• Angel Castaño Guzman
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  • País: Colombia
 
"Y me fui y me senté en un rincón de su cuarto, lo más lejos que pudiera de ella, y allí me puse a hacer memoria para juntar las palabras" Andrés Caicedo A Jonathan Benavides No hay relato de Andrés Caicedo (Cali, 29 de septiembre de 1951-Cali, 4 de marzo de 1977) en el que la situación quede a medias. Su ficción es la radiografía de una generación que vio la barbarie y el terror. Jóvenes que se hartaron de la vida establecida por los ancestros y prendieron la pachanga. La obra narrativa de Caicedo está ligada con los dos acontecimientos más luctuosos de la historia de Cali. El primero acaeció en medio de las restricciones políticas de la dictadura del general Rojas Pinilla. Me refiero al estallido de un cargamento de dinamita en pleno centro de la ciudad, que dejó como saldo cientos de muertos y varios edificios arrasados. En ese entonces, Caicedo no pasaba de los cinco años, por lo que es muy probable que todas las referencias históricas, que luego abordaría en el guión cinematográfico No me desampares ni de noche ni de día, no fueran más que comentarios familiares. El guión nunca se llevó a la pantalla, como casi todo el trabajo de Caicedo como libretista. En el relato El atravesado reelabora poéticamente los motines juveniles contra los juegos panamericanos del 71. En esa oportunidad, Caicedo participó en el acontecer histórico, y, como resultado de ello, escribió uno de los párrafos más ácidos de la literatura Colombiana: "El 26 de febrero prendimos la ciudad de la quince para arriba, la tropa en todas partes, vi matar muchachos a bala, niñas a bolillo, a Guillermo Tejada lo mataron a culata, eso no se olvida... que no hay caso, mi conciencia es la tranquilidad en pasta, por eso soy yo el que siempre tira la primera piedra." Cuando se lee a Caicedo existe la posibilidad de ser atrapado por el crimen. No en vano su novela de cabecera fue la ultra violenta Naranja Mecánica, de Anthony Burgess. En su producción narrativa se oyen los disparos de los westerns de Sergio Leone. En cada esquina de su obra está agazapado un angelito sonámbulo. Cada vez que el lector se enfrenta con ¡Que viva la música!, no le queda otro remedio que asistir al sepelio colectivo de una generación insatisfecha, nacida del mayo francés. En el documental Unos pocos buenos amigos, Luis Ospina explora el disoluto mundo del grupo de Cali, que tuvo en Caicedo a su más sublime representante. Uno termina por deducir que cada uno, a su modo, navegó los mismos cuadrantes. Cada quien se expresó como pudo. Algunos desde la crítica de cine. Otros desde la butaca de la dirección y producción de películas. Los demás, los más caicedeanos, desde la tibia oscuridad de un teatro medio vacío. Caliwood fue un movimiento bizarro y lúcido, que mandó para el carajo todo lo admitido. Se dice que Andrés se mató porque la vida es subir y bajar. Y él no quiso bajar. Mayolo dijo en alguna ocasión que Andrés se había matado para conservar intacto el poema de la rebeldía. Que quiso preservar la juventud sediciosa, como James Dean. Rosario, la hermana más querida de Caicedo, llegó a decir que este se suicidó frente a la imposibilidad de detener el tiempo. Y lo equiparó con Peter Pan. Sandro Romero expresó en el documental de Ospina que Andrés se fue por el canibalismo de su obra. Por su visión Joiceana de la vida. Pienso que todos tienen la razón. Pero que a todos les falta una visión más holística. Todos se quedaron con el fragmento que conocieron de Andrés Caicedo. Y digo que sólo hay dos personas con las facultades afectivas para decirlo todo: Patricia Restrepo y Clarisolcita Lemus. Ellas fueron los amores de la vida de Caicedo. Con Clarisolcita, Andrés descubrió la cocaína y las rumbas de tres días. En ella vio encarnado el prototipo de la antiheroína que vendía el cine: bella y arriesgada. Sagaz y peligrosa. Por el contrario, en Patricia descubrió a la mujer que debió haber sido la madre de sus hijos. La del sexo blando y palabras cortantes. Pero con ambas la relación era imposible: Clarisolcita tenía ocho años cuando Andrés tenía diecinueve. Y Patricia era la mujer oficial de Carlos Mayolo. A ambas las metió en el cineclub de Cali. A Clarisolcita le dedicó ¡Que viva la música! y a Patricia, el último texto que escribió: la nota de su suicidio. Andrés Caicedo completó el cuatro de marzo de 2007 treinta años de muerto. Editorial Norma sacó a circulación un libro que recoge algunas páginas de su diario. El cuento de mi vida es la consagración de un escritor que en vida no vendió ni un cuarto de lo que vende ahora. De un chico que llevaba a las fiestas su máquina de escribir. Que se entrevistó con Héctor Lavoe pocos días antes de suicidarse. El mercado editorial tiene un respiro cuando algún familiar de un escritor muerto hurga en los baúles. Ayer, las cartas de Rulfo y los cuentos de Cernuda. Hoy, la desnudez de un pelado que renovó la crítica de cine y que se mató porque le dio la gana hacerlo. La fiesta terminó hace mucho. Los estropicios están en los cestos. Andrés fue el primero en despedirse. Dejó a su paso una hilera de piezas de inocultable valor. La gente se agolpa en las librerías y se maravilla de que alguien haya dicho tanto en tan poco. Y el tiempo pasa. Y Andrés ya es un escritor del siglo pasado. Un referente imperativo.
