Amor tácito
Publicado en Jun 22, 2013
Por ese entonces Eliana era una flacuchenta de piernas eternas y rodillas saltonas. Llevaba una melena brillante, despeinada y un flequillo lacio acariciándole la frente pequeña, como pequeña era ella; una niña de piernas largas. Dibujada siempre una sonrisa enorme y blanca que resaltaba sus pómulos altos y achinaba la miel de su mirada.
Vivía en un barrio pequeño donde todos se conocían; era famosa por lo alegre, lo divertida. Inquieta y saltarina, pasaba corriendo por las veredas, saludando a los vecinos que la querían. Como cualquier adolescente tenía un príncipe por el cual suspiraba y el muchacho, que ya se consideraba un hombre, la miraba hechizado pero reteniendo sus impulsos. Ella era demasiado niña se decía; y así, día a día, la veía pasar compartiendo miradas curiosas, saludos vergonzosos y algún rubor contagioso y delatador. Ninguno de ellos decía nada, sólo era ese acto matinal y rutinario; ella pasaba seguramente saltando o corriendo por la vereda de enfrente a su taller y cuando Gabriel detenía la tarea para contemplarla, Eliana hacía lo mismo desde la distancia; anonadados y metidos en un mundo compartido, sólo de ellos, rompían el hechizo cuando a alguno lo llamaban o lo sacudían para que despertara. Nunca una palabra, sólo era un mensaje implícito en las miradas, en esos latidos fuertes que sonaban y que cada uno escuchaba, como en su propio pecho. Una tarde calurosa, rompiendo la rutina acostumbrada, Eliana se hizo un tiempo después de los mandados y decidió pasar por el taller; esta vez se había propuesto comportarse como una señorita; lo haría lentamente, como si estuviera paseando y tal vez se animaría a levantarle la mano o a saludarlo con una sonrisa petrificada en su rostro sonrojado. Iba aclarándose la voz y practicando la forma en que lo haría, alegre por su ocurrencia e inquieta por la percusión sonora de su corazón. Cuando llegó a la esquina de la panadería; desde donde el taller se divisaba completamente, acomodó su cabello detrás de los hombros y enderezó su columna; se sintió extraña caminando despacio. Sintió silbidos y algún piropo desubicado y si bien una sonrisa delató su alegría no pudo dejar de sorprenderse; Gabriel siempre la había respetado y desde su silencio la había acariciado, hasta podía imaginarlo susurrando junto a sus labios. En esa oportunidad se había comportado como un joven corriente, un maleducado. Elevó la mirada conteniendo la furia que había nacido de repente y lo buscó en el grupo de muchachos que seguían desde el frente mirándola y silbando. Apuró el paso cuando comprendió que no estaba y un alivio sanador acarició su pecho para calmarlo. Regresó a la panadería y lo siguió buscando entre los amigos que habían regresado al trabajo apenas ella ingresó al comercio, ignorándolos. Desde allí lo vio, iba de la mano de una jovencita muy linda, parecía orgulloso balanceando su brazo y caminando enredados en un diálogo ruidoso y alegre. Se sintió ridícula masticando celos y viendo como sus sueños se desvanecían de tan mal edificados. Había creído en esa mirada mágica que todos los días se dirigían, había creído compartir un amor secreto y que con el tiempo se animarían a reconocerlo, a vivirlo. Se había imaginado en sus brazos, caer rendida entre ellos y conocer la pasión tomada de su mano. Contuvo el impulso de seguirlos y tomó la bolsa de masitas rellenas con desgano. Cuando salió, caminó sin rumbo, masticando las masitas atropelladamente, sintiendo el chocolate entre sus dientes, en la comisura de sus labios, entregando dulzura que no paladeaba, que no advertía más desde hacía un rato. Se encontró rodeada de pinos enormes, las agujas se clavaban en su ropa y despeinaban aún más las hebras doradas de su cabello; la maleza se elevaba impidiendo que avanzara y la resina se pegoteaba en sus zapatillas como abrojo cómplice. El llanto dulce en su garganta no se contuvo y lágrimas gruesas y pesadas dejaron surcos limpios