El habitante de espejos
Publicado en Jul 08, 2013
Esa tarde entré al edificio a la misma hora de siempre. Llevaba unas bolsas con las compras para la cena y mi mochila demasiado pesada. A duras penas pude presionar el botón del ascensor, tenía el tablero luminoso un largo camino para transitar al rescatarme y seguramente me convendría dejar todo apoyado en el suelo. Aún así, me mantuve derecha contemplando la parsimonia de las luces al prenderse y apagarse.
Detrás de mí sonó una voz masculina, se acercaba a grandes zancadas. Escuché un saludo apurado y unas manos enormes hicieron resbalar mi mochila, después de quitarme las bolsas y disponerlas prolijamente en el piso. Emití algún agradecimiento sin salir del asombro y, entre miedos y conjeturas de las más variadas, dejé que mis músculos se relajaran. El joven permaneció a mi lado en silencio, aguardando. Entramos juntos al ascensor y dispusimos todo en un rincón, así comprendí que no tenía más que buenas intenciones. Al enderezarme lo miré por primera vez; lo tenía exactamente enfrente, con una sonrisa que inducía al pecado y una mirada hipnotizante. Algo me preguntó y sólo pude contemplar el movimiento de sus labios mientras mis oídos navegaron en el vacío absoluto. Justifiqué mi sordera, ese muchacho me había robado completamente el aire; ya no había medio alguno para que su voz se propagase. -¿Estás bien?- me preguntó sujetándome de los brazos; seguramente mi aspecto y mi actitud eran alarmantes. Lo miré intentando retener los suspiros que nacían desde adentro, involuntarios. Sus labios volvieron a preguntarme algo y lo vi decidido marcar el piso de mi departamento. Seguramente le había respondido, aún no lo recuerdo. Sentí mi cuerpo entregado a esa belleza; el viaje me impregnó de su fragancia y rogué poder prescindir de ella; tener mala memoria y borrar esa presencia masculina repetida en los espejos, me desestabilizaba y amenazaba con ser aditiva. Pude ver su sonrisa ladeada llena de ironía, sabía lo que me generaba, estaba totalmente expuesta. Cuando el ascensor se detuvo recé y supliqué en segundos. Pedí que se esfumara de ese pequeño espacio en donde sentía a prueba mi cordura, mi fidelidad y el amor que juraba por Mauricio. Si se me acercaba, si me rozaba; no tenía bien en claro cómo reaccionaría. Si me apretaba contra el rincón juraría que tendría bien abiertos los ojos para ver su imagen una y mil veces en los espejos; conocer su lujuria desde todos los ángulos, verme invadida por un ejército. Alguien cortó con su presencia la tensión que se había generado entre nosotros. El muchacho me miró y en sus ojos vi la misma decepción que me atravesó por completo. Me corrí hacia un rincón y apoyé mi espalda en la superficie helada que sólo repetía la imagen que más deseaba. Ya en mi piso, tenía los latidos normalizados y los pensamientos lujuriosos se habían fugado. Cuando el ascensor abrió su puerta, él me miró pidiéndome permiso. Recogió las bolsas que permanecían en el suelo y con un silencio de mil palabras comprendí que estaba dispuesto a acompañarme. Asentí y salí del cubículo custodiada por su grandeza. No llegamos a entrar, sentí su cuerpo apoyado en mi espalda mientras intentaba dar con la llave en el cerrojo. Una de sus manos enormes me tomó de la cintura y me recorrió lentamente, subió y escaló mis pechos. Fue eléctrica la sensación, llena de culpa y a la vez de deseo avasallante, me hizo girar en busca de sus labios. Las bolsas cayeron en silencio sobre la alfombra del pasillo y su rodilla atrevida investigó entre mis piernas y me elevó, apoyándome en la puerta que se quejó por nuestros empujes y jadeos. Desde adentro del departamento alguien me llamó y detuve su cabeza en mi escote, haciéndolo preso, sujetándolo de su cabello negro; haciéndolo escuchar mi interior, mi corazón; su festejo o su miedo. Esperé expectante reconocer si mi nombre lo pronunciaba mi inconsciente o mi novio en serio. El muchacho lo confirmó igual que yo. Me miró desde abajo, me dio un último beso en la piel expuesta de mis pechos y dejó que pisara la realidad de nuevo. La llave giraba la cerradura desde adentro, mientras el ascensor se comía al ser más perfecto. Arreglé mi cabello antes de tenerlo a Mauricio enfrente y sonreí cuando tomó mis bolsas del suelo. Apenas entré, la imagen que devolvió el espejo no tenía nombre, era un joven de una fragancia aditiva, de ojos color cielo, de una respiración entrecortada suspirando en mi cabello; no era mi novio; no, jamás sería el habitante de los espejos. Cerré los ojos cuando me tiré en el sofá demostrando agotamiento, la experiencia vivida había consumido mi energía. Permanecí así mientras escuchaba el monólogo desde la cocina y rogué recuperar las fuerzas, la cordura; supliqué perder la memoria de lo que hice y sentí ese día. Pedí en silencio, muy internamente, olvidarme de ese joven que me hizo hervir la sangre más que en toda mi vida.
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