"Su padre estaba afuera/ mi negra salió corriendo.Yo me escondí en la bañera"Suelto el lápiz. Mimos. Zapatos traviesos.Camina por el abismo. Los niños corretean por la acera de enfrente. Hilos de memoria. Vestido de baño.Plumas de pollitos.Tengo reseca la garganta, preferiría un poco de agua. Prende la tele que no tarda en comenzar el noticiero. Tamborilea con una moneda. Hago monerías. No puedo evitar que la baba se derrame. Insolencia. Risita. Sólo quiero que la niña crezca sana.No importa que seas una mariposa caníbal. Mi seso es exquisito.Termitas embusteras. Autopista. Soslayo, adjetivo. Peceras. La falsa historia del policía muerto. Me duelen los ojos y las rodillas,Inanición.Antes de irse tuvo el buen gesto de dejar una nota sobre el comedor.En ella decía que se había cansado de esperarel poema que le prometí la noche en que nos conocimos.Sabes que nunca dejaras de ser un escritor de baja estofa.Tardaras toda esta vida en escribir unas líneas que valgan la pena. Tus libros sólo serán leídos por tu grupo de amigos.Y, si tienes algo de suerte, aparecerás en una antología de dudosa calidad, donde se dirá que fuiste un poeta menorMe atoro con una ración de moscas.Berrido.Recetas culinarias. Mi mano crepita en tu nariz.Nadamás (Por ahora).
Encontró la carta en la mesa de noche. Dos relámpagos de tinta cruzaban la blancura de la hoja: lo siento, pero no tuve escapatoria... fue bueno mientras duró.Se deben tener polillas en el cerebro para cometer tal ligereza, aunque los puntos suspensivos no dejan de asombrarme, pensó mientras acomodaba el saco en el espaldar de la silla. Encendió la pipa, caló y se sentó a esperar que cesara la lluvia. Su talento como detective es reconocido en todos los rincones del planeta. No hay motivo para tambalear, para sentirse ahogado. En este caso hay un elemento que trastoca mi método de investigación. El principal sospechoso es mi estimado Watson, susurró.Se acercó a la ventana. Un tenue trazo carmín cruzaba, de un lado al otro, su cuello.
Uno más
Autor: Angel Castaño Guzman  772 Lecturas
Algunas notas sobre cultura y educación. Por Ángel Castaño GuzmánHace meses, mientras caminaba por el agitado centro de la ciudad de Armenia, decidí revivir por algunos instantes mis tiempos de escolar. Traer al presente las angustiosas tareas de dibujo técnico y los siempre agotadores ejercicios del verbo To be. Caminé, vadeando la marejada de cuerpos apiñados, hasta el paradero de buses de la carrera 19, frente al viejo edificio de Telecom. Apresurados, un par de ancianos casi fueron levantados por un motociclista que violó el semáforo en rojo. En las ventanillas de los buses, centenares de rostros anónimos miraban con desgano la cintilla de asfalto. Agrietada, la carretera es testimonio elocuente de las improvisadas medidas administrativas de un alcalde de ingrato recuerdo. Paré al azar una de las tantas rutas de transporte urbano. Busqué, con rápido vistazo, puesto libre. Oleada de cotilleos llegó a mis oídos mientras iba hasta el lugar escogido. Unas jovencitas, sentadas en el fondo del bus, entre risas presumían de sus amores. Coqueta, una morena con el pelo en dos trenzas y labios pintados a la ligera, contaba, no exenta de orgullo, las travesuras del día anterior. Se había fugado de las clases para ir a dar una vuelta en la motocicleta de su novio. La expedición terminó, entre copas y besos clandestinos, en la discoteca de moda. Las demás sonrieron, más complacidas en mi mal disimulado interés que en las travesuras de su compañera. Se apearon a los pocos minutos a la entrada de un colegio oficial. Las seguí. Alcancé a escuchar, antes que se internaran en la algarabía de un salón de clases, que esa tarde irían a pasear de mano con sus romeos.Con una falsa reunión de padres de familia justifiqué mi presencia en los corredores del colegio ante el diligente celador que se acercó al ver mi consternación frente a una multitud de niños que se precipitaba al patio tras el timbre del recreo. Deambulé un poco hasta encontrar, en el fondo de un corredor de paredes blancas, la entrada a la biblioteca. Alineadas en tres filas de cuatro en fondo, las mesas, con las sillas encima, al recinto daban aire de sala de espera. Un señor de gruesos anteojos y mostacho cervantino, enfundado en una raída bata azul, limpiaba con trapo rojo la superficie de una mesa. Desde hacía algunos minutos una duda lexicográfica se había incrustado en mis pensamientos. Le pedí la más reciente edición de la Enciclopedia Salvat. Desconcertado, movió la cabeza de un lado al otro. Me escrutó con interés, repasando cada pliegue de mi cara, intentando descifrar qué raro espécimen se encontraba delante. Antes que iniciara el previsible discurso sobre los exiguos fondos de la educación pública, solicité cualquier enciclopedia, abochornado por una situación que, si no