en su cara embadurnada. Cuando los vio, ya era tarde. Los pies anclados se obstinaron en mostrarle la realidad y el calor en las mejillas le resultó insignificante con el dolor que le atravesó el vientre. Las manos de Gabriel recorrían la figura de la muchacha con ansias, despeinaban su cabello para luego sujetarla de la nuca y absorberla con sus labios; la succionaba entre jadeos. Desde donde estaba escuchó la respiración sonora, el ruido de la saliva mezclada, la fricción de la ropa y la maleza quebrándose en esa entrega. Se mantuvo presa de las sensaciones que la recorrieron, dolor, sorpresa, curiosidad y una cosquilla traviesa en su entre pierna; pensó que sus pezones estaban enfermos porque se habían erizado sin frío. No supo cuanto tiempo permaneció mirando, erguida, expuesta; sólo pudo escapar cuando fue consciente de los ojos grises de Gabriel clavados en ella, mientras besaba apasionadamente a otra. Una expresión triste pero sedienta, una disculpa callada que la sepultaba en vida. Los días que pasaron fueron una eterna agonía para Eliana, una agonía que se convirtió en meses y luego en años. A pesar de ser un barrio pequeño no lo cruzó más, ella conocía sus horarios y hacía lo posible por no coincidir donde seguramente lo encontraría. No había sido amor, pero era lo más parecido que había sentido, la traición era a un acuerdo visual, a una concordancia sonora en los pechos, a una promesa implícita en sus silencios. Ya toda una mujer, regresó a su barrio después de haber pasado un tiempo en otra ciudad, estudiando. Desde hacía unos meses saber del regreso le había generado una revolución interna, olvidada, pero que retornaba como en sus tiempos de flacucha tonta y enamorada. La misma adrenalina de entonces la tomó de la mano y la llevó por la misma vereda, hacia la panadería. Todo estaba estancado, como una fiel pintura de otra época; sólo ella había cambiado en su imagen, llena de curvas suaves, con un andar tranquilo y su cabello suave y brillante. La misma sonrisa de entonces, los saludos a los vecinos, las masitas rellenas en la panadería y la travesura de niña espiando por la ventana al taller de enfrente. Allí estaba él, más hombre. Una mujer le cebaba mate y acomodaba su cabello mientras le hablaba dándole la espalda a Eliana. Gabriel sonreía mientras la escuchaba, destilaba amor en su mirada; el mismo que alguna vez creyó sugerir ella con su presencia. Negó con la cabeza enojada, pagó las masitas dibujando la sonrisa acostumbrada y salió de la panadería sintiendo opresión en los hombros, algo fuerte que la retenía y una repulsión que la empujaba. Giró sobre sus pies para mirarlo una vez más y alcanzó a ver a la mujer felizmente embarazada; no reparó en Gabriel, no elevó su mirada, no buscó más el motivo de su angustia tantos años encerrada; volvió hacia la dirección que la liberara, que la sacara de allí, de una historia inventada en su imaginación adolescente. El grito la detuvo, su nombre claro sonó en la cuadra. No intentó buscar el origen, no quería ilusionarse, ¡no más! se retó a si misma. La mano en su hombro atravesó con su temperatura la remera, le trasmitió una corriente, la enterró en la vereda mientras el tambor despertaba las esperanzas. Lo escuchó clarito, el susurro fue en su oreja, el alivio de la voz fue revelador y cerró los párpados cuando se volvió para enfrentarlo. Allí estaba, el muchacho del taller, el que con miradas le había hecho promesas de amor, el que sonreía aún como si nada hubiera pasado, como si nada hubiera cambiado. - Regresaste- dijo con cierto alivio. Eliana atinó a desprenderse de su abrazo mirando hacia el taller, desde donde la mujer seguía los acontecimientos con risueña curiosidad. - Es la esposa del Lagarto Sánchez- le explicó- Eliana… yo… éramos tan jóvenes, vos apenas una nena y yo… - Shh- lo interrumpió con un dedo cubriéndole los labios- ya no lo soy… ¿Cuánto vas a demorar para besarme?
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