estrella a punto de colapsar. Ya alejado de todos aquellos que alguna vez influenciaron mi vida me propuse salir adelante y salí sin saber entonces que allí estaba precisamente la fuente de mi perdición y de mi suplicio. Porque fue entonces que la conocí. Su delicado rostro, su piel curtida por el trabajo pero amable en el tacto, su cabellera negra y su cuerpo entregado y agradecido. Y con ella hallé el peor de los males, la peor de las tragedias, la que desnudó mi alma nuevamente y me expuso al viento que avivó mis llagas abiertas y mis temores y mis deseos. Con ella hallé el amor... Me entregó su alma renunciando a su propia felicidad para ayudarme a conquistar la mía. Por vez primera sentí la caricia en lugar del golpe. Sentí las lágrimas resecas correr por mis mejillas sin que fueran acompañadas por el dolor. Sentí que quería renunciar a mi vida para darle a ella todo lo bueno que podía... Y entonces comprendí la maldición que encarnaba su presencia. Ante su inexistencia mi mundo se reducía a lo que había vivido. Con ella, supe que ya nunca podría volver a ser el mismo, que su ausencia me dolía más que el peor de los golpes, que sus besos eran peores que la peor de las humillaciones sufridas, que su mirada era mas dolorosa que todas mis lagrimas juntas. Ella me demostró que podía sentir amor y que podía ser feliz. Y el amor alimentó mi odio. Y alimentó mi desesperación. Y alimentó mi angustia, mi furia, mi ira, mis deseos más abyectos, mi dolor. Ella me descubrió lo bueno que podría haber sido todo y potenció lo malo que había sido. Y supe que ya no podría resistirme. Y vi en cada hombre a mi padre y en cada mujer a mi madre. Vi en cada hombre el rostro de cada uno de los que me habían golpeado, vejado, insultado, escupido, odiado, incomprendido... y en el rostro de cada mujer la falta de cariño, de comprensión, de sensatez, de empuje, de pasión. Y cuanto mayor era el esfuerzo por apartarme alejándome de las voces que me decían que me aferrara a mi destino, que soltara los potros de Helios y quemara a la humanidad que tanto me había abandonado, mas cercanas me susurraban al oído. Y me volví humano. Y llegué hasta esta habitación y aquí intento resistir el llamado de la sangre que ruega por redención, revancha y muerte. Pero ya no puedo resistirme. Porque he visto lo peor del ser humano y ante lo más hermoso aquel se agiganta y me alimenta. Pienso ahora que quizás esto que siento sea un llamado de Dios para que obre en su nombre, para que sea su instrumento, para que la gente experimente este renacimiento que he vivido. Ese que proviene de haberse arrastrado por el lodo de la indignación, la muerte y la humillación, para valorar aún más luego todas las cosas buenas de este mundo...que existen... Si, debe ser eso. Es eso. Pues nada que nazca del amor puede ser tan malo como pueda parecer. Siento en mi interior el fuego terrible que envuelve mi cuerpo y me entrego y al entregarme soy libre por primera vez en mi vida. Ya no tengo temor. Ya no tengo dolor. Porque yo seré el temor y seré el dolor. Odiseo se mantuvo atado para no sucumbir a la tentación. Yo no seré Odiseo y no me mantendré sujeto. Impulsado por el canto de sirenas y por la revelación divina devolveré a mis semejantes todo el amor y el conocimiento que me fue dado en mi vida. Y así como veo en cada rostro a mi padre, devolveré gentilezas y posiblemente llegue a iluminarlos para que ellos mismos también hallen la pasión que ha sido mi redentora. No me asusta el averno pues ya lo he padecido al contenerlo y no dejarlo escapar. Es tiempo entonces de mostrarles todos los horrores, la muerte y el temor que he albergado por años. Seré entonces el infierno antes que el infierno. Tomo el picaporte y al hacerlo me siento divinamente inspirado. Y me dispongo a cumplir mi destino... EL REPROCHE El comienzo del fin llegó de la manera que menos esperaba. No fue por algo repentino, algo que se corporizó de manera irrefutable y sin retorno. Siempre supe que el día, la oportunidad llegaría, aunque nunca imaginé todo lo que sobrevendría después. Fue una tarde de sábado, la recuerdo fresca y soleada. La programación televisiva era un hastío insoportable; me dolía la cabeza y me sentía mas frustrada que nunca. Sentía que mi vida era un desastre, que se hallaba vacía de todo contenido, de toda ambición; que podía contar con los dedos de una mano las metas que había alcanzado desde mi nacimiento. Que el único logro importante se hallaba encarnado en lo que mi cuerpo estaba naturalmente preparado para hacer, alejado de todo merecimiento fruto de mi esfuerzo y, por qué no, del reconocimiento. Ese logro era y es mi hijo. Un hijo que amo con un amor que no sé de donde proviene, nacido de una noche de pasión con el hombre equivocado, tan único y perfecto que es, en sí, el depositario de todas mis esperanzas. “No tenés que hacerlo. Ni siquiera es tu hijo…” El reproche cargado de impotencia y dolor me brotó del estómago, no de la cabeza. Fue un escupitajo impensado, irreflexivo, dirigido hacia quien sabía que no podría defenderse. Luís me observó y supe que lo había lacerado en lo mas profundo de su alma con un arma mas poderosa que el mas letal de los venenos, que el mas certero de los obuses, con el desprecio nacido de la impotencia, de la envidia y el hartazgo. Quise decirle que lo lamentaba, que no era eso lo que había albergaba mi corazón, que solo había sido un exabrupto disconforme, pero a pesar de eso callé y en mi silencio fui cómplice de mi propia vergüenza. Refrené mis manos que intentaban consolarlo y mis labios que intentaban articular una disculpa. Y allí, altiva y soberbia me mantuve incólume y lo vi dejar el juguete que había comprado para mi hijo y tomar su campera. Era un pequeño camioncito de plástico, de color naranja, sencillo, sin ningún agregado, que agravaba aún más mi actitud. Eran tan nimio en su importancia que no ameritaba el exabrupto. Me hubiera gustado llorar, sentirme mal, pero en medio de toda la ansiedad provocada por la agonía, me sentí aliviada, como si hubiera estado buscando una excusa para forzar la situación, para así hallar un motivo que me permitiera acabar con esa relación que consideraba agotada y sin sentido. Me tomé la cara entre las manos y respiré profundamente. Ignoro cuanto tiempo estuve así, con la espalda apoyada contra el marco de la puerta de la cocina, intentando acallar las voces que mi conciencia culpable gritaba dentro de mi cabeza. Podía sentir el ruido del tráfico circulando por la calle tres pisos abajo, el ladrido de un perro solitario, el ruido del ascensor, el viento filtrándose por la rendija de la ventana mal cerrada. No quería volver a mirar el interior del departamento, no quería estar allí. Y si hubiera podido remediarlo todo, hacer como que nunca había pasado, desarmar en el aire mi reproche, lo habría hecho. Pero no por mi propia tranquilidad. ¿Cómo le diría a Jorgito que Luís ya no estaba allí, que había dejado ese juguete para él y se había marchado, quizás para siempre? ¿Cómo haría para redimirme ante ese hombre bueno, extremadamente atento al que había lastimado en mi egoísmo y mi insensatez? Porque si algo no merecía Luís era que lo tratara de esa manera. Había llegado a mi vida en el peor momento, cuando más necesitaba de la compañía de alguien. Si hubiera podido habría vendido mi alma al propio infierno para no sentirme tan sola. Nos habíamos cruzado fortuitamente en un bar, una tarde luego de una pelea con mis padres, que no aprobaban mis elecciones personales y se habían encargado de decírmelo tal vez con el mismo desprecio que le dediqué a Luís tiempo mas tarde. Me acercó una rosa roja, apenas un pimpollo aromoso, que dejó en mi mesa. No recuerdo que fue lo que me dijo. Ni siquiera se si lo escuché. Solo lo contemplé con la cara arrasada por el llanto y la impotencia y estuve a punto de abofetearlo por inmiscuirse en medio de mi angustia. Pero no lo hice. En ese estado de indefensión desesperante, ese gesto de humanidad me devolvió la calma y me permitió reconciliarme con mi propio ser interior. Esa tarde le vomité todas mis angustias y todas mis penurias. No esperaba que eso se prolongara mas allá de esa misma jornada, una jornada que perforó en la noche con nosotros dos saboreando un café ya frío sobre la mesa, pero necesitaba hablar, necesitaba que alguien me escuchara. Si hubiera sido menos encantador y más atractivo no me habría negado a acompañarlo a la cama esa misma noche, quizás como una manera de castigarme y de castigar a mis padres por no transformarme en lo exitosamente perfecta que debía ser, como había hecho siete años atrás con el que sería el padre de mi hijo. Pero él no me lo propuso y quizás por esa misma razón fue que todo empezó entre nosotros. Luís no tenía un trabajo excepcional ni llamativo. Trabajaba instalando redes domiciliarias de televisión por cable. No tenía cultura extraordinaria. No había terminado siquiera la escuela media y desde muy joven había debido aventurarse en empleos mal pagados y sacrificados para mantenerse a si mismo. No era bien parecido tampoco, pero poseía un encanto innato que me atrapó cuando mas necesitaba una mano redentora. Comprendí eso cuando me sorprendí yendo a casa y descansando en mi cama mas aliviada, cansada de todo cansancio y preguntándome como había permitido que un hombre así me llegara tan profundamente como me había llegado al punto tal de concertar una cita, sin compromiso, para el fin de semana siguiente. Supongo que su presencia me hizo bien. Los que me conocían, compañeros de trabajo, mis pocos amigos, mi familia, decían que me veían mejor, que había recuperado el semblante juvenil (¿acaso lo había perdido a los 27 años?). Pero yo no sentía ese fuego rejuvenecedor. Estimaba a ese hombre sencillo que me había permitido respirar mejor por las mañanas, que me había dado fuerzas para remontar el día en la empresa, que me permitía soñar y sentirme amada por las noches en su compañía, pero en mi interior, muy en lo profundo de mi alma donde yo solo podía entender lo que me ocurría, donde me refugiaba cuando mas me necesitaba, sabía que no lo amaba. Porque allí, desnuda de hipocresía, sabía que estaba con él por una cuestión de costumbre y comodidad. En el poco tiempo que disfrutaba de su compañía me había acostumbrado a su atención, a sentir que poseía un alma gemela que me apoyaría en los momentos de zozobra. Y por otro lado, al saber que estaba saliendo con alguien, todas esas mismas personas que me hallaban mas juvenil, no me molestaban con sus constantes recriminaciones por mis elecciones erradas, a pesar que no toleraban del todo a Luís por considerar que se hallaba por debajo de mi nivel, tanto en lo profesional como en lo personal. Y sabía que tenían razón. Sabía que si le hablaba de París, una ciudad que amaba y que había visitado antes de tener a Jorgito, podía apreciar en sus ojos la perturbación por su propia falta de cultura, como se preguntaba si estaba hablándole de una ciudad situada en Europa o América. Si comentaba algo que escapara a su comprensión, veía en su mirada una sensación de incertidumbre bien disimulada que le impedía poder realizar algún aporte. Y eso era lo que me alejaba de él. Y era lo que no me permitía entregarme por completo a su amor. Era como hablar sola, como dialogar con mi sombra. Y por eso me odiaba. Por no poder corresponder a su amor de la misma manera que él. Y lo odiaba a él. Lo odiaba por la falta de pasión, por no transportarme lejos de esta vida mediocre, lejos de mis sueños, lejos de París… Porque sabía que él y yo nunca llegaríamos a tener nada en concreto mas allá de esos instantes en que me engañaba pensando que todo estaba bien, que existía un futuro mas allá del horizonte. Pero había algo que me molestaba por sobre todas las cosas. No se trataba de la forma en que él me halagaba con regalos que indefectiblemente yo consideraba errados o poco importantes pero que me enternecían a fin de cuentas. Tampoco que intentara acercarme a su mundo de fútbol, programas insulsos de televisión y charlas intrascendentes. Lo que verdaderamente me molestaba era el especial afecto que Jorgito sentía por Luís. Había encontrado en él un interlocutor válido, un amigo y un referente masculino, algo que indudablemente yo no podría reemplazar. Se había encariñado tanto con él que en una ocasión me había preguntado si nos íbamos a casar y a darle un hermano. Fue entonces que comprendí que había vuelto al lugar donde todo había comenzado. Nuevamente me encontraba privada de decidir sobre mi vida. Luís me estaba arrebatando lo único que era mío y solo mío, la única persona que verdaderamente me importaba en la vida y la única que concentraba todo mi amor y mi esfuerzo. Me lo estaba quitando. No pensé entonces que podía tener en él a un compañero de ruta, un verdadero hombre que le permitiera a mi hijo ofrecerle el respaldo necesario para crecer y evolucionar. Solo pensé en que si aceptaba a Luís, me estaría encadenando a un hombre inferior a mí, que estaría perdiendo mi independencia, que me estaría desvalorizando. Pero guardé esos temores para mi conciencia la que me pedía a gritos que acabara con esa relación antes que se ahondara y se volviera algo tan concreto como la vida misma. Intenté ser mas fría en mis tratos, mas distante, menos comunicativa, aguardando que mi rechazo se vislumbrara en cuentagotas que paulatinamente iban llenando el vaso de la discordia. Pero él no parecía darse cuenta de eso y a cada afrenta que yo intentaba esgrimir, me contestaba con un gesto bondadoso o un ademán encantador y me desarmaba por completo enfrentándome a mi propio egoísmo. Hasta que llegó ese día en que apareció en mi departamento con el regalo para Jorgito, sin motivo alguno, tan solo porque le había parecido algo lindo para él. Justamente ese día en que había empezado a bajar la guardia y resignarme a aceptarlo en mi vida, me dio la oportunidad que estaba esperando. Y fue cruel. Y fui egoísta. “No tenés que hacerlo. Ni siquiera es tu hijo…” Agregué un par de pensamientos hirientes que sabía lastimaría el corazón y el ánimo de ese hombre bueno y sincero y supe que por fin lo había logrado. Me había deshecho de su bondad, su torpeza, su pedestre educación, sus modales toscos… Me había librado de él. Luego de un año y dos meses volví a tomar el control de mi vida y mi futuro, aún a costa de hundirme en la más profunda soledad y el desprecio de mi hijo. Me habría gustado decirle que habíamos terminado debido a que él se había comportado de manera indecorosa o había cometido un error o un crimen imperdonable, pero si bien deseaba suavizar mis motivos, aún no había caído tan bajo como para cargarle la culpa de todo a las espaldas del hombre que sin duda me había amado. Al menos le debía eso. Intenté decirle que eran cosas que pasaban en una pareja, que pasaban incluso entre padres y madres, pero no me entendió. Quería ver a Luís y quería que volviera a salir con él. Tanto era su rechazo que hasta se vio reflejado en la relación con mis padres que hallaron en el sufrimiento de mi hijo otro motivo para lanzarme su crítica despiadada y hasta su desprecio. Pero esta vez no dejaría que me afectara. No le daría la oportunidad a otro Luís para acercarse cuando mas vulnerable me hallaba. Y como un faro en medio de una marejada incontrolable me mantuve firme y simulé que nada de esto me afectaba. Intenté rehacer mi vida y me sentí culpable por encaramarme en el estado de ánimo que me había dejado Luís para afrontar el futuro. Comprendí entonces que él ciertamente había sido bueno conmigo y me había ayudado a salir a flote y me engañé diciéndome que lo último que él habría querido era que yo volviera a decaer, quitándole mérito a todo el amor que me había dado y no había sabido corresponderle. Busqué en otros brazos y otros besos la entrega que primariamente me había impulsado a terminar con él y solo encontré placebos pasajeros para la enfermedad de mi inconformismo. Ninguno me satisfacía carnal ni espiritualmente. Tan necesitada estaba de afecto, compasión, pasión, fortaleza y reciedumbre que ninguno podía complacerme. Era como estar vacía, completamente seca como un viejo tronco ennegrecido y ya sin retoños que aflorar. Y todo se agravaba por la mirada de Jorgito que me recordaba el reproche injusto y descarnado que le había propinado al que se había transformado en su amigo. Pasaron nueve meses, dos semanas y cinco días desde ese reproche, puedo precisarlo con exactitud pues algo como eso no se olvida, cuando la catástrofe llegó a mi vida. La marejada se había transformado en un tsunami devastador que arrasó mi espíritu, mi carne y toda mi existencia. Ya no podría ser el faro incólume que debería ser. Jorgito se descompuso repentinamente en la escuela y fue llevado de urgencia al hospital. Una fulminante hepatitis se había hecho presente en su cuerpo y había carcomido su hígado poniéndolo al borde de la muerte. Solo un transplante podría salvarlo. Mis padres se ofrecieron como donantes pero existía cierta incompatibilidad que hacía imposible el transplante. Yo misma me analicé y recibí la terrible noticia que no podía hacer nada por él. Cobardemente recordé la existencia de Dios y me lancé a la búsqueda de una solución milagrosa. Recé novenas, rosarios, busqué el apoyo y el consuelo de sacerdotes que en ese mismo interior donde Luís no había llegado tampoco ellos hacían pie y me resigné a aguardar un milagro que tal vez no merecía. El estado de Jorgito se agravó en cuestión de días. Al cabo de diez días entró en coma y me advirtieron que me preparara para lo peor pues las condiciones necesarias para la concreción del transplante conspiraban contra el tiempo. Mi hijo se moría. Mi hijo se moría y yo no podía hacer nada para evitarlo. Viví en el hospital, dejé de bañarme para no separarme de su lado; estuve dispuesta a arrancarlo de las garras de la muerte de ser necesario. No podía estar pasándome eso. No después de todos los sacrificios que había hecho por ese niño que llenaba mi vida y mi corazón. No era justo. Pro la realidad me arrasaba y ese viernes me dijeron que apenas quedaban horas. Un sacerdote se ofreció para ayudarme en los últimos instantes, se ofreció también a darle los santos oleos. En mi impotencia no pude articular ninguna petición. Deseaba golpearlo para satisfacer mi ira contra él, contra Dios, contra la humanidad, contra mi misma. Pero solo pude llorar y gemir y hasta me sentí culpable porque dentro mío no sentía esa rabia sino una profunda decepción. Simplemente me senté en el pasillo fuera de la habitación de mi hijo y me resigné a perderlo, hasta empecé a pensar que haría con sus cosas cuando él no estuviera. ¿Las donaría? ¿Las vendería? No soportaría verlas sabiendo que él no estaba más para disfrutarlas. Me destrozaría el corazón. La voz me sobresaltó. Creía estar en un sueño y que la misma provenía de mi interior o de algún recuerdo que me atormentaba. Levanté la vista y allí lo vi. No era un sueño ni una alucinación. Era Luís que me tocaba el hombro y me abrazaba. Me hubiera gustado retribuirle el abrazo pero estaba anonadada y solo atiné a preguntarle que hacía allí. Mis padres lo habían llamado para comentarle acerca del estado de Jorgito y se había acercado presuroso al hospital. Se enteró acerca del estado de mi hijo y rogó que le hicieran los análisis para saber si existía algún tipo de compatibilidad con él. En ese momento debería haberme sentido esperanzada, alegre, contenta con esa última migaja de posibilidad, pero en su lugar me sentí incómoda. El hombre que yo había despreciado volvía para ofrecerme su mano sin más que más, completamente entregado para intentar salvar la vida del hijo de la mujer que lo había lastimado en lo más profundo del corazón. Estaba demacrado, adolorido. Verlo me recordó mi canallada. Era como ser golpeada por mi propio egoísmo a cada segundo. Los análisis, realizados con premura dictaminaron lo increíble. Luís tenía un 99% de compatibilidad con mi hijo. El hecho de no ser familiar directo prohibido por la legislación vigente fue subsanado rápidamente por mi padre que utilizó sus contactos con un juez amigo para allanar el camino en lo legal. Esa misma noche fue ingresado y de inmediato le donó parte del hígado que mi hijo necesitaba para respirar un día más al menos. Jorgito evolucionó favorablemente. Sus ojos que, creí, jamás volvería a ver, me observaron y hasta parecieron sonreírme. Estaba a salvo. Luís se recuperó rápidamente y trató de evitarme en el hospital. Supongo que no quería que yo volviera a reprocharle nada, aunque se hizo un tiempo para pasar a ver a mi hijo en un momento en que yo no estaba. Ignoro acerca de que hablaron. Dejamos el hospital un mes después. El nuevo hígado funcionaba a la perfección. Volvimos a la rutina aunque ya nada era como entonces. Cada vez que observaba los ojos de mi niño, no podía dejar de pensar en el hombre que desinteresadamente lo había salvado. Y volvía a mí cada noche, como llamándome, como preguntando por mí. Mi madre me preguntó por él también. Su opinión acerca de ese hombre tosco había cambiado radicalmente elevándolo a la categoría de semidiós. Y me lo hizo saber en cuanta ocasión tuvimos de charlar. Hasta mi padre me insinuó que había sido injusta con él por dejarlo partir de mi lado. Mis amigos, los padres de los compañeros de mi hijo, todo el mundo a final de cuentas quería conocer al hombre que había prolongado la existencia de Jorgito. Sin duda alguna es un santo, parecían decir todos de una u otra manera. Y pensé bien en lo que había pasado. Medité acerca de lo ocurrido y comprendí que había sido injusta para con Luís. El lo había salvado y yo ni siquiera le había dado las gracias. Al fin y al cabo se lo debía. La cara del niño se iluminó cuando le dije que lo había invitado a cenar un sábado por la noche. Apareció por casa con un regalo para èl y un postre. Durante la cena lo observé y observé a mi hijo. Y en ese instante supe que ya no podría ser dueña de mi destino, que por más que lo intentara jamás podría olvidar lo que había hecho por nosotros. No estaba enamorada de él, pero sabía que él era lo mejor que podría conseguir y me resigné a aceptarlo tal como era. Y me resigné a dejar la pasión y el refinamiento. Me resigné a obtener algo mejor. Como si alguien me lo susurrara al oído, como un mantra, me convencí que mi vida estaba y está junto a él. Para siempre… Excepto en las noches. Porque es en las noches que todo cobra sentido… Y no puedo huir. Es en las noches que las manos huesudas laceran mi carne y los ojos rojos y llameantes me obligan a mirarlo al rostro demoníaco y feroz, y yo no puedo evitarlo. Sumida en el más profundo sueño veo el verdadero rostro del que gestó nuestra unión. Y como todas las noches la historia me es contada y al despertar no recordaré nada salvo el amargo sabor de la rutina y la desazón en mis labios. O en estos momentos, en estos poquísimos segundos antes del sueño en que se me permite revivir todo para que contemple la verdad. Luis hizo un pacto por su alma y la intercambió por tenerme a mí de vuelta. Y me tiene, salvo en las noches que desciende al infierno y el ángel caído ocupa su lugar junto a mí en nuestro lecho. Todas las noches lo veo al rostro y no puedo evitar el terror que me invade cuando su lengua bífida recorre cada centímetro de mi piel. Y aunque a la mañana no recordaré nada, en ese mismo rincón de mi conciencia donde me escondía para huir de Luís, Satán me aguarda pacientemente. Y pienso en Luís y como sacrificó todo por volver a estar conmigo. Sacrificó su santidad por el amor. Y eso, a pesar de todo, me llena de orgullo. Y también me muestra la magnitud de mi infortunio y mis desaciertos. Yo no pude pensar en sacrificar mi alma por la salud de Jorgito. Pero la habría entregado gustosa para acabar con mi angustia antes de conocer a Luís cuando lloraba desconsolada en una mesa de bar. Y en estos segundos en que el cuerpo se me paraliza antes de ingresar al terror de todas las noches, en que quiero gritar pero no puedo, entiendo que este quizás sea mi infierno. Un infierno que gesté ese día en que lancé un reproche injusto, egoísta y desafortunado… ESPERANDOTE Tu ausencia es una herida en el pecho; como una patada que hace crujir mis huesos. Aguardo en silencio una señal tuya, un silbido, siquiera una sospecha de que vendrás. Frente a mí, la mesa puesta para los dos acrecienta la angustia. Es peor que cuando la sirvo para mí solo, pues en ese momento ni siquiera necesito vestirla. Al ponerla para ambos me doy cuenta de la soledad. Y siento como los latidos de mi pecho crecen en el silencio que el televisor no puede ocultar. La comida caliente se enfría rápido. Estoy tentado de guardarla en la heladera para que no se eche a perder, pero hacerlo es aceptar que no vendrás, que esta noche no te tendré a mi lado, que no oiré de tu boca las palabras que me salvaran del infierno del silencio. Ese silencio resquebrajado por los latidos que con un ritmo lastimero me marcan que estaré solo una noche más. Y siento un ruido. ¿Serás vos quien se acerca? ¿Estarás llegando hasta mi puerta? Me recompongo y aguardo, y espero, y los segundos pasan y sé que me estoy engañando, que el ruido es solo un ruido y nada más. Tal vez el paso de un colectivo rumbo a un destino incierto, tal vez un transeúnte yendo de vuelta a su casa…seguramente el ruido del aire ocupando el espacio que deseo que ocupes frente a mi entrada. Y aguardo cinco minutos más. Solo cinco minutos más Luego sabré que ya no vas a venir. Y así como antes los minutos se me hacían eternos aguardando por tu llegada, ahora esos mismos retazos de tiempo se escurren entre mis dedos como si fuera una ola que intento atrapar vanamente en la playa de mi existencia. Otros cinco minutos. Trato de enfocarme en la televisión. Trato de concentrarme en ese programa que tanto disfrutamos y que no vemos, porque cuando estás a mi lado no necesitamos verlo, porque es como si se tratara de un leit motiv en una escena de nuestra vida. Y me doy cuenta de cuanto te extraño. Cuanto deseo tenerte a mi lado para observar el color de tus ojos, la forma en que la cabellera cae sobre tus hombros, el movimiento de tus labios hablándome, el jugueteo que haces girando el anillo sobre tu dedo, la forma como a veces te rascas el brazo por debajo de la manga, el balanceo de tus hombros, el reflejo de ese televisor que no escuchamos ni vemos en tus anteojos, el pequeño lunar sobre tu ceja, la forma en que doblas la servilleta y la colocás debajo del plato, el vaso con agua que transpira sobre el mantel individual, la forma en que limpias el plato, como depositás los cubiertos, como me mirás y me preguntás si estoy bien. Como extraño tu perfume, el sonido sensual de tu voz dándole sentido a las anécdotas de tu día, como me tomás la mano, como te cruzás de brazos sobre la mesa, como me mirás…como me mirás… Y siento el tiempo pasar y poco a poco me convenzo que debo aceptar que esta noche no estarás conmigo, que no vendrás. Y rendido tomo los platos y los apilo sobre un costado y veo la marca que la base dejó sobre el mantel. Y retiro los vasos recién lavados, y los cubiertos limpios, brillantes, con una brillantez que lastima porque no fueron usados. Guardo la comida en la heladera y voy al baño. Ya no tengo apetito. Quizás nunca lo tuve Quizás la puesta en escena de la comida era solo eso para tener una excusa y un pretexto para que estés conmigo. Cuando vuelvo veo la mesa vacía, las sillas acomodadas y siento como si se alejaran de mi lado marcándome la enorme distancia que no puedo llegar a ocupar por mi mismo. Voy hacia el cuarto con la cama tendida, con las almohadas acomodadas, un poco de perfume sobre el borde de las sábanas y tu camisón descansando bajo ellas y me siento abatido. Me cambio. La noche será larga. Y sobre la mesa de noche veo el celular, ese mismo celular enmudecido por tu ausencia y lo tomo. Garabateo un chiste, un saludo, una imagen, un pensamiento, tal vez un “buenas noches” y detrás de cada uno lo que hago es gritar una llamada desesperada por oír tu voz, por leer tus letras. Lo deposito nuevamente y mientras apoyo mi cabeza sobre la almohada veo como la pantalla permanece encendida hasta que se apaga. Y pasan los segundos, y pasan los minutos. Y aguardo…y aguardo. No deseo ver la televisión. No deseo escuchar la radio. Solo deseo sentir el sonido del mensaje llegando, de tu mensaje diciéndome un “Buenas noches”. Pero nada ocurre. En la oscuridad, atenuada por la torturante luz del reloj despertador que me indica el tiempo que transcurro sin vos, siento el silencio que me atenaza la garganta, que multiplica mis latidos, mi angustia, mi necesidad de tenerte. Ocupo mi lugar en la cama y no me animo a invadir el lado tuyo por temor a que esa invasión sea perpetua, que al hacerlo, mi cuerpo me diga que ya no te volveré a ver, como si él me estuviera diciendo algo que no quiero admitir. Solo aguardo que el sueño me venza y que en ese sueño pueda recuperar el tiempo con vos. Mañana me levantaré y saldré a trabajar y llegada la noche volveré a preparar la cena, y tenderé la mesa, y aguardaré por tu llegada aferrado al celular, a un programa de televisión y al ruido de tus pasos en la vereda. Y contaré los segundos. Y contaré las horas. Y te esperaré… MOR DE VERANO La comezón en la espalda era apenas perceptible. Era una picazón suave como si alguien me hubiera rascado con fuerza. La falta de continuidad en dicha molestia no fue suficiente como para que me preocupara. Atribuí la misma a un exceso de suavizante en la camisa que llevaba puesta. Siempre me perturbó la cantidad de este producto que la empleada le ponía a mis prendas como si eso fuera un detalle amable. En realidad me molestaba sobremanera. Había disfrutado de una botella entera de un mediocre cabernet y quizás era por eso que la sentía con mayor intensidad. En la soledad de mi departamento era la única compañía que sabía no me defraudaría. Fui hasta el ropero para cambiarme y empecé a revolver en los estantes buscando alguna prenda de tramado suave. Busqué entre la ropa de media estación, ya no hacía calor y los primeros fríos del año me resultaban perjudiciales, tras un pulóver de cachemir que encontraba reconfortante. Fue cuando algo me llamó la atención. Entre las prendas dobladas había un sobre blanco y dentro poseía algo que llamó mi atención. ¿Sería un poco de dinero que había dejado allí en alguna ocasión y que había olvidado? Recordé de inmediato los cinco mil pesos que creí perdidos un par de meses atrás y de los cuales no tenía noticias. Cinco mil pesos no son una cifra despreciable, pero era habitual en mi negocio manejar esa suma para la compra de algún objeto digno de ser tenido en cuenta. Y por un momento creí que hallaría allí la solución a un problema que me molestaba y por el que había llegado a responsabilizar a mi empleada, sin decírselo pues no tenía pruebas de su mala conducta. Grande fue mi desilusión cuando lo que hallé resultó ser algo duro y plano. Resultó ser una foto. La tomé entre mis manos. La fotografía en medida Standard de tipo Polaroid resultó perturbadora y extraña. La observé varias veces con una mezcla de incredulidad y espanto como si su presencia fuera la confirmación de una realidad distinta, de una cruel broma del destino o de una mente torturadora. Con la mente aturdida por el descubrimiento intenté hallar una explicación racional que le diera un marco de normalidad al hallazgo. Me pregunté si alguien había entrado a mi casa para probar mi espíritu o para determinar mi grado de sensatez. O quizás era alguien que quería obtener dinero de mí a cambio de no distribuir lo que me quemaba las manos. Aunque pensé entonces que ello no ameritaba una extorsión, ya que no era en absoluto un crimen o algo que me avergonzase, si realmente yo lo hubiera hecho o si lo hubiera pergeñado siquiera. Allí, en una imagen jamás ocurrida, se hallaban retratadas dos personas, dos extraños, sentados en un muelle de madera, con los pies descalzos, observando a la cámara. Felices y con el mundo por delante. Una de esas personas era una hermosa muchacha de unos dieciocho años, de cabellos largos, atados en una coleta a la espalda, con inmensos ojos negros y el rostro de la inocencia y de la pureza. A su lado había un hombre de piel tostada, con una remera blanca, bermudas y que mostraba un estado físico lejos de ser ideal pero que se notaba igualmente feliz, con una sonrisa inmensa en el rostro. Le pasaba el brazo por los hombros a la muchacha y por la forma en que se tomaban las manos uno dudaría en pensar que se trataba de padre e hija, una suposición válida al intentar adivinar la diferencia de edad que existía entre ambos. Porque ese otro que se hallaba complacido, enamorado, feliz, era alguien igual a mí, con mi misma cabeza raleada de cabellos, mi vientre redondeado, mis brazos delgados…mis cuarenta años… ¿Se trataba acaso de una broma de mal gusto? me volví a preguntar. Observé mi dormitorio y la puerta del ropero abierta y traté de reproducir los pasos que tendría que haber dado ese extraño que tendría que haber sorteado las tres cerraduras de mi casa, la alarma, llegar hasta esta habitación y depositar la foto en un lugar que no hallaría en un primer momento pero que tampoco sería inhallable llegada la oportunidad. Debí sentarme en la cama para evitar caerme de bruces ante el mareo, las nauseas que esta me provocaba. El corazón galopaba encabritado en mi pecho. Mi respiración agitada era el soplido de un fuelle, un tornado que me privaba de aire ante cada respiración. Sentí un viento cálido abrasarme el cuerpo y como este se empapaba en sudor. De pronto todo brillaba al tiempo que se oscurecía. Sentí el sabor ácido entre los labios y el ardor en el pecho. Me había desvanecido. La impresión había sido tan fuerte que mi cuerpo débil entró en una hiperventilación que dejó sin oxígeno a mi cerebro. Supongo que vomité entonces. Gracias a Dios caí de costado o me habría ahogado. Volví en mí, después de no sé cuanto tiempo. Traté de ubicarme en mi espacio y me dije que todo había sido una ilusión, una burla de mi cerebro agobiado por el trabajo y las presiones de la vida. Caminé hasta el cuarto de baño y sentí el cuerpo húmedo y pegajoso. Desvestido entré a la ducha y me metí bajo la lluvia. Dejé que el agua acariciara mi cuerpo y empecé a pensar en ese sueño. ¿Qué significaba? ¿Qué significaba hallar esa foto, marearme y experimentar todas esas sensaciones? ¿Qué lo había provocado? Intenté hallar una sola respuesta que albergara todas esas preguntas pero me sentía confundido, abstraído, incapaz de sostener una conversación, mucho menos de elucubrar una explicación a tan sorprendentes acontecimientos reflejados en un sueño igualmente sorprendente. Estuve unos diez minutos inmóvil bajo al agua caliente. La sentía incómoda. Como si no pudiera soportarla. Me lastimaba la espalda. Debí abrir el grifo de la fría para mezclarla. Paulatinamente fui hallando un mayor confort, en realidad tendría que decir que fui buscando una menor molestia para ser más exacto, hasta que al sentirla casi helada fue como un bálsamo. Sentí frío pero no me importó. Cerré los ojos y disfruté de esa sensación agradable. Nunca me había gustado el agua fría, al punto de dejar el termotanque en la graduación máxima, pero sentir el agua fría recorrer mi espalda y mi cabeza era vivificante. La voz sonó clara, como si quien la emitiera se hallara parado junto a mí. Pronunció mi nombre y por eso me voltee rápidamente. Cerré la llave de la ducha y salí de la bañera. Pregunté si había alguien ahí, como si un intruso me fuera a contestar para calmarme. Nadie. ¿Me estaba volviendo loco, acaso? Salí del cuarto de baño tras secarme y regresé al dormitorio. El olor acre a vómito se hacía insoportable, potenciado por la humedad generada por el baño. Tendría que limpiarlo para que la alfombra no quedara arruinada definitivamente. Fui a buscar los elementos de limpieza y mientras lo hacía me dije que al otro día sin falta iría a ver a mi médico de cabecera para que me examinara. Dormí de a ratos esa noche. Como casi todas las noches sentía una picazón apenas perceptible pero molesta en mi espalda. La idea de volver a enfermarme resultaba aterradora. No quería sufrir los rigores de la enfermedad como me había ocurrido de chico en que una neumonía seguida por una meningitis furibunda había minado mi cuerpo azotándome entre el dolor y la parálisis. Esa enfermedad me marcó de por vida tanto física como socialmente. Fui desde entonces un chico solitario y esmirriado, temeroso de contraer cualquier virus o bacteria que pudiera esclavizarme a una enfermedad dolorosa y amarga. ¡Cuánto odio el dolor! Aún me laceran los estertores provocados por la neumonía primero y la meningitis después, el sufrimiento cada vez que intentaba respirar, la postración en mi lecho de enfermo, los mareos que no me permitían incorporarme de la cama, la atrofia de los músculos por la falta de movimientos, el dolor al ver la luz, al oír los sonidos fuertes, la quemante sensación de humo en mi nariz, el sentido del tacto desarrollado a tal extremo que el solo roce de las sábanas era como acariciarme con el filo de una navaja. Y al crecer, fui aislándome socialmente. Me sentaba solo en el banco de la escuela y era el objeto de burlas y de improperios provenientes de mis compañeros de escuela. Para mantenerme ocupado me entretenía en leer y en abstraerme en un mundo donde era otro, donde nada podía afectarme. Al crecer y llegar a la adolescencia, mi aislamiento fue aún mayor. No tenía hermanos y solo calmaba las horas la compañía de mi madre viuda, una mujer absorbente que fue sin embargo la compañera ideal para un espíritu como el mío. Juntos vivíamos en esta que es mi casa actual, herencia de mi abuelo. Luego, al morir ella por un cuadro de septicemia contraída en el hospital al que había llegado tras una herida en un pie, me encontré solo en este mundo que odiaba y que me marginaba por mi introspección. Fue entonces que la conocí a ella. Ella pudo haber sido la mujer que me acompañara y por un tiempo me sentí extraño, feliz y contento con la vida, como si algo estuviera cambiando a mi favor finalmente. No quiero extenderme con ella, pues evocar su presencia, su aroma, su cuerpo, son aún más dolorosos que todas mis dolencias físicas. Estuvimos juntos cinco años y al separarnos jamás volví a saber de su vida. Aún aguardo que ante cada llamado de teléfono, cada timbrazo, ella esté allí al otro lado para regresar a mi existencia. No puedo evitar irme a la cama cada noche tras haber bebido una botella entera de nuestro vino favorito, esperando que la embriaguez me derribe y en mi borrachera la pueda hallar. Fui hipocondríaco toda la vida. A cada señal de alerta me dirigía al consultorio y exigía que me auscultara para determinar que nada me volviera a sorprender. Y como las otras veces en que me había sentido enfermar, me odié por ser como soy. Me odié por no tener un cuerpo atlético ni una personalidad que me permitiera abrirme paso en la vida sin necesidad de permanentes temores. El médico me recibió a primera hora de la mañana. Le conté de mi situación y mi desmayo y procedió a revisarme. Y como cada vez que iba él no halló nada. Le expliqué que me había desmayado y había vomitado. Me examinó exhaustivamente pero no halló nada. Le conté de ese sueño extraño que tuve con la fotografía y la voz que había sentido en el cuarto de baño y lo noté molesto. No sé si él notaba que yo me daba cuenta de su fastidio por recibirme cada vez que me sentía enfermo. Me dijo que no me alarmara, que posiblemente era estrés, que tenía que relajarme y olvidarme un poco de la casa de antigüedades que era toda mi vida para disfrutar un poco. Aún así me explicó que si “en verdad” me había desmayado, tendría que remitirme a otro especialista. Supe que no me creía. No podía culparlo. Muy en el fondo ni yo mismo creía en este desmayo. Tal vez había sido debido a la botella de vino que había tomado la noche anterior. Tal vez él había olido mi aliento y había sospechado el resto. Tal vez yo mismo me estaba engañando para hallar una