tomaba medidas, se me iba a escapar de las manos. Tomó aire y, con tono calculado, dijo: el único ejemplar lo tiene el profesor de geografía. Bueno, si quiere, por ahí tengo unas fotocopias, las que usan los alumnos. Agradecí con leve ademán. Me pasó un grueso legajo de hojas con las puntas dobladas; amarillas, más que por el uso, por la humedad de las paredes. Acomodé una silla en el rincón más alejado. Busqué en el índice las páginas dedicadas al sistema solar. Encontré el clásico esquema del sol como punto central y nueve planetas orbitando alrededor. Leí un rato la explicación sobre los nombres de los satélites de Júpiter. El autor, un científico sueco contratado por la editorial para escribir los artículos concernientes a la física y la astronomía, traía a cuento su participación como actor secundario en un filme de Bergman. Dato curioso, que no dejé de apuntar en mi libreta. Llamadas como las amantes del dios principal del paraninfo romano, las lunas fueron descubiertas por Galileo en 1610. Alcé la vista. Un detalle atrajo poderosamente mi atención: en la pared del lado izquierdo, junto a unos mapas de Sudamérica, un dibujo hecho en plastilina desentonaba, por su cromatismo, con los pálidos carteles. Diez bolitas marrones giran en torno a una amarilla. Por entonces la Nasa no sabía nada de la existencia del décimo planeta, descubierto no hace mucho por potentes telescopios computarizados. La fantasía de miles de niños, reprobados por no repetir jaculatorias científicas, hacía rato lo tenía inventariado. Salí de allí y no dejé de pensar en el astro de plastilina. En repentina secuencia de ideas lo vinculé con el hidalgo Quijote, caballero que, en contra del dogmatismo de su época, fue honesto con la 'realidad'. Cervantes, al develar la arbitraria relación de las palabras con el universo, vislumbró las contradicciones propias de la modernidad. No deja de ser paradójico que la educación formal, basada en el magisterio inapelable, tenga como paradigma al hombre que se burló de los axiomas de la narración caballeresca.
Hace un cuarto de siglo, al conocer la noticia de la muerte de Julio Cortázar, Carlos Fuentes  telefoneó a Gabriel García Márquez a su residencia de La Habana. Al otro lado de la línea, tras comentar los pormenores del acontecimiento, el escritor mexicano le oyó decir al Nóbel una frase que bien podría resumir cualquier investigación sobre la calidad informativa de los medios de comunicación: no creas todo lo que lees en los periódicos.  Reportero avezado, Gabo retrató  con fidelidad los secretos de las salas de redacción. El escepticismo que el apotegma encierra es apenas natural en una sociedad como la colombiana, cuya realidad hace rato traspuso los linderos de la hipérbole. Los periodistas, oficiantes de la información, son testigos de primera fila de los eventos que en los últimos 50 años han constituido la identidad del país. Tahúres de la imagen, dan a conocer por igual las desmesuras de la barbarie y los oropeles de las pasarelas. Sin distinción, las curvas de la ninfa sensación de la industria musical están a escasos centímetros de la más bizarra crónica roja. Caldero de mezclas alucinantes, las páginas de los periódicos y los informativos radiales son radiografía de la psique nacional. Leerlos es escarbar en lo más íntimo del inconsciente, bucear en los arrecifes de la colombianidad.El periodismo, oficio de innegables compromisos democráticos, es para muchos, entre ellos Albert Camus y Ryszard Kapuscinski, el mejor de todos. Da las coordenadas que sitúan al ciudadano en el agitado mundo de la posmodernidad y alimenta las opiniones que éste elabora acerca de los temas de interés general. Pocas cosas lesionan con más contundencia a la democracia que una prensa obnubilada por los fuegos de artificio del poder.       Temas frívolos ocupan el mismo espacio en las agendas noticiosas que los dramas de una  nación inmersa en la violencia. Por eso es tan apremiante que la academia le provea a la población elementos básicos para examinar con cuidado los discursos periodísticos. Promover lectores capaces de encontrar los recónditos engranajes de las noticias es el deber impostergable de la comunicación social.  Hasta el momento pocos son los movimientos en esta dirección.  En saldo rojo con la sociedad están los medios de información y la educación formal.  Los primeros por no conservar la neutralidad necesaria para informar con rigor y honestidad.  La segunda por la evidente ruptura que hay entre sus investigaciones y el país de carne y hueso. Leer el periódico, ver tele noticieros o encender el radio son liturgias cotidianas del ciudadano moderno. Pan diario, la información está presente en todos los ámbitos de la sociedad globalizada. De ahí la importancia de no arrojar las perlas a los cerdos o encumbrar dioses de cartón.  
