Me empujó al borde del precipicio. Hacia un lado; la planicie monótona, el viento haciendo remolinos en el mismo lugar, ahuecando, devastando; del otro,  el vacío, un espacio lleno de aire, celeste el fondo, tibio.
Sentí el pico empujando mi cuerpo delgado, dándome coraje, instigando. Me sentí pequeña, llena de miedo, incapaz de decidir allí, en la línea del principio y del fin.
El viento trajo arenisca, desordenó mis plumas, erizó mis nervios. En su rugido me obligó a tomar la decisión, autoritario y hasta enojado sopló trayendo más de lo mismo y me cansé de su atrevido castigo, de su trato, de sus impulsos, de sus ráfagas frías y de sus proyectos vacíos, sin metas, sin objetivos. Separé las plumas, desplegué las alas y con una mirada segura sé que sonreí como nunca, más sin carcajadas. El aire filtró en mi cuerpo, limpió la arenisca, me acarició y hasta me sedó. Creo que aprendí a respirar de nuevo o  por lo menos de otra manera.
El miedo inicial desapareció cuando fui planeando sobre un manto turquesa  y aunque rocé el fondo del abismo logré salir airosa como toda una experta, como un niño curioso que conoce el mundo haciendo piruetas. Feliz, libre al fin, con mis alas abiertas.