Me hundo en el reino de lo perdido, giro en un torbellino y algo extremadamente absorbente me lleva, son demonios creo.
Habito en ese mundo y me codeo  con criaturas malignas, escupen verdades que hieren, me torturan con escenas de mi vida, cierro los ojos nublados, no las quiero. Sin embargo regresan de la tempestad, coronadas como viejas reinas de la certeza, latentes, poderosas, imperan acusándome de las culpas que conozco y que se adosan en mi memoria, látigos insistentes ávidos de mi sangre, castigos en mi inconsciente que se materializan en una corona de espinas.
Acudo a una dosis de alivio, bebo del remedio más puro; más los demonios atraviesan las paredes que construyo, revolotean cargosos y se filtran como agujas silenciosas, envenenadas y no me duermo.
Es un círculo vicioso, paredes que tiemblan que nunca se destruyen. Nada es sólido y sin embargo me choca, me duele; continúo detenido y tambaleo en un submundo; ya no encuentro el verdadero rumbo. Es un universo donde deambulo, devastado está de luz y de aire, me asfixio ¿por qué no muero?
¡Qué bueno sería que me escucharas!, ¡qué bueno hubiera sido escucharte!. Gritar y que entre los vientos de mi deseo  acudas,  limpiar mi nebulosa y verte.  Encontrar los caminos que alguna vez perdí, reconocer que eran rectos, fáciles; que yo sólo los compliqué, que yo sólo decidí extraviarme, hundirme en el lodo, hacer de la vida un problema  y que no tuve la claridad en la  estrategia o no supe bien qué hacer con mis  herramientas.
Sigo de pie, oscilando para no arrodillarme; gritando incoherencias para  justificar al mundo que no me comprende, buscando lo imposible para tener excusas de estar vencido, confundido y preso de mi vicio y mi deseo.
Estoy cautivo en el reino de lo perdido, río como un loco por mi suerte, brindo y festejo por ser el borracho que te ha  querido.