LECTURA DE GARCÍA MARQUEZ"La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor" G.G.M. Hace unos cuantos meses apareció en una revista de circulación nacional la historia de un hombre que dedica el tiempo que le deja libre su trabajo como corredor de bolsa a un particular hobby: coleccionar ediciones de Cien años de Soledad, la novela latinoamericana más leída en el mundo. Con las peculiares señas de dicha afición, y dejando de lado lo macondiano de la noticia, me atrevo a decir algunas cosas de ese opíparo banquete que resulta siendo la obra narrativa del que junto con Borges, según el criterio del novelista Norman Mailer, es el mejor escritor de la segunda mitad de siglo XX. Sigo con las anécdotas: en cierta ocasión, en una reunión improvisada con Leidy Bibiana Bernal y Umberto Senegal, editores de Cuadernos Negros, éste me dejó perplejo al decir que, para él, la novela Ursúa, del tolimense William Ospina, reúne elementos estilísticos y poéticos de un valor más alto de los que se podrían encontrar en Cien Años. Y digo que tal afirmación me desconcertó porque, como sabe todo el que haya leído cualquier texto suyo, Umberto es uno de los sobresalientes escritores de la región y, sobretodo, porque por aquel tiempo había culminado de leer Cien Años. Hipnotizado desde la frase del ambiguo fusilamiento del coronel Aureliano Buendía hasta la concepción del último del clan, el que es devorado por una legión de hormigas, minutos antes del paso del ciclón bíblico que arrasaría a Macondo desde sus cimientos, caminé por los psadizos de una construcción literaria formidable.Ese embrujo, que describe Vargas Llosa en García Márquez: Historia de un deicidio, es el que ha atrapado a varias generaciones de lectores alrededor del mundo. Bien ha hecho al decir Juan Gustavo Cobo Borda que Cien Años, y por extensión toda la obra del hijo del telegrafista de Cataca, es una metáfora de la historia del país, y yo le puedo adicionar que esa metáfora se alimenta de la tradición oral, de los juglares vallenateros, de Francisco el Hombre, de la cultura popular, y de los relatos del coronel Nicolás Márquez, que esperó la pensión castrense hasta el día de su muerte y que jugaba ajedrez bajo la sombra de los palos de mango, con un belga de piel apergaminada, el fotógrafo del Amor en los tiempos del Cólera. García Márquez está en igual deuda con Faulkner y con los guajiros que su abuelo compraba como domésticos. Su narrativa es el testimonio colectivo de una sociedad que vive la latencia del terror en los actos más puros e inocentes. Siempre, en cada cuento o novela, hay un muerto notable: Macondo está muerto desde antes de su fundación por los designios inescrutables de un manuscrito; Agustín, el hijo del coronel que va todos los viernes al correo a ver si el estado se acordó de las promesas del armisticio de Neerlandia; Santiago Nasar, asesinado con la complicidad de todo un pueblo; Esteban, el ahogado que les hace ver a los parroquianos del innominado caserío lo patéticas que sus vidas son; la abuela desalmada de Eréndira; la mama grande, la mujer más rica de Macondo, sólo seguida de cerca por la viuda Montiel; Blacaman el malo, encerrado a perpetuidad por Blacaman el bueno, el de cara de bobo, en castigo por su sevicia; el solitario patriarca que, enredado en la manigua del poder, es carcomido por hordas de gallinazos; Bolívar, el desengañado libertador de cinco naciones en las que los gringos vienen a veranear, huele a carroña; en fin, la lista sería interminable, porque, como el mismo García Márquez lo ha reconocido, su obra se nutre del tanatológica novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo.Con el posicionamiento de Cien Años como el símbolo más vistoso del Boom, se marginan novelas de interesantes grados de experimentación técnica como El otoño del patriarca, puzzle conformado de piezas tan disimiles como el relato político y el poema modernista. El otoño no alcanzó las cien reediciones de Cien Años en Sudamericana, la editorial argentina que el 30 de mayo de 1967 hizo un home run con la salida al público de la cuarta novela del hasta entonces desconocido Gabriel José García Márquez, ex alumno de derecho de la universidad Nacional y compañero de clases de Camilo Torres.García Márquez, antes de ser un novelista que incursiona en tan disímiles géneros como la crónica y el guión cinematográfico, es un narrador nato que toma lo que cada uno de éstos le ofrece para contar sus obsesiones: un pueblo sumido en el sopor del trópico, estacionado en las arenas inmóviles del tiempo. De ahí que su primer artículo periodístico, publicado en el Universal de Cartagena, tenga implícitos los temas que posteriormente desarrollaría en su novelística: el toque de queda (supresión política) y las medidas que toma la población del Caribe para burlar las medidas de los gélidos capitalinos. Uno intuye que dentro de esas primeras líneas ya existe el mensaje central de su narrativa: el amor, antídoto que redime al hombre del vacío impostergable de la muerte. Por eso vemos a Margarito Duarte cargar por años en las callejuelas de Roma la valija que hace las veces de féretro de su hija. Es significativa la relectura que le hace el mismo Gabo a la historia cuando, de la mano de Lisandro Duque, la lleva al cine. En el final de la película, el amor de Margarito devuelve la vida a su pequeña. Y qué no decir de la conversión del senador Onésimo Sánchez por las artes de una fémina frutal llamada Laura Farina. El senador, en una gira política que busca su reelección, despliega ante los ojos de los lugareños un montaje teatral que incluye barcos de papel maché y casas de cartón. Pero es el amor, encarnado en Laura Farina, el que desconcierta al político, seis meses y onces días antes de su muerte. Un ser encerrado en si mismo se abre. El sátiro empedernido declina en su intención de abrir el candado que guarda el sexo de Laura Farina. G.G.M., es un universo poblado por seres mágicos que levitan por el solo hecho de hacer rabiar a Newton y que son ametrallados en una plaza, ante los ojos de todo el mundo, y sin que nadie diga: esta boca es mía.