respuesta a mi vida deprimente y monótona. Me recetó un ansiolítico y me despachó con prisa y sin pausa. Al llegar al negocio recordé la molestia en la espalda y me maldije por la confusión mental en la que estaba. Era como si mi mente se reservara algo para poder tener una excusa para volver al consultorio. Me gustaría decir que la jornada fue ajetreada, que realicé transacciones por varios miles de dólares, que descubrí un cuadro de Rembrandt y lo lancé al mercado, que entró por mi puerta una acaudalada mujer que se interesó en mí y no en un juego de copas del período colonial, que hubo un punto de inflexión que trocó lo monótono en algo excitante…pero estaría divagando. Nada de eso ocurrió. El día transcurrió tranquilo, sin sobresaltos, apenas hice una venta telefónica a un colega por quien sentía un profundo desprecio y sabía que el sentimiento era recíproco. Volví a mi casa al anochecer tras pasar por el almacén y comprar una botella de vino tinto con culpa, pero también con necesidad. La soledad en ocasiones es como una mortaja que uno mismo se teje y que llega a ser cómoda. Esa ocasión no fue distinta. Fui hasta el dormitorio para cambiarme y vi la mancha de vómito que había intentado limpiar. No estaba allí, pero yo aún la seguía oliendo y viendo. Fui hasta el costado de la cama y sentí la alfombra aún húmeda. Y entonces apareció, allí donde había estado desde la noche anterior. Al agacharme junto a la mancha la vi y sentí un estremecimiento generalizado. Apoyada sobre la alfombra cara arriba, caída junto a la pata de la cama se hallaba la fotografía y con ella la certidumbre que al menos una parte de mi desmayo era real. Entonces la pesadilla había existido si es posible que un sueño se corporizara. Y el mío estaba presente ante mis ojos… No sé cuanto tiempo pasó. Se que no me desmayé, pues me mantuve observándola sin tocarla, temeroso que esa fotografía me fagocitara la mano, el cuerpo y el alma toda. Ni siquiera sentí el adormecimiento por la posición incómoda. ¿Estaba conciente? Si. ¿Había bebido como la noche anterior? No. Intenté racionalizar la situación, comprender lo que ocurría y en un alarde de valor, estiré el brazo y la tomé. Me senté en el piso, y entonces la contemplé en total dominio de mis facultades. Volví a ver a ese hombre tan parecido a mí que asustaba y a esa muchacha y traté de ordenar mis ideas. No podía ser yo. Tal vez un gemelo desconocido… Era absurdo. Seguramente se trataba de una broma, quizás hasta del mismo médico que veía y que había fraguado una fotografía para declararme insano y quedarse con todas mis posesiones. Pero esa serie de conspiraciones no eran convincentes. Si me dejaba llevar por ellas habría adjudicado la misma a los extraterrestres. Tenía que tranquilizarme. Recordé entonces un suceso de un par de meses atrás y ese recuerdo trajo otros. Recuerdo una mañana de febrero, en que desperté y sentí algo extraño en todo el cuerpo. Estaba tostado por el sol; no era un bronceado intenso propio de un par de jornadas en la playa. Era como haberse quedado dormido bajo el sol una tarde en el parque. Fue entonces que empezaron mis molestias de espalda… Estuve perdido esos días. Sufrí de intensos escalofríos y el médico recomendó que me internara en el sanatorio para descartar otro ataque de meningitis. Según él estuve allí solo dos días, pero al volver a mis anotaciones en la agenda comprendí que llevaba perdido al menos un lapso de poco más de dos semanas. Pero,¿fueron dos semanas en el hospital sobre las que el médico me mintió, o perdí esas dos semanas antes de todo el suceso? ¿Dónde me había dejado broncear por el sol? Quizás había bebido de más y había pasado todo un día a la intemperie…y eso me asustaba… Y fue para esa época que perdí los cinco mil pesos que jamás volví a hallar… Pero sin embargo, no tenía registro de nada de eso en mi cabeza. Era como una zona muerta, un abismo negro y sin fondo que abarcaba esas semanas. Era como el sueño de cada noche… Di vuelta la fotografía, no lo había hecho, o quizás si lo hice pero no lo registré, y vi una leyenda escrita con marcador rosa. “TIGRE. CAÑADAS. EL MEJOR FEBRERO DE MI VIDA. CUANDO ME ENAMORÉ DE VOS” Detuve el auto y sentí un escalofrío. El cartel hecho con tubos de neón de color rojo formaba el nombre del hotel sobre un fondo blanco. “CAÑADAS APPART HOTEL”. Esperé que algún recuerdo volviera a mí, que una pista de que no me estaba volviendo loco ni estaba siendo dominado por el alcohol llegara como una luz en medio de la oscuridad, pero fue inútil. Había hallado la palabra ingresando a Internet y era la tercera opción que tenía. La primera había sido una panadería, la segunda una casa mortuoria, y ahora estaba frente a un pequeñísimo complejo de cabañas que miraban al río con su propio muelle. Eso me resultó más apropiado. Y ahora que estaba aquí, me pregunté si realmente estaba haciendo lo correcto. Me estaba sumiendo en un misterio insondable que había ocupado mi vida en los últimos tres días y este accionar mío era sorprendente para mí. Sentía una corriente electrizante en el cuerpo que no me permitía olvidar esta fotografía, y esa misma corriente me impulsaba ahora a buscar una respuesta, buscar un inicio a esa escena. Olvidé todas las prevenciones y las precauciones y entonces bajé del auto yendo hasta la puerta tras franquear una pequeña reja de medio metro de altura de decorativa funcionalidad. No pude abstraerme de mi profesión y la califiqué como una verdadera baratija insignificante, prácticamente sin ningún valor. La puerta de entrada era de madera de cedro, esmeradamente reparada con algún resabio de termita sobre un costado. Poseía un buzón para cartas en bronce y un gran vidrio sobre el centro que permitía la vista hacia el interior. ¿Había estado yo aquí? ¿Qué me había traído? Si al menos se tratara de un vahído provocado en medio de la búsqueda de oportunidades, lo habría comprendido o al menos le habría dado un cierto margen de cordura a lo que me sucedía. Pero nada en el mundo me tendría que haber hecho venir hasta esta casa sin atractivo y sin ningún valor como antigüedad, ya fuera arquitectónica o como mobiliario. Mi corazón volvía a latir con fuerza. Temía desvanecerme como el día en que hallé la fotografía. Me odié por ser tan pusilánime, por no poder mantener el control de mi cuerpo ante cualquier acontecimiento extraordinario u ordinario que atravesara mi vida. Me odié por no poder tener un mayor carácter, una personalidad más cautivante. La soledad de mi vida por momentos me agobiaba. Quizás ese había sido el motivo que me había llevado a empuñar el balancín de la puerta de ese sitio. Quizás aguardaba que al entrar todo cambiara para mí. Traspuse el umbral de la casa y sonó un timbre musical que avisaba de mi presencia. La casa estaba limpia y parecía acogedora, aunque poseía una excesiva cantidad de mobiliario para mi gusto, todo ello carente de buen gusto. Pude ver un par de estatuillas de estilo art-decó junto a unos insípidos caballitos de vidrio de los 60 cuando eran muy populares. A mi izquierda había un mostrador con el nombre escrito en el frente, a mi derecha un televisor de 20 pulgadas y tres sillones de madera en derredor de una mesita ratona con patas de madera en forma de cebolla. Una voz femenina me saludó. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años de aspecto sencillo y poco cuidado. Me miró y esbozó una gran sonrisa. Y luego me habló. Y lo que dijo me paralizó. El corazón parecía querer salirse por mi boca y empecé a ver todo brillante. No me desmayé pero sentí que podía desplomarme en cualquier instante. -¿Como anda? ¡Que bueno verlo de vuelta! Me alegra que nos haya elegido otra vez. ¿En que le podemos servir? Traté de calmarme y pensé en como explicarle lo que me pasaba. Que no la recordaba a ella, ni recordaba esa casa, ni el olor del río cercano, ni nada de lo que supuestamente había pasado. A continuación seguramente me preguntaría a que lugar me dirigía, al manicomio o a la prisión. Opté por actuar una mentira. Le dije que me había gustado mucho la última vez que había venido y que me gustaría volver a ocupar el mismo lugar, si estaba disponible. Me dijo que por supuesto, que ya había pasado la temporada alta y ahora tenía todo el lugar para mí, salvo un par de departamentos que seguían ocupados por clientes permanentes, un estudiante de música becado y un jubilado viudo. Me invitó a llenar la planilla de huéspedes y no supe si debía usar mi nombre o fraguar uno ficticio. Podría llamarme de alguna manera exótica, intentando avanzar aún más en la teatralización de mi trágica búsqueda de esos momentos perdidos, pero finalmente decidí acotar la dimensión de la mentira a los datos básicos para no transformarla en un laberinto intrincado que no me permitiera avanzar más allá. Firmé con mi propio nombre y dí mi dirección verdadera a lo que la mujer acotó, en realidad no paraba de hablar, que aún recordaba mi letra y que con el paso de los años la mía era una de las letras mas hermosas que había visto. Supuse que los largos años de caligrafía de mi enseñanza me habían forjado aún a mi pesar. No hizo ninguna acotación al respecto al leer mis datos. O no los recordaba o no habían cambiado. Le aboné por adelantado dos días y me pregunté si no estaba arrojando mi dinero en esa empresa que preveía inútil y peligrosa. Pero necesitaba saber. Por primera vez en mi vida necesitaba abandonar la seguridad de mi certidumbre para sumergirme en la aventura del misterio, de la ignorancia en el porvenir. Preguntó si había llevado equipaje o venía libre como la otra vez y me extendió una llave. La tomé con firmeza. Intenté disimular el nerviosismo que intentaba dominarme. Era como estar viviendo la vida de otra persona. Mientras salía de la casa y nos dirigíamos hacia la parte trasera pensé si acaso no estaba siendo partícipe de una gran equivocación. Si esa fotografía hallada entre la ropa de mi ropero antiguo, en realidad no pertenecía a otro hombre, feliz, afortunado, con una vida plena, rodeado de gente que lo estimaba y lo hacía sentir agradecido con la existencia. Tal vez ese otro se hallaba preocupado buscando la fotografía que representaba un momento de placer irrepetible, el reflejo de un instante sublime y maravilloso. Y ahí estaba yo, usurpando su vida, entrometiéndome en esa historia de amor con la esperanza de recoger alguna miga caída para saborearla como se saborea pellizcar clandestinamente un pan recién salido del horno. Pero entonces pensé en como había hecho ese otro para llegar hasta mi casa y dejar olvidada esa instantánea entre la ropa, como si se tratara de un terrible descuido, y el reconocimiento de mi misma letra, de mi mismo nombre y dirección asentados en el libro de un alejado y oscuro hotelito del Tigre. Y como me había reconocido la encargada, y como me recordaba. Y todo eso siendo extrañísimo para mí. Porque nada de todo lo que tenía frente a mí me resultaba conocido. La mujer me llevó hasta la cabañita. Era una construcción sencilla de material de techo plano con una ventana de dos hojas y una puerta de madera en el frente a la que la palabra cabañita le quedaba enorme. Junto a la construcción crecía un eucalipto que oscurecía el cielo con su follaje y perfumaba el ambiente. Abrió la puerta y sintió sonar el teléfono de la entrada. Se disculpó y volvió rápidamente sobre sus pasos. Ingresé al interior y encendí la luz. La cabaña, una habitación de hotel glorificada, tenía una cama de dos plazas, un pequeño ropero que con ojo de buen conocedor daté de comienzos de 1900 en bastante buen estado a pesar de su proximidad con el río y la humedad, dos mesitas de luz, un aparador cerca de la entrada sobre el que se hallaba un televisor de 14 pulgadas y un par de cuadros colgados en las paredes junto a un crucifijo. Sobre la pared opuesta a la entrada poseía el cuarto de baño, pequeño pero completamente funcional, y a su lado una pequeña ventana, un tragaluz sería mas adecuado decir. La mujer volvió casi de inmediato trayendo consigo las toallas. - ¡Se acordó de la luz! Me apuré por volver para encendérsela y explicarle. Todos los huéspedes se vuelven locos buscándola. Observé la llave de luz y comprendí lo que decía. No se hallaba al costado de la puerta sobre el lado accesible, sino que se hallaba sobre el lado abisagrado y estaba oculta por una de las maderas del aparador. ¿Cómo supe que se hallaba allí? Un escozor me recorrió el cuerpo y me estremecí. Yo había encendido la luz de esa habitación sin darme cuenta, como si supiera de antemano el lugar exacto de su ubicación. ¡Yo estuve en esa habitación! Me sostuve apoyándome contra la cama y llamé a la calma a todo mi cuerpo que temblaba como si una extraña electricidad me recorriera de arriba abajo. Pero en esta ocasión no se trataba de miedo. Era una rara emoción. Como descubrir algo sumamente importante, algo trascendental y fabuloso. Fue como aquella vez en que fui a tasar unos muebles para comprar a la casa de aquella señora mayor que había muerto. Había sido unos quince años atrás. La hija de esta mujer había acudido a mí para que la ayudara a deshacerse de “todas estas porquerías”. Entre todas las baratijas, incluidos muebles y ropa añosa y en un estado bastante penoso, hallé un delicadísimo y preciado juego de mesa y seis sillas invaluables de origen francés y de unos doscientos años de edad y un juego de té inglés de la época victoriana. La mujer no sabía lo que tenía entre manos. Disimulé mi entusiasmo y le ofrecí una suma irrisoria que ella aceptó de buen grado. Esa mesa, esas sillas y ese juego de té que luego vendí en sesenta y cinco mil dólares a un interesado de Nueva York fueron el hallazgo más trascendente de mi carrera. Pero no se comparaban con el hecho de saber que en algún lugar de mi saber y entender, existía un primitivo recuerdo acerca de la posición de una llave de luz. La mujer guardó las toallas en el aparador y me sonrió. - Espero que disfrute su estancia aquí. Ya arreglamos el problema que tuvimos la ultima vez que vino. - ¿Qué problema? interrogué extrañado. - Cuando tuvimos problemas con los termotanques. Me acuerdo bien de usted porque no se quejó por tener que bañarse con agua fría, pero los otros huéspedes pusieron el grito en el cielo. Así que quédese tranquilo que ahora dispone de mucho agua caliente. Se rió y dejó la habitación. Esa tarde me quedé dentro de mi cuarto. No quería salir. Encendí el televisor y recorrí los canales del cable zonal sin interés, sin prestarle atención a lo que veía. Intenté dormir un rato buscando que alguna imagen de esa otra experiencia que no recordaba me asaltara la mente y me permitiera conectarme con ese otro que aparentemente fui en ese verano caluroso. Creo que dormí por una hora, pero no soñé con nada. Frente a mí un abismo negro insondable e infinito me recibió. No existían colores, no existían sonidos. No existía nada de nada. En realidad, desde que tengo memoria, jamás guardé recuerdo de haber soñado con algo. Mis noches se limitaban a la ausencia de sensaciones, a descansar sin perderme en oníricos paisajes, en situaciones extraordinarias, limitado tan solo por mi imaginación. Intenté recordar lo olvidado pero fue inútil. Frustrado, adolorido, decidí que mis recuerdos no volverían en esa cama ni en ese televisor. Me metí en la ducha para tratar de calmar mi espíritu y sentí el agua deliciosamente caliente. Recordé lo dicho por la mujer y supuse que si podía experimentar nuevamente lo que quizás había vivido la otra vez que quizás había estado allí, quizás podría encontrar el viso de una respuesta. Demasiados quizás para resolver… Fui cerrando el grifo del agua caliente tratando de revivir la sensación de mi baño un par de días atrás, pero el contacto con el agua fría me sacudió. Apenas pude tolerarla por veinte segundos. ¿Por qué me sucedía eso? ¿Por qué de pronto tenía esas experiencias y luego desaparecían para siempre? Frustrado, enojado, confundido, adolorido en el alma y en mi espalda, otra vez esa molestia en la espalda, necesité abandonar esa habitación que no me llevaba a ningún lugar, que me detenía en la nada. Salí fuera y me dirigí a la entrada. Allí estaba mi auto. Tenía que subirme a él y volver a la capital y olvidar para siempre esta fantasía, este dolor constante de lo que no recordaba. Permanecer allí me estaba destrozando en la esperanza de aguardar una respuesta que no llegaba y que llegué a pensar que jamás llegaría. Me senté frente al volante y tuve deseos de llorar, de maldecir, de encender el motor del coche y abalanzarme por el muelle hasta caer al río y ahogar mis penas definitivamente. Necesitaba acallar este silencio atronador que me nacía del interior. Recordé entonces que llevaba ya dos días sin probar una copa de vino. ¿Y si era eso? ¿Si el alcohol que ahogaba mis frustraciones fuera el que necesitaba para llamar a esto que no sabía como se llamaba? Crucé la calle apeándome del auto y compré una botella de un vino de calidad inexistente en un almacén que tenía un antiguo mostrador de madera. Volvía al complejo de cabañas cuando vi el acceso para llegar al muelle. ¡El muelle! Tal vez era eso lo que necesitaba. Franquee la puerta y caminé hasta el borde. Era un muelle viejo de madera de unos quince metros de largo con una baranda y una escalerilla que se sumergía en el río. Llegué hasta el borde mismo y me senté con las piernas colgando hacia el río falsamente apacible. Me hubiera gustado arrojarme pero no sé nadar. Le tengo miedo al agua descontrolada desde aquella vez en que casi me ahogo en la playa de Mar de Ajó a los doce años en mi última vacación en la playa. Aún recuerdo esa sensación de ser chupado por el océano, de saber que moriría, que la suma de mis días y mis noches se cerraría esa jornada. Me rescató un oportuno turista que vio mi desesperación. ¿Por qué poseo ese recuerdo calado en los huesos y no puedo franquear mi mente a lo que supuestamente ocurrió en esta cabaña? El atardecer es hermoso en el río. Me hace acordar a una pintura de Turner que vi en uno de los libros que poseo en el local. Supongo que si viví alguna experiencia extraña, casi extracorpórea, este es el mejor lugar para hacerlo. Frente a mí se divisaba la otra costa del río con varios edificios de mediana altura y varios muelles similares hasta los que llegaban los pequeños botes de remos y alguna que otra embarcación con motor fuera de borda. Nunca imaginé tanto movimiento en esa zona del Delta aunque por la ubicación en la que se hallaban las cabañas, era predecible. Sentí el aire fresco y húmedo y cerré los ojos. No revivía ninguna experiencia. Solo lo hacía por placer. Fue la primera cosa que hice por verdadero placer en mucho tiempo. Entregarme y olvidarlo todo, dejar que el tiempo y la vida surcaran sin necesidad de correr, de preocuparme por cosas que no tenían importancia o que no importaban en ese momento. Sentí el leve sonido del río, el chapoteo de los remos de un bote sumergiéndose con rítmica frecuencia en el agua, el cantar de los pájaros, el golpeteo de las olas contra los pilotes del muelle, una bocina lejana, el acompasado golpeteo del motor de una lancha de paseo, la risa casi desaforada de una pareja desde el muelle al otro lado del canal, el sonido de los pájaros, el ladrido de un perro solitario… ¡Como me hubiera gustado perpetuar ese instante en que me confundía con el entorno, en que éramos uno solo! La voz fuerte, ruidosa y estridente me sobresaltó. Me volví rápidamente y vi a un muchacho de unos veinte años trotar hacia mí con los brazos abiertos. -¡¿Qué hacés pedazo de animal?! ¡Que gusto que hayas vuelto! ¡Creía que no iba a volver a saber nada de vos, perdido! Lo miré y por lo que él me devolvió con la mirada en mi rostro se reflejó el estupor y la sorpresa por ese trato tan cordial proveniente de alguien a quien yo creía desconocido y con tanta diferencia de edad. Quizás nos conocíamos de alguna transacción económica realizada en el pasado, pero estaba seguro que no era así. - Te acordás de mí, ¿no? Soy Gabriel, el que vive en la cabaña 7…Dale, no me digas que te olvidaste de mí… Se sentó a mi lado y me observó sonriendo. Había dejado la billetera en mi habitación bien guardada así que si simulaba para asaltarme no iba a tener tanta suerte. Busqué con la mirada algún objeto con el que me pudiera llegar a amenazar y aferré la botella por el pico para usarla como arma de defensa. -¡Que bueno que volviste! (me dijo palmeándome la espalda) Por acá nos preguntábamos si te íbamos a volver a ver alguna vez. -¿Se preguntaban? ¿Quiénes? - Todos los del grupo. Sus respuestas encerraban mas interrogantes que necesitaban aún mas respuestas. ¡Era surrealista! - Me agarraste volviendo de ensayar. ¿Vas a quedarte o vas a irte como la última vez? Todavía no enganchamos ningún violero como vos. Se que no tenés mucho tiempo, pero dejá un teléfono donde ubicarte… Observé lo que traía a la espalda y vi un estuche de guitarra. Traté de sobreponerme a la confusión y busqué un instante para calmarme. El muchacho no paraba de hablar y yo no lo escuchaba. Se sentó a mi lado a una distancia demasiado cercana para mi gusto y sacó la guitarra. Era clásica, hermosa, de color azul, con el diapasón en negro y el clavijero en dorado. La combinación que podría haber resultado chillona, resaltaba la belleza de la misma. Hasta podría venderse por un buen precio. Rasgueó algunas notas que sonaron cristalinas y agradables con una destreza sorprendente. Podría decir que al sentir la sonoridad, la suavidad de esa música, me asaltaron centenares de imágenes, de sensaciones en la boca, en la piel, en la punta de los dedos, en la planta de los pies. Que mis oídos recogieron las voces extrañas que yo clamaba por volver a recordar. Que reviví mi encuentro con él, con ese muelle, con esa cabaña, con todo lo que él me decía. Podría decir eso y mucho más. Podría pero sería una mentira. Lo que me contaba era para mí completamente increíble. Si yo había sido ese alguien, realmente estaba dudándolo cada vez con mayor certeza, no podría haberlo sido. Lo que recogí de la infinidad de palabras que surgieron de su boca era que yo había empuñado la guitarra alguna vez y había sabido como interpretar no solo notas aisladas, sino también toda una serie de ellas, un repertorio completo. Y era imposible, pues jamás aprendí a tocar ni ese ni otro instrumento. Gabriel me observó y supo que yo estaba desconcertado aunque hacía un esfuerzo supremo por no demostrarlo. - ¡No me jodas! No me digas que no te acordás de todo lo que hicimos… Supe que llegaba a un punto en el que no podría dar mas rodeos. Tenía que desnudarme ante él y decirle que no lo recordaba, que yo no era la persona de la que él hablaba, esa que sonaba tan extraordinaria y tan única. Y me odié por no serlo… Me odié por ser quien era y desee ser ese otro. Pero si necesitaba respuestas debía improvisar algo, debía simular alguna situación que permitiera que lo que vivía encajara con cierta comodidad. - Perdóneme…perdoname (corregí tratando de acortar la distancia generacional que me separaba de él) no sé como explicarme… tuve…tuve un accidente. Perdí parte de mi memoria a largo plazo y estoy tratando de recordar… Noté una sincera preocupación en su rostro y en su voz. -¡Uy! ¡No te puedo creer! ¿Cómo pasó? Inventé una historia con algunos baches que no me preocupé por rellenar para darle mas verosimilitud. Le dije que me había golpeado la cabeza en un accidente y había sufrido un hematoma que borró parte de mis recuerdos. - Y ahora estoy tratando de reordenarlo todo… - Me imagino… ¡Que drama! ¡Con razón no sabíamos nada de vos! Te fuiste y dijiste que ibas a volver en cuanto pudieras o ibas a llamar, pero no pasó nada y creímos que no querías saber nada más con nosotros… - ¿Nosotros? ¿Quiénes son “nosotros”? - Los de la banda, Julieta, el Sapo… pero esperá, si olvidaste todo, ¿Cómo viniste a parar acá? ¿Caíste de casualidad? ¡Sería una gran casualidad! Extraje entonces el motivo de mi búsqueda, el disparador de todo lo que estaba viviendo en esa cabaña, en ese muelle, en esos instantes con Gabriel…Saqué la fotografía y se la mostré. Por primera vez tuve la sensación que iba a empezar a reconstruir lo que había ocurrido. Gabriel la tomó entre sus manos y sonrió. - Vine por esto… - Ahora caigo…Yo habría vuelto de la muerte por esto… ¿Tenés un rato para ponerte al tanto? Al parecer el hombre había llegado bien temprano a la madrugada a la cabaña, en febrero justo cuando se rompieron los termotanques en el lugar. Era un día de calor extremo por lo que el agua fría más que una molestia era un alivio. El ocupante fue extremadamente comprensivo. No se molestó para nada con la falta de agua caliente y hasta intercedió con los demás pasajeros para hacer más llevadera la estadía. Por la mañana invitó a todos a un asado y eso fue suficiente para calmar las ansiedades diversas y fomentar la charla y la camaradería. Era un hombre simpático, exultante, que saboreaba cada instante como si fuera único. Luego del asado fomentó unas partidas de truco en las que se mostró inútil pero divertido y un par de juegos de Burato que lo mostraron imbatible. Tenía una personalidad encantadora y su ánimo era arrollador. Ese primer día, un viernes para ser mas exactos fue inolvidable para todos y ayudó a que la mujer dueña de las cabañas pudiera hacer los arreglos pertinentes sin mayores presiones. Por la noche improvisó una fogata donde Gabriel llevó su guitarra y amenizó la velada. Al otro día se levantó bien temprano y salió a correr. Corrió casi dos horas y luego se pegó un duchazo con agua helada. Por la tarde, consiguió un equipo de pesca y decidió que tenía ganas de probarse en el arte de la pesca. Se dirigió al muelle apenas pasado el mediodía y se tendió sobre las maderas mientras leía un libro y escuchaba la radio. Fue entonces que sucedió. Fue testigo de un accidente en una lancha que se volcó. Una chica cayó al río y fue arrastrada por la corriente junto a su perro. Sin pensar y sin medir en las consecuencias se arrojó al curso de agua y salvó a los dos ayudándolos a llegar hasta una lancha que se había acercado para socorrerlos. Dicen que fue un alarde de proeza y valentía, pues el río venía crecido y la correntada era fuerte. Nadó y nadó salvando a la chica y al can, un labrador al que sujetó por el collar. Los tres fueron subidos a bordo y al llegar al muelle mas cercano una multitud aplaudió la hazaña y llamó la atención sobre el citadino valiente que había sorprendido a todos con su coraje. El hombre llevó a la chica en andas hasta una ambulancia cercana y dicen que le dijo algo al oído. Luego volvió a su cabaña. La dueña del complejo le ofreció una merienda deliciosa y caliente compuesta por café, tostadas con mermelada de naranja casera, bizcochos y una copita de brandy añejo. Gabriel fue a verlo y por esa hazaña lo invitó a ir a presenciar la función del grupo que integraba a un pub esa misma noche. Aceptó de buen gusto el convite y a las once de la noche de ese sábado fue hasta el lugar. Se hallaba sobre una avenida y poseía un ambiente intimista a pesar de sus generosas dimensiones. Al llegar todos ya conocían de su hazaña y fue invitado sin pagar nada. En ese lugar conoció a Julieta, la cantante, el Sapo, quien atendía el bar y pasó una noche mágica en el lugar. Invitó a todos a varias rondas pagando de su bolsillo. Llegado el momento, cuando Gabriel preguntó si alguno se animaba a tocar la guitarra con él, alzó la mano y subió al escenario. Allí interpretó un par de temas clásicos y llegó a improvisar. La voz de Julieta sonaba y él inventaba sobre la marcha. Desde allí pudo verla entrar y destacarse entre la muchedumbre que bailaba sobre las sillas. Era exquisita, de rasgos delicados, con una larga cabellera negra cayéndole sobre el hombro. Vestía una minifalda negra, una blusa blanca de seda y zapatos de taco alto. Se veía muy distinta de unas horas atrás cuando peleaba por su vida contra la corriente. El hombre interpretó una balada triste y con la mirada se la dedicó. Cuando bajó del escenario fue hasta su mesa y le tomó la mano. Se volvieron inseparables desde esa noche. La muchacha se llamaba Fabiana. Gabriel contó que ella se enamoró perdidamente de ese hombre que le dijo que solo iba a estar allí un tiempo, que tendría que irse tarde o temprano, que no quería que se hiciera ilusiones pues iba a salir lastimada ya que él no podía prometerle nada. Y ella aceptó, pues decía que a veces una estrella brilla mas en un solo momento en el cielo que todas las otras a lo largo de toda su vida, y por eso era tan notable. Y si ellos debían ser esa estrella, lo serían. La mañana los descubrió en la misma cama. En los días siguientes pasearon por las islas del Delta y recorrieron la noche. El perro de ella llamado Bidú le hacía fiesta y se comportaba como si lo conociera de toda la vida. Fabiana vivía en el centro con su hermana y sus padres, estudiaba arquitectura y había dejado de practicar voley pues tiempo atrás se había quebrado un brazo. Tenía un grupo de amigas con el que se reunían todos los sábados y a pesar de vivir en el Tigre y de amar pasear en lancha, no sabía nadar. Le gustaban los perros, las películas románticas y los libros de poesía. Era una chica instruida con fuertes convicciones sociales y políticas. Tenía entre sus objetivos recibirse de arquitecta para poder llevar adelante un emprendimiento de casas de bajo presupuesto para paliar la falta de viviendas. Se quedaban despiertos todas las noches charlando y charlando y amanecían juntos cada jornada. Gabriel les tomó la fotografía el último día que el hombre estuvo allí con la cámara de la dueña de las cabañas. Fabiana tomó su lápiz de labios y ahogando un mar de lágrimas anotó en la parte de atrás “TIGRE. CAÑADAS. EL MEJOR FEBRERO DE MI VIDA, CUANDO ME ENAMORÉ DE VOS”. El le regaló un reloj y una cadena delicada para el cuello. Pasaron juntos ese último día en completo silencio, como si se estuvieran preparando para la ausencia. Por la mañana bien temprano, como había llegado, se fue y no volvieron a saber de él. Cuento esto en tercera persona pues me resulta imposible imaginar que yo haya sido el hombre digno de tanto mérito y de tantos elogios y proezas. Pero la fotografía en mi mano y mi propio cuerpo me dicen que esto pasó, que esto ocurrió hace dos meses. La noche se me hizo insoportable. Gabriel pasó todo este tiempo hablándome y contándome esta historia increíble. También me dijo que tenía el teléfono de Fabiana y que la iba a llamar si yo quería volver a verla. Y deseo verla. Deseo ver a la mujer de la fotografía que vio en esos ojos, esos otros ojos míos algo que yo ni siquiera sospeché. Le pedí que intercediera por mí, aduciendo problemas debido a mi supuesto accidente. No sabía como iba a reaccionar si llegaba a escucharla. Arregló un encuentro en el mismo pub, para esta misma tarde. Dijo que Fabiana rompió en llanto cuando supo que la buscaba y que era mentira lo de la estrella que brillaba en un solo instante. Que quería ser una estrella viviendo con la misma intensidad toda la vida. Que ese hombre del que se había enamorado la había hecho brillar como nadie. Me dijo que le contó de mi accidente y que yo necesitaba tomar las cosas con calma. Ella le respondió que iba a estar conmigo pase lo que pasare y que me iba a hacer recordar todos los momentos pasados con su cariño… Estoy en el auto ahora, el cielo está encapotado y amenaza lluvia pero no me importa. Aguardo fuera de ese pub donde dicen que cambié mi vida. Jamás me preparé tanto para un encuentro como ahora. Me tiemblan las manos, las piernas y siento que puedo desmayarme, pero esta vez es de felicidad. Quizás con ella pueda cambiar mi destino y poder ser feliz para siempre. O tan solo feliz… La lluvia se abatió sobre la zona con inusitada violencia. Volví en el auto hasta mi hogar casi por milagro. No podía ver nada. La lluvia fuera golpeando contra el parabrisas y mis propias lágrimas bañando mi rostro y mi cuello hicieron el camino peligroso y dolorosamente insoportable. En mi dormitorio, tendido sobre la cama siento el olor a vómito y no me importa. Volví a vomitar al llegar. Porque no pude hacerlo. No pude… La vi llegar y vi la hermosura hecha mujer. La fotografía no le hacía justicia. Era imposible no enamorarse… Vi a esa hermosa criatura llegar con sus botas, su jean azul, su campera de cuero y su cabello recogido a la espalda y supe que podía llegar a ser feliz con ella. ¿Y ella se había enamorado de mí? En la muñeca llevaba un delicado reloj bañado en oro que explicaba parte del dinero que había estado buscando. Iba a salir del auto cuando la vi bien. ¿Que iba a decirle? ¿Cómo podía presentarme? Y entonces lo supe. Y así como ese otro que alguna vez fui le salvó la vida en el río, el que soy ahora debe salvarla de este destino. Porque comprendo que ella no se enamoró de mí, sino de ese otro en ese momento fabuloso que viví y del cual no tengo memoria. Y no puedo encadenarla a este que soy yo, no puedo fingir ser quien no soy, no puedo amarla siendo como soy. Y sin bajarme del auto, sin verla siquiera, la abandoné y volví a mi casa. Me abatí sobre la cama llorando por mi cobardía y vomité la poca dignidad que me quedaba. No pude deshacerme de la fotografía. Necesito conservarla para recordar lo que pudo haber sido, como así conservo esa molestia en mi piel. Es un tatuaje con su inicial. Ahora que Gabriel me lo dijo, es como un hierro lacerante. Porque solo conservo los dolores de la pérdida. Quizás ese sea el precio a pagar. Conservar los dolores para que ese otro alimente los placeres. No me interesa vivir. No me interesa seguir con esta vida pusilánime y sin ambiciones, vegetando, avanzando hacia la inexistencia poco a poco. Tan solo espero ser digno haciendo feliz a Fabiana. No se si eso sucederá algún día. No se si volveré a ser el mismo. Porque ahora que conocí la otra cara de la moneda, el conocimiento me ha sumido en la desesperanza de mi presente. No soporto mi imagen en los espejos, no soporto mi propia voz en mi mente. ¿Ese otro tendría mi misma voz? No soporto este devenir y este constante transcurrir de los días y de los meses que me dicen que mi vida es un desperdicio. Busco todas las noches que ese otro llegue y me salve y por eso he decidido no suicidarme, que es lo único que me liberaría. Porque haciendo eso lo mataría a él también. Solo quiero dormir y hundirme en este abismo negro y sin fondo que me acoge cada noche y una vez dentro, perderme en la inmensidad de la nada, morir, para que ese otro que alguna vez pude haber sido, finalmente nazca. Y entonces quizás pueda empezar a vivir… KHARMA El Pibito Larrañaga ni siquiera murió en su ley. Cruzaba la calle desbordado por el alcohol y la droga cuando un camión lo levantó en el aire. El camionero al tratar de auxiliarlo, estuvo con él en sus últimos instantes. Contó que durante un minuto y medio intentó respirar y lo observó con él único ojo que le quedaba, bien grande y abierto. Lanzó un extraño silbido en su último suspiro y dejó de moverse perpetuando en el rostro partido y lacerado una expresión de terror y de angustia. La policía debió recurrir a sus huellas digitales para reconocerlo y al hacerlo, el personal policial sintió una mezcla de incredulidad y de alivio. ¿Era verdad? ¿Ese sería el final del Pibito? Todos lo conocían en la seccional, en casi toda la provincia sería mas justo. En sus veinte años de vida, había sido la pesadilla de la sociedad toda, con sus 57 robos, tres homicidios y siete violaciones casi todos cometidos antes de los dieciocho años. El inspector Arévalo releyó el expediente de hojas ajadas por la lectura repetida y cerró los ojos. Por fin había acabado la pesadilla. Y aunque su espíritu se habría sentido mas tranquilo acorralándolo en un callejón y descerrajándole un tiro entre los ojos para asegurarse que muriera, ese final le satisfacía. Por fin podría volver a dormir, quizás intentar salvar el matrimonio que la persecución del delincuente había minado. Miró nuevamente las fotos del cadáver y trató de consolarse pensando que en sus últimos instantes se había dado cuenta del infierno que le esperaba por su participación en la tierra. Era un pequeño premio consuelo. Personalmente él hubiera preferido capturarlo y que pasara una larga, larga existencia en prisión sabiendo que las paredes que le rodeaban serían su presente y futuro. Aunque la fama del Pibito era tan grande que se había vuelto una leyenda en la cárcel. Por eso su instinto primario lo impulsaba a volarle la tapa de los sesos… Y sintió alivio. No tanto por la desaparición de su Némesis, sino porque tal vez a partir de esa noche podría dejar de lado la idea recurrente y obsesiva de matarlo. El sol agonizante teñía la ciudad de rosa pálido cuando Arévalo dejó la seccional. Llamó a su casa para avisar que volvería temprano una vez que terminara una última tarea que tenía por delante. Subió a su auto y puso rumbo a la casa. La recordaba distinta, con un lindo jardincito en el frente con rosas y un par de espantosos enanos de cemento pintados en alegres colores. No daba crédito a sus ojos cuando se acercó. Estaba ajada. El jardín era un yuyal y la reja del frente estaba derruida y sin vida. Tocó el timbre y notó que no sonaba. Debió golpear las manos para llamar la atención. El hombre asomó el rostro por la puerta entreabierta y Arévalo se dijo que eso era lo que el pibito había dejado por legado en la tierra. Se sintió infinitamente mejor por su muerte… Gerardo se acercó y abrió la puerta de la reja. Estaba flaco y macilento. Su rostro escondido detrás de una barba espesa y mal cuidada, era una máscara de dolor y de ira. - Cortaron la luz la semana pasada… Lo dejó pasar casi con vergüenza y le ofreció asiento. Sobre la mesa dos velas se iban consumiendo lentamente. El policía imaginó que con ellas se estaba consumiendo la vida de su propietario. -¿Cómo van sus cosas? - Acá me ve… ¿Quiere un poco de agua? Vino no tengo… Sintió el aliento etílico que inundaba la modesta habitación y se preguntó si así se habría visto él en esos viejos tiempos en que creía que el alcohol podía resolverlo todo, ayudándolo a pasar día tras día, sepultando los recuerdos y la angustia. - Agua está bien. Gerardo fue hasta la cocina donde sobrevolaba un enjambre de moscas y Arévalo forzó la vista para intentar distinguir algo en la habitación fría y oscura. Se acercó a la pared y vio la foto de un Gerardo joven y rozagante parado junto a una muchacha de corta cabellera negra. Se preguntó si no era mejor conservar esa imagen de Paulina que la que él tenía en su memoria. El hombre volvió con un vaso recién lavado y lo tomó en silencio. Se preguntó si acaso no sería demasiado tarde para él. Si ya no estaba demasiado hundido en el sufrimiento como para intentar salir nuevamente a la vida, a servir de alguna manera a la sociedad como lo había hecho antes. No podía culparlo. La sociedad le había dado la espalda engendrando una bestia como el Pibito y lanzándolo contra su vida haciendo añicos su vida y la de Paulina. - Usted dirá. Arévalo bebió el agua y lo miró a los ojos. Creyó que sería más fácil. - Se terminó. El Pibito está muerto. Gerardo lo miró como si las palabras tuvieran algún sentido. Luego recordó lo que era sentirse vivo y se preguntó si acaso el policía no había cometido un error. - No me diga que… - No…Ganas no me faltaban…Lo atropelló un camión en la colectora. Le hubiera dicho que estaba drogado y borracho, pero esos detalles era inservibles ahora. Permanecieron en silencio un rato. Los dos hombres se preguntaron quizás como harían ahora para seguir adelante, contra quien descargarían ahora ese odio visceral que les roía las entrañas y que en el caso de uno lo mantenían vivo y en el otro lo acercaban a la muerte. El policía miró a través de la ventana y vio como anochecía. - Tengo que irme…Solo pasé para decírselo… Gerardo asintió con la cabeza y lo acompañó hasta la salida. - No creo que llueva… (dijo mirando al cielo) El policía sintió pena por el hombre y también por sí mismo. La muerte del delincuente había llegado demasiado tarde para ambos, y si bien traía un cierto alivio, el daño estaba