Desarmas mi mundo cuando  asomas con tu tristeza a cuesta, limpias de  problemas viejos  mis adentros e instalas la espina que escarba y lastima mis sentimientos.
Es imposible sentir lo que siento, no tiene sentido el  remolino hambriento que me desatas  y sin embargo; es así ¡ cómo te pienso ¡¡ cuánto te quiero!
Cuando relatas tus dolores me retuerzo con la imaginación, quiero matar a la impotencia  y evitar que mis manos busquen acariciarte cuando sólo esperas que te calme, atadas por una racional y malvada certeza; es imposible lo sé, pero amigo ¡cuánto te deseo!
Tenerte  a medias, quererte sin explosiones expuestas, reservar la energía, no poder  vibrar, controlar el temblor de mi cuerpo y callar, para que no  te llegue el de mi voz. Encerrarme en una fortaleza que flaquea, en una armadura que se derrite, en un cuarto con mil puertas sin cerrojos, que me invitan, que me tientan.
Tu franqueza duele, hablas de ella, la pones en un altar; inalcanzable,  inigualable y mi suelo se abre, me voy lejos con mis sueños. Ni siquiera tiendo una mano, ¿cómo explicarte que de mi caída somos ambos culpables? Yo por ilusa; tu porque ignoras. Amas y sufres y de tus padeceres me contagiaste.
Tengo enfrente un paisaje otoñal; bello, melancólico, inspirador de sueños; estás tan entregado a ese dolor que aprieta, que no lucen los colores de tu eterna  primavera. Estás llorando, relatando y yo, que no dejo de mirarte, me meto en tus ojos; navego en ellos, me pierdo en la tempestad que ofrecen y sufro contigo.
 En silencio resisto,  rogando que el incesante martillo quede apagado dentro del pecho, sin ecos que interrumpan el susurro de tus labios, los gemidos de tu llanto. Rogando que mis manos se controlen, que mi voz no tiemble y heroica grite que yo sí te amo; que mis ojos sean valientes  diques y contengan el diluvio que me invade y que arranca de raíz la esperanza de tenerte. Que mi corazón se acostumbre a reconocernos así, simplemente amigos.