En las tradiciones orientales se cuenta que el padre de Siddhartha ocultó de la inquieta mirada de su hijo aquellas cosas que rasgan los predecibles velos de la ingenuidad y muestran lo transitorias que las empresas humanas son. En el tercer capítulo del Eclesiastés, con sucesión de antónimas situaciones, Salomón teje fúnebre lamento por la fugacidad de la vida. La empresa humana está signada por la contradicción: somos suspiro entre abismos, como recuerda Borges, pero a la vez tratamos de alcanzar la eternidad con limitadas herramientas. La enfermedad, la vejez y la muerte son, en efecto, indiscutible prueba de la finitud de nuestra civilización, magnificada por el metódico discurso de la publicidad. Las arengas oficiales, amplificadas hasta el cansancio por los grandes medios de comunicación, no dejan instante sin proclamar que los actuales ciudadanos vivimos en el mejor de los mundos posibles. De la mano del saber y de las omnipresentes ciencias aplicadas, las limitaciones del hombre son postales de un remoto pasado, vagas anécdotas en libros de historia. Se abre horizonte esperanzador frente a nuestras ávidas pupilas, y todo gracias a la religión de la postmodernidad: la tecnología.Por eso, para el buen funcionamiento del conjunto social, la ironía, el disenso y la irreverencia están fuera de los manuales de buen comportamiento. Mirada por la familia humana con abierta hostilidad, la inteligencia, arrinconada en desolados pasillos del centro penitenciario, es adjetivada con sevicia.Publicada en 1967, La Broma es sarcástico dicterio contra la URSS y el imperialismo en general. En sus prolijas páginas, una vez más, la naturaleza subversiva de la novela queda a la vista. De la mano de Kundera, el lector asiste atónito al baile de imposturas, donde la dignidad humana es un bien consumible. Esta idea recorre de principio a fin, como columna vertebral, la narración. La novela intenta descubrir los perversos engranajes del régimen que pretende encarnar la absoluta verdad. Tras cerrar el libro amargo gesto se dibuja en el rostro del lector: el humor está fuera de los sagrados decálogos de los sistemas totalitarios y riñe con las ínfulas mesiánicas de los gobiernos modernos. Un chiste político, hecho sin otra intención que conmocionar a una chiquilla, desencadena feroz reacción de las directivas del partido comunista checoslovaco y corta de tajo el promisorio futuro de un joven. Escéptico, Kundera ve con cautela las efusivas manifestaciones políticas de los nacionalismos europeos reconstruidos después de la barbarie nazi. Como decenios antes Orwell lo había denunciado, la invasión en 1968 de las fuerzas armadas soviéticas a Praga reveló el déspota rostro del estalinismo. En la actualidad, cuando el triunfante capitalismo se declara a si mismo panacea de los anhelos humanos y la globalización, dirigida desde las metrópolis culturales, es un hecho que se comprueba hasta el hartazgo en los más mínimos detalles cotidianos, la calamidad no se esconde en gélidas mazmorras siberianas si no en luminosas fachadas de centros comerciales. El ethos capitalista es, en palabras del siempre agudo Leonardo Boff, la mayor amenaza a la supervivencia de la humanidad en las calendas que corren. El consumo indiscriminado, en apariencia inofensivo acto ritual, se convirtió hace mucho en motor de la voraz explotación de los recursos naturales y en raíz de la opresión de miles de individuos del tercer mundo. Con polifónico canto de sirenas, el mercantilismo inventa mil formas de brindar consuelo a los consumidores por las tormentosas imágenes de hambre y guerra que siembra a su paso. La publicidad encuentra su mejor campo de maniobra en la elaboración de mensajes que intervienen la realidad con los cosméticos de la ignorancia. Los estudios de mercado, puntuales radiografías de la psique colectiva, son novísimo rostro del panóptico del poder. La convulsa y en algunos casos incontrolable marea de información que está disponible en la Internet, permite que, sin asomo de rubor, las sinuosas medidas de las modelos de Soho soslayen la crueldad de las fotos de Abu Ghraib. Con simple movimiento en el control del televisor se avizoran por igual el salvajismo de Guantánamo y la irreflexiva celebración de Las Vegas. El verso de una canción resume la encrucijada de un plumazo: "Nadie vio a los muertos de Irak en su pantalla/ ¿cuántos serán?/ ¿fuego artificial o bombas que estallan?/ se ven igual".La actual crisis financiera, que amenaza con aguarle la fiesta a más de un devoto del libre mercado, es resultado de la rapacidad de un sistema amoral que hunde en la miseria más absoluta a cientos de miles de seres humanos. La industria de armas alcanza cifras de utilidades que trasponen los lindes de la hipérbole. La hambruna, según datos de la FAO, azota con inclemencia a comunidades periféricas. Diagnóstico nada confortable, y lo peor es que en el panorama no se perciben presagios de cambio. Por mucho que se especule sobre las medidas del gobierno de Obama, ningún presidente, por poderosa que sea la nación que dirija, es capaz de alterar el rumbo de todo el planeta. No en vano los muros de la casa que hoy ocupa fueron levantados con la sangre de esclavos negros.Muchos actos gubernamentales son presentados por los oficiantes de la información como esfuerzos por elevar el nivel de vida de las sociedades marginadas. Vistosos anzuelos lanzados a la marejada de la opinión pública para distraer la consciencia de los ciudadanos y dormir el criterio de los disidentes. Nunca antes en su agitada historia la humanidad padeció régimen tan opresivo y arbitrario como el actual. La tecnificación de hasta los más pequeños actos domésticos y la imposición de un imaginario de vida y éxito basado exclusivamente en la cantidad de dinero que se tenga en la cuenta del banco, es la esclavitud propia de la postmodernidad, donde cepo y grillete fueron