hecho. Le dio un apretón de manos y subió a su auto. Quizás podría llamar a García, el encargado de cortar la luz a los morosos para que le reconectara el servicio. Después de todo le debía un par de favores. Le habría gustado hacer algo más por él. Pero sabía que Gerardo había sucumbido a su propio infierno y de él no podría ayudarlo a salir tan solo con la noticia que el ejecutor de su vida había desaparecido. Él ya vivía en ese estado y supuso que el dolor se había vuelto cómodo y era lo que le permitía subsistir, desandando los metros finales hacia el abismo del olvido y de la muerte. Pensó en él durante todo su viaje. Llegó hasta su casa, no muy distinta de la del hombre que acababa de dejar y traspuso el umbral. Dentro escuchó las voces de sus hijos y los vio corretear por la cocina. Fue hasta allí y vio a Elisa, su esposa, preparando la comida. Se le acercó en silencio y solo la abrazó. Necesitaba ese contacto humano con lo único que lo había mantenido en pie durante la cacería, con esa mujer que había absorbido los golpes generados en la impotencia y el dolor, que había soportado la traición y la injusticia, y que había enjugado sus lágrimas para no demostrar debilidad devolviéndole en amor y comprensión todos sus actos. Ella era la más fuerte de todos y quien lo había rescatado de la desesperanza y la angustia. Sin Elisa ni sus hijos allí, su destino habría sido el de Gerardo. - Se terminó… Gracias a Dios se terminó… La mujer apretó los puños y sostuvo su abrazo dejando escapar una lágrima dolorosa. Esa misma noche luego de la cena y aún sentado a la mesa, Gastón Arévalo no pudo quitar de su mente el nombre de cada una de las víctimas del Pibito. Si bien el peligro había pasado, sus rostros aún permanecían nítidos y presentes. Y si bien no había llegado a conocerlos en vida, se había hecho familiar de ellos en su desgracia y su muerte. ¿Cuánto tiempo más soñaría con sus historias? ¿Cuántas noches en vela le llevaría poder superarlo? Se preguntó si él no sería otra de sus víctimas. Si no se habría sentido mas tranquilo volándole la cabeza al delincuente, si eso no habría logrado aplacar sus demonios. Y tal vez él había estado a punto de serlo. No por caer en sus garras, sino por haber estado a punto de traspasar esa fina línea que separaba su vida de policía de la del asesino. Se consoló pensando que eso demostraba que no era como él. Y aunque se culpaba por no haber podido hacer nada por las víctimas, intentó pensar en los últimos momentos del Pibito, agonizando con su único ojo sano abierto como el as de oro. Se preguntó si en ese momento él no habría adivinado, vislumbrado en realidad, el infierno que se había forjado y que sería su prisión perpetua. Era la única forma de pagar por la pérdida de tantas vidas inocentes. Como la de Paulina García… La mujer se preguntó por qué le estaba pasando eso… Por qué justo ahora que había conseguido un buen trabajo, un trabajo con el que le podría comprar la bicicleta a Marcelita, su sobrina, cuando había hallado a un hombre bueno que la respaldaba, con el que se sentía protegida… ¿Qué estaría haciendo Gerardo ahora? ¿Sabría que tenía que descongelar las pechugas de pollo para la cena? No supo por qué pensaba en eso en esos instantes. Quizás porque el miedo a perderlo todo no se lo permitía. Pensó en sus padres, en su sobrina, en Gerardo. Pensó en todas las cosas buenas que le habían pasado en la vida y que ahora desaparecerían. Miró al hombre que acababa de mancillar su cuerpo y sintió el puñal clavarse en su costado. El frío superó al dolor. Pensó en Gerardo en esos momentos finales. Sintió vergüenza que la hallara desnuda y tirada en el baldío. ¿Qué pensarían al verla? Dirían que “la gorda” se lo había buscado… Pero ella no había hecho nada para merecer ese destino. ¿A quien le importaría? El hombre que la había llevado hasta ese lugar para violarla, asaltarla y matarla se acercó a su rostro para observarla bien de cerca. El frío poco a poco iba adueñándose de su cuerpo, su corazón trataba de bombear la sangre cada vez más escasa. Lo miró y se sorprendió por lo joven que era. Tenía los ojos grandes, como los de un chico. Y en ese último instante en que abandonaba la existencia, reconoció esos ojos… Eran los mismos ojos que había visto en el espejo en otra vida. Habían sido sus ojos observando a su víctima. Y supo que ese, su asesino, su violador, y ella, la víctima, eran la misma persona. Porque ese era su destino. Revivir la vida, el dolor y la pérdida que había causado. Y sintió nuevamente el terror, el pavor por lo que aún debería revivir. Ese mismo terror que sintió al sentir su ojo reventado y ya muerto, cuando experimentó el choque con el camión, cuando supo que ese sería su castigo. Como lo revivió todas las otras veces que había muerto sintiendo el dolor y la agonía. Intentó articular una palabra, un gesto para avisarse a si mismo cual era el infierno que le aguardaba, para que le pusiera fin. Pero como todas las otras veces, la sombra de la muerte lo arrebató. Abrió los ojos y observó el techo de la sala de maternidad y supo cual sería su destino final. Supo que moriría atravesado por tres balazos y golpeado hasta el límite por el pibito Larrañaga, el mismo que había sido una vez y que había sufrido una muerte terrible bajo las ruedas del camión. Intentó recordar las palabras que en aquella otra muerte sintiera, para decírselas cuando se encontrasen nuevamente, para que pusiera fin a esa amarga rueda de castigos. Gritó con todas sus fuerzas buscando terminar con ese infierno y al hacerlo lo olvidó. Arévalo se acercó al cuerpo y lo descubrió para observarlo. No imaginó que ese cuerpo golpeado y sin vida lo sumiría en uno de los peores infiernos. -¿Cómo se llamaba? - Paulina García. Encontramos sus documentos y sus cosas contra la pared. El policía se sintió cansado y tapó el cuerpo santiguándose. LA BETI “¡La Beti se murió!” Ese aviso, descarnado, completamente inesperado sonó a través del auricular del teléfono como una puñalada helada. Eran las cuatro de la mañana cuando me empecé a vestir para salir hacia su casa. La voz de mi tía, teñida de desesperación, de angustia, de inevitable fatalidad, me mareó un poco. Recordé mi contestación y me pregunté si había utilizado las mejores palabras para consolarla. ¿Acaso hay palabras adecuadas para un momento así? Se me hace que cualquier cosa que uno dijera o dijese sonaría inadecuado, tanto por omisión como por exceso de vocablos. Supongo que lo que ella necesitaba escuchar en esos momentos era que ya estaba saliendo a su encuentro para encargarme de todo. Estaba frente al volante de mi auto cuando sentí que quizás no había salido bien abrigado para afrontar el viento frío del otoño, aunque eso ya no importaba. Mientras surcaba las calles desoladas de una fantasmal Buenos Aires desde mi casa en Flores hasta San Telmo, me invadió una repentina angustia por la novedad. La Beti se había ido finalmente. Mi abuela contaba con ochenta y dos años. Se llamaba Betina Roccaforte de Díaz, como le gustaba firmar, aunque siempre había sido La Beti para todos, así, con el artículo por delante como si fuera parte de su propio nombre. Era chiquita, supongo que en sus años mozos había medido un par de centímetros más, pero en ese metro cincuenta y cuatro combinaba toda la fuerza, el empuje y el amor que ser humano alguno podía condensar en si mismo. Había enviudado de muy joven y nunca más había vuelto a casarse. Con tres hijos a cargo, no tuvo la menor vacilación a la hora de salir a trabajar, de cuidar a los chicos y encargarse de la casa que con su esfuerzo fue pagando peso sobre peso hasta ser finalmente suya. Envío a los tres hijos a una escuela de jornada completa con comedor en la calle Humberto Primo al 300, lo que le permitía disponer de casi todo el día para trabajar limpiando casas ajenas. Y jamás abandonó el luto por el esposo que había muerto tan joven. Dicen que primero su demostración de duelo era evidente, pero que con el pasar de los años se había limitado a un pañuelito negro con las iniciales de él o la ropa interior en ese color. Y si bien parecía una mujer anticuada tanto en su aspecto como sus modos, sabía disfrutar de la vida. Cuando los ahorros se lo permitieron se fue a Mar del Plata con los tres críos a pasar una semanita parando en un hotelito chiquito que la tuvo luego como cliente regular por los próximos cuarenta años. Dicen las malas lenguas que tenía algo con el dueño del establecimiento, algo que no puedo asegurar ni desmentir, ya que no podía imaginarme a mi abuela en una relación informal. Aunque tampoco lo descartaría, pues de vez en cuando aproximadamente cada mes, se vestía primorosamente para encontrarse con alguien, y volvía mas tarde de lo acostumbrado. Según ella iba a bailar tango a una milonga en Congreso, actividad que sabía hacer muy bien, nunca faltaba una fiesta de fin de año o hasta algún acto escolar en que no se luciera bailando la más difícil de las piezas con una soltura y una elegancia remarcables. Si hasta llegó a dar clases en una milonga para turistas con lo que embolsaba un mas que apreciable sueldo cuando el turismo empezó a hacerse fuerte en Buenos Aires. Mi madre, sin embargo, decía que aprovechaba esas escapadas mensuales para encontrarse con “el tipo ese” y creo que en alguna oportunidad hubo un intercambio de palabras entre las dos que La Beti zanjó con autoridad haciendo pesar su condición de madre. Por mi parte, yo hubiera estado feliz. Mi primer recuerdo de ella no es visual sino olfativo. Dicen que el olfato es el sentido que mas se graba en la mente. Sospecho que sí, pues cada vez que sentía y que siento el olor a colonia inglesa, automáticamente me transporto a una muy primerísima infancia cuando me alzaba en brazos. Yo fui su primer nieto y fue quizás por eso que nuestra relación fue tan estrecha. Fui el único de sus nietos que viajó solo con ella hasta Mar del Plata para pasar una semana. Allá me enseñó a nadar y a perderle el miedo al océano. Adoraba nadar. Cuando podía se escapaba hasta la pileta del club para hacer varios largos que la rejuvenecían. Supongo que gracias a su convicción llegué a nadar tan bien y pude destacarme en la escuela y en el secundario escapándome cuando podía para imitar su actividad. Y también aprendí a bailar el tango… Llegué a la casa de San Telmo y vi la ambulancia en la entrada. Fue entonces que tuve la real certeza que La Beti no estaba más. Entré a la casa y vi a mi tía llorando desconsolada abrazada a mi madre, que había llegado apenas unos minutos antes. Las abracé a ambas y sentí como temblaban. Tuve miedo de quebrarlas como a dos palitos secos. Pasé al dormitorio, a ese dormitorio inmaculado y vi al médico y al chofer de la ambulancia que preparaban todo. Al verme uno me dijo unas palabras en voz baja, supongo que fue un pésame y me dejaron solo en la habitación junto a mi abuela. Me impactó verla allí, diminuta, con su camisón rosado. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados. Me senté a su lado y la toqué. Tenía una tonalidad grisácea propia de la muerte y ya estaba fría. Dos días atrás, cuando estuvimos juntos, la había notado algo desmejorada y agotada, y hasta me llegó a vaticinar algo que no escuché, o no quise escuchar, acerca de que ya estaba cansada, que quería irse a Mar del Plata por última vez para meter los pies en el mar. Le dije que tenía mucho por delante todavía a lo que me sonrió como sabiendo que ambos nos mentíamos mutuamente. Pronto la casa sería una romería entre mis hermanos, mis primos, los amigos y los conocidos que llegarían para presentar un último saludo y me sentí culpable por el estado en el que estaba. Saqué un pañuelo de seda que tenía colgado sobre una silla junto a la cama y con él le hice un lazo para cerrarle la boca y que pareciera que dormía. Si hasta me pareció que sonreía cuando la vi antes que se la llevaran en la ambulancia. Los acompañé para hacer los trámites. Ninguno de mis hermanos pudo ni quiso venir conmigo, aunque eso no importaba. Yo se lo debía a ella y no a ellos. Llevé sus mejores zapatos de tango para que se los pusieran y esa misma tarde la velamos. El desfile de gente fue increíble. Mi mamá y mis tías lloraban a más no poder, mis primos y mis hermanos se juntaron en la cocina para preparar el café y discutir que debían hacer con la casa y con los muebles. No los pude escuchar. Me indignaba que ya estuvieran haciendo planes cuando el cadáver de mi abuela aún estaba frente a ellos y durante todo el velatorio me mantuve apartado, charlando con los que habían sido sus amigos o consolando a aquellos que lloraban a mares. Me pareció ver un rostro conocido entre la multitud. Un hombre anciano se apeó de un taxi y entró a la sala acompañado solo de un bastón y de un hermoso ramo de gardenias. Traté de hacer memoria y de pronto como una luz lo recordé. ¡El dueño del hotelito de Mar del Plata! Se acercó al féretro y estuvo allí un rato. Me pregunto siempre que fue lo que le dijo en voz baja mientras le acariciaba la mano. Mi madre se acercó a él y me apresuré para interponerme entre ellos por si hacía falta, pero asombrosamente ella lo abrazó y se mantuvo así por un par de minutos consolando el llanto de ese hombre. ¡Ella lo había llamado y había tomado el primer avión desde Mar del Plata para ofrecerle su último adiós! Habían hecho las paces en algún momento… ¡eso habría hecho feliz a La Beti! El cortejo fúnebre partió hacia el cementerio a las diez de la mañana. Mi abuela había comprado, previsora, una parcela para toda la familia, en un cementerio privado. Lo había hecho cuando recién se había instalado y el precio había sido, al pasar el tiempo y las sucesivas crisis, sumamente ventajoso. En la capilla ardiente el sacerdote dio un último sermón. Mi tía seguía llorando. ¡Cómo alguien puede tener tantas lágrimas dentro! Si hubiésemos perdido el rumbo, habríamos retornado fácilmente a casa siguiendo los lagrimones que había derramado durante todo el camino. El féretro me pareció chiquito y frágil. Cargarlo fue como cargar una cáscara vacía, en realidad, mi abuela no estaba allí, estaba en Mar del Plata, en la milonga, en los sillones de su casa, en la pileta del club Boca Juniors… Dentro del cajón quedaba apenas un recuerdo de aquello fabuloso que había sido mi abuela… Que había sido La Beti… Los días posteriores fueron extraños. Mi abuela no estaba más. Supe entonces que los viernes que pasábamos juntos ya no ocurrirían, que las escapadas que hacíamos a las milongas no se volverían a repetir, que ya no volveríamos a ir a la pileta y fue entonces que caí en la cuenta de la gran ausencia de su pequeño cuerpo. Mis hermanos y mis primos se abocaron a la tarea de intentar convencer a mi tía para que dejara la casa de San Telmo y así poder venderla y repartir las ganancias entre la familia, que esa casa le traía malos recuerdos, que no era bueno que estuviera sola… Ella les contestó que prefería estar sola antes que estar acompañada de unos chacales como ellos, con perdón de los chacales, y que si tanto se preocupaban por su bienestar, habrían hecho un gran bien acompañando a La Beti cuando los necesitaba, que el único que había estado con ellas dos todo el tiempo había sido yo, que de ser por ellos la habrían tirado en el primer volquete que tuvieran a mano… Por supuesto esto acrecentó la distancia entre ellos y yo, que veían en mí a una seria amenaza para quedarse con la casa. La verdad, no me importaba la casa, pero si podía hacer algo para complicarles la vida para que se hicieran con ella, sin duda pondría mi mejor esfuerzo en la empresa. Como veía que mi tía era la más necesitada en esta situación, le sugerí que todos los viernes nos encontráramos para comer. Le propuse mi departamento, ya que la casa me traía muchos recuerdos. Se excusó amablemente diciéndome que se cansaba de viajar desde San Telmo hasta Flores, por lo que finalmente accedí a que nos viésemos donde vivía, muy a mi pesar, para comer los lunes. Ella cocinaría. Pasamos varios meses así, tiempo durante el cual conocí mejor a mi tía. Había sido la única de las tres hijas en quedarse soltera. Dicen que había salido con un tipo casado que constantemente le dijo que iba a abandonar a su esposa para irse a vivir juntos, pero eso nunca sucedió. El hombre murió y ni siquiera pudo ir a despedirlo al funeral. Quizás por eso lloraba tanto en el de La Beti… Había sido secretaria y una gran taquígrafa, pero el advenimiento de la computadora la habían apartado por completo de su trabajo. Ahora sobrevivía con su trabajo de enseñanza del inglés en cuatro colegios aguardando su jubilación. Sentí pena por ella, y me sentí culpable por degradarla de esa manera, y asumí que parte de su personalidad tan retraída se debía a la arrolladora de La Beti. Fue una noche en que volvía a casa después de estar a su lado y de un suculento plato de ravioles a la boloñesa que ocurrió. Habíamos estado hablando con la tía acerca de nuestros gustos, casi sin saber como llegamos a ese punto, en que salió a tema el asunto de lo mucho que le gustaba a Beti el agua. Me confió que a ella le daba mucho miedo desde una ocasión en que se tiró a la pileta y perdió el pie. Contaba entonces siete años, y su madre, mi abuela, la sacó y debió socorrerla pues había tragado mucha agua. Desde entonces le provocaba un miedo casi pavoroso al punto de no soportar siquiera la bañera. Beti en cambio se metía y podía estar horas sumergida en la tina. Comentó entonces la paradoja acerca de lo ocurrido en el dormitorio de la difunta, cuando una terrible pérdida de agua proveniente de la terraza, había llenado de humedad el cuarto, arruinando toda una esquina. Me confesó que eso hizo que su buen carácter se agriara y que llamara a un plomero exigiéndole la solución inmediata del problema, como si el pobre hombre tuviera la culpa por la pérdida. Fue para la época de unas vacaciones que yo había tomado tres años atrás, cuando no había tenido oportunidad de visitarlas, por lo que no había notado nada en su ánimo ni en la casa. Aunque también influía el hecho que no me gustaba entrar a su dormitorio, lo que consideraba una invasión a su intimidad. La tía me dijo que en los últimos días había soñado con su madre y una gran mancha de humedad, lo que le llevó a conjeturar que su espíritu aún vivía en la casa, y más precisamente en esa habitación. Este hecho de fe significó para ella un alivio pues sentía que estaba acompañada. Aunque más no fuera por una ilusión. Volví a casa con ese pensamiento anclado en mi cabeza. La pobre tía estaba demasiado sola, había permanecido tanto tiempo bajo el ala de su madre que ya imaginaba cosas y compañías que al menos le servían de consuelo. Por mi parte era conciente que todos la consideraban una infeliz, quizás también compartí ese parecer en alguna ocasión, pero luego de charlar largo y tendido con ella supe que era la antítesis de La Beti. Ella era un volcán, un fenómeno generador, un ciclón que movilizaba todo, el centro de nuestro universo. La tía era en cambio un ser más pasivo, dueña de una inmensa riqueza interior, que palidecía ante el brillo de mi abuela. Pasé a buscar a mi novia al trabajo para que fuésemos a mi casa y le comenté acerca de mis impresiones respecto a lo que había hablado con mi pariente y la soledad en la que la veía. Ella, aportó que le parecía una mujer demasiado dejada de lado, que sería bueno que saliera de esa casa, para dejar atrás los fantasmas tan presentes en cada uno de los muebles. Tuve que concordar que vivir allí quizás la estaba consumiendo, que había empezado a ser invadida por la anciana incluso en sueños, y que refugiarse en ello era una ilusión, tal vez una esperanza peligrosa. Pero sacarla de allí era lo que más deseaban mis hermanos y mis primos para quedarse con el patrimonio… Nos fuimos a la cama con esa idea en mente. Esa noche soñé con mi abuela. No recuerdo los detalles exactos del comienzo del sueño, aunque el episodio en sí es imborrable. En él estaba La Beti, sentada en una silla, con los pies muy juntos, con un largo vestido negro, sus zapatos de tango favoritos, los ojos cerrados y las manos entrelazadas. Yo sabía que ella no podía moverse, pero no podía hacer nada para ayudarla, cuando de pronto vi, sentí, olí principalmente, como el piso empezaba a inundarse. Poco a poco, el agua fue subiendo a la altura de sus rodillas, luego de su cadera, su pecho, su barbilla, y luego la tapó. Intenté llamarla, pero no me escuchaba. Entonces abrió los ojos y me miró. En ese momento me desperté Tan vívida fue la sensación que mi novia junto a mí, se sobresaltó. Le expliqué que había tenido una pesadilla horrible con mi abuela, y lo adjudiqué de inmediato a la pesadez producida por la suculenta comida. Y sin embargo estaba temblando. No pude volver a dormirme esa noche. ¿Acaso estaba empezando a caer en la misma fantasía de mi tía? Me dí un baño madrugador, y con el contacto del agua con mi cuerpo volví a pensar en La Beti, la humedad de su dormitorio y ella completamente quieta allí. Y comprendí que lo que había visto en mi sueño, no era el dormitorio, que se trataba de un ambiente indefinido, pero que sabía tácitamente que era algo diminuto y claustrofóbico, casi aterrador. A diferencia de mi tía, no me sentí complacido con el producto de mi sueño, aunque me pregunté que quería decir que los dos soñáramos con algo parecido. El día fue normal, dentro de todo. En la oficina el recuerdo del sueño me persiguió y hasta me distrajo en un par de ocasiones. Volví a casa con malestar estomacal. Sin duda habían sido los ravioles. Me fui a la cama con un té encima y pronto concilié el sueño. La imagen perturbadora de la noche anterior se repitió entonces. Los detalles, los olores eran casi palpables. El sonido del agua era tan real que era imposible de dejarlo pasar. Vi su vestido amojosado, su pelo revuelto y despeinado, su piel rara y gris, sus zapatos arruinados… Y ahora si tuve la sensación claustrofóbica del cuarto, de la humedad omnipresente, del terror que me embargaba y se apoderaba de mi sueño y mi realidad. Me desperté bañado en sudor. La pesadilla ya me asustaba. No podía adjudicársela a la comilona. Ese día estuve completamente desorientado en el trabajo y debí pedir un franco pues me sentía mal. Mi novia pasó a buscarme y me llevó a casa. A la noche no quise volver a dormirme. Cuando ella se fue encendí el televisor para distraerme mirando alguna película. Empecé a ver una comedia, pero los párpados me pesaban como si encima de ellos tuviera todo el peso del mundo. Me di un baño para despejarme pero fue inútil. No podía mantenerme despierto. No quería volver a dormirme, pero sabía al mismo tiempo que mi cuerpo lo necesitaba, lo pedía a gritos. Supongo que me dormí en el sillón. Y la vi. Ya no estaba sentada a la silla. Ni siquiera estaba en la misma habitación húmeda y caliente. Estaba en una cama blanca, la sospecho dura como le gustaba a ella, en un ambiente seco y fresco. No era claro, sin embargo no existía esa sensación claustrofóbica de antes. Sus ropas estaban empapadas, su cabello despeinado, pero ella estaba sonriendo. Se que no me moví de mi lugar, pero sé que me acerqué. Y me habló. - ¡No sabés que contenta que estoy acá! En el otro lugar estaba todo húmedo. Acá voy a poder secarme por fin… Una puerta que no había notado, se cerró y vi que era un ropero, con una puerta blanca con un arabesco en el medio. Luego desperté. Si bien el sueño había sido extraño, no me sentía mal. Estaba imbuido de una sensación de paz y de alegría inexplicable. Fui a trabajar, aún estremecido por las tres intensas noches, pero ese día todo me salió bien. Por extraña vergüenza, o por pudor, no le conté a nadie de mis sueños, ni siquiera a mi tía, aunque si la interrogué acerca de los suyos cuando la llamé por teléfono. Se puso contenta por mi llamado, aunque se extrañó por mi requerimiento. Me dijo que su último sueño había sido con aquel amor frustrado que la ancló en la soltería. Esa noche, si soñé, no quedó en mi recuerdo. Las sucesivas noches fueron iguales a esa, lo que resultó en un alivio. No volví a soñar con La Beti. Una semana después al llegar a casa el encargado del edificio me dio una carta que me había llegado. Era del cementerio donde habíamos enterrado a mi abuela. Me decían si podía acercarme hasta el lugar, ya que yo era el responsable, para comentarme algo que no podían hacer por carta. Al otro día fui en el coche con la sensación de que algo extraño estaba ocurriendo. El viaje me resultó largo y angustioso… Me recibió uno de los encargados que me estrechó la mano con fuerza como si me estuviera pidiendo disculpas por algo. Me agradeció mucho por haber ido hasta allá, y me dijo que habían debido hacer un cambio en los lotes, y que eso significaba que nuestra parcela había sido relocalizada. Que esto no significaba en lo absoluto un desembolso de dinero, sino de ubicación. Me llevó hasta un edificio y entramos a él. Era destinado a los nichos. Sentí algo en el pecho que me congelaba la piel. Me llevó hasta uno de los nichos y vi el nombre de mi abuela. En la tapa, de marmóreo blanco irisado, había un dibujo trabajado igual al arabesco de mi sueño. Antes que pudiera hablar, él comento con cierto pesar. - Una de las cañerías de riego automático del parque se fisuró e inundó toda la zona donde estaba su abuela. Hubo un hundimiento y tuvimos que relocalizar a todos los huéspedes hasta el sector de los nichos para poder apisonar la zona… No pude terminar de escucharlo. Recordé entonces sus zapatos arruinados en mi sueño. ¡Eran los mismos con los que la habíamos sepultado a mi pedido! Se que llegué a casa y me desplomé en el sillón. La sensación de mi pecho aún no se ha desvanecido… EL AMANECER Me hablo a mí misma esperando que alguna vez todas estas cosas que pienso, que digo, sean útiles en esta forma de comunicación tan precaria y antigua que hasta a mí me resulta impensable razonar respecto de ello. Y sin embargo lo hago como si estuviera ancestralmente anclado en mi conciencia. Hace tanto tiempo que no existen palabras en mi lengua que ignoro si estoy usando un medio eficaz para expresarme. Pero eso no importa. Los vocablos no tienen voz, no tienen sonido, son solo pensamientos o quizás sean algo más que me gustaría poder comprender. Por un momento lamento no tener mas tiempo para hacerlo. Por lo pronto, todo me resulta desconocido, cada pensamiento, cada cavilación, cada instante que transcurre en esta ardua espera. Cada acción que realizo es superflua y no está permitida, no porque exista una prohibición expresa o tácita, sino que la restricción de mi módulo no me permite movimientos, no me permite palabras, no me permite nada que no sea esta lánguida y finita agonía. Y si digo esto no es con el objeto de perpetuar mis pensamientos pues estos son tan nimios que no importan dentro de la gravedad de mi misión, (justamente la gravedad es lo que me mantiene aquí) ni tampoco espero que exista una respuesta. Supongo que es la consecución final y lógica de la espera interminable, de la vigilia, del tedio de la incertidumbre… Tan solo puedo contemplar los instrumentos, calcular el momento exacto, aguardar… A veces busco en los registros y puedo acceder al banco de memoria. Está fragmentado, partido en millones de pedazos, con el objeto de salvaguardar lo mas importante de todo lo que alguna vez nos permitió ser, y así y todo, lo que resta, el pequeñísimo fragmento que ha quedado es tan maravilloso, que me siento honrada y desesperada al mismo tiempo. Honrada pues soy quien debe custodiar, salvaguardar el legado. Desesperada pues nunca fui consultada para hacerlo, y soy la prisionera de mi gestación, mi destino y mi obligación. Porque en esos registros, aún sobrevive una voz, unas imágenes, el aroma proveniente de algún espécimen vegetal del planeta originario de hace eones de siglos. Y si bien jamás he visto un ser vegetal, ni lo veré, sé cual es la diferencia y eso me abruma. No puedo imaginar un ser conciente de tan magnífico porte como el que me refieren los archivos, no me cabe en la comprensión la existencia de un animal que habría cabido en un fragmento ínfimo del universo compartiendo la vida con otro de tal y portentosa altura que ofrecía un abrigo de la luz estelar… No me cuesta imaginar las complejas matemáticas cuánticas, ni la interrelación con las teorías que mueven los grandes cuerpos celestes, pero escapa a mi conocimiento y mi comprensión la existencia de esa cosa llamada vida en tan variadas formas y tan maravillosos resultados. Al fin y al cabo, yo soy la consecuencia de la vida nacida cuando el universo era joven y promisorio. Tan distinta a todo lo que me rodea… Y a pesar de todo, no sé si mi misión es errada o ya ha caducado. No se si será exitosa. Hace tanto que espero… ¿No seré tan solo un recuerdo olvidado? Quizás sean los archivos los que están equivocados, o se hallen dañados. Esta idea ha estado rondándome desde hace tiempo… Miro en mi derredor buscando la respuesta. Y mis dudas se agravan. La larga noche se ha extendido por tanto tiempo que los registros ya no me resultan confiables. Me gustaría pensar que lo que dicen es cierto, aunque es tan increíble lo que narran que dudo, que me inclino a pensar en que una falla en los sistemas ha provocado un error en los archivos. He intentado dar con esa falla, pero no la he hallado. ¿Y si lo que dicen es verdad? ¿Si realmente todo, o al menos una parte, de lo que se dice allí es verdad? No es mi misión, ni mi interés poner en duda la veracidad de los mismos. Solo albergo una triste frustración originada en el hecho de que lo que he vivido desde hace tanto tiempo, desde toda mi vida, sea solo un despojo, un resabio de toda la grandeza que allí se menciona. Y eso, al mismo tiempo, hace que me halle mas convencida de cumplir con el propósito para la que fui concebida. Soy la última de los de mi raza. Hemos sido los dueños de todo el confín, de todos los horizontes. Fuimos los arquitectos de las estrellas y de las galaxias cuando empezó el final buscando controlar lo incontrolable. Fuimos todo y ahora no somos más que un recuerdo. Un recuerdo del que soy guardiana y del que ni yo misma guardo muchos registros. Soy la testamentaria de nuestra estirpe. Observo hacia fuera de mi habitáculo y veo a la única compañera que conozco y me pregunto si será conciente que nuestro destino está unido, que su suerte y la mía son la misma suerte. Es inmensa, aunque si confío en los registros, es una de las mas pequeñas (¿acaso eran tan grandes?), de las mas ancianas también. Su luz amarronada parece variar de intensidad y he podido catalogar la serie de franjas que la circundan. Se que está muriendo y no puedo hacer nada para evitarlo. De pronto parece que intenta demostrar que aún conserva parte de la fuerza que alguna vez poseyó y lanza una lengua de fuego brillante, fulminante, que se disipa rápidamente, como si el esfuerzo hubiera sido en vano. Pero no lo es, pues lo ha hecho para mí, para permitirme sentir que no estoy sola en este sitio. Los registros la nombran EM3-65789. Para mí es ELLA. Ha sido mi única compañera, mi par en esta última misión de perpetuidad. Conozco cada ciclo, cada detalle de su superficie como conozco cada sonido de mi habitáculo, cada torbellino como los quejidos de mi nave resistiéndose al desmembramiento, cada sorda explosión como los latidos del corazón en mi pecho. Es la última estrella del universo. Su clase es la de enana marrón. Su edad, inconcebible. Ella ha sido la fuente nutritiva de energía que me ha permitido subsistir tanto tiempo. Mi módulo la ha estado orbitando, estudiando, midiendo, aguardando por algún tipo de modificación en su masa y su conformación. Se ha nutrido de su cada vez más escasa emisión de energía. Y he llegado a entenderla, a escucharla en su silencioso lenguaje, a comunicarme. ELLA nunca llegó a ser una de las estrellas gloriosas del universo. A medio camino entre un planeta gaseoso y una estrella de brillo moderado, la reacción nuclear interna nunca llegó a ser lo suficientemente grande como para permitir que resplandeciese con fulgor. Sin embargo esa economía en la administración de recursos le permitió sobrevivir mucho más que sus hermanas. Despojada de una estrella hermana, de un sistema planetario destacable, se ha mantenido estable desde el inicio del tiempo. Y será la última en morir. Según los registros la capa exterior ha variado de tamaño siete veces. Ha aumentado y se ha disipado en el cada vez más escaso viento sideral y lo que ha quedado es poco más que un núcleo marrón, surcado por bandas concéntricas que se rozan con furibunda violencia. Catalogué distintas estaciones por su giro, momentos de extraordinaria calma intercalados con otros de apoteótica destrucción. Incluso puedo llegar a sentir como palpita, como se resiste a lo inevitable. Pero finalmente se ha resignado a esa imagen avejentada y cansada, distante de la juventud y la fuerza que alguna vez poseyó. ELLA y yo somos iguales en eso, quizás por eso la sienta mi hermana. Somos apenas un espejo de lo que alguna vez fuimos, ella como estrella y yo como representante final de mi raza. De pronto los instrumentos detectan otra disolución. Otra de sus hermanas ya muerta, ha sucumbido al final. No puedo precisar donde se halla pues las notas de medición ya no tienen sentido. Pudo haber sido junto a mí o al otro lado de lo desconocido. No importa, pues esto acelerará el final. ELLA lo ha sentido. Las bandas han sufrido una ligera variación. El final se aproxima… La gravedad está perdiendo fuerza progresivamente diluida por el gran desgarramiento. El universo, que jamás conocí, se ha extendido hasta tal punto, que la gravedad ya no posee suficiente intensidad como para seguir manteniendo la integridad estructural de cada cosa presente en él, fuera una estrella, sus átomos fundamentales o incluso mi nave, mi cuerpo. Siento la vibración de cada uno de los átomos de la estructura de mi módulo, como intentan luchar por mantenerse unidos. Apenas lo están logrando. Lo veo en mi estrella hermana y lo siento en mi ser. Ya casi no hay tiempo…pronto no existirá el tiempo ni existiremos nosotros. Los sensores ubicados en los módulos indican que resisten aún. Los proyectores también. Mi habitáculo se ha mantenido unido a pesar de todo. Siento ahora, por primera vez en mucho tiempo, que mi misión cobra mayor importancia. Queda poco tiempo. Los archivos aún guardan la ubicación de nuestro origen como especie. Ese punto invisible ya ha quedado fuera de la frontera de lo alguna vez conocido. Pero lo guardamos como si eso nos revelara quienes fuimos y quien soy. ¿Habremos sido tan distintos? Me considero parte de esta especie aunque yo misma soy solo una mutación programada. Fui concebida hace eones para esta misión. Mi genética, sin duda similar a las de mi raza, fue modificada para que reuniera en mi mismo cuerpo el mayor conocimiento posible de todo lo que alguna vez fuimos, con el objetivo de permitir el escape a la aniquilación final e irremediable. Y sin embargo hace tanto que aguardo sola en este punto fijo del espacio, que mi conocimiento, respaldado por los bancos de memoria, se han ido degradando. Me pregunto que habrá en el mas allá… ¿Será una estrella tan solo o será como antes? Otra disolución en el horizonte me indica que los tiempos se están agotando. ELLA sufrió una violenta erupción. Es el preámbulo del final. Preparo todos los procesadores y vuelvo a verificar el estado de mi carga. Soporta. Los acumuladores de energía auxiliar se mantienen estables. Y otra vez la espera… Aguardar es desesperante incluso para mí. Me crearon sin compañero como a todos los que estuvieron antes que yo y cuyas experiencias se han mantenido en los archivos. Incluso lo que pienso ahora está siendo registrado en la carga y en los archivos para que quede guardado definitivamente… Debo considerarme afortunada por estar presente en estos momentos, pero siento este honor como una pesada carga de la que no soy merecedora. Pero se que soy quizás la parte mas importante de este plan para perpetuar lo que fuimos. Eso es al menos lo que siento dentro de mí. O lo que me han inculcado hace eones para hacerme sentir que mi presencia no responde a la banalidad sino a la necesidad verdadera. Cuando los antiguos lograron averiguar la edad exacta del universo, supieron que la extinción no estaba decidida aún. En un cosmos que moría por congelación, hallaron la llama que nos permitiría subsistir. Fue por eso que me crearon como a los que estuvieron antes que yo, para ser los guardianes de nuestro legado. Podrían haber construido una máquina infinitamente más eficiente que nosotros, un dispositivo que utilizaría de forma económica los limitados recursos energéticos de nuestra nave, pero eran concientes que una máquina es solo una herramienta y no un fin en si, que todas las experiencias que nuestro cerebro puede experimentar desde la extrema soledad a la mas maravillosa fascinación, no puede ser suplido siquiera por los intrincados cálculos de un artilugio mecánico por mas complejo que sea. Aún así, fuimos creados sin sexo, sin más ambiciones que el estudio y la contemplación, ya que una pareja de nuestra especie coexistiendo, agotaría los recursos en el doble de tiempo. Fui engendrada cuando mi antecesor comenzó a morir. Y si bien conservo el informe de la experiencia del contacto corporal, no puedo cuantificarlo en su justa medida. Para mí es tan lejano como el brillo de una galaxia o el calor del fuego crujiendo ante mis manos. Debió sentirse sabroso… Los grabadores trabajan incansablemente registrando cada instante final del cosmos, cada palabra y cada pensamiento mío. Su eficiencia es ejemplar. Aún en este instante en que nos hallamos tan cercanos al punto de equilibrio final, en que la entropía tiende a la muerte de todo lo conocido, se desempeñan con extrema eficiencia. Una sacudida estremece la nave de un extremo al otro. La última disolución del universo lejano se ha dado. ELLA es la única que permanece. El tiempo ha llegado. Veo como su superficie burbujea, como su delgada capa de gas empieza a expandirse hacia el exterior. Es como una suave exhalación. Está muriendo y se que yo también. No siento terror, siento fascinación por lo que me aguarda. La gravedad se desploma irremediablemente. La nave vibra, apenas se sostiene. Siento el inmenso frío del universo agonizante y comienza la cuenta final. Veo la mezcla de gases de mi eterna compañera de eones diseminarse cuando los acumuladores se liberan finalmente. La nave utiliza todos los recursos posibles para este último acto. Apunta el emisor hacia el centro de mi eterna amiga y descarga una lluvia de partículas que enciende el hidrógeno de la estrella por última vez. Y veo el milagro. Casi sin gravedad presente que impida la apertura, el portal interdimensional se abre. Apenas puedo vislumbrar a través de él. Lo que veo es maravilloso… Siento como las secreciones saladas surcan mi rostro…Es la primera vez que las siento. La emoción en cambio es infinita. Los grabadores están trabajando para guardar mis últimas impresiones. A través del portal veo otro universo; un universo brillante, burbujeante, plagado de galaxias jóvenes, de calor de movimiento. Veo centenares de miles de millones de puntos de luz de variado color, de variada forma. Alcanzo a vislumbrar una enorme estrella de color azul, otra gigantesca de tonalidad rojiza, una galaxia completa girando sobre un punto negro inmenso, magnífico. Veo lenguas de fuego estelares, juveniles, rebosantes de energía. Veo también estrellas similares a ELLA y comprendo entonces la pobreza de su brillo en comparación con las otras. Me compadezco de ellas. Todo ese universo nuevo es maravilloso, magnífico y cálido. Por primera vez siento ese calor del que hacían mención los registros. Este cosmos increíble sin embargo aún no está completo. Falta quien pueda contemplarlo y comprenderlo… La vida está ausente en él. Este es nuestro legado. El portal es capaz de ver innumerables puntos de ese otro cosmos, pero no puede permitir el paso de mi nave. Esto fue previsto por los nuestros. El emisor suelta entonces el mensaje. Al