sustituidos por los vacuos oropeles del mercadeo. La virtud se redujo al pasivo cumplimiento de preceptos de una ética deleznable. Belleza y consumo son caras de la moneda que marcó el triunfo de la frivolidad.Cuando Siddhartha encaró la situación de nuestra naturaleza y dejó de lado los abismales prejuicios de su padre sobre el mundo, la ruptura con un pobre pasado cultural que amordazaba su consciencia se produjo. Escapó del confortable abrazo de la crisálida y se transformó en ligera mariposa búdica gracias a su decisión de asumir la realidad circundante y no esconderse en las tibias faldas del escapismo.Es hora de atarse al mástil de la nave como lo hiciera el errante Ulises para no ceder ante las tentadoras baladas de las embusteras sirenas. Asumir el inquietante riesgo de pensar sin catecismos a la mano y corroer los basamentos del status quo es la única senda que el ciudadano responsable transita en los vertiginosos tiempos del absoluto reinado de la estética mediática y la nefasta administración de Uribe. Proponer una lectura social que tome en cuenta las vivencias de los marginados del establecimiento es el primer paso para revertir la cronología infame de Occidente. Nada más lejano al inane dios colgado en la cruz que la colérica embestida de Jesús contra los traficantes religiosos días antes de la fiesta pascual.Versículo: la mentalidad industrial de los medios de información ve a las noticias como espejismos fugaces que se deslíen en páginas de viejos periódicos. Un acontecimiento de actualidad en fracción de segundo es lanzado a los agujeros de la amnesia colectiva. La opinión pública no tiene tiempo para la meditación. El éxito del gobierno de Álvaro Uribe se debe en gran medida a este hecho. Pasarán meses, si no es que años, y la simplista idea de que ésta es la mejor administración nacional de la historia republicana del país seguirá rigiendo a sus anchas el espíritu del pueblo colombiano. Ojala que al éste despertar de su letargo que lleva siete años, no sea demasiado tarde para corregir el rumbo. Esta administración pasará a la historia como una presidencia autoritaria que se escudó en la eliminación de la insurgencia para privatizar las instituciones públicas y hacer de los derechos elementales a la salud y educación burdas actividades con intención de lucro. El actual mandatario, con su particular estilo de administrar, será recordado como sistemático violador de los convenios políticos sin los cuales la democracia es impensable. Álvaro Uribe no aceptó notas discordantes en la sinfonía nacional. Dirigió el destino político de 44 millones de colombianos con la tiranía de un prepotente hacendado, dirán los ciudadanos del futuro.
“Destino: Quiso la suerte que coincidiéramos en momento y lugar. No quiso en cambio que nos atreviéramos a hablar” H.A.La reciente aparición de una docena de libros dedicados al minicuento ratifica una práctica literaria que se remonta a Luis Vidales. En sus Estampillas, el bardo de Suenan Timbres abrió las puertas a las actuales generaciones de escritores minimalistas. Influidos por El dinosaurio de Augusto Monterroso, algunos narradores quindianos condensan en menos de una cuartilla un universo autónomo, capaz de noquear al lector en cuestión de segundos. Comentario aparte merece la invención del poeta calarqueño Umberto Senegal. Inspirado en la brevedad del haikú, sentó las bases del cuento atómico en un ensayo publicado hace algunos años. Sin sobrepasar las veinte palabras,- fuera de las del título- el texto debe tener la contundencia del koán. Fugaz, el mejor calificativo para definir el subgénero. Cuentáforas es la segunda incursión editorial de Hugo Aparicio en el cuento atómico. En 46 páginas, el editor del conocido fanzine Poetintos, dibuja un mundo donde el silencio prima sobre los adjetivos. Según Poe la extensión justa de un cuento debe permitir su lectura en una sentada. Los de Aparicio se leen en un parpadeo. Muestra de afinada puntería, cada micro relato, sin eludir la realidad inmediata, busca derroteros perdurables. Atentas observaciones al entorno, las cuentáforas enriquecen el disperso mosaico de la literatura regional. “Suicida: El billete de lotería que encontrarás ganó el premio mayor. Puedes disponer del dinero, más ya no de mí” H.A.Hugo es conocido en el ambiente cultural por la impecable factura de sus crónicas periodísticas, siendo un sentido texto sobre el reciente premio Rómulo Gallegos, William Ospina, el mejor de su producción hasta el momento. Aparicio y el novelista compartieron un viaje de 150 kilómetros, distancia que separa la capital del Tolima del municipio de La Tebaida. Conversaron sobre lo divino y lo absurdo en el panorama de las letras universales. Hugo, sólo armado con su prodigiosa memoria, reconstruyó los diálogos con la precisión del esmerado relojero. Sobra decir que Ospina al conocer el escrito envió un caluroso mensaje al cronista. Sus trajines literarios no son óbice para conocer las penurias de la comarca, por el contrario, en la palabra ha encontrado, como puede testificar cualquiera que haya leído sus continuos aportes a Calarca.net, una útil herramienta para expresar sus pensamientos en voz alta. Sin adhesiones de ningún tipo, sigue con esmero el desarrollo del megaproyecto vial Túnel de la Línea y su eventual impacto en los habitantes de Calarcá.  Ajena a las clamorosas campañas publicitarias de los monopolios editoriales, la literatura cultivada en el Quindío necesita de estrategias pedagógicas para combinar calidad estética con una adecuada distribución. La lógica del mercado hace que los escaparates de las librerías se parezcan cada vez más a la sección de farándula de los noticieros, donde la impostura brilla con particular insistencia. Sirvan estas letras de llamado a los profesores de las instituciones educativas del departamento: hay buenos escritores regionales en busca de lectores. 