hacerlo, los grabadores se detienen inmediatamente. Ya no necesitan seguir registrando nuestra historia. El silencio es absoluto ahora… Veo como los compuestos básicos, los aminoácidos, incluso ciertas secciones de una compleja cadena de proteínas que permitirán engendrar las partículas elementales de la vida surgen desde el emisor y penetran en este otro universo. Con suerte hallarán la forma de encadenarse, de formar una serie de eslabones, de perpetuarse en una o mas formas de vida. Y entonces todo lo que hicimos tendrá un sentido… Grabado en lo más profundo de sus componentes, nuestra historia aguardará que alguien la descubra. Estos componentes primigenios formarán cadenas que se desarrollarán en seres cada vez mas complejos, sobrevivirán a cualquier catástrofe en todos los rincones del cosmos, darán origen a una raza que evolucionará y verá que en lo mas profundo de su ser, existe un enigma, algo que los impulsa a conocerlo todo, a presentirnos a sospechar nuestra existencia. Que cada uno de ellos contendrá información aparentemente inservible en su genética, que provocarán la curiosidad por descubrir de qué se trata y finalmente nos hallarán. Cada uno de ellos será un volumen de nuestra historia. Incluso leerán mis últimos momentos…Eso me gratifica… Nuestra simiente ya cruzó al otro lado. Mi labor está hecha. El portal se ha cerrado. La nave comienza a morir lentamente. ELLA, mi eterna compañera, se ha apagado definitivamente. Y la oscuridad amenazante es una realidad. Y sin embargo la cercanía del fin no me aterra. Por primera vez mis pensamientos son para mí. He cumplido mi misión y tuve el privilegio de asistir al final de todo. Y por eso me siento plena, satisfecha, supongo que feliz. He visto lo que nadie ha visto, he sido la testigo del momento mas importante del origen… El frío me invade. Estoy muriendo. Pero siento en mi interior el calor que percibí detrás del portal. Ya no queda mas nada por hacer más que dormir por primera vez en mi existencia. Del otro lado, en ese universo brillante que me permitió sospechar como alguna vez fue el nuestro, el proceso de creación está en marcha. Y nos recordarán. Nuestro pueblo seguirá viviendo en ellos Y sabrán alguna vez que nosotros, nuestro pueblo, los DIOSES, los creamos para que sean nuestra descendencia… LA MAREJADA Lucrecia conoció a Adrián una fría tarde de un inusual febrero. Cuando lo vio por primera vez sintió en su cuerpo un cosquilleo perturbador y también agradable. Era un hombre sencillo, si bien no muy alto, de una estatura atrayente que armonizaba con su cuerpo trabajado a fuerza de labores relacionadas con su oficio y con su afición por el gimnasio. Los había presentado una pareja en común, Claudia y Román. Al verlo llegar olvidó todos los resquemores albergados por la cita a ciegas. Se recompuso en su asiento y acomodó sus cabellos enrulados. Luego leería que esa era una señal de interés y de seducción. No recordaba que habían hablado esa primera vez. Posiblemente de algún tema tonto que sirviera para romper el hielo. Adrián tenía una buena charla y escuchaba con atención también. En esa primera cita en el baño y acompañada por Claudia confesó que estaba muy interesada en el muchacho. Que le parecía muy agradable. Esa misma noche hicieron el amor y se entregó a él en cuerpo y alma. Luego él la acompañó hasta su casa y le prometió que la llamaría. La agonía de esperar su llamado fue indescriptible. Imaginó que él había querido estar con ella esa sola oportunidad, exprimirla de amor y de pasión y que no quería compromisos con una extraña. Sospechó que había sido demasiado fácil. Se culpó y se sintió miserable. Y luego imaginó que estaba trabajando, que no la llamaba porque no podía sustraerse a sus obligaciones. Aunque ella en su caso se habría hecho un momento para llamarlo. Pero era ella... Lo sospechó casado con hijos aunque Claudia le había asegurado que era un hombre libre y sin ataduras, amante de los perros y de las caminatas al aire libre. Pero eso era insuficiente para determinar el carácter de un desconocido. Le hubiera gustado arrepentirse de haber tenido sexo con él, pero era imposible. Él lo había pasado bien según se lo había dicho en el cobijo de la cama de hotel. ¿Pero acaso no le habían dicho eso antes en el pasado y luego la habían abandonado? Bien sabía lo poco que valían las promesas de cama... ¿Y si era gay? ¿Y si no le había gustado? Durante dos largos días Lucrecia sufrió por la ausencia de una llamada que nunca llegaba. Saltaba cuando su celular sonaba y se esperanzaba cuando era de un número desconocido. Y luego al darse cuenta de un error en la comunicación o de algún conocido que no tenía agendado se deprimía. Fue el miércoles a la mañana que atendió. La voz de Adrián la hizo saltar de la cama. Le preguntó si no la había importunado con su llamado tan temprano y ella fingió una calma chicha que su cuerpo habría desmentido. Que había querido llamarla desde el sábado, que había perdido el número, que Claudia se lo había pasado... ¡Gracias Claudia! Pensó para su interior. Adrián le rogó, al menos así lo quiso creer ella, que se viesen el jueves para ir a cenar. Lucrecia aceptó sin dar rodeos. No quería darle la oportunidad de arrepentirse. Se desearon un buen día y se despidieron con un beso virtual. ¡Había llamado! Había llamado por fin... Ahora solo quedaba aguardar al jueves por la noche... Dios, ¿por qué debía seguir esperando? Adrián le propuso irse a vivir juntos un lunes en la tarde. Llevaban dos años juntos viéndose casi a diario. Él había pasado muchos fines de semana en su casa y ella los días intermedios. Lucrecia lloró en su hombro al aceptar. Lo primero que hicieron fue comprar un perro, un labrador chocolate al que bautizaron Dick. Nunca había sido tan feliz de experimentar la convivencia. Para alguien independiente como ella, la situación era agradable. Era agradable volver del trabajo y hallar la comida hecha. Agradable era sentir un masaje en los pies un viernes en la noche mientras veían una película en el reproductor de dvd. Agradable era entrar al baño y hallar una nota escrita con lápiz labial en el espejo diciéndole que la amaba a pesar de haber arruinado uno de sus mejores labiales y del trabajo que costó limpiar el espejo. Agradable beber el caldo caliente en las noches de gripe preparado por sus manos amantes. Agradable caminar paseando a Dick mientras pateaban las hojas secas. Era feliz mas que nada, feliz como nunca había sido. Ella lo acompañó cuando al padre de Adrián le detectaron cáncer de garganta y fue su sostén cuando debió devolverlo a la tierra. Él la acompañó cuando le detectaron un pólipo en el útero que resultó ser inofensivo. Había esperado por ese hombre toda su vida y haberlo hallado finalmente la embargaba de emoción y de un montón de nuevas sensaciones que reconoció desconocidas. Una noche en la plaza donde siempre llevaba a Dick él le preguntó si ella había cambiado de parecer al respecto de tener un hijo. Lucrecia se había negado siempre a ello pues quería estar con alguien que supiese que podía ser no solo un buen padre sino un buen compañero. No era fácil traer un hijo a este mundo complicado y egoísta. Pero al compartir con Adrián su vida, su cama, su espíritu, supo también que si existía un hombre con quien tener un hijo, ese era él. Lo miró y le dijo entonces que a ella le gustaría tener un hijo a su lado. Adrián entonces negó con la cabeza y ella sintió un escozor en el estómago. ¿Se arrepentía? ¿Para qué había hecho la pregunta si no le gustaba la respuesta? Luego sacó un pequeño paquetito del bolsillo y tomándola de las manos le explicó que para eso antes tenía que dar otro paso. Y entonces lo dio. Le tomó la mano izquierda y deslizó en su anular un delicado anillo de oro con una pequeñísima piedra. Y le propuso casamiento. Lucrecia se contuvo para no romper en llanto. Dick la miró y creyó que estaba triste. Le lamió las manos y ella lo acarició. Luego besó a su futuro esposo y no necesitó decir mas nada. Solo se acurrucó entre sus brazos y permaneció callada acunada por el corazón del hombre que amaba y el sonido el mar que rompía en la distancia. Claudia la fundió en un abrazo interminable y lloró con ella. Estaba feliz por su amiga y feliz por ese paso tan crucial que había dado. Tantas veces la había visto desolada por un desengaño que ahora parecía más conmovida que Lucrecia Le pidió que le contara una y mil veces como se lo había pedido y cada vez que terminaba la volvía a abrazar. Le preguntó cuando sería la boda, si solo sería por civil o también irían a la iglesia, porque si era por iglesia ella iba a tener que comprar un vestido para la ocasión, tendría que ser un vestido especial pues iba a ser la dama de honor. ¡La dama de honor! ¡La testigo en el civil! Le ofreció hacerle un préstamo monetario si ellos no llegaban pues sabía que eso costaba mucha plata y había que tirar la casa por la ventana. ¿Y la luna de miel? Le podría arreglar algo en la agencia de viajes donde trabajaba. El señor García le podía ofrecer un precio ventajoso para un evento tan especial. ¿Y con Dick? Si necesitaba niñera ella podía cuidárselo mientras no estuvieran ¡Así que también habían planeado tener un hijo! ¡Y ella sería la madrina! ¡Que felicidad! ¡Que felicidad! Lucrecia permaneció dos semanas como flotando en un limbo agradable y sereno. Por primera vez todas las cosas de su vida iban tomando sentido y se iban acomodando según lo que alguna vez había deseado. Hacía mucho tiempo ella había soñado casarse, caminar de blanco por el pasillo de una iglesia, tener tres hijos, en lo posible una niña y dos varones, comprar una casa con patio y jardín, tener un perro, un gato y un canario, comprar un auto de cuatro puertas, tener un trabajo en el que pudiera desarrollarse como persona sirviendo a la comunidad toda. Cuando creía que todo eso era un deseo imposible había aparecido Adrián y todo empezaba a caer en su sitio. Tal vez el trabajo de contadora en una mega empresa estaba alejado de beneficiar a la comunidad, tal vez no tenía aún su propia casa, ni siquiera con patio y menos un jardín, aunque tenía un perro. Un hombre leal y amable a su lado la amaba y eso compensaba todas las cosas que faltaban. Todo era tan perfecto que le daba miedo... Faltaban dos semanas para el casamiento por civil. Ya había abandonado ese limbo apaciguador y una nerviosa sensación le recorría la espalda día tras día. Y empezaron las dudas. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Acaso no se estaba precipitando con Adrián? ¿Quería realmente traer al mundo un hijo con él? Intentó buscar todos los ángulos posibles que le permitieran tener una excusa para cancelar todo. Volver a su vida anterior antes de conocer a Adrián. Aunque esa vida era como un oscuro callejón comparada con la luminosa pradera que vivía con él. ¿Acaso quería quedar embarazada, perder la silueta, sentir como sus pies se hinchaban hasta el punto de no poder usar zapatos? ¿Quería atarse a un hombre como Adrián que a veces dejaba la ropa interior mojada colgando de la canilla de la bañera? Al fin y al cabo ella también lo hacía pero ese había sido su departamento de siempre. ¿Quería atarse a un oficinista a pesar que era ordenado, atento, comprensivo, un buen amante y un gran conversador? ¿Su madre no le había dicho una vez cuando estaban charlando acerca de él con solo dos meses de salir juntos ‘’Si ese muchacho es tan bueno como decís, cuidate Lucrecia. Porque un día va a hacer algo malo y te va a romper el corazón’’? Y cuanto más se concentraba en lo malo que podía llegar a pasar, mas se convencía que quería hacerlo. Pero la aterraba quedarse sin excusas, llegar a un camino donde no hubiera nada que reprocharse y donde ya no tuviera más remedio que admitir que esa era la única salida. Claudia, siempre Claudia acudió en su rescate. Tuvieron una larga charla en la que ella le explicó que era muy común tener esos miedos antes de una decisión tan importante. Escuchó los mismos méritos que ella trataba de ocultar pero que en su boca sonaban aún más atractivos. ¿Tanto era el miedo que llegaba a paralizarla y a poner en duda todos los valores que ella y Adrián habían creado? Le dijo que se fijara en ella y en lo nerviosa que había estado antes de su casamiento con Román. Para sumar nerviosismo la suya había sido una boda interreligiosa por lo que habían tenido que lidiar con parientes escépticos, pesados, pesimistas que constantemente les decían a ambos que se equivocaban. Y allí estaban. Quizás no eran lo felices que alguna vez habían soñado, pero estaban juntos y eso era lo importante Lucrecia se abrazó a Claudia y le agradeció su presencia ahí como antes, como siempre. Se habían conocido en el primer año del colegio secundario cuando ambas integraban lo que entonces eran ‘’bandas rivales’’. Con el transcurrir del tiempo y superadas esas estúpidas diferencias se habían vuelto las amigas y confidentes mas grandes que el mundo había visto jamás. Lucrecia aspiró profundamente y trató de calmarse. Había hecho tres veces el balance y las tres veces el resultado había sido distinto. Era oficial. Estaba nerviosa por la cercanía de la boda y esos nervios por fin se estaban reflejando en su trabajo. Se acomodó los cabellos y tomó un vaso de agua. Volvió a las hojas frente a sí y se dijo que esta sería la última vez. Tenía que sacarse el casamiento de la cabeza y terminar ese estúpido balance para el estúpido informe para presentar ante el estúpido jefe. En realidad no pensaba eso. El señor Andrade era un hombre justo que valoraba el esfuerzo, pero a medida que la fecha se acercaba todo el mundo se le hacía insoportable. La agitación fuera de su oficina llamó su atención. Vio a la gente pasar a la carrera y se preguntó que era lo que estaba pasando. El griterío desde la calle se elevó hasta su ventana y hasta ella se asomó. ¿Acaso todos estaban nerviosos por su casamiento? pensó. La gente corría en todas direcciones. Salió de la oficina y vio que todos estaban observando el televisor encendido donde un presentador de noticias de aspecto sombrío intentaba comunicar algo. ¿Qué pasaba? ¿Que terrible noticia estaba sacudiendo la ciudad? ¿Acaso había habido un golpe de estado? ¿Había quebrado el sistema bancario nuevamente? Volvió al interior de la oficina y encendió la radio. Una voz entristecida y lúgubre la anotició. No supo qué, puesto que eso no importaba tanto como las consecuencias, si se trataba de un cometa, un meteorito, un asteroide, o que cosa, se estrellaría en cuestión de minutos en medio del océano. Se había anunciado una ola devastadora de mas de ciento cincuenta metros de altura que arrasaría las costas de todas las naciones costeras en aproximadamente tres o cuatro horas, luego una nube ocultaría el sol, y luego, posiblemente la nada. Lucrecia escuchó sin entender bien las palabras. Era una mujer inteligente e informada y sabía lo que era un tsunami, pero no caía en la cuenta de lo cercano que estaba el final. De lo cercano que se acercaba el destino a esa ciudad costera y hermosa que no vería jamás su boda. Fueron las palabras del locutor las que la trajeron a la realidad. ‘’A mi esposa y a mis hijos... voy a tratar de estar con ustedes... A los demás, si tienen algo en que creer, alguien que amen, este es el momento para estar juntos...’’ Lucrecia sintió entonces la sensación que había estado movilizando sus sentimientos de negación, de duda y de miedo. Ya no importaba nada. En su mente confundida y aterrada solo existía Adrián. Adrián. Adrián. No pensaba en su madre, ni en sus hermanos, tíos, primos, ahijados, sobrinos... ni siquiera en Claudia. Solo pensaba en Adrián. Empezó a buscar sus cosas, su cartera, las llaves de la casa, la identificación de la empresa, sin ella no podría volver al otro día y tendría que llenar un formulario en seguridad que... pero ¡en que pensaba! Tomó su celular y trató de llamarlo pero las líneas estaban congestionadas. Tuvo que contentarse con un mensaje de texto que debió enviar siete veces hasta que obtuvo la confirmación de la entrega. Agarró la cartera y su abrigo y trató de salir del edificio en medio de la muchedumbre que corría desesperada por sus vidas. La empujaron en todas direcciones y perdió un zapato en el tumulto. Adrián Adrián Se descalzó y empezó a correr. Fue nuevamente empujada y empujó a su vez. La separaban treinta cuadras de su casa. En el camino vio gente rompiendo vidrieras, volteando automóviles, transformados en una turba que destruía todo lo que alguna vez había sido de valor. Llegó con los pies lastimados por la carrera y subió hasta su piso en el ascensor. En el edificio no quedaba nadie. Solo quería estar con él, pasar sus últimos momentos a su lado. Buscó a Adrián en todo el departamento y no lo halló. El pobre Dick, completamente asustado le dio la bienvenida. ¿Qué le había ocurrido al que sería su esposo? ¿Por qué no había llegado? El edificio donde trabajaba quedaba mas cerca que aquel donde trabajaba ella por lo que debió haber llegado mucho antes. ¿Y si le había ocurrido algo? ¿Y si la muchedumbre lo había atacado y estaba lastimado? Tomó a Dick entre sus manos y trató de calmarlo. Tal vez el pobre animal se daba cuenta de su nerviosismo y eso lo alteraba aún más. Lucrecia se sentó en el sillón y por costumbre encendió el televisor. La mayoría de las señales habían cesado su transmisión. Solo estaban las de la emisora estatal que tomaba las imágenes de una estación extranjera en el cual mostraban al objeto acercándose amenazantemente. Luego, esta también cesó. La radio, luego la electricidad y el suministro de gas se interrumpieron. Todo lo que la civilización y el progreso habían traído se había evaporado en solo setenta y cinco minutos. Fuera, la turba fue pasando y quedó un silencio sepulcral. Lucrecia se asomó a la ventana y vio las calles desiertas y dijo que nada tenía que hacer en ese lugar. Se colocó un par de zapatillas y con Dick tomado con la correa bajó. En la mano llevaba el celular que aún poseía comunicación. Intentó entonces enviar un mensaje. Si Adrián poseía el suyo con él, sabría que lo esperaba en la misma plaza donde le había pedido matrimonio. El mensaje tuvo confirmación inmediata de llegada a su destinatario. Corrió por las calles abandonadas y llegó a la plaza. Estaba fantasmalmente desierta. Desde allí se veía el océano. Se sentó en el mismo banco donde alguna vez él le había realizado la propuesta y esperó. La angustia le atenazaba el corazón. Estaba segura que algo le había ocurrido. El no tardaba en contestar los mensajes, menos aún en responder un llamado. Si no lo hacía era porque algo le había ocurrido. Algo malo sin duda. Acarició a Dick quien parecía presentir un desastre y se enjugó el llanto del rostro. Volvió a tomar el celular y por enésima vez llamó a Adrián. Aguardó unos segundos y sintió la voz del otro lado de la línea. Recordó entonces aquella primera vez en que había aguardado su llamado luego de la primera cita y sintió que a pesar de tener poco tiempo, ese tiempo valía si estaba con él. Y sus sentimientos brotaron como una catarata. Le dijo que lo amaba, que lo esperaba en la plaza, que no importaba el fin del mundo, porque su mundo era él. Que solo quería pasar los últimos minutos con la persona que más amaba en su vida... Adrián permaneció en silencio y luego habló. ‘’Perdoname... perdoname pero no puedo hacerlo...’’ El celular enmudeció, Lucrecia dejó caer el teléfono y sintió como todo su mundo se quebraba en pedazos. Recordó las palabras de su madre y comenzó a llorar. Dick se sentó a su lado y trató de lamerle las manos como hacía cada vez que la veía mal. Y comprendió, en ese fatal y preciso momento que la realidad de su vida la enfrentaba en la muerte. Que había amado a un hombre y había apostado todo por él en esos instantes finales. Y dejó de tener miedo. Ya no valía la pena Sola, en medio de la plaza desierta comprendió que se había quedado abandonada en medio de la nada. Ni siquiera tuvo fuerzas para llamar a Claudia. Ni siquiera tuvo el deseo de huir cuando la ola barrió las lágrimas de su rostro, y la vida de su cuerpo. LOS DUEÑOS DE LA NOCTURNIDAD Mil veces observé el cielo nocturno. Mil veces conté las estrellas del cielo y a ellas le confesé mis angustias y mis pecados. He visto cometas y estrellas fugaces rasgar el cielo y he visto el movimiento de las constelaciones. He visto a Andrómeda y a Perseo besarse en mil ocasiones y he sido testigo de la furia de este mismo cielo que hoy me cobija estremeciendo a los hombres y a los dioses. Descubrí un alfabeto grandioso en el movimiento de los planetas y he tratado de descifrar la naturaleza del universo. He visto la Luna mas llena que nunca y fui testigo de las auroras boreales. Nada de lo que el cielo nocturno esconde me es desconocido. Dicen que la muerte vendrá del cielo y no lo dudo. Pero yo que he visto todo, que he descubierto mil soles lejanos, que he imaginado otros seres como yo en esos pedazos de roca extraterrestre, que he imaginado una rosa negra floreciendo en uno de esos mundos y un cielo nocturno con estrellas de mil colores, he olvidado el aspecto de la Luna Nueva, del fulgor del lucero brillando solo y altivo en la mañana y en la tarde, del olor a gramilla recién cortada. He olvidado la mañana y la tarde...He olvidado el color de la nieve sobre la que descanso y aguardo... Hace tanto tiempo que dejé de ver un arco iris, ver el color natural de las hojas de un árbol, de ver mi rostro reflejado en las mansas aguas de un río... Me gustaría llenar otra vez mi pecho con el fresco aire de la mañana. Nací hace tanto tiempo que ya casi no recuerdo el nombre de mi patria, ni siquiera si aún existe. Apenas recuerdo mi nombre pues lo he repetido en mi interior una y mil veces, las mismas veces que he visto las estrellas, para no olvidar mi condición de ser humano, recordar que al menos alguna vez fui eso que una vez llegué a odiar. Y sin embargo está vivo en mi mente cuando comenzó todo. Nadie recuerda el momento de su nacimiento pues es este un hecho traumático y doloroso. Quitarle a uno el calor, el amor, la comprensión para arrojarlo a este mundo bastardeado por la ambición y la corrupción es algo que debe ser olvidado pues su impresión en un niño sería terrible. Para mí y para los míos en cambio este nacimiento es tan vívido como lo debe ser para una mariposa salir del capullo. Está tan claro en mi mente como lo que hice hace unos días, como el aroma de una cabellera roja, es tan familiar como el frío, como el hambre y la muerte... Ocurrió en el bosque donde me había aventurado sin más compañía que mi antorcha y mi fusil. Las estrellas no eran tantas entonces. El mundo no era tan gris entonces. Sabía que el peligro aguardaba agazapado, pero si podía conservar la calma en mi cuerpo y el fuego en mi tea, la jornada sería tranquila y pronto volvería a mi lugar de descanso. Ignoro si fue la providencia, el destino o siquiera un golpe de la fortuna lo que me sumió en la oscuridad, cuando una lluvia violenta y un ventarrón inesperado apagó la flama y me ví completamente solo en lo profundo del bosque, desnudo y temblando. Casi no hubo un momento para reaccionar. Fui derribado y pronto mi cuello sirvió de charola y mi sangre de pan y vino para mi atacante. La sensación fue desagradable en un comienzo pero luego la saliva letárgica trocó en apenas una caricia mi herida y mi desgracia. Sentí la boca seca cuando mi sangre era drenada por esos suaves labios hambrientos y como la tierra húmeda se me introducía en mi boca y mi nariz. Sentí peleas, gritos y como otros labios menos gentiles se servían de mí. Intenté ponerme de pie pero la fuerza que me sometía y mi propia debilidad me lo impidieron. Sentí el frío que me dominaría de allí en más, sentí el miedo, sentí la sed... Imaginé que ese sería el final de la jornada de mi vida, de la culminación de mis sueños, del olvido infinito y la gracia perpetua. Ya una vez había sido herido en la guerra por una descarga de fusil y esto no era tan malo. Quizás el pasaje a la muerte no era tan terrible como alguna vez lo había imaginado y era el aferrarse a la vida lo que realmente angustiaba. Pero la sed, la terrible sed, me desgarraba la boca y me sometía en una terrible agonía inexplicable. Necesitaba morir, acabar de una vez con todo, pero mi sentido de supervivencia fue mas fuerte y cuando el espeso líquido tocó mis labios lo bebí con ansias, casi con desesperación después. Y luego el frío... El eterno frío... Mi cuerpo apenas se estremeció cuando tragué la sangre negra, revivificante y salada, pero sentí como todo mi organismo se rebelaba ante el invasor que avanzaba irremediablemente en mi organismo. Y la sed acabó. Y el dolor. Y la vida... Permanecí un tiempo recostado sobre la tierra, segundos o tal vez minutos. En mi interior el lapso era inexplicable e imposible de cuantificar. Se que allí comenzó todo. Fue tan rápido como el galope de mi caballo atravesando el campo, tan veloz como la caída de un rayo, tan terrible como esa sed que me había agrietado la boca en cuestión de segundos. Me sentí elevado en el aire y como llevado por un grupo de manos fui volando hasta una cueva húmeda oscura y ominosa. Con inesperada gentileza me colocaron sobre el suelo lleno de insectos y babosas. Los sentí alejarse de mi rostro como si yo fuera una amenaza para ellos y como el ruido de los pasos iban y venían hasta hacerse inaudibles. Imaginé que luego sería rematado y que acabarían con ese miedo que ya me iba abandonando. Caí en un profundo sopor y vi en mis sueños un mundo negro, sombrío, donde el sol llameante llagaba mi carne y mis huesos, donde el fuego me calcinaba las vísceras, donde el hambre me cegaba y la sed volvía a partir mis labios y mi lengua. Ví una antigua abadía y una religiosa que era mordida por otra mujer de cabellos negros. Reviví en mis entrañas las experiencias de mil vidas pasadas, de mil hombres y mujeres unidos por este líquido vital. Fui al mismo tiempo víctima y victimario, sentí lo que sentía una mujer en el momento del parto, lo que experimentaba un hombre descubriendo algo increíble, el dolor de la pérdida y la alegría de lo recuperado. Las experiencias de cada uno de los que me hablaban al mismo tiempo pero increíblemente de forma ordenada y separadamente se integraron a mi carne y mi ser. Sentí la pasión por la caza, el deseo por el alimento. Sentí la angustia de la soledad, el acoso, el miedo a ser descubierto... Volví a beber de la sangre negra y me sentí increíblemente mejor. Y luego la depresión. Y morí un centenar de veces. Y un centenar de veces renací. La sangre me volvió a mojar la boca pero cada vez en menor cantidad y eso acrecentó mi ansia por saciar la sed, por beber la calma y retomar la paz a mi alma. Y el tiempo pasó hasta que me sentí fuerte para ponerme de pie. No hubo dolor en mi cuerpo por la prolongada estadía. No sentí pena ni angustia. Solo sentí hambre y sentí frío. Caminé fuera de la cueva y comprendí que mis ropas no me abrigaban. Estaba desnudo a pesar del abrigo. La brisa mas tenue llegaba a mi piel y sentía el olor en el aire a través de ella. Pronto la noche se hizo día en mis ojos y pude vislumbrar los árboles, las hojas, el centenar de miles de estrellas sobre mi cabeza que nunca antes había podido observar, que antes escapaban a mi comprensión. Me sentí fuerte, me sentí poderoso y a la vez me sentí calmo y soberano de mis actos. Y ví a los demás. Me observaban agazapados y pude notar que había hombres y mujeres. También un par de niños. Y supe que estaba entre hermanos, entre familia y clan. Supe que me había vuelto uno de ellos y ellos se habían vuelto parte de mí. Ya no estaba vivo pues no era vida lo que sentía en mi interior. No estaba muerto pues caminaba y sin embargo no vivía tampoco. Cientos de veces pensé estar en un limbo terrenal, rodeado de otros desafortunados, o afortunados como yo y que ese limbo sería para siempre mi hogar y mi terruño. Ni siquiera necesitábamos comunicarnos en voz alta, pues mis sentidos estaban tan aguzados que podía escuchar el andar de una oruga a cien pasos, sentía el galope de un caballo retumbando en la tierra a una legua, veía lo que otros no veían. Pero hubiera dado todo, mis ojos, mis oídos, mi piel por calmar la sed que me desgarraba la boca como si una navaja pasara repetidamente por mi lengua una y otra vez. Una muchacha de hermosa blancura, de cabellos rojos como el mismo fuego que sabía sería mi enemigo de ahora en mas se acercó a mí y me acarició el rostro. El contacto de su piel me trajo el recuerdo de sus labios tocando mi cuello y comprendí entonces que ella me había atacado y me había renacido. Su sangre me había nutrido durante mis primeras horas y gracias a ella me había vuelto su par. No sentía amor ni odio por ella, aunque si sentía un gran agradecimiento por haber saciado mi sed, por haberme nutrido con su propia vida aún a riesgo de poner fin a su existencia en ese acto. Porque entonces entendí que podía prescindir de mi piel, de mis ojos, de mi corazón, pero no de mi sangre y que la sangre se había vuelto para mí el néctar y la ambrosía. Me habló en un idioma que mis oídos no reconocieron pero mi alma si y pude entenderla perfectamente. Ya no existían para mí barreras idiomáticas. Hablaba el idioma de mi gente. Preguntó si estaba bien y en el sonido de su suave voz creí notar la preocupación y hasta el cariño. Le respondí que me sentía cansado y sediento y entonces todos se pusieron de pie. Tomó mi mano y me condujo entonces dentro de ese bosque que fue mi lugar de nacimiento. Anduvimos un par de horas y a pesar de la negra oscuridad todo se volvió muy claro para mí. Todo estaba perfectamente nítido aunque no podía ver el color. Llegamos hasta el borde del bosque y vi la que había sido mi aldea, el lugar donde en otra vida fui feliz y fui desgraciado. Y entonces lo sentí. Sentí el hambre atroz dominando mis entrañas y mi cuerpo todo, la sed apoderándose de mis labios, mi cara y mi piel y lleno de un extraño vigor me arrojé al suelo. Los siete que éramos empezamos a jadear y pronto me di cuenta que ya no era yo, que era ese otro que tanto odié y con el que llegué a hacer las paces, el que me nutre y me da valor, pero el que me hace hervir el alma cuando aflora, cuando percibe la sangre y carne. No puedo describir con palabras la sensación invasora que me arroja una y otra vez al abismo, como quien no puede describir una inhalación o un latido. No puedo describir el goce y el placer, el aguzamiento de mis sentidos llevados al paroxismo que me dominan en ese estado. Tampoco puedo describir el dolor, la angustia en el pecho, la sensación que algo salvaje y primitivo me domina. Y aunque sentí temor, también sentí valor y coraje. Y el olor embriagador de la caza me envolvió. Debimos esperar un tiempo insoportablemente largo, unos segundos, o quizás unos minutos, cuando todo mi cuerpo se estremeció y presentí la llegada de la lluvia. El cielo estrellado desapareció de mi vista y una cobertura de gruesas nubes lanzó una sorpresiva descarga de agua sobre el poblado. Eso esperábamos. Las antorchas puestas para repeler a las bestias se apagaron y entonces no me contuve más. Nos lanzamos a la carrera en silencio y cruzamos veloces el descampado entre los árboles y las primeras cabañas. La sucesión de hechos es caótica en mi mente como cada vez que ese otro me domina. Irrumpimos en las casas, partimos a sus gentes y nos preparamos para nutrirnos. El sabor de la sangre fresca en mi boca me sumió en un frenesí descontrolado. Cada sorbo del líquido vital sirvió para saciar mi sed y el hambre que galopaba en mi interior. Y con la sangre llegó el calor y la calma. Y esos que ahora eran presa de mi furia ya no eran nada para mí. No eran mis otrora vecinos, ni los que habían sido mis amigos, ni aquellos que había debido defender del ataque. Eran solo mi sustento y la fuente de mi calma similares a lo que antes habían sido un pato o un buey. La incursión fue veloz, salvaje y fulminante. Mis dientes afilados se abrieron paso en el cuello robusto de mis víctimas como si fueran de pan de centeno y con ansiedad sorbí cada gota de sangre palpitante, cálida y deliciosa. Me sentí complacido y me sentí vivo como nunca antes. Era la única conexión que poseía con ese animal que me dominaba. Era permitirle que me diera vida y tener la absoluta seguridad que jamás podría separarme de su lado y que dependería de él por el resto de mi existencia. Los gritos de los lugareños llegaron hasta nosotros a través de la lluvia y el llanto de nuestras víctimas. Lo que queda de mí los comprende pues cuando soy ese otro mi rostro está desencajado, mi cuerpo quebrado y mis ojos son completamente negros. Todo mi vello y mi cabellera están erizados recibiendo las señales presentes en el aire y mi fuerza se vuelve formidable. Dicen que el rugido del león es tan potente y tan sobrecogedor que acalla al resto de la sabana. Nuestros gritos son similares a los del león y ante él nuestras víctimas se paralizan y no pueden proferir palabra ni moverse siquiera. Miramos casi en conjunto hacia los que venían corriendo bajo la lluvia y el ánsia nos impeló a atacarlos. Hubo una ligera refriega y ante cada gota de sangre flotante en el aire mi fuerza se incrementaba y mi sed también. Ignoro que tanta muerte desparramé aunque si recuerdo el sabor de la savia humana fluyendo en mi boca. Y entonces dentro de mí hubo una convulsión, una alarma que nos indicaba que el peligro estaba acechante. Vi un par de antorchas avanzando hacia nosotros y sentí como mi cuerpo se estremecía. El fuego era mi enemigo y tanto su resplandor como su contacto me hacían daño. Si antes fuimos rápidos, ahora que nos habíamos alimentado éramos veloces como el pensamiento. Emprendimos la carrera hacia la seguridad del bosque y sentí las descargas de los fusiles. En la marcha los niños cayeron, quizás debido a que aún en este estado eran débiles en comparación con un adulto bien armado. Los hombres del poblado los rodearon y con azadas, rastrillos, cualquier instrumento cortante los atacaron. No les temía pues mi impulso animal hacía que supiera sobremanera que era mucho más veloz, más fuerte, más peligroso para ellos que ellos para mí. Pero actuaba en mí contra el tiempo. Íntimamente sabía que el sol que vería por última vez en mis sueños era mi Némesis, que el resplandor, siquiera la luz que emitía, eran mi mortaja y mi tumba. Y el fuego obraba como un hermano menor de este, dañándonos mortalmente. No miré atrás pues el impulso de supervivencia me obligó a salvar mi vida. Ganamos la seguridad de la arboleda y como si pudiese ver en la plena mañana esquivé árboles, ramas, trampas que nos acechaban y nos dispersamos. En mi mente una voz me decía como huir, como salvar mi vida, como conectarme con los demás. Tras una breve carrera y luego de internarnos unos cincuenta kilómetros en la profundidad del bosque nos volvimos a reunir. Corrimos como poseídos, ¿acaso no lo estábamos? Y retornamos a la seguridad de la cueva. Dos de los nuestros se encargaron de cerrar la entrada y disimularla para protegernos de los lugareños y del sol. Y luego fuimos hasta las entrañas de la tierra donde podríamos defendernos. Me sentí extrañamente bien, como si hubiera rejuvenecido. Ese era el efecto que la sangre poseía en mi cuerpo, lo vivificaba. No estaba cansado, ni siquiera agitado, pero nada podía hacer cuando el sol saliera por lo que debía usar ese tiempo para descansar. Tomé asiento sobre una roca y pude apreciar la belleza de las paredes de la gruta. Veía todo cual si fuera de día, mas aún, apreciaba detalles que hubieran escapado a mis ojos de humano. Los otros se sentaron en distintos sitios. A pesar de la pérdida de los niños, no se respiraba una densa pesadumbre, como si se hubiera tratado del extravío de unas barricas de vino o de un par de caballos viejos y ya moribundos. Yo sentí pena por ellos y sentí como ella compartía mi pena... Junto a mí tomó asiento en el suelo de la caverna la muchacha que me había dado a luz. En ella sí sentí el dolor de la pérdida. Anna, tal su nombre, tomó mi brazo y lo rodeó con el suyo. Sentí un perfume embriagador en su cabellera rizada. Era el olor de la sangre que la volvía atractiva. Permaneció a mi lado y trató de calentarse con mi compañía como yo con la suya. Ambos sabíamos que el calor no venía de nuestros cuerpos sino del producto de nuestra incursión. Era una mujer sola, triste y melancólica que necesitaba afecto y por eso me había dado de beber de su sangre. Comprendí entonces que la conversión no había sido producto de la fortuna sino de la necesidad. Me habían estado vigilando y Anna sabía de mis inquietudes intelectuales. Y entonces me contó por qué me había elegido. Con la conversión nuestras cualidades se potenciaban. Yo era un lector apasionado y el maestro de mi poblado y ahora comprendía cosas que antes ni siquiera soñaba con entender. En este mundo analfabeto y puritano yo poseía algo más valioso que la propia sangre. Poseía el conocimiento que solo las grandes ciudades brindaban. Podía llegar a ser un fiel compañero como hacía rato no tenía. Quizás hasta un líder... Anna me contó de su historia y la de los demás. Salvo ella que había sido novicia y educada con esmero y cuidado en un convento del Mediterráneo, los demás que nos acompañaban eran vulgares, sin formación alguna y ahora estaban mas cerca del otro que nos subyugaba que de aquel que alguna vez habían sido. A pesar de todos los beneficios aparentes de este nuevo mundo, la soledad se había vuelto insoportable para ella y se afanaba por lograr compañía buscándola aún entre sus víctimas. Llevaba trescientos años en este mundo y en mas de una ocasión se había visto completamente aislada de sus congéneres viéndose obligada a formar un nuevo clan, aún con lo mas bajo y vil de la sociedad. Estos habían sido aún más salvajes que en su vida anterior y menos cuidadosos por lo que habían sido cazados casi hasta el exterminio. Y nuevamente se había visto sola. Había pasado meses enteros refugiada en lúgubres escondrijos perseguida por hordas de cazadores, con la boca seca y el frío helado agrietando su cuerpo y su mirada. Y aquí entendí dos cosas. Lo que había visto en mi sueño acerca de la angustia, la religiosa atacada, el acoso, era lo que le había sucedido a Anna. Lo sentía como si me hubiera sucedido a mí y gracias a esa revelación lo entendía perfectamente y me unía a ella de una manera aún mas profunda. Lo segundo era lo que nos ocurría una vez que renacíamos. Prácticamente no podíamos morir, no de manera convencional. Las balas nos herían y sufríamos terriblemente por la pérdida de nuestra valiosa sangre, pero nuestras heridas cauterizaban y quedaban reducidas a una marca. Más tarde comprendería cabalmente que la herida que había sufrido en la guerra era tan solo un arañazo comparado con la agonía de una laceración en mi nuevo estado. Y entendí el sufrimiento de Anna y el dolor de su soledad. Encerrada en esa otra gruta se había visto cara a cara con la maldición de nuestra especie. Condenados a la inmortalidad la inanición era un tormento insoportable. Podíamos pasar años sin probar la sangre pero en ese tiempo nuestros cuerpos se marchitaban y estábamos al borde de una muerte que nunca llegaba. Una muerte que solo sobrevendría si el sol nos iluminaba siquiera. Llegué a pensar que ella era una diosa insufladora de vida pues me había traído a este estado y me había abierto las puertas a una nueva concepción. Y allí me di cuenta de lo terrible de nuestra situación. A pesar de haber sido obligado a convivir de esta manera, todo me resultaba aún interesante por mi espíritu indagador y mi sed por el conocimiento. ¿Pero que ocurría con un espíritu simple y llano, arrojado a este mundo nuevo, apartado de sus afectos y de todo lo que conocía? Podía llegar a ser una pesadilla sin fin. Me narró la historia de un convertido, Qull el bárbaro, que habiendo sido un general glorioso en su otra vida decidió conquistar el mundo entero con una horda de gente de nuestra especie. Y allí ordenó la conversión forzada de hombres, mujeres, niños, ancianos, santos y demonios y los transformó en una formidable oleada invasora. Pueblo que arrasaban era pueblo convertido, y si bien sufría pérdidas masivas debido al fuego, que los lugareños llamaban purificador, la cantidad de convertidos era tan grande que el número de integrantes iba aumentando progresivamente. Pero la conversión no es obra de un solo acto, ni siquiera de cualquiera. Debe ser administrada sabiamente para no provocar una transmutación parcial, algo que deja entre los dos mundos a los convertidos, condenándolos a una vida de sufrimiento por lo que habían sido y lo que la sangre nueva los obligaba a ser. Y debe ser realizada por las mujeres. Solo ellas pueden traer a nuevos miembros. Si fuera administrada por un hombre el resultado sería terrible y trágico. Fui testigo de este tipo de conversión y ví los cuerpos llagados y adoloridos de aquellos que no podían dejar de vivir y quedaban sumidos en una agonía perpetua, como el centauro Quirón. En esa ocasión asumí la misión de transformarme en una desgraciada versión de Prometeo y me hice cargo de su salvación acabando con su sufrimiento. Circulaban leyendas acerca de convertidos por hombres que no soportaban la llegada de la noche y solo podía sobrevivir durante el día. Su existencia estaba condenada a una sola jornada como la Efímera. Podían correr pero la llegada al océano, a una cadena montañosa o al mínimo de los percances los exponía a la ausencia de la luz y a su extinción. Las hordas de Qull eran terribles pero desorganizadas, bastas y sin ningún tipo de educación. En su mentalidad de general había eludido las grandes poblaciones y se dirigía a los pequeños poblados donde la miseria y la pobreza tanto de cuerpo como de espíritu se potenciaban al ser convertidos, pues razonaba que para llegar al asalto de los grandes pueblos y las ciudades debía reunir un número importante de soldados. Y fue su gran número y la falta de preparación lo que significó su ruina. Las víctimas realizaban fatigosos éxodos quemándolo todo y volcando aceites y sustancias inflamables dentro de las cuevas cercanas los que encendían destruyendo los posibles lugares de refugio. Un general, permítanme llamarlo humano, comprendió la estrategia y los puntos débiles de los invasores y les tendieron una celada. Aún a costa de sufrir pérdidas de hombres los condujeron hacia su extinción. Ninguno mas que él supo del plan para erradicarlos pues aquellos que eran sometidos por los de Qull servían como informantes solícitos y amables ante los bárbaros. Y así, sabiamente los empujaron hacia el oriente y se vieron sumidos en medio del desierto, del sol perpetuo sin cobijo y de la extinción. Dicen que los miles de conversos fueron reducidos a polvo en apenas unos segundos al clarear el alba. Hoy por hoy las leyendas dicen que en noches cerradas el polvo confundido entre la arena intenta reagruparse para planear la venganza de Qull, pero no es más que eso, una leyenda. Los sobrevivientes que habían logrado escapar fueron capturados y muertos en jornadas posteriores. Los que habían sido mordidos aún cuando no hubieran bebido una sola gota de sangre, requisito indispensable para transmutar a nuestro mundo, eran ejecutados tras un breve responso. Fue allí que la religión se asoció a la salvación y lo demoníaco a nuestra condición. Anna me contaba todo en voz baja, mientras acariciaba mi brazo de arriba abajo y jugueteaba con el delicado collar de cadenilla de oro que siempre llevaba al cuello. Durante días y meses fue descargando todo su conocimiento en mí. Y todo lo comprendía pues a través de su sangre lo había asimilado. Así como los padres legaban a sus hijos el color de los ojos o de los cabellos, nosotros nos transmitíamos la información necesaria para nuestra subsistencia utilizando como vehículo la sangre. Todo lo que había vivido tan intensamente durante los días de mi conversión sumido en ese sueño profundo eran su legado. Todas las experiencias de los que habían sido convertidos por ella y por los que habían sido convertidos antes que ella circulaban por mis venas. Reconocía sus nombres, recordaba sus ocupaciones, si habían muerto o si aún existían. Estaba ligado a mis demás compañeros de especie por un tramado invisible y fuerte como la telaraña. Y entonces entendí lo que ella necesitaba. Con la sangre nueva y procesada corriendo por mi cuerpo, esta ya había sido impresa por mis experiencias y mis sensaciones. Y ella la necesitaba. En un acto supremo de amor, el amor que antes nunca había experimentado, le tendí mi brazo desnudo y produje un corte que dejó drenar el fluido vital. El corte que me infligí fue tormentoso. Aún hoy recuerdo el dolor que sacudió mi cuerpo, como recuerdo cada herida que he sufrido a lo largo de la vida que me impusieron. Y Anna acercó sus labios a mi negra y cálida savia y la sorbió con delicadeza, completamente alejada de ese otro que dormía en nuestro interior y afloraba con la sangre roja de los no convertidos. La oí gemir y por un momento sospeché que era por placer, pero caí en la cuenta que se trataba de emoción. Con mi sangre ella vio el que había sido mi mundo, mi otra infancia en una ciudad lejana, la sofisticación de las calles de suelo empedrado, de los hombres y las mujeres vestidos de forma ridícula, de la belleza de una orquídea, del sabor de una taza de fuerte café de Arabia, el frenesí de la guerra y de la muerte y la vida. Vió y sintió como propios los cuadros de una galería, el color del tejado de una casa, el ladrido de mi perro, el andar de mi caballo, los conocimientos que había atesorado durante años de estudio, experimentación y aprendizaje. Vio países lejanos, vio rostros tatuados, gentes de otros colores... Vio todo lo que mis ojos, mis oídos, mis manos habían registrado, desde el dolor de una herida hasta el beso de una noche de pasión. Y nos sentimos comunicados como nunca lo habíamos estado con nadie. Me abrazó con fuerza y permaneció a mi lado desde ese día. En nuestra concepción los otros de la caverna no existían. Ella me había elegido para su clan y conmigo lo había formado. Yo ya era parte del grupo. En nuestra mutua compañía permanecimos por semanas, meses y luego años dentro de la gruta. Cazábamos juntos siempre con moderación tratando de no atraer la atención y desgarrábamos a nuestras víctimas para que confundieran su muerte con el ataque de algún otro animal salvaje. El resto del grupo nunca se interpuso entre nosotros. Para ellos éramos algo alejado, casi inalcanzables. Entrábamos en comunión solamente al momento de la cacería y allí todos obedecíamos a Anna, pues por experiencia ella nos protegía. Pero pronto se produjo una ruptura en el grupo. El resto, quizás envidioso de nuestra unión, alegó como un único ser, la inclusión de nuevos miembros. La envidia nos llegaba a nosotros también. Anna se opuso pues la cueva no era lo suficiente grande para albergar un grupo mayor. También sabía que un aumento de miembros significaba también un aumento en la frecuencia de nuestras incursiones y eso significaría a su vez que los pobladores nos perseguirían con mayor empeño y furia. Las langostas son combatidas cuando se transforman en plaga y trocan su comportamiento solitario en gregario. Eso nos ocurriría a nosotros si nos multiplicábamos. Pero el instinto en nosotros podía ser irrefrenable en ocasiones. Una temprana noche salieron para alimentarse y buscar nuevos miembros. Anna se dispuso a seguirlos pues la necesidad del grupo era fuerte en ella. La seguí y dejamos como tantas otras veces la seguridad de la cueva. Pero algo en mi interior me advertía que algo malo iba a ocurrir. Había pasado una hora, cuando ella me tomó del brazo y se detuvo. Vi en su rostro el terror y la furia. Y supe que algo ocurría. Los otros miembros del grupo se detuvieron también alejados de nosotros una media legua. Y la catástrofe llegó. Como surgidas de la nada las antorchas se encendieron y fueron rodeados. Anna sintió el impulso de la protección, de defender el clan, pero logré detenerla. La abracé y oculté su rostro para privarla de esas imágenes dolorosas y entonces fui testigo de la masacre. Intentaron defenderse pero fueron consumidos por las llamas. Los oí gritar y llorar y ví a los lugareños azotarlos mientras se apretujaban unos con otros. Hubo un párroco que se acercó envuelto en el mismo frenesí que nos dominaba a nosotros cuando olíamos la sangre y me dije que no éramos tan distintos, que solo nos impulsaban distintos motivos. Anna lloró entre mis brazos por la pérdida de nuestra familia, de sus hijos...La miré y vi que había llorado sangre. Bebí sus lágrimas y traté de reconfortarla cuando sentí la voz. -¡Falta la mujer! ¡El demonio de cabellos rojos! ¡Falta ella! Supe entonces que iban a venir a buscarnos. Tomé a Anna entre mis brazos. Y volví sobre mis pasos rumbo a la seguridad de la cueva. El olor a aceite quemado y el resplandor me indicaron que ya habían llegado y habían arrasado con nuestro refugio. Y sabiendo que solo no podría lograr nada dejé de contenerme, de mantener la cordura y dejé salir a ese en quien me transformaba cada vez que me nutría. Dejé a mi compañera en el suelo y vi que ella también había dejado salir a la bestia. Y entonces emprendimos la carrera fuera del bosque. Nos arriesgábamos al estar en el descampado, pero ya no corríamos por el alimento. Corríamos por nuestra supervivencia. No había Luna y eso nos daba una cierta ventaja. Allí se habían equivocado. Debían haber esperado a la protección de la luz nocturna para atacarnos. Ignoro cuanto corrimos. Estábamos hambrientos y sedientos. La sangre en mi cuerpo clamaba por más sangre. Cruzamos terrenos y vimos otras gentes que se habían adentrado en la oscuridad portando antorchas y teas. Sentimos la necesidad de nutrirnos pero nuestra propia supervivencia nos obligó a seguir corriendo. Fuimos por lo alto de los árboles y vadeamos un río. Y al fin llegamos a un pequeño poblado. El olor en el aire era distinto, como eran distintos los árboles y las propias casas. Habíamos viajado toda la noche. Nos acercamos sigilosamente a la cabaña mas alejada y notamos que estaba vacía. Concientes que nuestro tiempo se acababa entramos a ella y vimos que poseía un sótano para el acopio del grano. Anna se inquietó al pasar al ambiente. La sola ocurrencia que podían capturarnos estando allí era aterrorizante. Fuimos al fondo del espacioso lugar y nos cubrimos bajo unas mantas y tras una parva de grano. Sentí la terrible sed quebrándome la boca y el frío calándome los huesos y me abracé a Anna. No fue tanto por protegerla del peligro exterior. Lo hacía para que se sintiera confortada y no dejase la precaria seguridad del refugio. Para que no me abandonase. El lugar estaba infestado de ratas que se alborotaron cuando llegamos. Presintiendo nuestra naturaleza se alejaron de nosotros. ¡Que fácil hubiera sido tomar un par y alimentarnos de ellas! Pero sabía internamente que beber su sangre solo podía provocar un shock en nuestros cuerpos ya de por si debilitados por la huida y la tensión. Nos estaba vedado beber sangre que no fuera humana. Era como si siendo humano hubiera debido alimentarme con piedras. Imaginé entonces el terrible padecimiento del náufrago que flota en el salado océano con la boca partida por la sed rodeado de agua que atraería su muerte. Pasaron las horas y supongo que nos dormimos. Nos despertó el movimiento lejano de la aldea. Oí voces, griterío, el bullicio propio de una población. Imaginamos que el sol brillaba pues la temperatura dentro del sótano se había elevado. Y entonces sentí el escozor. Estaba conciente que esos que estaban fuera alguna vez habían sido mis hermanos de raza, quizás hasta de patria y de lenguaje, pero ahora eran mi sustento y eso generaba en mí una ansiedad terrible. La bestia en mi interior afloró aún en la oscuridad del sótano. Por un instante no me importaron ni el sol, el fuego o los inconvenientes que me pudieran ocasionar, incluso la muerte. Solo deseaba alimentarme, sentir la sangre cálida correr por mi boca, mojar mi pecho, entrar en contacto con el vello de mi piel. La agitación fue en aumento. Comprendí que estos ahora eran mis enemigos naturales, que ante su cercanía, me rebelaba, deseaba asaltarlos y partirlos, volverme a sentir poderoso como esa primera vez que me alimenté hacía ya cinco años. La furia y el hambre comenzaron a dominarme. Jadeaba desesperado. El filo de mis dientes me rozó la lengua y perdí el control. Y sentí la mano de Anna trayéndome a la calma. La miré y ella vio en mí la desesperación. Trataba de estar calmada, de dominar la bestia que nos alimentaba. Y entonces extendió su cuello hacia mí y apartó la cabellera rojiza y la hermosa cadena de oro que contrastaba con el rojo de su pelo. Y allí comprendí cuanto me amaba. Bebí de su sangre casi con frenesí. Ella me abrazó y ocultó su rostro en mi pecho. Y me calmó. Y me amó. Me recobré y pude volver a dormir sustrayéndome a eso que pasaba sobre nuestras cabezas. Fue uno de los días más largos de mi vida, y también uno de los más reveladores y angustiantes. Ese día conocí la desesperación, el hambre feroz, la agonía de la espera y también el profundo amor. Así como todos mis sentidos se potenciaban ante la sangre, también crecían los sentimientos que mi corazón albergaba. Podía matar sumido en un frenético huracán. Podía escuchar, ver, oler en el aire los distintos sabores de la naturaleza. Y podía amar como nunca antes había amado, al punto de compartir mi sangre, mi bien mas preciado, mi sustento con la persona que estaba a mi lado. Ese día supe entonces que no estaba solo. Relatar los pormenores de nuestras incursiones de caza en ese nuevo lugar sería redundante. Pudimos abandonar el sótano recién dos días después, nos alimentamos y partimos en migración. Una nueva cueva fue nuestro hogar a partir de entonces. Como una pareja de lobos nos mantuvimos unidos. En ocasiones y por poco tiempo se nos unieron otros, Y con ella fui forjando un hogar. Me transformé en ladrón y la sorprendí una ocasión en que dormía trayéndole una cama mullida, algunos muebles, vestidos para ella y ropa de paisano para mí y lo que más atesoraba, una serie de libros. No buscaba volver a aquella vida que ya casi había olvidado, ni siquiera reclamarle que me hubiera traído a este mundo. No vestía mi cuerpo desnudo buscando abrigo o por pudor. Lo hacía para que en los momentos que no nos dominaba la bestia nos sintiéramos más cercanos a ese que alguna vez habíamos sido. Quería solo darle lo que otros no le habían dado, un apoyo y un compañero fiel. Era producto de la evolución. Anna comprendió mi intención y cuando se vistió se sintió aún mas hermosa, aún mas mujer. Pero no era solo por eso que yo lo hacía. Habíamos pasado cuarenta y seis años juntos cuando vi el nacimiento de cierto comportamiento errático en su vida. En ocasiones la bestia afloraba casi sin el menor motivo, aún en medio de la mañana cuando el sol brillaba alto y fuerte. Al retomar la calma se acurrucaba en un rincón y dormitaba profundamente. Otras veces la había visto como perdida, con la mirada en un punto fijo del techo. Permanecía callada y alejada aún estando a escasos centímetros de mi rostro. Pero era en la cacería donde más notaba esa variabilidad en su actitud. Se violentaba ante la presencia de nuestras víctimas. Los atacaba y los desgarraba en canal. Bebía la sangre directamente del hígado y entraba en un frenesí caótico y asesino. Esa fue la primera señal de alarma pues debía deshacerme de los restos para no atraer la atención de los demás. Si veían un cadáver abierto de tal manera eran capaces de asolar toda la zona, llegar hasta las grutas y hacerlas volar por el aire. Pero cuando estaba en control, era la dulce Anna que yo amaba y que me protegía y dejaba que protegiese. Quizás su carácter errático se había acentuado luego de los terribles resultados producidos por nuestra necesidad de procrear. Nuestra especie estaba condenada a la multiplicación por la sangre y no por el sexo, pero como humanos que antes habíamos sido, la atracción sexual, si bien acallada, era tan fuerte como el instinto por cazar. Anna aún tenía el mandato de la procreación y yo deseaba complacerla. No puedo describir el intenso placer del amor carnal que experimentaba con mi amada. Era tan intensa que superaba cualquier otra emoción vivida con anterioridad. Todo mi cuerpo se estremecía al acariciar su piel desnuda y si nos rozábamos y bebíamos nuestra sangre era aún más poderoso. Lo habíamos intentado antes de la llegada de la primavera y, aunque era extremadamente difícil la concepción, lo habíamos logrado y ella había quedado encinta. Fuimos felices, aún más si eso era posible, con la noticia. Ella se sentía plena y en mi interior sentí el orgullo de un padre y la felicidad de un esposo. Y la vi cambiar y volverse aún más sensual. Sus cabellos rizados, eternamente rojos y perpetuamente largos hasta su cintura parecían tomar vida. Me rogaba que hiciéramos el amor una y otra vez y dormía con una placidez en el rostro que llamaba a mi calma y a mi paz. Su cuerpo se iba haciendo más y mas sensual, la redondez de su vientre y de sus pechos era cautivante y contemplar su rostro bien valía sacrificar toda la vida. Pero nuestro sueño estaba condenado. Al cabo del cuarto mes empezó con fuertes dolores en el vientre que la postraron y fueron en paulatino aumento. Hacia el séptimo mes, tras días de terrible padecimiento, frustrado por no poder auxiliarla ni socorrerla en forma alguna, sufrió el aborto de una criatura ennegrecida y lastimosamente deforme. Una niña. Se aferró a ella y lloró lágrimas negras, de dolor, de angustia. Recién tras varios días dejó que la apartase de su lado y la ubicase en el exterior. Me pidió que lo sepultase y que si recordaba alguna le dedicase una oración. Cumplí con su pedido con amoroso cuidado y esmero. Anna entró en un estado de desesperación tal que ni siquiera dejó que la tocase. Sufrió de secreciones mamarias de una sangre ácida y espesa que le provocaron terribles dolores. La imagen de su cuerpo desnudo, bañado en esta leche y ahogando un grito de dolor es una de las imágenes mas terribles que me acompañan aún hoy luego de tanto tiempo. Tras la tragedia su espíritu se volvió aún más oscuro. Me apartaba de su lado, no me hablaba como si la pérdida del embarazo fuera producto de mi propia culpa. Durante esos días salí a cazar y traje una víctima adormecida para que se alimentase. Hubiera sido más fácil traer la sangre en una vasija pero nuestra terrible naturaleza nos obligaba a nutrirnos desde un cuerpo vivo. Mi amada compañera descargó en ese hombre anciano y ya casi moribundo la furia asesina que su cuerpo necesitaba desplegar y calmó su sed sorbiendo por completo el fluido tan necesario. Pero mi amada Anna ya no era la misma. La inestabilidad que había notado en un primer momento se hacía presente con mayor asiduidad. En cierta ocasión ni siquiera llegó a reconocerme. Y el curso de los tiempos fue modificando nuestra vida. Pronto el progreso nos llamó y nos advirtió que nuestra época se iba acabando. Lo que había sido nuestro coto de caza fue poblándose de gentes, que si bien acrecentaba nuestra posibilidad de alimentarnos, reducía al mismo tiempo nuestros escondites. Las grutas fueron estudiadas e invadidas y pronto empezaron a explotarlas en busca de minerales y otros recursos. Una noche de oscura negrura dejamos nuestra cueva, nuestro hogar por tantos años y nos lanzamos a la búsqueda de una nueva morada. Recorrimos cientos de leguas en tres días, cruzamos países, estuvimos a punto de sucumbir al quedar expuestos a la mañana cuando una providencial cueva excavada por algún animal al ras de la tierra nos sirvió de refugio. Obligué a mi compañera a meterse en ella y la seguí. No me importaba mi bienestar, solo quería salvar al amor que la vida me había dado. Hubiera sido terrible para mí perderla, y la protegí con mi cuerpo mientras amanecía y le daba tiempo para buscar agrandar el escondrijo. La luz del sol, el reflejo en verdad me rozó y dejó en mi brazo una marca que aún hoy llevo. El dolor fue intenso y elevó la temperatura de mi cuerpo sumiéndome en un estado febril que me puso al borde de la muerte. Anna excavó la tierra desesperadamente y me llevó al interior donde procedió a cuidarme. Me abrazó y me mantuvo junto a ella en ese espacio diminuto y estrecho donde apenas si podíamos respirar. Estuve conciente todo el tiempo que ella me cuidó. No podía conciliar el sueño reparador. Tan solo me dejaba para ir a buscar el sustento y para hallar una nueva morada. Y pensé entonces que la fragilidad de su estado mental había llegado a un punto crucial cuando la escuché rezar como seguramente lo había hecho allá lejos, cuando era una novicia. -No me abandones ahora mi Señor...No permitas que muera en mi mente antes que él... Si somos tus hijos también, no me quites la vida cuando la he hallado a su lado... Al cabo de un par de semanas halló un refugio seguro y hasta allí me llevó. Triste era nuestro destino empujados constantemente fuera de nuestro hogar y de nuestra vida por la naturaleza de nuestra existencia. Recién allí pude empezar a recuperarme aunque la debilidad provocada por la fiebre me sumió en un prolongado y reparador sueño. Soñé con mi amada, con su cabellera rojiza, con su mano acariciando mi pecho, con sus labios bebiendo de mi brazo, ese mismo brazo que ahora lucía una marca roja producto del sol. Soñé con sus labios besándome y volcando en mi boca la sangre recién cosechada. Y en el sueño noté que sus labios cambiaban y se volvían más suaves, como si fueran más juveniles. Así como el límite de nuestra existencia no poseía comparación en la escala humana, la posibilidad de recuperarnos tras una quemadura solar requería un tiempo prolongado también. Y durante todo ese tiempo dormí y soñé. Aún maldigo ese sueño profundo... Soñé con ese sol terrible que me laceraba el alma. Soné con la vida anterior que había llevado antes de Anna. Reviví los momentos de felicidad que había experimentado junto a ella. Y me dí cuenta de lo afortunado que era aún a pesar de no poder ver el sol directamente, de tener que vivir como fugitivos, de sentir ese frío perpetuo en nuestro cuerpo, de la sed, del hambre, del dolor y la pérdida... Era afortunado pues había conocido al verdadero valor de la existencia. Alejado de la ambición, del dinero y la corrupción, había conocido el valor de la vida, la propia y la ajena. Cazábamos solo cuando necesitábamos alimentarnos, no lo hacíamos por placer... Y había conocido el amor profundo de mi amada Anna. No éramos esposos, ni confidentes, ni compañeros. Éramos mucho más que eso, éramos el uno para el otro. En cierto sentido había vuelto a las raíces y había evolucionado. Quizás éramos el futuro de la humanidad. Lo notaba en mis venas. Mis sentidos hiperdesarrollados me habían abierto un mundo nunca antes presentido, nunca antes visto. Casi no tenía memoria de mi otra vida. Soñé quizás con una mujer que pudo haber sido mi esposa y soñé con ese odio que había experimentado cuando había odiado a aquellos a los que luego defendería. Y me avergoncé por eso. Yo mismo podría haber matado a Anna antes de conocerla y eso me aterrorizó. Y luego soñé con el dolor, con un río negro hecho de sangre fría que se volvía de fuego. Con los cabellos de Anna quebrándose en mil pedazos, con su muerte. Soñé con nuestra hija muerta, la que nos podría haber perpetuado y supongo que lloré. Y luego dejé de soñar... Cuando abrí los ojos busqué a mi amada. Vi a alguien acurrucado en un rincón y debí aguardar que mis ojos recuperaran su sensibilidad. El cuerpo me llamó la atención pues no me resultaba conocido. Su aroma sin embargo me era familiar. Notó que había vuelto en mí y se acercó. Era una mujer de cabellos rubios, lacios como la lluvia en una noche sin viento. Era joven, voluptuosa y deseable. Tuve un ataque de ira al verla y me abalancé hacia ella tomándola por el cuello. Era uno de los nuestros. -¿Acaso no reconoces los labios que te alimentaron todo este tiempo? Sentí el aroma familiar de esos labios besándome durante el sueño y la aparté. -Anna... ¿Dónde está Anna? -Se fue hace un mes. Me trajo aquí y me dijo que te cuidara... Ella dijo que entenderías... No puedo reproducir la desazón, el dolor por la partida. Mi amada Anna, mi compañera, se había marchado. Y si... Entendía. O sospechaba tal vez... Quizás mi padecimiento le había hecho darse cuenta que su frágil estado mental no le permitía cuidarme y había convertido a esta joven mujer para que tomara su lugar, para que fuera mi compañera. Era su ofrenda máxima... ¡ Oh Anna! ¡Prefería morir a tu lado que vivir sin tu compañía! ¡Tu ausencia era más quemante que el sol y que el fuego! ¡Sin tu amor me sentía postrado, amputado de mi vida, de todo lo que le daba sentido a mi existencia...! Sentía la presencia de mi amada en el aire como un silbido tenue y apenas perceptible y supe que aún estaba viva pero lejos de mi lado. En mi pecho, bajo las ropas que me permitían creerme aún un humano sentí el frío del metal y lloré en silencio. Anna me había dejado su collar, el último recuerdo de su vida bajo el sol y lo besé como si pudiera alcanzar esos labios rojos a través de él. Abandoné la cueva y vi una ciudad lejana y una cadena de montañas. Y sentí mas frío que nunca. Creí por un momento que perdería la razón. Y grité su nombre en nuestro idioma... y aguardé en vano su regreso. La muchacha que Anna había dejado a mi cuidado se llamaba Cristina. Si bien era joven y bella, la tosquedad de su espíritu no se comparaba a la delicadeza de mi amor, o quizás yo la veía así para intentar no sentir por ella más que la necesidad de compañía. Ella quería experimentar todo lo que le brindaba esta nueva vida. Quería sentir el poder de este nuevo estado, dominarlo todo. No le interesaba el diálogo, la comunicación, eso que tanto extrañaba de Anna. Potenciada su inmadurez sexual solo deseaba alimentarse y ser satisfecha sexualmente. Su inexperiencia la volvían peligrosa para ella y para mí. Salíamos a cazar y debía advertirle acerca de la necesidad de volver a la seguridad de la gruta. Intenté comunicarme con ella, transmitirle mis experiencias, mi propia sangre pero me sentí vacío. No era mi amor, no era la mujer que amaba... Quizás eso fue lo que impidió que nos uniéramos como pareja. No podía deshonrar la memoria de mi compañera. Si me unía a Cristina sentía como si estuviera traicionando a Anna, y a ella también pues jamás iba a poder darle lo que necesitaba. Solo podía adoctrinarla como sobrevivir. Pasamos casi un año así. Y luego, llevada por su necesidad de experimentar más de lo que yo podía darle se alejó. Verla irse fue como si una parte de mi vida desapareciera. No quería perderla a ella también pero no podía retenerla atada a un recuerdo que no podía compartir. Por años pasé en soledad mi dolor. Busqué a Anna en las grutas de la cercanía, entablé contactos con otros de los nuestros y les pregunté acerca de la mujer de la cabellera roja. Ninguno la había visto. Me impulsaba ese instinto desarrollado que me decía que aún seguía viva y andaba por allí, quizás integrada a otro grupo, quizás olvidándome. Me uní a un grupo integrado solo por hombres y sentí su mismo dolor al saber que no podían aumentar su número. La apatía y el desgano habían quebrado su espíritu y ya no deseaban vivir. Vi a uno de ellos dirigirse hacia una fogata y como su cuerpo era desgarrado por las llamas. No llegó a dar tres pasos pues su cuerpo convertido en cenizas se elevó por el aire llevado por el calor de las llamas. Desee morir en una ocasión. Desee morir mil veces. Cuando podía dejar mi refugio miraba las constelaciones y buscaba el nombre de Anna entre ellas. Y a ellas les hablaba con la esperanza que me pudiera escuchar. Que pudiera hallar el camino para volver a mí. Hallé una gruta inaccesible donde compartí mi angustia en soledad. En ocasiones servía de refugio para alguno de los nuestros e intercambiábamos nuestra sangre. Por unos seis o siete años conviví con una mujer con quien intenté formar pareja, pero la presencia de Anna en mi mente hizo imposible que pudiéramos comunicarnos. Aún así la llegué a apreciar en gran medida. Grande fue el dolor cuando no volvió una noche. Había salido a cazar en solitario a pesar de mis ruegos porque no lo hiciera, porque presentía algo malo. Dentro de mi ser sentí cabalmente como la candela que era su vida se apagaba imprevistamente. Había desaparecido. No como mi adorada mujer de cabellos de fuego que aún estaba presente en el aire. Ella había dejado de existir. Dentro mío aún llevo su historia y la de los suyos. Sentí el alma partida por su muerte y quise morir. Me sentía acompañado pero terriblemente solo. Y cada vez más aislado. En la lejanía las voces se apagaban cada vez con mayor rapidez. El tiempo se nos iba acabando. El progreso, el maldito progreso que nos estaba aniquilando también obligó a los demás a huir. Yo no fui la excepción. Fui desterrado por el avance de la población y dejé la gruta. Y fui un nómada, refugiándome en cuevas, casas abandonadas, incluso en una iglesia donde me guarecí en un claustro de penitencia. Permanecí cerca de una ciudad puesto que ella además de darme sustento, me ofrecía sitios donde pasar las mañanas. Una casa abandonada podía ser un sitio excelente donde dormir. Y aprendí a controlar mis instintos. Atacaba y bebía la sangre, pero me aseguraba de no desangrar en demasía a mis víctimas para que no murieran. Esto si bien no me permitía alimentarme con plenitud, tampoco atraía la atención puesto que una víctima mortal era llamativa para la sociedad de creciente población, donde me había refugiado. Pero hallé mi lugar una noche en que me introduje en el monumental edificio de la biblioteca y museo. En sus sótanos laberínticos podía perderme por años. ¡Que feliz hubiese sido Anna allí! En las noches que no cazaba y me aseguraba que no hubiera nadie deambulando, recorría los anaqueles y devoraba los libros con ansiedad. Me ponía al tanto de los últimos avances en ingeniería, leía los libros de poesía, me asombré con descubrimientos impensados en los tiempos que yo era maestro mas de cien años atrás. Fue en ese lugar que hallé y me apoderé del libro que hoy poseo en mis manos. Leí acerca de países que solo conocía por nombre, reyes conquistadores, viajes fabulosos... Retomé los clásicos del bardo inglés y los ví bajo otra luz, desde este nuevo punto de vista. Supe de hombres que libraban batallas para la liberación de su pueblo allende el océano inspirados por un grupo de notables que habían iniciado una guerra de independencia en el continente llamado América. Releí el Quijote y me pregunté si la sociedad no nos vería como gigantes amenazantes cuando en realidad éramos los molinos de la naturaleza, que ocupábamos nuestro espacio sin molestar a nadie, intentando sobrevivir. Imaginé reinos perdidos, países cubiertos por hielo perpetuo donde el sol no asomaba por semanas seguidas, pero tampoco se ponía por otros meses consecutivos. Leí acerca de animales de cuello largo como un tiro de ocho caballos, de caballos pintados, de un continente negro de donde alguna vez había llegado Aníbal y donde había florecido el imperio Egipcio. Leía en voz alta, para que la mujer que había amado me escuchara. Y fui nuevamente feliz allí. Pasaba horas recorriendo los estantes, incluso olvidándome de alimentar mi cuerpo el cual sin embargo se mantenía fuerte y vital. En el museo recorrí las vitrinas y me maravillé con cosas que solo había visto por ilustraciones. Toqué el sarcófago de un faraón, la momia de un rey andino, me maravillé con las mil formas distintas de los insectos y la fabulosa recreación del esqueleto de una ballena cazada en las cercanías de Nantucket. Me maravillé al ver el cráneo de un simio de proporciones sobrehumanas al que se lo catalogaba como comedor de hombres. No pude menos que sonreír tristemente al ver que su formidable dentadura era más adecuada para masticar hierbas duras que para triturar la dura carne humana. Mí amada Anna me había contado de un compañero de clan que había viajado hacia el continente negro y había convivido con simios gigantes que no le temían y lo trataban como uno más de ellos. Estos increíbles animales, eran desconocidos aún para el grueso de la sociedad que los estigmatizaría como a nuestra raza. Me dí cuenta bien pronto que no éramos tan distintos de esos animales. Quizás ellos también habían sido humanos como nosotros y por alguna mutación de la sangre o del espíritu habían devenido en esas criaturas que solo deseaban subsistir. Redescubrí el placer de la música cuando iba por los techos y llegaba hasta los teatros y asistía a conciertos que me emocionaban hasta hacer vibrar incluso a la bestia que habitaba dentro mío. En las calles la débil luz de gas, si bien me dañaba si me tocaba, no era en lo absoluto una amenaza una vez que había entendido su funcionamiento. Con la lluvia como mi aliada podía adentrarme en las calles de la ciudad recorriéndola a través de las azoteas, ir de una punta a la otra en una sola noche, alimentarme sin llamar la atención y retornar a la seguridad de mi hogar. A veces lo hacía solo para escuchar y ver desde las penumbras. Oía a la gente, a aquellos que alguna vez fueron los míos y fui aprendiendo de este nuevo mundo. Aprendí lo que no estaba en los libros. Aprendí acerca de los avances ferrocarril, de calles iluminadas por la electricidad que volvían a la noche en día, de barcos de acero que surcaban los mares, de guerras en lugares desconocidos, de actos de valor impensados, crímenes terribles provocados por la lascivia y la ira. Escuché acerca de la bajeza y la grandeza del ser humano y me dije que quizás no había cambiado tanto la sociedad, tan solo se había extendido en todos los puntos cardinales. Pero el summum de la crueldad la escuché una noche de Enero, cuando el frío helaba a la gente y me permitía un aumento en la frecuencia de mis incursiones. En esa ocasión escuché acerca de una mujer que había sido capturada. Era alguien que poseía una fuerza extrema, que bebía sangre como los salvajes y que era quemada por el sol y me alarmé. Guiado por el olor de mi especie corrí por las terrazas y sometí a mí ser interior que deseaba salir y alimentarse y llegué hasta una carpa negra donde la gente hacía cola para observar al fenómeno. Poseía un sitio privilegiado desde donde presenciar el espectáculo. El corazón me latía como nunca antes. Esperaba hallar a mi Anna, pero también sabía que si ella era la que estaba en esa carpa desataría la peor furia asesina que la ciudad había visto. Fui acercándome hasta tener un sitio desde donde apreciar el espectáculo y aguardé con impaciencia. Un hombre salió y dirigió unas palabras declamatorias a los presentes. Y luego descorrió el telón de una jaula inmensa. No vi la cabellera rojiza pues no existían cabellos en su cabeza. Su cuerpo desnudo estaba marcado por la lucha, la inanición y el oprobio. La arrebatadora belleza ya no existía. Y reconocí a Cristina en ese lugar. Sentí alivio y sentí odio. Alivio porque la mujer que amaba no estaba allí. Odio porque habían reducido a un espectáculo de circo a una de las criaturas más fabulosas de la creación. Cristina rugió al ver a la gente. Cerré los ojos para no ver lo que siguió pero mi necesidad de saber fue más fuerte. La obligaron a pelear contra un formidable mastín que había sido adiestrado para no temerle a nada y a pesar de las terribles heridas lo venció y frente a la muchedumbre ansiosa intentó beber su sangre. Su boca no hacía daño y comprendí que le habían arrancado todos los dientes y le habían extraído las uñas de las manos y los pies. Vi como retrocedía ante la flama de una antorcha que la redujo como un animal asustado y me sentí impotente. Me puse de pie y me dije que ella no merecía estar allí, que si alguna vez había sido un humano, no podía permitir esta humillación. Y me dispuse a liberarla. Me preparé para dejar aflorar la bestia, ya lo hacía a voluntad, y hubo algo en el aire, un gesto, una palabra que me delató. La única en percibirme fue Cristina. Levantó la cabeza hasta donde estaba y vi su rostro. Con el único ojo sobreviviente me reconoció. Tal vez fue el recuerdo de un tiempo pasado, darse cuenta que podía liberarse del sufrimiento y de recuperar la hidalguía de nuestra especie. Y lloró lágrimas de sangre... Recordó sus tiempos de plenitud, recordó un tiempo en que vagaba libre y dejó suelta la bestia de su interior. Se azotó contra las rejas y con las últimas fuerzas la rompió. El presentador del espectáculo intentó dominarla con una antorcha y notó con terror que ella no retrocedía. Cristina lo atacó con furia sobrehumana, con la furia de una raza destruida y desarraigada. Arrancó su brazo y bebió la sangre que manaba de su muñón deshecho. Supongo que sintió la vida en su boca justo antes que la antorcha la tocara. A pesar del dolor, del desgarro, bebió el líquido en un último acto de rebeldía y vomitó su propia sangre en el rostro del presentador. Luego se redujo a cenizas. No pude seguir viendo. Sentí su muerte en mi interior y mi corazón se detuvo por unos instantes por el dolor. Su voz y su alegría se habían apagado. Volví a mi lugar y me dije que no podía continuar en esa ciudad. Antes de llegar descargué mi ira ante un transeúnte y me sacié intentando calmar mi ira, mi angustia y mi indignación. Permanecí un tiempo más en la biblioteca y luego abandoné el sitio yendo hacia el oeste. Ya no lo disfrutaba. Todo lo que entraba allí permanecía teñido por el recuerdo de Cristina, por su absurda y liberadora muerte, por haberla visto reducida a un guiñapo habiendo perdido toda la belleza que en un momento desprecié. Y sentí una profunda culpa por eso. Si yo no la hubiera alejado de mis sentimientos, quizás habríamos podido ser medianamente felices. Quizás no la habrían atrapado. La culpa me carcomió el alma. Me sentí responsable de su destino final. Volver a la huida fue, ciertamente gratificante. Volví a sentirme vivo, libre con los olores y las sensaciones que flotaban en el aire. Sentí el placer de la caza, de alimentarme sin temor a que me encontraran. Y vi las estrellas. Y vi la Luna. Y traté de buscar a alguien de mi especie. Agucé mis sentidos y olí en el aire buscando alguna señal que me indicara que existía alguien por allí cazando, aguardando hallar a otro como yo. Y fue en vano. ¿Acaso era yo el último? ¿Nos habíamos extinguido como una flama pasajera? ¿Sería yo el depositario del legado de mi especie? Las voces iban apagándose cada vez con mayor rapidez. Los que me habían precedido se estaban extinguiendo. Pensé en Anna, en los otros que se habían cruzado en nuestra vida, en las vidas que había tomado y me sentí maldito por ello. Me sentí adolorido en el cuerpo, aún más que cada una de las veces que fui herido por algún puñal esgrimido por una presa, o la bala de un fusil. Incluso más que la vez que el sol me tocó. Aún así sentía la vida de Anna por algún lugar del orbe y eso me daba fuerzas para seguir, la esperanza de poder hallarla fue el motor de mi destino. Dirigiéndome siempre hacia el oeste, huyendo de la civilización, llegué al mar. El aroma del agua salada fue predominante entonces y embriagador. Reconocí el Canal y me dije que había llegado el momento de buscar un horizonte completamente nuevo. Quizás llegar a América... Dormí esa jornada en una cueva cercana a la playa y en cuanto volví a ser soberano de la noche me dispuse a cruzar por las frías aguas que me separaban de la gran isla. Guardé la ropa que llevaba siempre conmigo y que me permitiría camuflarme si alguien me observaba a la distancia y el libro, mi segundo tesoro más preciado, y me zambullí. El agua helada no me hacía efecto, incluso era beneficiosa pues me permitía sentir en toda mi piel lo que el océano y el mar me decían. Recordé una historia de Anna que narraba de un grupo de los nuestros que habían logrado dominar el arte de la respiración y se habían exiliado al fondo de las lagunas, donde permanecían acechantes a los que intentaban recolectar pesca. Estos estaban protegidos del sol por el agua y en las mañanas se mantenían cerca