Por Ángel Castaño Guzmán. Alabado seas, mi Señor, por el hermano vientoy por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,por todos ellos a tus criaturas das sustento. San Francisco de Asís Hace algunos años una docena de campesinos franceses le propinó un significativo golpe al capitalismo moderno. Apenas armados con destornilladores, pinzas y palas, caminaron hasta el McDonald’s más cercano. Sin cruzar palabra con los empleados, procedieron a desmontar el mobiliario. Casi todos los medios de comunicación galos cubrieron el evento como muestra de la cada vez más inocultable esquizofrenia de algunos ciudadanos. Sin embargo, al preguntársele al vocero del grupo el por qué de la acción, no dudó un segundo en afirmar que se trataba del primer paso de una sistemática guerra contra la comida perniciosa para la salud. La población francesa, sobra decirlo, apoyó con entusiasmo la iniciativa y, como es lógico, por esos días la franquicia europea del conocido restaurante dejó de percibir considerables réditos. Decenios antes el mismo sistema económico incitó a miles de hindúes a seguir los pasos de Gandhi en la recordada marcha de la sal. Los ciudadanos del mundo contemporáneo desde la comodidad de nuestros sillones asistimos a la globalización empresarial. Los despachos noticiosos de las incansables cadenas informativas anuncian las bondades del progreso. Las señales del desastre pasan desapercibidas en un mundo donde el neón brilla con singular insistencia. Se olvida, por ejemplo, el carácter maléfico de los rituales industriales que, entre otras cosas, alteran el equilibrio ecológico y explotan metódicamente los recursos naturales. Incontables pruebas validan el acierto de Leonardo Boff al señalar al ethos capitalista como el causante de la muerte de miles de seres humanos en las zonas periféricas de la civilización y de la inminente crisis ambiental de proporciones apocalípticas. El concepto occidental de desarrollo se asemeja a los dioses cananeos. Sedientos de sangre, los ídolos exigían a sus fieles sacrificios humanos como prueba de su devoción. Sin prestarles mayor atención a los signos de la catástrofe, el Baal moderno y sus sacerdotes, las empresas multinacionales, no dejan árbol intacto ni río libre de sus excrementos. Moloch sonríe en su pedestal, mientras centenares de niños cuyo único sustento diario es el pegante caen en los suburbios de las grandes metrópolis. Frente a la mirada permisiva de la familia humana, especies enteras se extinguen a una velocidad equivalente a la del crecimiento de las cuentas bancarias de los monopolios. Amparada en la absurda idea de concebir la naturaleza como granero, la sociedad tecnificada se rehúsa a aceptarla como sujeto de derechos. Enceguecidos por fuegos fatuos, el hombre y la mujer se ven a si mismos como pináculo de la evolución, dueños y señores de cuanto los rodea. Animal sin duda sui generis, el homo sapiens hace parte de la extensa cadena de la vida que va de la minúscula bacteria a la supernova más lejana. En lugar de capataz, es hijo de la naturaleza, pues separado de ella no alcanza su plenitud. San Francisco de Asís, en un bello poema, llega al paroxismo de llamar al sol su hermano y encontrar el parentesco que lo une con el zorro, la vaca y el buey. Quizá, más que los avances científicos o las revoluciones tecnológicas, la verdadera esencia de la humanidad son esos arrebatos poéticos que como Francisco lo intuyó son puente que comunica y no pared que aísla. El pistoletazo ya sonó. El paso ineluctable del tiempo hace que la brújula señale el precipicio. Pensar que el cambio de ruta está en manos de los gobernantes es desconocer cómo funciona el capitalismo. Un paso simple, pero de hondas repercusiones, es construir la sociedad sobre los sólidos cimientos de la solidaridad y no en el frágil barro del lucro. Afirmar cotidianamente el carácter innegociable de la vida es nuestro compromiso. No hay mayor profanación que reducir el medio ambiente al papel de mercancía de intercambio. Una ciudadanía atenta a cualquier movimiento contra la dignidad de la naturaleza les garantiza a las futuras generaciones un legado más amplio que unos cuantos agujeros en la capa de ozono.