del fondo donde los rayos del sol y su reflejo no los afectaban. Tardé casi seis horas en llegar al otro lado y en cuanto pisé tierra firme busqué refugio. La aparición de un solitario pescador madrugador me sirvió de alimento. No quise matarlo pues ya no existía en mí ese deseo y pronto gané el refugio de una abandonada iglesia. Llegué al río pestilente y fui adentrándome en el terreno hasta llegar a la ciudad. La ciudad de Londres era inmensa. Me sobrecogí al verla y me pregunté si no estaba arriesgando demasiado al acercarme a ella. Sabía que allí hallaría sustento, pero también sabía que las posibilidades de refugio eran mínimas. La fortuna me acompañó esa vez y logré ingresar en una alejada propiedad cuya familia había muerto por la viruela y era intocable. Las derruidas paredes me ofrecerían la protección suficiente para subsistir por un tiempo al menos en que planearía mi viaje a las Américas. Extrañé la presencia de una biblioteca en la vivienda. Me había acostumbrado a oír con mis ojos a los muertos y ausentes. Aún así pude descansar con comodidad y su lejanía de la ciudad era la exacta como para realizar incursiones y volver a la seguridad en mucho menos tiempo del que necesitaba. Por eso me dediqué a recorrer la Londres acerca de la que tanto había oído y leído. Conocí sus calles, conocí la vida nocturna, pude ver y oír obras de teatro desde las abigarradas azoteas. Me introduje en museos y bibliotecas y recuperé el placer de la lectura. Vi hermosas obras de arte en inmensos salones e intenté guardar en mis ojos la belleza de cuadros que solo percibía en tonalidades de grises, pues solo llegaba a percibir el color de las formas tridimensionales como los cabellos de Anna o la piel de Cristina. Era el precio de la sofisticación y la agudeza. Uno de los momentos mas maravillosos de mi existir fue cuando se inauguró la primer calle iluminada por la electricidad. Necesitaba ver con mis ojos como se había guardado un rayo dentro de una botella. Había leído con respecto a los avances realizados en América al respecto y como el ingenioso invento había llegado a la gran isla. La iluminación era débil y escasa. Apenas unas tres calles cerca del Támesis. Esperé a ser el único habitante de la noche y enfundado en las ropas de mí humanidad cada vez más lejana me acerqué a verlas. Eran una bombillas que emitían una tenue luz amarillenta, aunque mas potentes que la débil luz de gas de los viejos faroles. Y sentí algo increíble. Me acerqué a las lamparillas y no pude evitar acercar mi mano. Al tacto no fui dañado y su luz no quemaba mi carne ni mis ojos. Lo habían logrado. La humanidad por fin había vencido la oscuridad y desde ese día la noche ya nunca sería la misma. Estuve tan excitado por las posibilidades que me adentré en la biblioteca y robé cuantos libros pudiera cargar sobre mis espaldas para enterarme de los avances tecnológicos que el fin de siglo alumbraba. Y todo me refería a América una y otra vez. Eso impulsó aún más mis deseos de emigran y aceleré en mi mente los detalles del viaje. Sabía que no podría atravesar el océano a nado sin transformarme en espuma apenas amaneciese, por lo que tendría que hacerlo en un barco de importante calado y generoso volumen que me permitiesen esconderme en un lugar aislado y alejado de ojos inquietos. Estaba meditando los planes para realizarlo cuando algo perturbó mi sosiego. Me estremecí con cada centímetro de mi cuerpo. Mi bestia interior se puso en alerta y salí al exterior. El aroma sutil, apenas perceptible, me sacudió como una vara en el vendaval. Había alguien más allí. Había alguien de mi especie por ese lugar, quizás alimentándose, quizás acechando. Sentí una terrible desesperación cuando dejé de percibirlo. Me lancé a la carrera sin rumbo determinado, yendo y viniendo, subyugado por el olor tan tenue como el silbido de un pájaro y busqué recuperarlo. Había desaparecido por completo. Volví dentro de la casa tras un par de horas de búsqueda infructuosa y sentí el sol calentando la vivienda. Apenas si pude dormir totalmente descontrolado por el olor. No había podido reconocer si era de un hombre o una mujer y noté que hacía mucho tiempo no lo sentía. Cuando estaba en el continente y aún mas remontándome en el pasado, el olor de la caza y del que éramos cuando nos alimentábamos era uno de los nexos que nos unía. Era como un manto suave que siempre nos indicaba que estábamos acompañados. Era distinto a esa sensación en el alma que nos decía si estábamos vivos. Este era un olor vinculado con la bestia, con lo más puro de nuestra especie. El otro era mas en contacto con nuestro espíritu. No puedo siquiera imaginar la persistencia del olor del ejército de Qull, aunque si podía llegar a entender por qué había tenido tanto éxito. El olor era un vínculo que nos permitía liberar a la bestia de forma completamente natural. Y con el paso del tiempo ese olor que siempre había estado presente se fue haciendo menos persistente, más difícil de notar. Eso indicaba que cada vez éramos menos, que cada vez nos acercábamos más a la extinción. La última vez que lo había sentido con gran fuerza había sido ante la muerte de Cristina. Y desde entonces fue inexistente. Pero ahora había alguien más allí conmigo. Quizás todo un clan. Durante los dos años que había permanecido en la frontera de la civilización londinense jamás había sentido esa sensación, y ahora aguardaba ansioso la llegada de la noche para recuperarla. Pero no retornó. Salía hacia la ciudad en cada oportunidad y como un animal excitado por algo imposible de comprender deambulé por las terrazas y caminé las oscuras calles de los suburbios intentando recuperar una parte de mi pasado. Fue inútil. Quien estaba allí se había ido. Y si yo lo había sentido, ¿porque no me había sentido a mí? ¿Tan alejado estaba yo de mi condición que ya había perdido la capacidad de comunicarme con los otros de mi especie? O quizás se trataba de que hubiera involucionado. Que había pasado demasiado tiempo fuera de mi grupo, solo, y me había aislado. Me sentí más solo que nunca y sentí más que nunca la necesidad de agruparme con mi gente, aunque ello significase ponerme en riesgo. Transcurrieron los días, las semanas y los meses. Fue durante una copiosa nevada que volvió a mí. La noche era joven y el aroma era fuerte y persistente. Y en una loca carrera me dirigí hacia él. Fui llevado por la necesidad, la misma que me obligaba a alimentarme y conocer mas sobre el mundo que me sostenía. Llegué hasta las modernas cloacas de Londres, construidas unos años atrás y me adentré en ellas. No pude evitar observar el hermoso estilo gótico de sus paredes y techos de ladrillos. Como a otros de mi especie, no me importaba el agua ni la pestilencia. Para nosotros era como una molestia menor, y sin duda, la presencia cercana de víctimas. Fui avanzando por las anchas cavernas artificiales y llegué hasta el corazón de la ciudad. El olor fue creciendo a medida que avanzaba y despertó en mí el deseo dormido de compartir con alguien mi existencia. Me desharía de mis ropas, de mis conocimientos, de mi piel y mis ojos si eso significaba la compañía. Y pronto sentí el jadeo, el salvajismo, el olor penetrante y fuerte. Y entonces lo reconocí. Avancé sin temor por lo que pudiera hallar pues el instinto era más fuerte en ese momento y llegué a un recodo. La desnuda figura femenina estaba agazapada. Se tomaba los brazos con las manos como dándose calor. El agua pestilente le daba a la altura de las caderas y parecía haberse rendido. No pude evitar sentir como mi pecho se quebraba como mi boca y mi lengua. La cabellera roja estaba marchitada y la delicada piel blanca como la nieve estaba cubierta de magullones y cortes. Allí, completamente entregada a la bestia se hallaba el amor de mi existencia, el amor en persona, mi madre, mi compañera y mi otro yo. Corrí hacia Anna y me miró sin reconocerme. Se lanzó hacia mí para atacarme y no opuse resistencia. Le entregué mi pecho para que se alimentara y con una brusquedad inusitada se nutrió. El dolor del desgarro no fue tan terrible como la angustia de ver a mi Anna completamente perdida en un limbo casi irrecuperable. La abracé llorando por el amor recuperado y no quise dejarla ir. Probó mi sangre y entonces se calmó. Podría jurar que sus rizos rojos revivieron casi como en los tiempos que fuimos felices. Me miró con el rostro surcado por lágrimas negras como el ébano y acarició mi rostro. -Estás aquí...Estás aquí... La bese con pasión. Con la pasión que me había abandonado con ella la abracé. Apenas tenía fuerzas pues su mente resquebrajada ya no le permitía alimentarse y la dejé que siguiera nutriéndose con mi sangre. - Mi amada...recorrí todo el mundo buscándote y te hallé en el sitio mas infecto de la tierra...amor mío, amor mío... La tomé entre mis brazos y como no había podido lograr Orfeo con su amada Eurídice, dejamos las cloacas infernales. Volvimos a mi hogar y la sentí convulsionarse. Quise darle mi sangre pero ella me alejó con dulzura. Le mostré la cadenilla de oro que colgaba de mi cuello y se la coloqué. Sonrió con alegría por habernos recuperados a los dos. Desee que en ese momento fuera feliz... Me encontraste mi amor...Me hallaste y me rescataste...Me rescataste Acaricié sus cabellos ondulados y limpié su lastimada piel con mis manos. Mis lágrimas negras inundaron su cuerpo. -Llévame con nuestro bebé...no dejes que me encuentre la locura de perderte...no dejes... Hizo un intento vano por retirar su brazo pero yo lo tomé. Necesitaba saber que le había pasado por donde había dejado transcurrir la vida. Quizás de esa manera la ayudaría a soportar la terrible carga que llevaba. Me rogó que no lo hiciera, que no quería perderme otra vez. La besé en los labios y con ese gesto le hice entender que la había hallado para no separarme. Y entonces accedió... La mordí con suavidad, intentando lastimarla lo menos posible conciente que le causaba un dolor terrible y sorbí su sangre. Esta era aún más espesa, como un barro cálido, producto de años de desesperación y de hambre. Y sentí en mi cuerpo el dolor de la angustia. La angustia por la pérdida de nuestra hija, por la pérdida de la cordura, por la desazón... Se arrastró en cuevas solitarias y la ví llamándome y rogando por su muerte. Ví como se había unido a un grupo proveniente del norte donde había sido considerada impura por su enfermedad. La obligaban a alimentarse de despojos y al manifestarse con más fuerza su condición fue utilizada como carnada para atraer más víctimas. Y luego había sido expulsada. La sentí alimentarse con cadáveres desenterrados del camposanto y el viaje en una chalupa que la había llevado hasta la Gran Bretaña. Por años había deambulado con el corazón destrozado, llorando, gritando mi nombre, gritando el nombre de la mujer que la había hecho renacer. Y sentí la paz que había experimentado su cuerpo al beber mi sangre. Y supe que su destino estaba sellado. Y el mío también. Anna permaneció aferrada a mi cuerpo por diez días, nutriéndose de mí. En su mundo partido iba y volvía de la realidad. Lloraba y sonreía, callaba profundamente y luego como reconociéndome me acariciaba el rostro y me besaba en los labios. Una noche de cerrada neblina comenzó a rezar en latín y empezó con temblores y sudores de sangre. Me pidió ver las estrellas una vez más y la llevé fuera. Solo pude aferrarla a mi cuerpo hasta que sucumbió. Quise abrazar su cuerpo junto al mío para no perderla nuevamente pero fue inútil. Lentamente fue desgranándose entre mis dedos y fue convirtiéndose en una sutil y tenue masa de partículas brillantes que se iban haciendo cada vez más pequeñas. Luego se esparcieron por el aire y fueron llevadas por la brisa. En su lugar solo quedó su cadenilla y un suave aroma a orquídeas y lavandas. La había recuperado para perderla. En el libro que saqué de la biblioteca de París, editado en latín, que yo había conservado y cuidado con esmero leí hace tiempo un párrafo dedicado a los nuestros. ‘’Hijos del demonio y de Lilith, profanadora de cunas y consorte de Satán, alejados de la gracia de Dios sobreviven sembrando el terror, la muerte y la miseria. (...) Son fácilmente repelidos por la luz del sol, el agua bendita y el símbolo de la crucifixión. Solo pueden hallar descanso una vez cercenada su cabeza y clavados con una estaca de madera al suelo sobre el que descansan’’ El nombre del libro ilustrado con grabados antiguos de algún monje ignoto era símbolo de la incomprensión y el desconocimiento y lo había conservado para recordar quien había sido y quien era ahora. BESTIARIO. Hoy estoy sentado bajo este árbol desnudo, con la nieve bajo mi piel y veo las estrellas como lo hice por casi doscientos años. Me he desprendido de todas las vestiduras que usé para sentirme alejado de la bestia con la que he pactado la muerte. Mi instinto de supervivencia ha desaparecido y por primera vez en años la sed y el frío no me importan. Y ahora solo espero el amanecer. Y siento paz... La belleza de mí amada Anna permanece en mi interior y ahora solo guardo entre mis manos su cadenilla de oro que fue su más preciado tesoro. Me di cuenta de la terrible paradoja de mi especie. Era inmortal y había visto apagarse lo inextinguible. Solo me sobrevivía el amor y el dolor. Mientras ella estaba perdida siempre conservé la esperanza de volver a hallarla. De transformar en un parpadeo cientos de años de separación. Ahora que tenía la certeza de su desaparición todo mi futuro, lo que podía impulsar a seguir adelante había desaparecido. La luz que me decía en el alma que ella estaba viva y me había dado esperanzas se había apagado y me había sumido en la oscuridad y el silencio. Estaba tan muerto como ella. Con el terrible dolor en mi pecho, mi vientre, mis dientes afilados y mis ojos, grité en todos los idiomas que conocía la ira de mi especie y la mía propia. Olí en el viento la presencia de uno de los nuestros y lo llamé. Tardó tres días en hallarme. Su nombre humano es Yamila. Es una mujer justa y buena, proveniente de la España de Maimónides que lleva setecientos años convertida. Me contó que posee un clan de treinta de los nuestros viviendo en una gruta cerca de Dover. Me sorprendió diciendo que han entablado contacto con los humanos, que han dominado el instinto de la bestia y solo se alimentan con piadosos que ofrecen su sangre en beneficio de la comunidad. No son perseguidos. Incluso prestan su servicio alejando a maleantes y alimañas del poblado y los rebaños. Uno de ellos administra justicia debido a su excepcional agudeza legal. Un grupo ha logrado emigrar a América. Me dio a beber su vida y pude sentir toda su rica historia. La persecución, los tiempos de hambre y bonanza, la formación de su grupo...La paz...Supe también del destino final de aquellos que alguna vez habían sido los míos cuando humano. Los miembros de mi antigua aldea. Habían desaparecido de la faz de la tierra. No había sido por causa de nosotros sino de la guerra y la pestilencia. Le conté mi historia y la de Anna con todos los detalles posibles. Lloró conmigo y me ofreció la compañía de su clan. Me contó que la enfermedad de Anna era una condición poco conocida. En su grupo uno de ellos la había padecido. Se ofreció a beber mi sangre para llevar nuestro recuerdo y compartirlo con los suyos. Rechacé su ofrecimiento y me acompañó por un par de noches preparándome para el camino que había escogido. Le entregué un mechón de mis cabellos y el libro que reflejaba la incomprensión humana para con todos los que éramos distintos y le dije que lo destruyera. Y luego le entregué la cadenilla de mi amada de la que solo conservé el colgante. Le pedí que no nos olvidara. Dijo que jamás podría hacerlo. Luego se alejó. Dicen que la muerte vendrá del cielo y sé que es así. Pronto el sol saldrá y acabará con mi soledad y con mi dolor. Sé que Dios existe pues solo él podría haber creado una criatura tan perfecta como Anna. Solo él podría haberme hecho tan feliz. Intentamos honrar nuestra existencia de acuerdo a nuestras necesidades. Me niego a pensar que soy un engendro demoníaco. No he creado guerras, no he encerrado a criaturas como Cristina para solaz de la masa, no he matado por placer... He amado a la mujer de mi vida con devoción, la perdí y luego la hallé. Intenté ser un defensor de mi raza y a nadie le negué ayuda y si lo hice fue porque el amor no me permitió hacerlo. Quizás fui egoísta al no compartir ese amor con otras mujeres de mi raza. Hoy soy el último de mi pueblo originario y de mi clan. Ya no podré transmitir mi legado pues comprendí lo que Anna no quería en esa última vez que bebí de su sangre. Me había transmitido su enfermedad finalmente. Tarde o temprano empezaré a sentir los síntomas. Pero ya no importa... Espero que Dios perdone todos mis pecados. Se lo preguntaré cuando lo vea como veo ahora el colgante que Anna había llevado en el cuello y que ahora es mi última posesión. Es un delicado crucifijo que lleva su nombre en latín y el de la abadía donde alguna vez había sido convertida. Y le pediré que si no existe el paraíso para nosotros nos permita descansar eternamente en estas constelaciones que son mi techo. Espero que mis cenizas la hallen en la fría mañana. Tal vez nos elevemos llevados por el viento y entonces nos volvamos a unir como la primera vez. Dicen que la búsqueda de la verdad no es para débiles. La vida eterna y el amor tampoco. TRÉSOR Para Laura que ha inspirado las mejores páginas en mi vida La tímida luz del sol de invierno se filtra a través de los postigos. El calor no alcanza a calentar el frío dormitorio que cada día se hace más gélido. Ni siquiera el color violeta de la cubrecama puede alegrar el ánimo que me domina al observar el aspecto de la habitación. Y yo estoy aquí solo. Por casi un año, trescientas cincuenta largas noches, he sentido la soledad en el cuarto que fuese nuestro y que ahora es mío solamente. Aún duermo en el lado derecho de la cama matrimonial, como si su presencia me impidiese trasladarme mas allá de ese límite imaginario que ella me puso alguna vez con su compañía, con sus deseos, con nuestros proyectos en común. La extraño y aún no puedo comprender el por qué de su ausencia. Día tras día, noche tras noche, sueño con su regreso. He soñado que estoy en mi lado de la cama con el rostro arrasado por las lágrimas, con el cuerpo cansado por el cansancio de la espera y que siento la cerradura de la puerta, el tintineo de su llavero, el sonido de sus zapatos de taco alto avanzando por sobre el piso de madera, su perfume inundando la habitación y el calor de su cuerpo recostado contra el mío y ella besando mis mejillas y diciéndome que había vuelto para quedarse a mi lado, que había cometido una equivocación al dejarme, que ya no volvería a apartarse. Y yo volvía a ser feliz. Y retomábamos nuestra vida, como si nuestra separación nunca hubiese ocurrido, perdonándonos nuestros errores, viendo al futuro como uno solo. Y luego el sonido de ese maldito despertador trayéndome de vuelta a la realidad donde apenas subsisto, donde mi vida, mis ganas, mi amor y mi deseo huyeron con ella como si un ladrón hubiera saqueado mi espíritu dejándome vacío, dejándome en una eterna expectativa. Y siento las mejillas mojadas por el llanto incontenible que me domina y que se apodera de mí manchando la funda de mi almohada. Y cuando voy al baño y miro mi reflejo en el espejo me pregunto si ese otro que me observa mientras lo miro sentirá lo mismo que yo, si su amada se ha marchado también o está aún allí. A veces siento el imperioso deseo de observar dentro de ese mundo como una masculina Alicia y buscar a la mujer que me ha sumido en esta trágica existencia, al menos para transformarme en su amante, en su compañero. Para ser un fantasma junto a ella. Pero por mas que he arañado la reflectante superficie, cuando rompo un espejo comprendo que no es mas que un pedazo de cristal bañado, que ni siquiera allí ella se encuentra. ¿O habrá un espejo en otro lugar que la refleje? Durante el día el sufrimiento se hace soportable mientras me mantengo ocupado en el trabajo que se ha transformado en un sitio de tranquilidad y de distracción. La interacción con los clientes me permite dejar liberada mi atención y disiparla, dejarla correr casi hasta transformarme en un autómata que ni siquiera entiende lo que le dicen pero que responde eficazmente a cada requerimiento. Finjo estar bien; finjo incluso que el abandono que he sufrido no me afecta y que estoy en completo dominio de mis emociones y mi vida. Puedo hasta esbozar una sonrisa y reírme ante alguna ocurrencia de un compañero, saborear una taza de café instantáneo o dibujar en mi mente figuras extrañas en una perenne mancha de humedad en el baño. Hasta he rechazado, amablemente, alguna invitación a compartir un aperitivo fuera de horario de oficina por parte de alguna compañera que quiere consolarme en mi momento de mayor amargura. Y el precio por ello es alto. Me siento un fantasma que deambula entre los vivos. Y como tal me siento incapaz de sentir. Siento que no siento y eso me pone a salvo. Pero la vuelta es terrible. Cada milímetro cuadrado de superficie de mi departamento me la recuerdan. Me doy cuenta de lo pequeño que es al comprobar que no poseo escape en él; no tengo ambiente que haya sido solo mío y que me permita refugiarme a merced de los recuerdos y me transformo en un tigre enjaulado andando y desandando sobre mis pasos, gastando la alfombra y el parquet que ya no encero y que va acumulando una delgada y sucia película de polvo. Aquí, ya sin la máscara que cubre mi hipocresía, libero los corceles que transportan mi dolor y dejo que recorran mi alma lacerada por la soledad y el abandono. He intentado no tocar nada, que todo permanezca tal como estuvo el día que ella traspasó la puerta para irse, con la esperanza que la conjunción de formas y de espacios no afecte el espacio ni el tiempo y la atraigan de vuelta a mi lado. Y cada noche vuelve a mí el sueño que no quiere abandonarme... A veces parece que mi ser interior decide darme un respiro y sueño que soy el espectador de nuestro primer encuentro y me veo tratando de hablarle tímidamente en la fiesta de un amigo en común. Allí está, juvenil, con su larga cabellera rubia recogida sobre el costado, una blusa color miel, pantalones capri y zapatos bajos. Lleva los labios con delineador y labial castaño, rubor en las mejillas, aretes en forma de colgantes con una pequeña perla de la que salen tres pequeñas cadenitas con una lágrima en cada punta. Siento la música sonando de fondo y mis nervios dominándome al hablarle. Y me veo viéndome y contemplándolo todo. Nos veo luego caminado junto al lago del parque donde apoyó su cabeza en mi hombro y no nos dijimos una sola palabra. Nos teníamos el uno al otro. Nuestro primer beso, nuestra primera pelea, la vez que nos mudamos al departamento, la vez que compramos la cama, nuestra última pelea, ella abandonándome... y trato de gritar, de decirle a ese otro que soy yo que no le diga lo que le dije, que no la obligue a trasponer la puerta... y mis gritos sin voz, sin sonidos, sin ella. Y yo condenado a este limbo eterno, sin pasado, presente ni futuro donde no soy feliz ni soy un fantasma. Donde una vez que me despierto comprendo que no se trata de una pesadilla, que es la realidad. Que la realidad es una eterna pesadilla. Y sin embargo es la realidad que busco día tras día. Porque lo quiera o no, no puedo vivir sin ella... Sus cosas siguen en su lugar. Guardé el microcasette del contestador automático, donde su voz recibía las llamadas, en un cajón de mi mesa de luz. En ocasiones lo coloco en un reproductor que compré solo para traer a mis oídos su voz cristalina y eternamente juvenil. Su ropa aún ocupa la mitad del placard de nuestro dormitorio. Sigo regando sus plantas para que se mantengan verdes para su regreso. Cuando compro en el mercado siempre lo hago para dos. Guardo como olvidando una taza donde aún queda un beso de lápiz labial en el borde. Sus joyas de fantasía entre las que están esos pendientes que aún atesoro en la memoria. Tengo agendados los días de su cumpleaños, cuando fue que nos conocimos, cuando nos dimos el primer beso, cuando conocí a sus padres... A veces los llamo a ellos y cuelgo cuando me atienden pues no sé que decirles a pesar que me gustaría hablarles. Pero ya no son mi vínculo. Cuando lo hago alguien me devuelve la llamada y todo mi cuerpo se estremece. ¿Serán ellos? ¿Y si fuera ella?¿Qué puedo decirle que ya no haya escuchado en cada suspiro de desesperanza que emito cada noche...? Y sin embargo quiero escuchar su voz nuevamente. Quiero que sea ella... Pero no atiendo... Aún guardo las recetas del oftalmólogo para sus anteojos que siguen pegadas con un imán en la heladera. El cepillo de dientes eléctrico. Sus pantuflas. Su camisón. Sigo usando la ropa que ella me eligió y si tengo que comprar lo hago pensando en sus gustos. Todo permanece en su lugar aguardando un regreso que no ocurrirá. Todos los días dejo caer un par de gotas de su perfume favorito sobre la almohada para crear en mi mente la ilusión que ella se ha levantado temprano y partió sin despertarme. Pero todo está por terminar. Ya no queda perfume... Compré otro para seguir manteniendo la ilusión pero su aroma no es el mismo. Quizás el frasco original llegó a conservar parte de su esencia volviéndolo irrepetible e inconfundible. Y me doy cuenta de otra cosa. Recuerdo nimiedades, palabras, gestos, ademanes insignificantes que ella realizó, pero empiezo a perder detalles de su rostro. No puedo precisar el color exacto de sus ojos, la forma de un lunar sobre su espalda, el olor de su cuerpo desnudo al salir de la ducha. Todo se está esfumando como mi amada cuando dejó el departamento tras una pelea estúpida y sin sentido como puede serlo la falta de café. Si yo no hubiera peleado con ella y no hubiera salido de casa para comprar ese bendito café no habría debido desviarse en la esquina y podría haberse desencontrado con el automóvil sin control que truncó su vida. Mil veces he deseado volver a ese momento para arrancarme la lengua. Para salir en su lugar y que fuera yo el destinatario del fortuito encontronazo. Pero no podría obligarla a sufrir como sufro yo cada segundo del día con su pérdida. Y ahora que intento recordar su rostro, noto que se está desdibujando en mi mente, que toma partes de otros rostros para armarlo como un rompecabezas incompleto. Noté que el mentón que tanto me gustaba es el de Graciela, una compañera de trabajo. Su peinado es el de una mujer que vi el otro día en la calle. Sus piernas son las de la cajera del supermercado. Se está transformando en una colección de jirones de imágenes. Como un espejo roto que intenta formar un solo reflejo. Comprendo que lo inevitable me está alcanzando. Pronto toda la magia que viví con ella desaparecerá para siempre. Como el perfume que usé para mantenerla viva y que se ha diluido en el aire. Y yo seré solo un cascarón repleto de dolor. Como un frasco vacío de perfume que ya no puede ofrecer mas que recuerdos de recuerdos de lo que fue y de lo que no volverá. MIASMA El viaje desde Sussex fue arduo. El carruaje se rompió dos veces por el camino enlodado. Mi esposa Margaret consideró eso de mal agüero, que el futuro nos advertía. Yo como buen cristiano hice oídos sordos a esas supersticiones propias de gente ignorante y poco informada y la consolé. Lo que nos esperaba en Londres era la oportunidad de nuestras vidas. Mr. Londonburry había abierto una sucursal de la tienda de telas y yo había sido comisionado como el encargado de la sección financiera lo que representaba para todos nosotros solo un incremento en mi salario sino la posibilidad de progreso y de integrarnos a la vida social de una de las ciudades más maravillosas de la Gran Bretaña. A medida que nos acercábamos veíamos densas columnas de humo que se elevaban a lo lejos. -¿Qué sucede allá? ¿Es un incendio? - Son fogatas señor Jonathan. Las encienden para vencer los malos olores que enferman. Metí mi cabeza en el coche y miré a mi esposa Margaret que sostenía entre sus brazos al pequeño Jacob y le sonreí al tiempo que acaricié los cabellos de nuestra hija Candace intentando transmitirles confianza para que no se asustaran. La imagen al acercarnos resultó dantesca. Londres se recortaba en el horizonte y los fuegos encendidos hacían parecer que la ciudad se hallaba inmersa en el propio infierno. Lo que nos había dicho el cochero tomó sentido cuando llegó a nosotros el hedor que provenía del Támesis. Un olor nauseabundo y maloliente proveniente de la podredumbre desechada por centenares de miles de personas al río. El coche avanzó por las calles populosas hasta llegar a la que sería nuestra casa, una hermosa construcción de dos pisos que Mr. Londonburry nos había conseguido a través de un arrendador . Mr. Paterson nos aguardaba en la entrada. -¡Gracias al cielo que llegaron bien! Su cable me avisó que iban a llegar hace dos horas. . . -Hubo problemas con el carruaje. El camino parece el acceso al infierno con todas esas fogatas -respondió el cochero. -Es para combatir la niebla. Pero pasen por favor que deben estar cansados y conozcan la casa. Son afortunados, hace solo dos semanas que entró al mercado de arrendamientos. Su dueño el señor Peabody decidió marcharse luego que su esposa y sus hijas murieran. La casa era acogedora y encantadora. Tenía un amplio hall con una escalera a la izquierda y el comedor a la derecha. Al fondo podía verse el acceso a la cocina. En la planta alta los dormitorios estaban conectados con la chimenea y eran cálidos y confortables. El dormitorio de los niños poseía una división que serviría como cuarto de costura para mi esposa. -El señor Peabody personalmente construyó la casa y programó la disposición de las habitaciones. Me aseguró que la construcción es confiable y que durará muchos años. -Disculpe Mr. Paterson, -lo interrumpió Margaret- Usted dijo que la esposa y las hijas del dueño anterior murieron... ¿qué pasó? -Al parecer la desdichada mujer había estado en una institución para enfermos mentales y cuando salió tomó a sus pequeñas y se arrojó al Támesis. -¡Qué situación mas espantosa! -¡Por cierto que si mi querida amiga! El señor Peabody encontró una carta donde ella le adelantaba su drástica decisión de quitarse la vida con sus hijas como si fuese una moderna Medea...El pobre hombre quedó destrozado. Estaba levantando una división para hacer una habitación para la niña más pequeña cuando pasó todo. Imagínense... preparando todo para que la niña tuviera su propio cuarto y que su esposa se suicidase. Ni siquiera pudo sepultar a las pequeñas. Las buscaron cinco días antes de rendirse. Seguramente las hallarán cuando el Támesis se retire… ¡Qué Dios las tenga en la gloria! -¡Es espantoso! ¿Y dónde está el señor Peabody ahora? - Salió con su regimiento a la India. Creo que fue un golpe de suerte tener que dejar esta casa que le traía tantos malos recuerdos. -Mr. Paterson sonrió y se tomó las manos con gesto paternal.- Pero no se preocupe señora mía. Acá van a poder hacer sus propios recuerdos. Margaret esa noche no pudo conciliar el sueño a pesar del cansancio provocado por el trajín del viaje. Candace y Jacob cayeron en sopor de forma inmediata. En nuestro lecho le tomé la mano temblorosa a mi esposa y traté de consolarla. -Son solo cosas que pasan. Recuerda lo que le pasó a la señora Richards que mató a su esposo con arsénico y era nuestra vecina! Mañana cuando vaya a trabajar verás que todo esto es lo mejor que nos pasará en la vida. Al otro día fui a mi lugar de trabajo. La oficina que Mr. Londonburry me había asignado era portentosa. Tenía vista al Támesis y desde allí hasta nuestro nuevo hogar solo había siete calles. El trabajo era duro y yo estaba dispuesto a demostrarle a mi benefactor que yo podía con todos los escollos que la nueva ciudad me impondría. Margaret poco a poco fue consolándose con su papel de esposa devota. Cortésmente Mr. Paterson llevó a la suya para hacerle compañía y ésta a su vez la conectó con una liga de damas que la invitaron a tomar parte en las reuniones y tertulias. Los gustos refinados de Margaret y sus modales suaves la hicieron popular rápidamente al punto de permitirle organizar una reunión de té a solo una semana de nuestra llegada. Pero había algo que no podíamos disimular con nuestros modales o nuestra cortesía. El olor. El Támesis emanaba una niebla fétida y espesa que se metía por todos los rincones y hacía más difícil la vida diaria. Las fogatas que quemaban aceites aromáticos no parecían hacer efecto en contrarrestar los olores nauseabundos que se adherían a nuestra ropa y se hacían particularmente fuertes al ocaso. El tercer viernes desde nuestra llegada, unos quince días después aproximadamente, volví a nuestra casa y hallé el carruaje de un caballo en la puerta. En el interior Margaret con el rostro desencajado me aguardaba. -Es el Dr. KENT, amigo de Mr. Paterson. Lo hice llamar cuando Jacob se puso mal. El niño había vomitado siete veces y no paraba de sudar. La pequeña Candace lo miraba de lejos con ojos asustados. En su habitación el Dr. Kent realizaba una sangría. Al verme me llevó a un apartado. Me asombró su juventud pero me tranquilizó su espíritu. -Temo que pueda ser tifoidea... -¡Tifoidea! ¿Cómo es posible? Hace muy poco que llegamos a la ciudad... Es por el miasma. El aire del Támesis está enfermo y transmite enfermedades. Hay casos de tifoidea y cólera por todo Londres. Pero no desespere amigo. Mantenga ventilada la habitación y el niño estará bien. Es un muchacho fuerte. Jacob pasó una noche terrible. Margaret pasó toda la noche a su lado abanicándolo y secándole el sudor con las ventanas abiertas y aceites aromáticos y perfumes en todo el dormitorio. Candace y yo permanecimos en la planta baja y allí me empecé a preguntar si lo que creía mi esposa no tendría cierto sentido. Si los accidentes en el camino no eran un mal agüero que nos advertía que Londres no nos quería. Ella no podría soportar la pérdida de otro hijo. La muerte del pequeño Jonas por la escarlatina la había devastado. Al otro día Jacob había mejorado y se mostraba animado y tranquilo, aún así Margaret insistió en dormir junto a él por lo que Candace dormiría conmigo. Pero al tercer día una ola de calor levantó oleadas de mal olor. El Parlamento debió ser desalojado y las sesiones suspendidas. Eso fue una desazón para nosotros. Si el miasma atacaba a las clases nobles, ¿qué quedaba para nosotros? El miasma atacó con fuerza y envolvió a la ciudad con un manto putrefacto y maloliente. Y esta vez no solo Jacob cayó enfermo. Mi valiente Margaret, el sostén de mi vida había enfermado. Habían empezado a vomitar vez tras vez con fiebre y espasmos. El joven Dr. Kent estaba desconcertado. No había enfermedad posible que abarcara los síntomas y solo se limitó a aliviar el estado de ambos y a recomendar que el agua a tomar fuese hervida así como toda la ropa. Mi esposa y mi hijo pasaron la siguiente semana en un estado en el que entraban y salían de esa extraña enfermedad. La enfermera me mantenía informado acerca de las recuperaciones milagrosas que ambos experimentaban y las caídas profundas en el pozo de la enfermedad apenas horas después. Siempre pasaba eso cuando el miasma nos rodeaba. El miasma me estaba arrebatando a mi familia. -Amigo Jonathan -me dijo uno de los días- me siento consternado pues usted y la niña no presentan síntoma alguno pero su esposa y el muchacho están empeorando. Los cuatro se han visto expuestos al miasma pero solo ellos dos han manifestado algún tipo de enfermedad. Por eso le pedí a mi mentor, un médico especialista que me ayude y juntos trataremos de resolver el problema de porque el miasma los afecta a ellos y no a ustedes. -Lo que desee doctor, se lo ruego, salve a mi Margaret y a mi pequeño... La noche fue eterna. El olor era insoportable y la pesadez del calor hacía que se metiera en todos los rincones y lugares de nuestros cuerpos. Esa noche le pedí a la enfermera que se llevara a la pequeña Candace y permanecí junto al lecho de mi esposa secándole el sudor y tratando de hacerla sentir mas confortable. Y al verla comprendí que mi familia era lo más importante para mí. Luego que llegara el doctor Kent le enviaría un cable a Mr. Londonburry rogándole me releve de mi trabajo. Hasta había pensado en renunciar si mi pedido no obtenía respuesta. Ya no soportaba el olor a excrementos, a enfermedad, a podredumbre que se propagaba por las calles de la ciudad y se llevaba a mi familia. Esa noche mientras cuidaba a Margaret el olor me provocó el vómito y aterrado de enfermar me prohibí ceder a la muerte como si de mi dependiese eso. La mañana llegó con un alivio. Una suave brisa por un momento eliminó el efecto que el miasma poseía en nosotros. Permanecía el olor a carne muerta pero el resto se habían disipado transitoriamente. Con la mañana llegó el doctor Kent. Junto a él venía un hombre mayor, de cabellos canosos de aspecto recio y seguro y con ambos Mr. Paterson. El desconocido resultó ser el doctor Rondeau, un famoso catedrático experto en el miasma y la incidencia de los olores fétidos en la propagación de enfermedades. Este llevaba un maletín negro. Traté de recomponerme para recibirlos pero mis piernas me traicionaron. -Tranquilo mi buen amigo. -dijo el hombre del gesto adusto. Observó a mi esposa y al pequeño Jacob y miró todo con desconfianza. -Es ambiental… pero esto no es por el miasma... Esto es peor, es otro olor... Nos hizo salir de la habitación cargando a mi esposa hasta abajo con increíble fuerza y volvió a subir tras quitarse la capa y la chaqueta. Mr. Paterson trajo a mi hijo y salió corriendo de la casa tras lo que este le dijo. Por un instante creí que nos abandonarían pero al cabo de unos minutos Mr. Paterson volvió con dos bobbies de Scotland Yard y dos albañiles que trabajaban en una construcción en la misma cuadra. Lo que pasó fue vertiginoso. El doctor Rondeau había ordenado cerrar puertas y ventanas y como un perro de caza olisqueo el ambiente hasta hallar el lugar exacto. Luego hubo golpes de martillo y de cosas que caían al piso una tras otra. Al cabo de quince minutos el ruido ceso y Mr. Paterson bajó las escaleras con el rostro fantasmalmente blanco. No pude evitar mirarlo y subí a la habitación de los niños y que había sido de Margaret los últimos días e ingresé. Los policías se tapaban el rostro y los doctores Kent y Rondeau miraban fijamente el agujero hecho en la pared, con severa satisfacción. Observé con ellos y vi que había pasado. En el tabique que oficiaba de separación del dormitorio de los niños y que el antiguo dueño de la casa había levantado poco antes de ver al señor Paterson encerraba el peor horror jamás imaginado. Con una mueca de horror, corrompidas por la putrefacción y el abandono, emanando el olor de la muerte se hallaban emparedadas la esposa y las hijas del señor Peabody. EL INFIEL -Quiero hacer una denuncia... El policía miró a la mujer que se había parado frente a él y con más costumbre que cortesía la invitó a tomar asiento. Su aspecto era el de una mujer desesperada, al borde de la lástima. Le tomó los datos y ella comenzó a hablar casi sin necesidad de hacerle preguntas. -El me mintió desde el primer momento... Me dijo que yo era el amor de su vida, que nunca había conocido a nadie como yo, que yo le despertaba el deseo de ser un hombre nuevo. Me dijo que conmigo a su lado no necesitaba ya fijarse en ninguna otra mujer, que las demás desaparecían cuando yo caminaba junto él... En mi vanidad creí en sus palabras y creí que yo realmente le hacía sentir eso. Imagínese que una mujer como yo podía despertar esa pasión en un hombre deseado por las mujeres, alto, rubio de ojos celestes... Mi mamá decía que los hombres demasiado bellos lo eran a costa de bañarse en las lágrimas de las mujeres que sentían el corazón roto por ellos. Pero igualmente yo, ciega de amor, le hice caso a mi cuerpo y no a mi cerebro... Lo primera que hicimos fue mudarnos a su casa. Su casa es bellísima, la había comprado con su primera esposa que murió en un accidente y fue entonces que todo empezó a cambiar. La mujer contaba su historia como si eso fuese necesario. El policía entendió que quizás ella necesitaba sentirse escuchada y la dejó hablar, Después de todo era una noche tranquila, fría y serena. -Contratamos una mucama porque él quería que yo fuese la dueña de casa y no me dedicara a las tareas domésticas... Quería que fuese una dama de sociedad, que fuese digna de mi misma y de él. El es médico y tiene un gran prestigio... Se dedica a la cirugía estética y sale siempre en revistas. Posiblemente usted me vea cara conocida pues salimos juntos en varias oportunidades... Estuve con él cuando inauguró su clínica y cuando fueron un par de actrices a sacarse fotos con él... El jamás dejó de cumplir con sus obligaciones como esposo y como proveedor y siempre me rodeo de lujos y de todas las comodidades que yo quisiese. Me compró un auto último modelo para que yo me moviese libremente aunque creo que lo hizo para mostrarme que él era el único que podía darme esa vida y ese lujo... Al principio fue divertido. Me paseaba por mi viejo barrio y sabía que todas hablaban de mí admiradas por mi estatus social. Paseaba a mis amigas de la infancia y todas me decían lo afortunada que era de haberme casado con ese hombre tan atento que me colmaba de atenciones y me daba lo que yo quisiese... Pero a la noche si bien volvía a sus brazos, también volvía a esa casa que todavía mantenía la presencia de su primera esposa en cada uno de los rincones. Cada ladrillo, cada mueble, cada instante suspendido en el tiempo tenía su presencia y a veces cuando lo veía meditando o perdido en algún pensamiento yo podía saber que él la veía a la distancia... Me dirá usted que ella siempre va a estar en su corazón pero yo que convivo con él me doy cuenta que sus ojos eran para ese fantasma que me obliga a compartirlo... Yo compraba un florero y nunca era tan bueno como el que ella había comprado en su momento, yo elegía los colores para la cocina y él se mostraba disconforme, yo me pongo un body y él desea que ella esté en mi lugar... Jamás me lo dijo, ni siquiera me lo insinuó pero en su mirada yo veo como nada de lo que hago le es suficiente... Entonces empezó con sus pequeñas cosas, las que lo delataban aunque yo no me daba por enterada pero que veía... Empezó a mirar de otra manera a la mucama y aunque es una mujer mayor que yo, veo en sus ojos la necesidad de poseerla y en los de ella de corresponderle... Veo en sus ojos como mira a las mujeres por la calle. El me miente y me dice, me esconde en realidad, que ella tendría que someterse a tal o cual operación para mejorar su aspecto. Lo vi mirando mujeres y con su expresión corporal supe que ellas habían sido suyas, que se reían de mí al caminar junto a él por el barrio que habitamos... Pero sabe que es lo peor? Que para distraerme de todo eso, él me demuestra amor de una manera nunca antes imaginada. Me ha amado como yo jamás fui amada, hicimos un viaje por las islas griegas y fue el amante perfecto. . . Pero todo eso fue para ser aún más ruin en cuanto a sus infidelidades... Estábamos en el crucero y lo vi intercambiar mirada con una inglesa que se las devolvió con mucha más gentileza de la que yo podía esperar... Incluso intenté confrontarlo pero él solo se sonrió como si yo no me diera cuenta de lo que estaba pasando. ...Los últimos seis meses fueron los peores. Quise despedir a la mucama y él se opuso terminantemente diciéndome que ella era indispensable para mantener la casa y para cuidarme a mí. ¿Acaso cree que yo no puedo cuidarme sola? ¿Acaso cree que voy a volver a tener un brote de angustia y de depresión como cuando era joven?... Me subestima, hasta sé que usted piensa que yo soy una loca de atar pero le pido que crea en lo que le cuento...Me aparecí un par de veces de sorpresa en su clínica y lo descubrí acariciando a una mujer de dieciséis años. El me dijo que era una paciente, pero dígame la verdad, ¿qué chica de dieciséis años necesita que le hagan una cirugía plástica? Sé muy bien lo que estaba haciendo y cuando volvíamos a casa pude ver en sus ojos como me odiaba por tratar de usurpar el lugar de su esposa muerta, el arrepentimiento que me mostraba por haberse casado conmigo escondido detrás de su mirada de preocupación... Pero yo sé que él me es infiel... Uno puede esconder los gestos y las actitudes pero los ojos... eso no se puede esconder. La mirada lo delata cada día... -La entiendo señora pero nosotros no podemos hacer nada. Quizás la pueda orientar con un abogado para iniciar alguna acción privada pero le aseguro que así y todo sin pruebas concretas él tampoco va a poder hacer nada. -¿Pruebas? Tengo pruebas, las mejores pruebas de su infidelidad, de lo que él siente cuando mira a otras mujeres, tengo aquí conmigo las pruebas de la infamia... Sacó la mano que había llevado en el bolsillo en todo momento y sobre el escritorio depositó en medio de un charco de sangre los aún palpitantes y aterrados ojos celestes del hombre que amaba... EVANESCER (inspirado en un relato de Richard Matheson) María conoció a Hernán de manera fortuita en la cola del supermercado. Era un hombre atento, generoso, rubio, con grandes ojos verdes, un pequeño lunar sobre la ceja y una personalidad fuerte y definida. Había aparecido en el momento justo de su vida, cuando más necesitaba la compañía de un alma gemela, cuando la soledad más la amenazaba. Por las noches, María, rezaba rogando conocer al hombre que la sacara del tedio, que le devolviera el fuego que alguna vez había consumido sus entrañas y había acelerado su corazón. Deseaba sentirse amada, querida mas allá de sus propios merecimientos. Había sucumbido a la aventura de conocer gente en citas a ciegas arregladas por la mejor amiga que tenía, Andrea, una compañera de trabajo, con aires y pretensiones de celestina, que la había contactado con hombres que consideraba demasiado intrépidos, superficiales o poco atractivos. A veces dejaba depositada la mirada en algún joven de su edad que la cruzaba en la calle y deseaba fervientemente que la observara, que notara que ella podía ser la mujer de su vida. Cuando este se perdía en la lejanía de la distancia o desaparecía al doblar la esquina sentía una ligera angustia por la oportunidad perdida y se prometía que en la próxima ocasión le cortaría el paso de ser necesario diciéndole que él la necesitaba. A veces salía de noche, particularmente los fines de semana, y se vestía provocativamente acompañando a Andrea a recorrer bares o clubes nocturnos. Por la mañana tardía despertaba sola en la habitación de un hotel o en su casa, rumiando la decepción de no hallar a ese príncipe azul, rojo o amarillo que quizás dormía en brazos de su compañera de trabajo. Poco a poco fue perdiendo las esperanzas y se fue sintiendo cada vez mas alarmada por su fracaso virtual o real en cada una de las relaciones que emprendía. Si bien apenas contaba con treinta y cinco años, sentía que el reloj de su vida iba corriendo y las perspectivas de un horizonte dominado por la soledad y amargura iban acrecentándose a la vez que se acercaba velozmente a él. Se perdía en laberínticas páginas publicadas en la Internet y buscaba durante horas entre posibles candidatos que iba descartando a medida que se adentraba en las características publicadas y en aspiraciones por cumplir. Uno era demasiado mentiroso(sonaba demasiado encantador, ya de una manera sospechosa); otro muy apático; otro muy exigente; alguno que se había aventurado a publicar su fotografía con un grado de valentía francamente llamativa era poco agraciado. Uno por uno los iba descartando en beneficio de un modelo sumamente exigente y hasta idílico. En cierta ocasión su corazón se entusiasmó con un tal Richard que parecía nacido solo para ella y debió sucumbir al peso de la realidad, no sin sentir una profunda decepción, cuando admitió que no podía tener una relación con alguien que vivía en el estado norteamericano de Oregon. Buscaba en diversas revistas la forma más efectiva de conocer gente y cuando ya había creído perder las esperanzas se entregaba a relaciones pasajeras sin futuro que la lastimaban aún más y le hacían notar con mayor crudeza la soledad que la rodeaba. Místicamente se entregaba a una búsqueda auxiliada por santos y vírgenes que apelaran ante Dios por su necesidad de un alma gemela, de alguien que la contuviera y la amara como ella merecía. ¿O acaso no merecía conocer a alguien decente luego de haberse ocupado durante años de sus padres que habían muerto tiempo atrás comportándose valientemente ante la enfermedad de resolución inevitable con las características propias de una hija solícita y preocupada? Ella creía merecer una oportunidad. Aunque fuera una sola. Había tenido éxito en su trabajo y estaba bien considerada ante sus jefes y compañeros y con esfuerzo de hormiga había logrado mantener la propiedad de sus padres aún en tiempos económicos difíciles y acrecentado su patrimonio en el banco. Pero la soledad que se respiraba en su dormitorio era ominosa y cada noche antes de entregarse a los brazos del mórfico reino, pensaba y repensaba en el hombre ideal, en ese hombre que le entregara su vida y su amor. Rezaba por su llegada, por una señal enviada por la divinidad, una estrella fugaz al menos que le revelara que él se venía acercando poco a poco y que solo debía esperar. Gastó las cuentas de un rosario como no lo había hecho cuando la enfermedad se había llevado a sus padres y en mas de una noche se había sorprendido agotada con la garganta ardiendo por el llanto contenido, por las lágrimas que como un ácido le corroían el alma. Se le hizo un hábito reclamarle al cielo por la presencia salvadora y realizaba un pequeño ritual que consistía en encender velas en un pequeño altarcito que tenía en su dormitorio y en pasar por tres iglesias mientras se persignaba cuando volvía desde su trabajo. Confiaba ciegamente en que esa entrega podría al fin servir como pago y con eso cumplir con sus deseos y tanta era esa confianza que supo que podría finalmente hallar a esa persona especial que había nacido por y para ella. Fue esa entrega la que le dio fuerzas para despertarse cada mañana sabiendo que cada día jalonado era un escalón menos para llegar a la cima donde se cumplirían sus sueños. A veces su fe flaqueaba y se rebelaba entregándose al destino que creía estaba determinada a cumplir y recaía en brazos extraños, fríos como el hielo que en nada contribuían a calentar su corazón. Y luego volvía con mayor énfasis, casi con un fundamentalismo recalcitrante, a cumplir con los rituales que había abandonado. Si hubiera poseído un látigo y un cilicio los habría usado para expiar sus culpas. En otras ocasiones, para afirmar sus plegarias, antes de dormir y cuando la acechaban los fantasmas del desvelo, se mentalizaba imaginando a ese hombre que la rescatara del pozo donde se hallaba. Dejaba su cuerpo relajado y entrelazaba los dedos de los pies y formaba en su mente la imagen de un compañero, de un amante y de un amigo. De alguien que la amara sin condiciones. Alguien que no pudiera vivir sin su amor y sin ella. Y se dormía con esa imagen. Y como por obra y arte de un milagro, Hernán había aparecido, cuando menos lo esperaba, cuando había sentido la necesidad de comprar artículos que no eran tan necesarios, cuando ni siquiera se había arreglado y había concurrido al supermercado con ropa añosa y sin maquillaje por la perspectiva de una cercana lluvia. Y en ese instante en que estaba con la guardia baja, cuando no poseía ninguna expectativa, como pasa con las oportunidades, él apareció. Hernán parecía ser el hombre ideal. Poseía una notable agudeza, dominaba distintos temas, sabía decir lo exacto en el momento justo y callar cuando debía hacerlo, cocinaba a la perfección platos de orígenes diversos (su falafel era extraordinario), y poseía un trabajo bohemio pero bien remunerado, si eso era posible. Se sorprendió cuando la invitó a tomar algo al salir del establecimiento en un barcito con la excusa de guarecerse de la lluvia torrencial que se había precipitado en ese preciso momento y que amenazaba con cerrazón. No se sorprendió al aceptar el convite. Hernán había llegado al barrio la semana pasada y aún no conocía los negocios de la zona. Estaba solo y con la cabellera mojada parecía aún más vulnerable. Pasaron toda la tarde en el bar charlando acerca de sus existencias, café de por medio, y allí María se preguntó dónde había estado toda su vida. No le prestó mucha atención a lo que decía pues se encontraba arrobada observándolo y mirando atentamente cada detalle de su rostro. Vió una gota de lluvia que pendía de un mechón de cabellos y que parecía desafiar la gravedad, una pequeña cicatriz en el pómulo producto de un accidente cuando trataba de sacar un pequeño perro caído en una alcantarilla, la perfecta simetría de su barbilla partida, la sonrisa ladeada que aumentaba su encanto, los lóbulos de sus orejas pequeños y redondeados... Creyó que se estaba enamorando y si él le hubiese propuesto ir a su departamento no habría dudado un segundo en acompañarlo. Ni siquiera le hubiera importado que fuera un asesino serial; en ese momento estaba perdida en él. Se enteró que era un pintor artístico medianamente exitoso que necesitaba un cambio de aire y había encontrado un generoso local con vivienda que había transformado en su atelier donde podía trabajar y vivir a su vez. La noche los sorprendió con los alimentos congelados ya arruinados por la interrupción de la cadena de frío y una cerrada tormenta de granizo que duró apenas unos cinco minutos, tiempo suficiente para que rompiera cristales y fuese tapa de noticias. Para María era una buena señal a pesar de todo. Hernán la acompañó hasta su casa llevando las bolsas y como si ella lo hubiera esperado le dio un suave, dulce y amoroso beso en los labios, y luego se fue prometiéndole llamarla. María se sintió mal. Sentía que al dejarlo ir ya no volvería a verlo jamás. Sentía que todo había sido un error del destino, una macabra broma llegada en medio de su soledad. Tenía que haberle invitado a quedarse a dormir, a comer, a lo que quisiera pues en cuanto notase lo tan poca cosa que era, jamás volvería a cometer el error de charlar con ella, de tomar un café o de besarla en la boca. Llevó sus cosas hasta el departamento y hasta la cocina. Allí sonó entonces su celular. Atendió y era él. Su milagro hecho carne y sangre, presente para ella, para salvarla de la soledad. A través de la ventana que daba a la calle podía verlo saludarla con la mano asegurándole que pasaría por ella mañana a la noche para llevarla a cenar. ¡Dios! ¡Faltaban veinticuatro horas para volver a verlo!¿Lo lograría? Se despertó en mitad de la noche y jugueteó con los dedos de los pies contra el borde del mullido acolchado. Observó a su derecha y vio los ojos de Hernán que la observaban. -Te miraba mientras dormías... -¿Para qué? -Por nada. Es para algo que tengo en mente. María se levantó de la cama y él la acompañó. Cuando llegó al espacioso comedor halló el desayuno listo para los dos. Sirvió una humeante taza de té de menta y se lo alcanzó. Lo miró nuevamente y no pudo menos que sentirse feliz. Llevaban saliendo dos meses y ya había perdido la cuenta de las veces que había dejado su forma en la cama de dos plazas y media, sobre las sábanas de seda rosa. Lo amaba mas que a nada en el mundo hasta el punto de la necesidad. Necesitaba verlo en las mañanas antes de irse a trabajar, oírlo dejándole poemas inspirados en el celular, sintiendo su cuerpo caliente recostado al suyo en las noches de invierno. Y por eso mismo se sentía mal. Él era tan perfecto para ella como imperfecta era ella para él. No miraba su cuerpo demasiado delgado con celulitis, su cabellera enrulada y quebradiza, su ropa anticuada. Si bien dominaba a la perfección tres idiomas, su manejo de estos era tan basto que no podía recitar un poema o expresarle lo que necesitaba decirle en una lengua que le otorgara seducción y misterio. Y lo que más la desconcertaba era que a él nada de eso le importaba. Sentía siempre que él no la merecía y que alguna vez que se cansara de su compañía, notaría a otra mujer en la cola del supermercado y la olvidaría. Hernán era demasiado perfecto y eso la asustaba. Se sirvió otra taza de té mientras él se duchaba y caminó por el atelier donde tenía sus obras. Le encantaba la sensibilidad que tenía para retratar paisajes y animales. Parecían fotografías tomadas detrás de un vidrio mojado por la lluvia, que transmitían tristeza y humanidad. Pero algo brillaba por su ausencia. No había ningún retrato. La figura humana retratada en primer plano no existía. -¿Por qué no pintás retratos? -Porque no puedo darles alma. Puedo pintar edificios, jardines, animales, un paisaje bucólico... pero no puedo retratar la mirada humana. No puedo hacerla real. Los retratos que hice son como autómatas sin vida... Quizás por eso no sea buen pintor. Un buen pintor debería saber, y aún mas poder, hacer eso... pero todavía lo intento... María notó un dejo de tristeza y lo abrazó con fuerza como queriéndolo proteger. No quiso separarse de él cuando sintió sus lágrimas mojando sus hombros desnudos. Se sacaron una foto en Palermo y ella se dijo que por fin tenía una de los dos juntos. No sabía muy bien por qué él había insistido tanto en volver al departamento de ella luego del paseo. Ya casi ni iba por ahí. Y eso la descolocaba un poco. Amaba a Hernán y valoraba cada momento que habían pasado juntos, pero no quería desnudar por completo su intimidad ante él. Sentía que el hombre era demasiado perfecto para ser verdad y ella siempre se sentía en inferioridad por no poder retribuirle con justicia. Y su presencia era tan avasallante que necesitaba un espacio estéril, un lugar que fuese solo de ella, donde se pudiera sentir cómoda con sus limitaciones. Al llegar a la puerta encontró un paquete dirigido a ella. Notó enseguida que se trataba de un cuadro. -¿Es tuyo? -Abrilo y fijate. Lo llevó dentro y rasgó el papel con cuidado para no dañar la tela. Lo observó y rompió en llanto. -Fue gracias a vos que lo logré... Allí, pintado con delicadeza, casi real, como a punto de corporizarse se hallaba un retrato de ella con la cabellera despeinada, con una serenidad infinita en el rostro dormido. Lo colgó en la pared principal del living y se sentó en el sillón observándolo mientras apoyaba su cabeza en el cálido regazo de él. Hernán no se molestó cuando el río de lágrimas emocionadas mojó su ropa y su cuerpo. Sucedió una mañana. Inexplicable. Ese día supo que algo se había roto. Quizás fue un mal sueño que la siguió afectando aún despierta. Él no había hecho nada. Había sido tan encantador como siempre. Pero algo dentro de María se resintió esa mañana. Se habían vuelto casi inseparables. Iban al cine casi semanalmente, concurrían a comer afuera, paseaban tomados de la mano pateando hojas secas que crujían bajo el peso de sus pasos. A veces en la oscuridad de la noche Hernán tomaba la guitarra y rasgaba algunas notas afinadas de una canción triste y cuando ella veía eso y lo escuchaba se emocionaba hasta el llanto. Lo amaba con cada fibra de su cuerpo, respiraba por él, vibraba por él, al dormir necesitaba soñar con él para no perderlo, para seguir estando juntos en el único lugar donde no podían hacerlo. Pero esa noche no soñó con él y comprendió que una sensación de alivio reemplazaba esa pasión. Comprendió que a pesar de todo lo bueno, de todo lo maravilloso que era Hernán, estaba empezando a cansarse de tantas atenciones. Con toda su caballerosidad, con esa cortesía, esa hombría de bien, le recordaba todo lo errado que había hecho en su vida y no lo podía soportar. Cada palabra exacta que le dirigía le recordaba cuan lejos estaba ella de ese hombre maravilloso. Tan lejos como estaba un mortal de un dios. Y ella era intrínsecamente mortal. Necesitaba un respiro, una pausa en el fabuloso mundo que él le proponía. Necesitaba meter de vuelta los pies en el barro, enlodarse el alma para darse cuenta que era terrenal, que podía cometer errores y podía solucionarlos por su propia cuenta. Esa noche, de vuelta en la casa de ese ser inquietantemente magnífico, de esa deidad hecha hombre que le había dado los mejores momentos de su existencia lo vio empuñar la guitarra y se dijo que nuevamente la iba a deleitar con su perfección, que iba a restregarle en el rostro que tan bueno era él y que tan lejos estaba ella de alcanzarlo. Hernán inició una canción y sorpresivamente equivocó en un par de notas. Su voz desafinó en un pasaje. Miró la guitarra y movió la cabeza de lado a lado. ‘’Debo estar cansado’’ dijo dejando el instrumento. María supo que era humano y por dentro sintió un renacer, como quien abandona un parque de diversiones plagado de atracciones y redescubre el placer del silencio. Puso el retrato de los dos juntos en un marquito de plástico sobre su escritorio en la oficina. Todos los días lo veía y se sentía incómoda. Ya llevaban saliendo ocho meses, pero aún le costaba aceptar que ese hombre magnífico estuviera tan enamorado de ella. Se sentía tan halagada que no podía manejarlo con comodidad. Lo amaba profundamente, amaba que él la rodease de halagos y de atenciones, pero era como comer una torta de chocolate. El último pedazo empalagaba. Habían estado juntos cuando por fin realizó su primera exposición en una modesta galería de San Telmo y cuando logró vender la casi totalidad de los cuadros. Y se había sentido feliz por él. Pero cuando le expresó que iba a usar ese dinero para realizar un viaje a París con ella, lejos estuvo de emocionarse como hubiera debido. Se sintió molesta. Salió del trabajo y tras pasar por su casa fue a la de Hernán donde la esperaba con la comida lista. ¿Qué habría elaborado?¿De que forma intentaría halagarla esta vez? ¿Cuánto tiempo de preparación le había demandado? Si tan solo supiera que solo deseaba una hamburguesa con una lata de cerveza y meter los pies en una palangana con agua caliente... Lo besó con cierto desdén y fue hasta el baño. Se lavó y sintió fastidio cuando él le dijo con su voz agradable que la comida estaba lista. Ya sabía eso. ¿Acaso pensaba que era estúpida, que no estaba a la altura de su capacidad intelectual? Sabía que estaba allí para comer. Fue a la mesa y se encontró con una porción de pollo con papas noisettes y una ensalada con tomates cherry, lechuga y aceitunas negras descarozadas. ¡Típico de él! Probó un bocado y lo halló excesivamente salado. -¿Qué pasó? -Se te fue la mano con la sal. Hernán probó un poco y lo paladeó un par de veces. -No. Está perfecto. -No sé. Yo lo siento salado. Apenas probó las papas y algo de ensalada. Estaba molesta y no sabía por qué. Fueron a dormir juntos y cuando la abrazó, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Lo apartó de su lado y se tomó los brazos. -¡Estás helado! Hernán no quiso comenzar una pelea y se dio vuelta al otro lado. María apenas durmió esa noche. Se sentía mal por tratarlo así. Sabía que no se lo merecía, pero ella estaba cansada de esa cantidad de atenciones, de esa actitud paternalista de él. En mitad de la noche no pudo evitar llorar por las sensaciones que guardaba en su interior. Encendió la luz del velador para buscar un pañuelo de papel en el cajón de la mesa de luz y vio el rostro de Hernán iluminado en medio de la oscuridad. Acarició sus cabellos y silenció una disculpa por la noche que habían tenido y notó algo raro. Estaba distinto, cambiado. Le costó reconocerlo por un momento. Era verdad. Había algo raro en él. ¡Por supuesto! ¡Su lunar sobre la ceja! ¡Se lo había sacado! -¿Qué lunar? No me había dado cuenta que tenía un lunar sobre la ceja. María no podía creer lo que escuchaba. Ella había visto ese lunar tantas veces. No lo recordaba a la perfección, pero nadie iba a negarle que ese era un detalle sobresaliente de los rasgos de Hernán. Ni siquiera se había peinado y lo hallaba poco atractivo, como si se hubiera quitado una máscara invisible dejando al descubierto un rostro familiar pero desconocido a la vez. En ese estado ni siquiera se notaba el corte en la barbilla o la cicatriz en su pómulo. Ofuscada y molesta fue a su trabajo casi sin saludarlo. No quería hablar con él. Llegó a su escritorio y vio la foto de ambos y con enojo la guardó en el cajón. Seguramente en un rato iba a tener que soportar alguno que otro mensaje de texto cuyo remitente era Hernán, y eso la iba a molestar aún más. Pasó toda la mañana y llegó el almuerzo. Miró su móvil y notó que no había recibido nada, ningún llamado, ningún mensaje. Se dijo que por fin había entendido que no podía estar siempre pendiente de él en un intento desesperado por ocultar la angustia que tenía por la ausencia de esos gestos de cariño diarios a los que se había acostumbrado. Al tiempo que decía que necesitaba un tiempo para ella sola, rogaba que Hernán no se hubiera enojado. Volvió a su casa cuando agonizaba la tarde. No había mensajes en la máquina contestadora. Se sentó en la cocina para no tener que ver el cuadro que él le había dedicado y se preparó una taza de café. Tenía un paquete de té de menta que le había regalado pero no quería probarlo en esos momentos. Con una mezcla de miedo y de alivio, comió algo liviano y se dispuso a recuperar el tiempo que necesitaba para ella sola. Se puso a ver la televisión y trató de perderse en el argumento inexistente de un telefilme imposible. Sin apagarla tomó el libro que había dejado e intentó retomar el hilo de la lectura extraviada pero fue inútil. En su mente solo existía Hernán. Se durmió prontamente, presa del cansancio por la víspera en vela. Y sintió un profundo frío. Debió colocarse una segunda manta para atenuar sus efectos pero fue inútil. Volvió a pensar en el calor del cuerpo de Hernán y se preguntó si no había ido demasiado lejos al insistir en la ubicación, en la existencia de ese lunar sobre su ceja. Tal vez se había equivocado y nunca lo había tenido. Supuestamente él conocía su cuerpo perfectamente y no iba a meterse en una discusión idiota con respecto a eso. Era como discutir lo que uno había soñado. Nadie podía decirle si estaba o no acertada con respecto a sus sueños. ¡Pero él tenía un lunar! Quizás se lo había sacado por albergar algún tipo de complejo al respecto y eso lo avergonzaba tanto que no quería hablar al respecto, pero, ¿cuándo lo había hecho? La extirpación de un lunar conllevaba una cicatriz que demoraba mas de quince días en curar y ellos se habían visto a diario desde hacía ocho meses... Y sin embargo ella lo seguía recordando. Pensando en Hernán volvió a dormirse y sintió un penetrante frío. Revivió cada segundo vivido con él y en cada fotograma de su memoria lo veía con su lunar, con su barbilla partida, con su cabellera rubia despeinada. Despertó afiebrada y avisó al trabajo que no podía ir porque creía estar enferma. Le dolían el cuerpo y la cabeza. Tomó su celular y quiso llamar a Hernán para que viniera a cuidarla pero se detuvo cuando iba a marcar su número. No quería obligarlo. Quizás no quería rebajarse a pedir ayuda. Lo necesitaba pero tampoco quería demostrarle cuanto lo necesitaba. Necesitaba tenerlo a su lado para sentirse una mujer contenida y protegida, pero eso le quitaba tanto de su capacidad de autoabastecerse que no quería hacérselo saber. Andrea, su compañera de trabajo, le habría dicho que eso era hacerse desear, palabras más amables que decir que era ser histérica. ¿Y si tenía razón y estaba comportándose así para probar algo? Probar que podía estar sola sin la presencia omnipresente de Hernán con toda su galantería, su perfección, su calor corporal, su deliciosa comida... Lo necesitaba pero también necesitaba sentirse libre. Ya se lo haría notar cuando él le enviase un mensaje o la llamase. Se preparó un té con miel y limón y volvió a la cama. Hernán no llamó en todo el día. Se sintió aún peor por esa descortesía, ese olvido que quizás ella misma había provocado. Permaneció en la cama llorando y sumergiéndose en la autocompasión todo ese día hasta que volvió a dormirse. Recién abrió los ojos al escuchar el despertador. Buscó su celular y no vió ninguna llamada, ningún mensaje. A pesar de todo se sentía mejor. Tomó una ducha bien caliente y luego fue a prepararse una taza de té. Si Hernán no la llamaba allá él. En algún momento hablarían. Extrajo un saquito del paquete y notó algo extraño. Algo había cambiado en la alacena. Intentó recordar que era. Estaba un poco embotada pero aún así se daba cuenta que algo no encajaba. No quiso dar mayor importancia al asunto y tomó su té. Se alistó para salir a la oficina y pasó frente al cuadro que Hernán había hecho de ella. ¡El té de menta!, recordó. Volvió a la cocina y buscó el paquete. No estaba por ningún lado. Lo más llamativo es que todo estaba ordenado, ocupando su lugar natural como si alguien lo hubiera extraído y hubiera acomodado el resto de las cosas para no llamar la atención. ¿Habría andado Hernán por ahí mientras estaba durmiendo y se había llevado el paquete? ¿Para que hacer eso si podía hacerle mas daño llevándose el cuadro que tan bien la había reflejado? Lo llamó inmediatamente. Necesitaba saber que estaba pasando. Ella comprendía que quizás no había actuado muy centrada el otro día con el asunto del lunar, pero esto que había hecho él era una niñería. El buzón de la casilla de mensajes la atendió. Intentó otra vez y obtuvo el mismo resultado. Sabiendo que se le hacía tarde dejó para después el problema y salió para su trabajo. Iba masticando bronca cuando llegó. Probó nuevamente llamarlo y al décimo intento dejó un mensaje. Le decía que quería hablar con él lo antes posible. ¿Que le estaba pasando a Hernán? ¿Por qué se estaba comportando de esa manera?¿Acaso era un desequilibrado que mostraba una cara amable y seductora y al instante siguiente, luego que lo confrontaban, se transformaba en un sujeto que era capaz de meterse a hurtadillas para recuperar un regalo inútil y sin valor? Lo extrañaba. Extrañaba su atención, su preocupación, sus cuidados, pero si el precio de ese comportamiento era que él fuera un desequilibrado, ¡no gracias! Abrió el cajón de su escritorio y acarició el marco de la foto que se tomaron los dos un día de verano en pleno invierno. No quería verla porque si la veía iba a sentirse atraída por él nuevamente. Pero no soportaba estar sin él. Lo amaba, a pesar de todo lo amaba. Tomó la fotografía y se sintió confundida, alterada por una broma de mal gusto. En la foto no estaban los dos. Ella si estaba, pero acompañada por Andrea. Reconocía la ropa pero no recordaba cuando habían ido juntas. Sabía que Andrea era infantil, pero esto era demasiado. La llamó y le pidió que se vieran en el baño. Esperó que entrara y la confrontó casi con violencia. Le mostró la fotografía y le dijo que le explicara que había hecho con la que tenía allí, donde la había puesto. La muchacha miró a María con los ojos grandes bañados en lágrimas sin entender que le pasaba y trató de articular una respuesta. -Nos la sacaron cuando fuimos a caminar por los lagos... nos querían cobrar quince pesos pero se la peleamos por diez... ¿no te acordás?... por Dios María, ¿qué te pasa? Me estás asustando... Discutieron un rato pero ante el llanto de Andrea, María detuvo su interrogatorio. La chica sonaba sincera. Pero, ¿quién había trucado la fotografía? ¿Y si Hernán había pasado por la oficina y había reemplazado la misma? Pero a pesar de todo lo que habían pasado juntos, de todo lo que habían compartido, ella se había negado a llevarlo a su trabajo. ¿Cómo sabía donde era? ¿Se había complotado con su amiga para inventar esa historia ridícula? Y sin embargo tenía un ligero recuerdo de ese paseo con Andrea. Recordaba la discusión con el fotógrafo para obtener un descuento en el precio del retrato, no porque lo necesitara o no tuviera el dinero, sino por pura diversión. Pero entonces, ¿dónde había dejado la foto que se había sacado con él? ¿La había llevado al trabajo o la había dejado en su casa? Se sintió mal. Volvía a tener fiebre. Quizás había vuelto demasiado pronto. Tomó su celular y lo llamó con la esperanza de que la viniera a buscar. Súbitamente lo extrañaba. La contestación la sacudió. ‘’EL NUMERO QUE INTENTA CONTACTAR NO PERTENECE A UN ABONADO EN SERVICIO’’ Dejó la oficina tras hablar con su jefe. Andrea la siguió tras la discusión. -Perdoname, no me siento bien... -Pero, ¿qué pasa Marucha?¿Por qué estás así? -No me siento bien... Aparte tuve una discusión fuerte con Hernán y supongo que por el enojo no vino a verme siquiera cuando estaba en cama... -¿Hernán? -Si... Dale Andrea, no jorobes... ¡Mi novio!(era la primera vez que se refería a él con ese término) Te hablé mil veces de él... -Perdoname Mari, pero si me lo hubieras contado... -Si, ya sé, soy una tarada por pelearme con él, después de todas las cosas maravillosas que te conté, pero llegué a un punto en que necesito estar sola, necesito aclarar mis ideas... Lo quiero mucho, pero a veces me siento ahogada... -Pará María... No era eso lo que quería decirte. Nunca me contaste de él. Para mí es una sorpresa lo que me contás. La muchacha la observó con una sonrisa burlona en el rostro. ¡Ay Andrea! ¡Siempre tan graciosa! Aunque ahora eso no tenía gracia. Entonces vio el rostro de su amiga y comprendió con inquietud que ella no estaba siendo graciosa. Vio en su rostro que ella nunca había oído hablar de Hernán y comenzó a temblar. Le recordó las veces que se habían juntado en los descansos para almorzar que desperdiciaban chimentando acerca de lo que él le hacía, de la forma en que la sorprendía. María gozaba viendo la envidia en la cara de su amiga. Pero ella decía que eso no había pasado nunca. Arrancó el auto con una sensación de ahogo en el pecho y ganó la calle. Volvió a llamarlo a su casa y al celular pero siguió recibiendo la misma contestación.’’EL NUMERO QUE INTENTA CONTACTAR NO PERTENECE A UN ABONADO EN SERVICIO’’ ¿Qué estaba pasando con Hernán?¿Acaso se había marchado sin avisarle siquiera cual había sido el motivo que lo había llevado a tomar esa determinación? Pero también estaban esas otras inconsistencias. El paquete de té de menta, la fotografía en su escritorio... ¿Qué estaba pasando? La cabeza le dolía un infierno y antes de volver a su casa decidió ir a confrontar al hombre, preguntarle que era lo que estaba pasando. Llegó hasta el estudio de su amado y miró a la ventana del primer piso. Las cortinas estaban corridas y las hojas de las ventanas abiertas lo que significaba que él estaba allí. Dispuesta a ingresar llegó hasta la entrada al palier y buscó la llave de la puerta de entrada en su llavero y notó que no la hallaba. No era cuestión de pasarla de largo pues solo poseía cuatro llaves: la de la puerta de calle, la de su departamento y las de su propia casa. Pero ahora solo veía dos de ellas. Las del departamento de Hernán brillaban por su ausencia. ¿Las había sacado en medio de su delirio febril y su enojo? No lo recordaba. O quizás él realmente había pasado por su casa y había tomado sus llaves en un intento infantil por despecharse de su desdén. Tocó el timbre del portero eléctrico y una voz femenina la atendió. ¡Así que estaba con otra! ¡Eso era lo que estaba pasando! -¡Hernán! -¿A quien busca? -¡A Hernán! ¡No te hagas la tarada y decile que me venga a abrir o tiro la puerta abajo y me va a conocer! -Acá no hay ningún Hernán... Váyase o llamo a la policía. -¡Policía!¡Por supuesto que va a necesitar a la policía!¡Y a una ambulancia también! Salió fuera de la entrada al palier gritando su nombre y se detuvo en mitad de la vereda. Miró al primer piso y se llevó la mano a la boca horrorizada. No pudo reconocer el lugar. No estaban las cortinas que tanto reconocía, ni las hojas abiertas que había visto apenas segundos atrás. Allí, en letras de molde había un cartel un tanto añoso que decía ‘’González e hijos. Abogados. Sucesiones. Despidos. Accidentes’’ ¡El estudio de Hernán no estaba! Intentó pensar en lo que estaba sucediendo pero era tan inverosímil que solo lograba alterarse aún más. Vio salir al encargado del edificio, seguramente llamado por la mujer que la había amenazado y se abalanzó sobre él. -¡Juan! ¡Juan! ¡Gracias a Dios! -¿Qué le pasa señora? -Hernán, ¿dónde está Hernán? -Perdóneme señora pero no conozco a ningún Hernán. -¡Pero...!¡No me diga eso!¡Hernán! El pintor del 1A... el que le hizo un retrato de su hija hace dos semanas para el cumpleaños de quince... No me diga que no sabe que le hablo... -Perdóneme señora, pero en el 1A está el estudio de abogados desde hace doce años... Me acordaría si a mi hija le hubieran regalado un retrato... María, con los ojos arrasados por el llanto lo miró y comprendió que el hombre era sincero en su negativa. Realmente no lo conocía. ¿Qué estaba pasando? Volvió a su auto y arrancó a toda velocidad. En un semáforo tomó su celular y halló el nombre de Hernán en la agenda. Se dispuso a llamarlo cuando un bocinazo la sobresaltó. Volvió a tomar el celular que había caído de sus temblorosas manos y comprendió que algo terrible estaba sucediendo. El nombre, todos los datos guardados en la memoria del teléfono, su foto, habían desaparecido como borradas de un plumazo. No había datos de él. No estaba guardado el registro de su cumpleaños, del día que salieron juntos, de su primer regalo... Todo lo que concernía a ese hombre había desaparecido. Volvió a poner el auto en marcha y partió rauda a San Telmo hacia la galería donde había hecho su exposición. No lo conocían. Un hombre anciano, de agradable aspecto se ofreció a buscar en los registros pero estaba seguro que no lo conocía. Nadie con esas características había realizado una exposición en los últimos años. Con el terror anclado en su corazón volvió a recorrer los lugares que habían frecuentado juntos. El almacén cerca de su casa, el barcito donde habían tomado su primera taza de café durante una feroz granizada. Allí recordaban la granizada pero no al hombre. La señora de las verduras donde Hernán compraba la fruta seleccionada desconocía por completo la existencia de ese hombre. La recordaban a ella comprando pero siempre sola. Todas las personas con las que hablaba le decían lo mismo. No recordaban a su novio. Nunca la habían visto con nadie. Todo lo que concernía a Hernán iba evaporándose frente a sus ojos. Hasta su rostro que conocía de memoria se iba desdibujando en una mueca de dolor y angustia. ¿No quedaba nada de él? ¿No quedaba nada de ese hombre maravilloso que la había llenado con tanto amor, con tanta atención? Y entonces lo recordó ¡El cuadro! Voló a su casa perdiendo un zapato en la carrera y rompiendo el tacón del otro. Subió las escaleras dando grandes zancadas, lloró cuando no podía meter la llave en la cerradura y sintió un enorme alivio al ingresar a su departamento. El cuadro estaba allí. Su rostro dormido con el pelo revuelto, tan luminoso como el primer día. Lo besó y lloró sobre él. No entendía que era lo que estaba pasando, pero ese era el último legado de Hernán sobre la tierra. Lo último que le quedaba de él. Debía cuidarlo con toda su alma, protegerlo para que no se desvaneciese como su estudio, como su obra, como su presencia. Permanecer a su lado por la eternidad si era necesario. El teléfono sonó entonces y sintió un estremecimiento. ¡Era él!¡Estaba segura que era él! Se abalanzó sobre el aparato y atendió. Quería decirle que lo amaba, que le necesitaba, que jamás había sido tan feliz como cuando estaba a su lado, que volviera, que la llevara con él... La voz de Andrea, preocupada, inquieta por lo que le pasaba a su amiga la sacudieron como se sacude una rama ante un vendaval... Y entonces soltó el teléfono. ¡Por Dios!¡El cuadro! Se acercó a él previendo lo inimaginable, lo imposible, lo real... Era una reproducción barata de un paisaje pastoril. Lanzó un grito desgarrador y se arrojó contra la pared. No quedaba nada de ese hombre encantador, de ese hombre que la había marcado por dentro y por fuera con su candor, con su pasión, con su cortesía... Como un surco en el agua se había desvanecido. ¿Cuánto tardaría en olvidarlo?