Por: Ángel Castaño Guzmán “Pasó la vida detrás de los espejos, hasta que olvidó su rostro” F.O.M Franz Kafka, el silencioso transeúnte de la Praga de principios del siglo XX, retrató a la perfección los laberintos existenciales del hombre unidimensional de Marcuse. No existe respuesta satisfactoria para explicar cómo ese gris oficinista, perseguido por el despótico recuerdo de su padre, pudo construir una obra narrativa de tanta actualidad. La metamorfosis es sin lugar a dudas la odisea del lector contemporáneo. Los dioses son curiosidades de anticuarios y coleccionistas; los ídolos de neón los han reemplazado en la tragicomedia humana. El destino de los pueblos ya no se vislumbra en los intestinos de un becerro si no en las extrañas reuniones del G8. La deidad huyó para siempre del Olimpo y ahora anida en las pestilentes callejuelas de los suburbios mediáticos. Ahí, junto a los estropicios del neoliberalismo, crece silenciosa la poesía de Fabio Osorio Montoya. La literatura regional ha sido pródiga en ficciones hiperbreves. Luis Vidales con sus 20 Estampillas inició una tradición cultural que encontró en Umberto Senegal, José Raúl Jaramillo y Jaime Lopera, brillantes cultores. Comentario aparte merece el escritor que hoy nos ocupa: en una entrevista televisiva, Osorio Montoya confesó sin pudor que cada año bautiza con fuego un manuscrito terminado. Las 59 páginas de La Baba del Farsante son la milimétrica radiografía de una metrópoli feroz donde los viandantes son fantasmas nacidos en la esquizofrénica cabeza de Pedro Páramo. En los caminos de Comala los latinoamericanos encontramos pistas para descifrar el eterno acertijo de nuestro sino. Farsante es la lúcida conciencia de Osorio Montoya. Fanático de los acordes industriales de Black Sabbath, su vida da un vuelco al descubrir a sus camaradas, los perros del orbe, entonando salmos de alabanza ante un inmenso aviso de Coca Cola. El insolente canino pertenece a la familia de Mister Bonnes, el locuaz protagonista de una novela de Paul Auster. Los nómadas, a pesar de las medidas gubernamentales, son los dueños absolutos de la ciudad. Momentos de iluminación, los cuentos exploran las entrañas de la urbe, un universo simbólico poco frecuentado por los narradores quindianos. El poeta Carlos Castrillón encontró en la lírica de Osorio Montoya rasgos propios de la tensa relación entre el individuo y su espacio: “La ciudad es el riesgo, el brillo del cuchillo que se levanta en la noche para hundirse en la carne, es el grito lejano que no queremos escuchar para no comprometernos”. Hay un texto que llamó con particular insistencia mi atención: Voltaire, uno de los precursores de la Revolución francesa, busca el perdón oficial, representado en la sepultura cristiana. El más burlesco de los cadáveres, así llamado por el vate, en un carroza tirada por negros caballos deambula por las adoquinadas calles de París. Su putrefacta sonrisa es bella metáfora del progresivo desmoronamiento de la democracia. Como los demás personajes del libro, Voltaire es arquetipo de los sueños y las pesadillas de la sociedad informatizada. El signo distintivo de la humanidad es la amargura, escribió en alguna parte Michel Houellebecq, y ese precisamente es el tono que predomina en la cáustica mirada de Farsante. La Baba del Farsante es una valiosa colección de microrrelatos. A pesar de algunos errores tipográficos y de edición, los textos merecen una lectura cuidadosa y un juicioso análisis. Osorio Montoya, Fabio. La Baba del Farsante. Cuadernos Negros, 2009.
I-A mi amigo imaginario no le gusta que hable con usted, doctor.El niño se sienta en el diván. Se acerca a la biblioteca del consultorio. Toma un viejo libro de psicología experimental. Las letras, breve relámpagos negros, surcan las amarillas hojas. Saca el escalpelo.- Dice que lo que hacemos no está bien. Que usted es un farsante.Mira el retrato de una jovencita. Se pone la bata blanca y le dice al niño que se acueste de espaldas.- Me dijo que no volviera. Que nada bueno...Pide silencio. Apaga las luces. Un débil rayo de neón se cuela por la persiana. Cada vértebra se estremece al sentir la lengua lamiendo las lágrimas.IIMaría Fernández vio al hombre de sus sueños conduciendo una camioneta Land Cruser. Rubio, de ojos azules y cuerpo de gimnasio, Fernando era el novio de una de sus compañeras. Paula, con sus moños de colores y camisas de cachorritos, había enamorado al hombre más guapo de la ciudad.Cuando Paula vio el carro sintió derretirse cada músculo de su cara. Tenazas en los senos y llamas en los pies. El novio no deja de practicar con ella las recetas de Justine.
Querida, mientras hacías las compras violé un árbol. No me mires así. Trato de escribir un poema. ********************************************************************   Inútil hacerle caer en la cuenta a la niña de ocho años que su sombra se puede enamorar de la punta de algún zapato.   *******************************************************************************   Adjetivo mal puesto. Belicoso por esencia. Homicida. La Nada existe. Compré un tiquete con regreso.  
Examino las entrañas de la ventana en busca de una flor de vértigo. En la calle, sin prisa, desfilan maniquíes de quirúrgicos destellos, novilleros con astromelias en solapa y manos y enfermeras adictas a la adrenalina. Al filo de la aurora un clochard, conmovido por la pérdida de la cordura en borrascosas ecuaciones, muerde una botella de aguardiente Eva mientras un querubín con alas de guitarra prueba en carne propia la ley de la gravedad. En el edificio de enfrente el ángel de la guarda observa impávido la agilidad manual de la niña para sembrar incendios en la entrepierna. El poeta —libro muerto de frío en el regazo— mira el rostro de la nostalgia, fatigada en versos y rima perfecta para casi todo. El muro de la esquina sostiene la espalda de Jhony Delmas —cocuyo ardiendo en labios-— encargado del seguimiento de una Norma Jean venida a menos. Un jubilado —espesos lentes y tic de tristeza— llena las casillas del crucigrama con las nueve letras del nombre de un fantasma. La ciudad, pájaro de luces habitadas, anida en el vistazo, único aleph.

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