¿Cuánto tardaría en olvidar los meses maravillosos que habían pasado juntos? A la mañana siguiente María despertó angustiada, con un ardiente dolor en el vientre y el pecho. No recordaba por qué. Con el correr de los días su carácter taciturno se acentuó y perdió los deseos de progresar, de trabajar. Se volvió una cáscara reseca vacía de vida y esperanzas. Solo conservaba el amargo y perenne sabor del dolor de la felicidad perdida y del milagro desperdiciado. LA CASA Cuando recibí la notificación del legado de mi tío supe que esa era la señal que necesitaba para concretar mi sueño mas deseado. La suma no era excesiva, pero me sería útil si sabía utilizarla. Como primera medida fui al banco y luego de muchos trámites que demandaron dos largos meses de trajín, logré que me dieran un crédito hipotecario. La casita aprobada por el banco era una pequeña construcción de tres ambientes, cocina y baño totalmente equipado en una sola planta con un jardín chiquito al frente. La misma estaba un tanto derruida, pero mi habilidad para los trabajos manuales me sería de ayuda para afrontar la empresa de reconstrucción. Al fin y al cabo nada era demasiado para el amor de mi vida. Mi amada Rocío. Conocí a la mujer que le dio sentido a mi vida de manera casual en un día inusitadamente frío de verano, un 29 de febrero, como si la numerología, el clima y, muy probablemente, el universo todo se hubieran puesto de acuerdo para facilitarnos el mutuo conocimiento de nuestra existencia. Supe entonces que ella era el complemento perfecto, aquella que alegraba mis mañanas y le dibujaba una sonrisa a mi rostro cada vez que siquiera pasaba por mi pensamiento. Cursábamos nuestro tercer año de noviazgo sereno y plácido cuando me llegó la noticia de la muerte de mi tío y el legado de esa suma de dinero que me permitiría dar el paso más trascendental de toda mi vida, aquello que tiempo atrás creía inconcebible. Calculé los pasos a dar de manera meticulosa. Me encontraría un tanto apretado económicamente durante ese lapso de tiempo ya que debería seguir pagando el alquiler de mi actual vivienda y tendría que invertir al mismo tiempo en la refacción de mi nueva casa. En mi mente ya tenía los detalles, los colores, los muebles y hasta los días que habríamos de transcurrir debajo de ese techo. Era como si tuviera frente a mí un cuadro pintado en sus más mínimos detalles que tendría que replicar. Pero todo lo que pensaba hacer adquiría dimensiones de gesta al intentar sortear el máximo escollo, en realidad el máximo reto para la concreción de mi objetivo. Rocío no debía enterarse de nada hasta llegado el momento exacto. Ese momento exacto, a cinco meses en el futuro, sería el 29 de febrero venidero, exactamente a cuatro años de la primera vez en que las sospechas que esa persona ideal existía daban paso a la realidad. Era como si el universo por entero nos regalara un nuevo año bisiesto tan solo para celebrar nuestro amor. Calculé los gastos que tendría para llevar adelante mi propósito y con gran pesar debí vender mi automóvil, una de mis posesiones más valiosas para darle forma al objetivo. Fue quizás lo más doloroso de todo puesto que ese auto era lo último terrenal que me unía a mi viejo, fallecido ya cinco años atrás. Juntos habíamos ido a buscarlo a la agencia cuando él ya presentaba signos de deterioro y en él fuimos una semana a Tandil, para conocernos más, para compartir una experiencia única, para despedirnos al fin y al cabo. Cuando se fue, me cuesta mucho todavía admitir que murió, me dije que mientras tuviera fuerzas, no me desharía de ese automóvil que significó tanto para los dos. Él me había dado parte de la plata necesaria para adquirirlo sabiendo que no le quedaba mucho más tiempo y jamás pude retribuirle el gesto de la manera que me hubiera gustado hacerlo. Rocío apareció en mi vida luego que él hubiera partido y lamenté que él no la hubiera conocido pues habría sido un buen compinche suyo. Llevarla en ese auto era como conjugar en un mismo instante a las dos personas que más había amado en mi vida. Cuando ella se enteró de eso, era imposible que no se enterara, debí urdir una serie de mentiras y engaños. Le dije que necesitaba deshacerme de ese montón de fierros que me traían demasiados recuerdos de mi viejo, que con los precios actuales de la nafta se me hacía muy pesado mantenerlo, que debido al estado en el que estaba el auto aún podía sacarle una buena diferencia… Supongo que no debí ser muy buen actor, puesto que mi falta de honestidad se notaba como si llevara un cartel en la frente que decía no solo que estaba sufriendo sino que estaba mintiendo de aquí a la China. Recuerdo un tango que le gustaba a mi viejo,”Antiguo reloj de cobre” cantado por el Negro Montero donde decía “…cuatro pesos sucios por esa reliquia…” al recibir la plata que le daban en el banco prestamista por el artículo nombrado en el título y no pude menos que sentirme igual al tener en mis manos los billetes al tiempo que el auto que ya no era mío se alejaba irremediablemente de mi vida para no volver. Me sentí vacío puesto que con él se iba el olor a mi viejo, a esa semana en Tandil, a las vacaciones que habíamos pasado con Rocío en nuestro segundo aniversario cuando nos trasladamos a la costa y supe que el sonido de la carcajada de esa mujer que viajaba a mi lado era el mas hermoso de toda la humanidad. Y aunque también me remitía a los terribles recuerdos asociados a la enfermedad de mi padre, era doloroso perder ese anclaje que le daba sentido a mi vida. Ni siquiera saber que estaba trocando ese pedazo de metal por algo que me permitiría darle forma a mi sueño de compartir algo mucho más grande con Rocío, aminoró en cierta medida el dolor que me embargó cuando caí en la cuenta que ya no podría volver a sentirlo como una extensión de mi propio cuerpo. Hablé con un compañero de trabajo que tenía un añejo FIAT 600s y que me aseguró que funcionaba perfecto. Lo fui a ver y sin pensarlo mucho, ya que necesitaba un medio de movilidad y odiaba ese modelo de auto, lo compré. Gracias a la ganancia hecha debido a la venta de mi auto, podía dedicarle unos generosos pesos a la casa y podía adquirirlo sin perder parte de mi comodidad. El auto era bueno en realidad, para la edad que tenía, aunque era inferior en absolutamente todos los aspectos con mi anterior vehículo. Pero al menos me llevaba donde me tenía que llevar y, dejando de lado un par de veces en que se recalentó el motor trasero (algo que odiaba definitivamente), debo admitir que su comportamiento fue decente aunque sin brillo. Rocío lo encontraba “simpático” y menos ampuloso que mi amado auto antiguo y eso alivió en parte mi desazón. La plata que obtuve con la venta me alcanzó para cambiar cañerías y comprar todos los materiales para los pisos y el revoque en un proveedor mayorista. Fueron meses duros. Salía del trabajo y cuando no nos encontrábamos con Rocío, iba para la casa para trabajar hasta casi la medianoche y adelantar las tareas. Llegué a odiar que la casa no hubiera estado en un mejor estado para no sacrificar tanto de mi tiempo y de mi esfuerzo en ella, pero el precio hubiera sido más elevado y las cuotas a pagar me ahogarían llegado el momento. Y de esta manera, cada pincelada que daba, cada revoque que reparaba me permitía dedicárselo a la mujer que inspiraba mi entrega. Amo a Rocío. La amo más que a ningún otra cosa en el mundo. Si tuviera que elegir entre su sonrisa y su felicidad y toda la mía y hasta mi vida, no dudaría siquiera un pestañeo en sacrificarlo todo para que ella fuese dichosa. Cuando la veo con su cabellera enrulada y oscura y su sonrisa todo labio y dientes perfectos y perlados, no siento el cansancio y es como si una descarga de energía me insuflara de nuevos ímpetus. Y aunque debí sacrificar horas junto a ella para poder dedicarlas a la casa que será nuestra casa, siento que todo lo que hice fue por un bien mayor y que la recompensa finalmente será mucho mayor que el esfuerzo realizado. Conseguí apliques para iluminar los ambientes, buscando que fuesen de su agrado (en realidad yo estaría pagado con una lamparita colgada de un cable pelado), que resaltaran su silueta, que al encender las luces su figura se viera aún más agraciada, como una diosa griega reinando en el Olimpo. Para el comedor opté por un riel con tres luces direccionadas que conseguí en una casa de iluminación que estaba rematando material discontinuado. Allí también conseguí un ventilador de techo con un plafón central que resultaba perfecto para el dormitorio y los apliques para la cocina y el baño. Fui haciendo acopio de los materiales y poco a poco fui reparándola, cubriendo detalles con enduido, dando una mano más de pintura para lograr una apariencia más nítida o incluso más suave. El único detalle que tendía a repetirse fue en la pared del dormitorio que lindaba con la del baño. Allí una antigua filtración de humedad requirió que rompiera la pared y debiera realizar nuevamente un paño de revoque. Yo, que había visto y sabía de la existencia de dicha refacción, percibía la diferencia en la superficie pintada con satinado. Y pude ver una pequeña rajadura que se extendía al centro de la reparación, resaltando la diferencia entre este pequeño sector y el resto del revoque. Primero la tapé con un poco de enduido, pero a las dos o tres semanas la misma se había empeñado en reaparecer. Volví a taparla, lijando cuidadosamente y dejé la pared casi impoluta. Me recriminé entonces por no haberle dado más tiempo al muro para que el arreglo terminara de curarse de acuerdo a las necesidades propias del cemento. Pronto fui asociando cada habitación de la casa con algún momento compartido con Rocío aún sin existir una clara asociación entre ellos. Era un olor, un ademán de mi mano, quizás algún pensamiento fugaz que cruzaba por mi cabeza en el preciso instante en que iniciaba la tarea. Fuimos a comer con Rocío a un restaurante de la calle Honduras, un lugar oneroso incluso para mis bolsillos donde podríamos degustar un exclusivo menú árabe. Había hecho la reservación puesto que íbamos a celebrar nuestro primer aniversario. Pidió un arroz marroquí y yo una mussakka, con un té árabe para acompañarlo. El ambiente se prestaba para el romance con las velas, los cortinados de color rojo oscuro y la suave música acompañándonos. La recuerdo como si la tuviera frente a mí. Vestía un par de pantalones oscuros de piernas acampanadas que dejaban entrever un par de zapatos forrados en cabritilla con un taco aguja que se extendía hasta el cielo. Completaba con una blusa sin mangas de color blanca y escote generoso que resaltaba sus rasgos suaves y delicados coronados por un peinado sencillo en un rodete armado con dos agujas de bambú. No conozco mucho de moda, ni si era el atuendo adecuado para celebrar nuestro primer año, tampoco si era el adecuado para esa noche calurosa de un 28 de febrero. Lo que recuerdo es que yo estaba feliz y ella habría podido opacar a la más hermosa de las mujeres del cosmos con su sencillez. Todo iba perfecto, la comida, su perfume (¡dios, que perfume embriagador!), la ambientación, hasta los mozos parecían estar ayudándonos con su atención y la rapidez para satisfacer nuestros pedidos. Hasta esos zapatos que me había comprado y me incomodaban sobremanera, esa noche parecían un número más grande y hechos de tela. Fue después del primer plato que la molestia empezó a hacerse notar con mayor presencia. Con el correr de los minutos lo que primero fue un aviso, pasó a ser una alarma y desencadenó en un dolor punzante y sostenido. Acabamos esa jornada en el hospital de odontología donde me tuvieron que extraer una muela que ya con anterioridad me había molestado, avisos que desoí sistemáticamente. Así terminamos nuestro primer aniversario. Esa imagen conjunto de todos esos momentos se me apersonaban cuando pintaba el comedor con un color amarillo suave. No puedo explicar el motivo de esa relación entre la pared y ese instante exacto de nuestras vidas, pero era imposible separarlos dentro de mi cabeza. Nuestro segundo aniversario no fue en absoluto bueno. Ni siquiera pudimos festejarlo puesto que en la madrugada del 28 de febrero me llamó para informarme que habían debido internar a su padre en el hospital tras haber sufrido un accidente cerebro vascular. Corrí hasta el lugar en mi auto y la encontré llorando desconsolada por la condición crítica informada por el médico. Le hice compañía todo el día aunque ella estaba pendiente solamente de su madre y sus dos hermanas. Siempre había sido el sostén de la familia por ser la mayor y no pude menos que colaborar interfiriendo lo menos posible en la situación. El padre de Rocío permaneció internado una semana y el pronóstico era reservado y, a mi modo de ver, desesperante. Mentalmente me preparé para ayudarla haciendo los arreglos para el funeral, siendo el soporte de ella que era la columna de su casa. Sin que ella lo supiera intenté averiguar los trámites que debía realizar, recordando a cada instante lo que había pasado mi viejo y la absoluta soledad en que me había encontrado yo en esa ocasión. Pero sorprendentemente el papá primero abrió los ojos, volviendo en sí y recobrando plenamente la conciencia y tres semanas después estaba casi recuperado. Durante ese tiempo vi muy poco a la mujer que amaba ya que se dedicó a cuidarlo y a estar a su lado. Cada vez que limpiaba el baño o aún mientras le colocaba las cerámicas del piso y las paredes, revivía esos días sin poder evitar sentir cierto odio por ese hombre que con su inoportuno contratiempo nos arruinó nuestro día. Y no podía dejar de traer a la memoria esos instantes cuando pintaba ese techo. Y mientras abandonaba la idea de realizar un paisaje similar a la de las termas romanas en esa superficie, que me había quedado tan blanca y tersa como un lienzo que llamaba a todas las musas, por resultar una tarea harto complicada que excedía mis muy limitadas habilidades, pensaba en ella sufriendo en el hospital por la salud de ese padre a quien aún hoy ama y que le ha pagado de forma tan desleal aunque quizás no tan reprochable. Pues a un año de su ACV, exactamente para el que sería nuestro tercer aniversario, él cayó en la cuenta que no había disfrutado de la vida,”encadenado a esta realidad que me llevó a tener el ataque”, y abandonó a toda su familia para irse con una mujer veinte años menor. Por supuesto esa fecha tampoco fue una fiesta para nosotros dos. A veces intento ponerme en su lugar y pienso que quien ha sorteado favorablemente una situación harto crítica como la que él había experimentado, necesariamente necesita realizarse un replanteo acerca de lo que ha hecho o dejado de hacer para haber llegado hasta ese punto de quiebre, y no puedo repudiar a conciencia su actitud ya que solo quien ha pasado por ese drama puede suponer si estuvo bien o mal. Precisamente uno de los peores momentos que tuve con Rocío fue cuando cometí el error de disentir acerca de su malvada acción. Cuando le dije tímidamente que pensaba que no podía condenarlo, ella me gritó que no sabía el daño que le estaba haciendo a su mamá y a sus hermanas comportándose de forma tan egoísta. Dolida por toda la situación, me espetó que todos los hombres éramos iguales envuelta en una mezcla de histeria, furia y llanto. Después de eso estuvimos distanciados una semana, creo que diez días, en los que sentí que mi agonía solo podía compararse a la de Prometeo siendo devorado diariamente por el águila en el monte Cáucaso. Fue entonces que comprendí cabalmente lo mucho que quería y quiero a Rocío. Y todos esos momentos volvían a mí cada vez que realizaba un arreglo o trataba de acercar a la perfección cada ambiente de esa casa que estaba creando para compartir con ella. Y si cada habitación me retrotraía al pasado, a un momento doloroso o curioso vivido por ambos, el dormitorio en cambio me lleva al futuro. Porque cada vez que pienso en mi vida futura a su lado inmediatamente la asocio a esta porción de paredes, suelo y cortinados que me dicen que en esta casa podré ser feliz con ella. En el dormitorio revivo su sonrisa, su mano cálida, sus pies fríos que se rozan con los míos, su voz, su andar, su cuerpo tendido bajo el sol sobre las montañas de Tandil, el modo en que se peina, su andar cuando se levanta a medianoche para tomar un poco de agua, sus silencios, su ausencia que me llena de vacío… Y en esta habitación rememoro ese instante hace casi un año en que acostados sobre la cama imaginábamos nuestra vida juntos, donde vislumbrábamos un par de hijos, un perro, una casita con un enorme jardín al fondo donde alimentar a los pajaritos, con el comedor pintado de amarillo pálido, un baño con el techo dibujado, un dormitorio cálido y una pequeña habitación extra para criar a nuestros niños, seguramente una nena y un varón que serían la luz de nuestros ojos. Y en esta casa que estuve remodelando para ella, principalmente para ella, como un símbolo de mi amor y mi devoción hacia esta criatura maravillosa que me ha llenado de vida, podré ser finalmente feliz. Porque precisamente hoy que vuelve a ser 29 de febrero, sé que por fin disfrutaremos de un aniversario digno de nosotros, un aniversario que se ha hecho esperar cuatro años, pero que será el mejor de todos los que habremos vivido. He tenido que engañarla diciéndole que no podía verla debido a demasiado ajetreo en el trabajo por la llegada de las vacaciones y poco personal en la oficina. Incluso, contra mi voluntad que quería decirle todo lo que estaba haciendo para erigir este monumento, modesto monumento debo admitir, a su amor, me ausenté para terminar de pulir los detalles y que todo esté lo mas cercano a la perfección que alguna vez vislumbramos. Ya trajeron los muebles que necesitaba y ya los acomodé. Ya dejé mi viejo departamento alquilado. Ya terminé de gastar mis últimos ahorros en esta casa. Y sin embargo me siento feliz y lleno de vigor. Ya adopté un perrito que necesitaba dueño en la veterinaria de la esquina y le coloqué un hermoso lazo de color celeste al cuello. Lo traje hace ya una semana para que se acostumbrase a estar acá. Esta noche será la gran noche. La pasaré a buscar en este auto que, espero no me falle, mandé a lavar y a pulir y limpié su interior, y la traeré a esta casa, y se la ofreceré, y sé que ella llorará de la emoción, y jugará con el perrito y me cubrirá de besos y de abrazos y aceptará ser mi esposa colocándose el anillo que dejé sobre la mesa del comedor. Y seremos por fin uno solo… Pasé las últimas hora pintando nuevamente la pared del dormitorio donde hice el arreglo pues la rajadura se empeñó en aparecer nuevamente surcando el parche y formando una extraña figura. Pero finalmente quedó bien. De última si vuelve a aparecer le colocaré un cuadro con una foto de ella que hice ampliar y que ahora tengo en el segundo dormitorio, que será el de nuestros niños. Me tiemblan las piernas y la camisa me pica en el cuello aunque debe ser por los nervios. Nunca estuve tan nervioso en mi vida. Ojalá mi viejo pudiera ver esto. Y mi tío también para que los dos vieran lo que he hecho con la educación que uno me dejó y con el dinero que el otro me legó. Está empezando a anochecer. Será una noche magnífica, estrellada e inusualmente fresca. Y todo será espectacular. La traje a casa con los ojos vendados. La noté un tanto distante, quizás debido a que se sentía postergada por no haberla visto en los últimos días. Supuse que era por eso que estaba nerviosa y ansiosa. Ingresé el auto hacia el lugarcito sobre el jardín y la llevé dentro. Una suave brisa arremolinó lo que quedaba de sus cabellos sueltos. El ladrido del perrito desde dentro de la casa le avisó que algo sustancialmente importante ocurría. La llevé dentro y le mostré la casa. Se puso pálida. Observó todo en silencio mientras intentaba contener el llanto. La llevé por los distintos ambientes que observó en silencio, como no creyendo si se trataba de un sueño o de una extraña realidad. Ella se dejó llevar con cierta resistencia. El perrito le saltó pidiendo un gesto de cariño, una muestra de calidez. Ella ni siquiera se percató de su existencia. Le mostré la casa, esta casa que hice para ella y luego le entregué el anillo y le pregunté si quería casarse conmigo, que me haría el hombre mas feliz, que ella me completaba, que la amaba mas que a ninguna otra cosa en el mundo, que aquí podríamos ser felices… Ella me observó compungida, confundida, molesta supe después. Tomó el anillo en su mano y lo apretó en el puño. Negó con la cabeza golpeando suavemente mi pecho como si le hubiera dicho alguna noticia terrible, algo desgraciado. Me devolvió la sortija y rompió en un llanto desgarrador y lastimero. - Por qué me hacés esto… ¡por qué! Se tapó la boca para ahogar un grito, para ahogar otra palabra, para ahogar todas mis ilusiones y abandonó la casa casi a la carrera. Un desafortunado taxi que pasaba por la puerta se detuvo ante su pedido y la vi partir, la vi alejarse para siempre. Hace ya dos meses de ese momento. Tirado en la cama del que sería nuestro dormitorio, con el otoño tocando las puertas del tiempo y de mi existencia, acaricio al que sería nuestro perrito que fielmente se ha mantenido a mi lado a pesar de todo. Mil veces en este lapso transcurrido pensé en llamarla. Lo hice un par de veces el 1 de marzo pero ella no atendió, supongo que no me quiso atender. Yo tampoco volví a insistir. Pensé en hablar con su madre, con sus hermanas, pero ellas no me consideran una buena persona por haber expresado mi parecer con respecto a la partida del padre de Rocío. Mi celular sonó en una que otra oportunidad sin mostrar el número del remitente. Al atender alguien permanecía en silencio y luego cortaba. Me gustaría pensar que es ella, aunque no sé como reaccionaría si la vuelvo a ver. Ahora, en esta casa que no posee pajaritos en el jardín, que ya no tendrá niños en el otro dormitorio, que no albergará la hermosa carcajada que me encantaba oír en mi otro auto rumbo a Tandil, transcurro mi existencia casi como un ente. Salgo a trabajar todos los días y vuelvo a casa para pasear al perrito que no tiene nombre. Ese iba a ser el privilegio de Rocío. Trabajo para pagar las cuotas que apenas cubro con mi sueldo y he perdido demasiados kilos. Fuera de la casa me espera ese auto que odio y sobre el que he descargado mi bronca como si tuviera alguna culpa por lo sucedido. Veo desde la cama de una plaza que adquirí (en una cama de una plaza la soledad se hace menos evidente) la pared en la que la rajadura se ha hecho más visible que nunca. Ya no me importa repararla puesto que atraviesa el arreglo en el revoque que ha tomado la forma de un corazón partido, quizás el mío que se refleja en esta construcción que se llevó toda mi energía. Me han dicho que ponga en venta la casa, que me aleje de este símbolo de desolación puesto que con mis arreglos ha mejorado en la valuación y podría empezar a sanar definitivamente pero no puedo hacerlo. No quiero hacerlo. No porque cada rincón de la casa me recuerde a Rocío, sino que me recuerda el empeño y la entrega que puse en ella para consolidar un amor perdido. Porque si la vendo o me marcho no tendré sentido ni tendré norte. Porque quizás solo siento la vida cuando muero cada día que Rocío no está a mi lado… EL INTERCAMBIO Josefina ganó la calle y sintió el fresco olor a otoño golpeándole el rostro. Ese olor característico de la estación, de la calle y de las condiciones climáticas difería en mucho de las que había sentido al ingresar a la finca. No había variación en cuanto a la estación del año pues aún seguía siendo inicios del otoño, segunda semana de Abril; tampoco habíase mudado de locación pues la casa seguía en la misma calle de veredas angostas revestidas en baldosas vainillas amarillas con algunos mojones en rojo producto de algún arreglo mal terminado; tampoco había cambiado el estado del tiempo pues el sol aún brillaba en lo alto, quizás ocultándose tras alguna nube pasajera que con su blancura nívea contrastaba fuertemente con el azul cielo majestuoso e infinito. La que había cambiado era ella. Había entrado esperanzada, ilusionada y, por que no, con un alto grado de ingenuidad. El conocimiento había traído opacidad a su vida y un profundo dolor. Se cerró el montgomery como si eso pudiera abrigarla del frío íntimo que acunaba en su alma y caminó casi sin darse cuenta y sin rumbo fijo intentando alejarse de la casa de paredes grises y una puerta verde intenso. Sintió el sabor salado en los labios entreabiertos y comprendió que estaba llorando, eso ya lo sabía pues su espíritu aullaba de dolor pero no se había dado cuenta de que lo estaba demostrando abiertamente, y se detuvo en un bar para intentar recomponerse y recobrar la compostura. Pasó al baño donde se quitó todo el maquillaje corrido y una vez devuelta en la mesa pidió un café con coñac. Seguía sintiendo mucho frío. Puso la cajita que le había dado la propietaria de la casa de paredes grises sobre la mesa y la abrió. Aún no podía creer que el destino estaba en sus manos. Era la primera vez en sus veintiséis años de vida que poseía una responsabilidad tan grande y tan potencialmente devastadora. Y maldijo la oportunidad. ¡Cuánto deseaba volver a la ignorancia, olvidar lo descubierto, volver a cerrar la caja de Pandora! Observó el contenido de la pequeña caja y contuvo un gemido de angustia. Las dos pequeñas botellas de vidrio parecían brillar bajo la luz artificial de los tubos fluorescentes. Eran pequeñas, de seis o siete centímetros de alto y tres centímetros de grosor. Una relucía con un color blanco níveo; la otra con un color negro petróleo. Sin embargo el color en ambas no era lo llamativo, sino el brillo que parecían emanar, como si poseyesen una fuente de luz propia tan particular que parecía sobrenatural. Levantó la vista con los ojos llorosos y observó a los hombres y mujeres que se hallaban en derredor suyo. Vio un hombre tomando un vaso de cerveza dos mesas a su izquierda y lo midió de arriba abajo. Parecía un buen partido. No tenía anillo en su mano izquierda, su aspecto descuidado indicaba que nadie lo aguardaba en su casa y la postura sobre la mesa, inclinada y abatida, parecía anunciar a los cuatro vientos un ánimo sombrío y poco feliz. Vio a una pareja tomando un café al otro lado del establecimiento y se dijo que no podía decidirse por ninguno de ellos. Se los veía felices y enamorados. Las caras que deambulaban por la vereda con su pasado ignoto, su futuro incierto, su presente poco importante, solo la confundían aún más. ¿Cómo podía decidirse por uno de ellos si hacerlo implicase arrancarles lo más valioso que poseían y que tal vez no habían llegado a valorar? ¿Acaso ella lo valoraba? Tal vez ahora, pero hacía apenas una hora ella también pertenecía a esa muchedumbre que no comprendía el valor de la vida. Y ahora esa vida se le hacía más valiosa que nunca. La mujer se lo había explicado claramente, tan claramente que había abierto en su pecho una herida sangrante y profunda. La muerte visitaría su vida de forma ineludible y la arrancaría de los brazos del hombre que más amaba en su existencia. Tomás moriría en dos días. Estaba escrito y estaba sellado. Los indicios eran claros y se presentaban ante ella como si de letras en molde de imprenta en un cartel indicador. Alicia le había predicho en varias ocasiones lo que sucedería en su vida. Le había predicho la muerte de sus padres, el acaecer de acontecimientos varios y hasta el momento en que Tomás entraría en su vida, llenándola de luz y de pasión. Y cuando llegó, conoció el verdadero amor, ese que se manifiesta en cada pequeño trozo de existencia, en la rutinaria convivencia, en el saber que el otro está allí y que es no solo un sostén sino un faro donde enfocar sus propias energías. Amaba a Tomás mas que a nada en el mundo y ahora sabía que ese mundo que había creado junto a él se derrumbaría en pocas horas. Pero no todo estaba escrito aún. Podía vencer al destino otorgándole otro premio a la muerte a cambio de la vida de Tomás. Para eso tendría que encontrar a alguien que sirviese a esos fines. Volvió a mirar los dos frasquitos y supo que se transformaría en una asesina antes que la vida de su amado se esfumara. La operación era sencilla. Debía proporcionarle el frasco con el líquido blanco a Tomás y en un lapso de veinte horas como máximo darle el contenido del otro frasco a otra persona. Esa simple acción neutralizaría la muerte de su amado pero acarrearía el destino trágico a ese otro elegido. Pero para poder hacerlo debía cumplir con una serie de requisitos. La persona intercambiaría con Tomás lo que le restaba de vida, por lo que si elegía a un anciano, corría el riesgo de sacrificarlo todo por nada. Tomás tampoco debía estar al tanto de lo que ocurriría y de ninguna manera podía elegir a alguien que fuera menor a él y debía realizar la operación antes que saliera la próxima luna llena que sería en dos noches. Pero, ¿cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía elegir a alguien sabiendo que le arrancaría la vida aún cuando no podía tolerar vivir sin la presencia de su amado hombre? Porque ese era el terrible dilema. No lo hacía completamente por él. No sabía como podía sobrevivir sin su presencia protectora y su amor cristalino y puro. Con él conoció la felicidad, conoció la paz y conoció la generosidad. Lo amaba mas allá de toda duda y solo quería estar con él para servirle, para compartir con él todas las experiencias maravillosas que sabía podían llegar a experimentar. Y sentir que ese futuro se desvanecía ante sus ojos había abierto una herida en su pecho tal como si la guadaña de la misma muerte se la hubiera inflingido. Recordó el día que conoció al hombre responsable involuntario de sus desvelos y lo volvió a ver acercándosele al banco de la plaza donde ella intentaba desentrañar los misterios que le proponía el álgebra. Era una tarde de frío, casi tan fría como la que ahora experimentaba, y Tomás avanzó por el camino cubierto de violetas. En su mano se desmayaban, en un ramo modesto, un grupo de rosas en flor. La imagen ingenua, romántica, le hizo brotar un río de lágrimas. Le habló con timidez, como si elevar la voz pudiera significar que ella se desvaneciera en el aire. Pero ella no podía desvanecerse pues desde el momento en que lo vio supo que ese hombre le traería lo mejor de su vida. Y lo peor... No podía recordar como era vivir la vida sin él. Era como si su vida hubiera dado comienzo en el instante que avanzó por ese sendero y le pidió permiso para sentarse a su lado. Y aunque últimamente lo había visto errático, distraído, como si se hubiera perdido en la distancia sin poder volver a hallar el rumbo, lo amaba mas que a nada en el mundo. Precisamente ese estado de ánimo era lo que había conducido a Josefina a la casa de Alicia. Suponía que algún grave problema, posiblemente económico, pues últimamente tenía inconvenientes en el trabajo quedándose después de hora y haciendo constantes turnos dobles, eran la causa de sus desvelos y su malhumor. Y había acudido a su consejera de confianza para que la ayudara al respecto. El propio Tomás se había burlado por la fe que Josefina depositaba en esa bruja y por la plata que perdía en cada una de sus consultas. Pero él no entendía que ella era la persona más importante en su vida después de él. Si le hubiera hecho elegir entre uno de los dos sin duda la hubiera puesto en un dilema. Y ahora, en el peor momento de su vida, Alicia le había augurado lo que iba a suceder y no le había cobrado un solo peso. Si no hubiera estado tan desesperada habría ido corriendo a su casa para decírselo a Tomás. Pero ahora todo eso había quedado atrás, era un simple recuerdo de lo que había sido una vida feliz. Ahora todo eso había desaparecido. Si no actuaba perdería al hombre que significaba todo para ella. Si lo hacía se transformaría en una asesina. ¿Acaso valía tanto como para condenarse a la perdición? Se preguntaba eso a cada segundo y solo hallaba una respuesta. Y por esa respuesta se odiaba. Ahora tenía la penosa y terrible tarea de hallar una víctima, un cordero para sacrificar en aras de la vida de Tomás. Dejó el bar y comenzó el triste derrotero de regreso a su hogar. Veía cada rostro y en cada uno buscaba un motivo que justificara su muerte. Y se aterró cuando descartó a los niños y a los bebés tan solo porque eran demasiado jóvenes. De no haber sido por ello no habría dudado en darles a beber del líquido que acabaría con su vida. Debía hallar a un hombre o una mujer de veintiséis años que era la edad que tenía Tomás y con la que moriría si ella no actuaba. Para cuando llegó al departamento que juntos compartían, ya tenía decidido lo que iba a hacer. Le daría el brebaje correspondiente para salvarle la vida y luego se vestiría con sus mejores ropas e intentaría seducir a un sujeto cualquiera, lo llevaría a un hotel y entregando su cuerpo a un extraño, ofrendaría su alma a la perdición al condenarlo a morir al final del día. Se acurrucó en el sillón y clavó la mirada en el reloj de pared que dominaba la habitación. No le importaba que excusa daría en el trabajo por no ir al otro día. Si la despedían era un percance menor. No podía fallar en ese momento en que el destino la ponía a prueba. Supuso que se durmió pues al volver en sí ya era de noche. ¿Acaso había sido un sueño? Se aferró a la posibilidad que una macabra pesadilla hubiera turbado su paz, pero la pesadilla se hizo realidad cuando sintió la caja con los dos frascos en su mano. Volvió a ver el reloj y se alarmó. ¿Dónde estaba Tomás que aún no había llegado?¿Y si había dormido mas de un día y ese era el final de todo?¿Y si había fallecido en la calle o en la oficina? ¡Por Dios! Se levantó aún confundida y vio que apenas habían pasado dos horas de su llegada. El ruido de las llaves en la puerta la calmó en un primer momento y luego la alteró. No debía demostrarle nada. Corrió al baño y abrió la llave de la ducha para acallar su llanto. Oyó la voz de su esposo que le avisaba que había llegado y le respondió el saludo. -Llegaste tarde. -Si... tuve que quedarme después de hora en el trabajo. ¿Hay algo para comer? -Pensaba pedir una pizza... -¿Tenés para mucho? -No... Ya salgo. Josefina se secó el cabello y dejó el cuarto de baño. Le dio un beso fugaz en los labios que él apenas pareció sentir y trató de calmarse. -Yo también tuve que trabajar hasta tarde, por eso no pude comprar nada para la comida... -Creí que habías ido a ver a esa bruja. -No... Para nada... Tomó el teléfono para pedir la pizza a domicilio y se acercó a la ventana. Vio la luna que empezaba a avanzar sobre el cielo y supo que apenas le quedaba un día para actuar. Comieron en silencio, con el televisor encendido. Ella miró a su esposo con detenimiento. Quería atesorar cada gesto suyo, mirarlo, sumergirse en su voz, su mirada, sus facciones, convenciéndose que lo que iba a hacer era lo correcto. Iba a matar por él. Para algunos sería la expresión máxima del amor. Para la mayoría era solo un asesinato. Y aunque no iba a utilizar un puñal, un revolver o algún elemento agresor, sabía que al ingerir el líquido negro los condenaría a ambos, a la víctima y a ella misma, a la perdición. Tomás estuvo ausente durante la noche. Estaba allí, pero no estaba. Josefina sospechó que la causa de su muerte se estaba corporizando en su interior y se mordió los labios para ahogar un grito. Ya no podría esperar. Fueron a dormir y ella no pudo conciliar el sueño. Las horas pasaron y ella solo pudo sentir su respiración en la noche. Intentó silenciar su dolor con la almohada para no decirle nada aunque necesitaba confesarse, decirle que mataría y que lo haría por él. Se volvió hacia donde descansaba y le acarició el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Los ojos negros la miraron. -¿No podés dormir? -Estoy desvelada... -¿Que hora es?...Las cuatro de la mañana... Tratá de hacer un esfuerzo. Si no podés tomá un vaso de leche tibia. -Si... Voy a hacer eso. -Ya que te levantás, ¿no me podrías traer un vaso de agua? Tengo sed. Josefina fue hasta la cocina y vio la oportunidad. Ya no soportaba más la tensión. Necesitaba empezar a actuar. Aunque eso significaba que ya no podría echarse atrás. Tendría que obrar con la otra parte antes de la medianoche. Tomó un vaso y volcó el contenido de la botellita color blanco en su interior y luego le agregó agua. Ante sus ojos el líquido se volvió primero completamente gris y luego se transparentó. Lo vio beberlo y rogando que no sintiera el sabor sintió galopar su corazón cuando vació el contenido. Se acostó a su lado y lo abrazó. No supo cuando se durmió. Soñó con Tomás en cada momento de la vida en común de ambos. Cuando se conocieron, cuando la invitó a tomar un café, cuando se amaron con pasión por primera vez, cuando se casaron y fueron al departamento. Pero también se vio buscándolo en cada situación. Cada vez que lo miraba él no estaba más en ese lugar. Era como si estuviera sola en cada lugar, abandonada, y por eso vacía. Y comprendió que quizás Tomás no existía y no había existido nunca, y supo cuan dolorosa iba a ser su vida sin él. Despertó a las nueve. Había avisado que no podía ir al trabajo por tener que hacer unos trámites y sintió la cama vacía y fría a su lado. Se levantó de un salto. ¡No tenía tiempo para perder! Sin embargo había algo extraño en el ambiente. Las puertas del placard estaban abiertas y notó un gran vacío en su interior. Caminó hasta el comedor y halló una nota apoyada en un florero. La tomó con manos temblorosas y debió sentarse para leerla. JOSEFINA: SUPONGO QUE YA TE DISTE CUENTA QUE SAQUÉ MIS COSAS DEL PLACARD. PERDONAME PERO YA NO AGUANTO MAS ESTA SITUACIÓN. NO PUEDO MIRARTE A LOS OJOS Y FINGIR QUE TE QUIERO. CONOCI A UNA PERSONA QUE ME ENTIENDE Y QUE ES CAPAZ DE QUERERME COMO YO NECESITO. NO TE VOY A RECLAMAR NADA Y NO ESPERO QUE ME DES NADA. TOMAS* La muchacha se sentó en el sillón y vio el anillo de casamiento brillando sobre la mesa. De golpe todo tuvo sentido. Las horas extras, las jornadas fuera de su casa por una situación comprometida en la empresa, las distracciones, los olvidos... todo tenía sentido por fin. Tragó saliva y se llevó la mano al pecho. Le hubiera gustado morir en ese mismo momento, perderse en un limbo inacabable sin sensaciones y sin dolores aunque también sin gratificaciones. Prefería cualquier cosa a ese dolor que le partía el pecho. ¿Por qué Tomás había hecho eso?¿Por qué la había tratado tan mal si ella había sido todo para él? Y ahora se quedaba sola en ese departamento alquilado teniendo que afrontar todos los gastos por si sola, abandonada, vacía... Volvió a mirar la nota y sintió la botella con el contenido negro en el bolsillo de su bata. Su primer pensamiento fue arrojarla por el inodoro y dejar que el desgraciado se retorciese de dolor en esos brazos extraños. Pero ella no soportaría vivir sabiendo que había sido la causante de su muerte. Pensó en llamarlo para decirle que en sus manos tenía su salvación y que le daría el contenido de la botella para que se lo diese a esa otra y así salvar su vida. Pero si Tomás volvía nada sería igual. Y ella quería que todo siguiese así. Podía continuar con su plan de seducir a alguien para darle a beber de ese veneno y así permitir que fuera feliz con esa otra que se lo había arrebatado. Pero ya no poseía el empuje para salir a buscar a alguien y asesinarlo... Sabía que ya no lo tendría más, que lo había perdido para siempre y no podía tolerar vivir sin él. Sabía que aún salvándole la vida, la suya habría acabado. No quería seguir sintiendo ese terrible dolor en el pecho. Y decidió darle el último regalo de su existencia. Bebió el contenido sin diluir y sintió un delicado sabor a castañas. Se durmió inmediatamente y volvió a recordar esa otra vida antes que él apareciera y supo que lo que había hecho estaba bien. Ya no deseaba vivir sin él y solo podía permitirse morir. La hallaron un día después cuando una compañera alarmada por su ausencia en el trabajo fue hasta su casa. Dicen que Tomás la sobrevivió un mes apenas. Murió en brazos de la otra mujer por quien había abandonado a Josefina. Dicen que murió con el corazón destrozado. Este usuario no tiene textos favoritos por el momento
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