HISTORIA URBANAS
Publicado en Jul 07, 2013
La farola que se encuentra en la esquina de las calles de Otelo y Esquilo en la gran ciudad, le contaba sus historias a un borracho que en medio de una noche de copas llegó dando traspiés junto a aquella. —Mira, le dijo con voz que no tenía matices: Empezaré mi relato con lo que le pasó a Carola. Era una muchachita soltera que vivía sola desde la muerte de su hermana quien murió de parto mal atendido en un hospital del gobierno. Madre y criatura, suponen los familiares murieron por falta de atención médica. ¡Qué gran dolor de Carola!, ¡cuántas veces lloró bajo mi luz protectora! mientras esperaba que alguien pasara para negociar bien el precio y la quitara por un rato de estar rumiando su tristeza —
Cuando iba bien el negocio le alcanzaba para un vino que tomaba a tragos largos, deseaba encontrar en el licor explicación a su duda: — ¿Dónde quedó mi sobrino?, ¿Dónde está mi criatura? —, se preguntaba antes de caer en el letargo, pues en el hospital le dijeron que madre e hijo fueron enterrados juntos y que a ella no se lo mostraron porque aquel día llegó tarde a la morgue. Ni la explicación de los doctores ni el licor que ingería en exceso quitaron nunca de su mente que a lo mejor su sobrinito fue vendido por partes. Se santiguaba a dos manos y maldecía a los que trafican con órganos humanos. La farola quedó callada mientras que el hombre orinaba al pie del tubo labrado que la sostenía y adornaba. Luego, la voz que provenía del artefacto le platicó la historia de Leonel y de Malena, un matrimonio que después de los años encontraron la pasión revolcándose en camas ajenas. Los esposos regresaban aquella madrugada de una de tantas fiestas a las que los invitaban con frecuencia. El semáforo de la esquina con su mecanismo eléctrico jugó aquella vez como un brazo del destino. Pintó de rojo su cara y el auto de Leonel se detuvo; de las sombras de un almacén salieron el Pana y el Cojo, éste llevaba en la mano un tubo. El barbaján presuroso rompió con mucho tino el cristal de la puerta del conductor que asombrado no opuso resistencia entregando cuanto se le dijo. En el auto Malena lloriqueaba, decía entre susurros y el sopor del alcohol que si hubiera estado su amante no le robarían lo suyo. Los ojos de Leonel brillaron como luces de cocuyos en la oscuridad y venciendo el miedo que tenía se acercó a los maleantes que huían sin prisa, satisfechos con el botín que tanto les había rendido. Marido y asaltantes hablaron en un callejón cercano, acordaron los detalles y Leonel regresó al auto en compañía de los asaltantes; el Pana sacó a Malena del vehículo entre jaloneos y golpes, junto con el Cojo la llevaron al callejón solitario en donde la desnudaron y la violaron repetidamente. Mientras esto sucedía, Leonel fue a su domicilio que no estaba muy lejos y regresó con una pequeña valija llena de billetes de alta denominación. Cuando llegó al callejón Malena estaba amordazada y sometida a una aberración sexual. Leonel entregó a los facinerosos el pago convenido y entonces el Cojo tomó el tubo que utilizaba como arma y lo blandió sobre su cabeza dejándolo caer brutalmente sobre el cráneo de la mujer que se partió como fruto maduro dejando expuesta la masa encefálica. Luego se acercó a Leonel quien no mostraba ningún signo de temor o arrepentimiento. — Dolerá un poco — Le dijo el Cojo. — Recuerden el trato es que me quiebren el brazo y me dejen inconsciente — Les recordó el malvado esposo. — No te preocupes, somos cabrones, pero de palabra — Le contestó sonriendo el Cojo al momento que le asestaba un tremendo golpe con el tubo en el brazo que le tronó lúgubremente. Leonel cayó al piso en donde se revolcaba de dolor conteniendo los gritos que se ahogaban en su garganta. — Ahora te dejaremos inconsciente para que engañes a la policía — Desde el suelo donde se encontraba Leonel vio cómo se dirigía sobre su cara el pesado artefacto, fue lo último que vio, los otros treinta y seis golpes ni los vio ni los sintió. En la oscuridad del callejón quedaron los cuerpos masacrados de una pareja que por distintos caminos buscaban ese final. Sólo de imaginarse los cuerpos hecho pedazos y convertidos en una masa sanguinolenta y maloliente, al borracho le ganaron las ganas de vomitar y arrojó sin ningún recato todo lo que comió durante ese día. En eso estaba cuando se detuvo una patrulla de la que descendieron dos uniformados, uno de ellos le dijo malhumorado: — Andando, queda usted detenido por faltas a la moral ciudadana — — ¡Carajo, si sólo estoy vomitando! ¡¿Qué no ven que estoy enfermo?! — Les gritó el ebrio. — Tiene aliento alcohólico y está escandalizando en la vía pública — Le contestó el otro uniformado. Mal aconsejado por el licor ingerido, el ebrio opuso resistencia y tiró algunos golpes. En respuesta los guardianes del orden arremetieron a macanazos contra el beodo. Fue tal la golpiza que le dieron, que le sobrevino una congestión alcohólica y ahí, justo al pie de la farola que le contaba historias se le fue la vida. Horas después cuando amanecía y el servicio médico forense retiraba el cadáver del borracho del lugar, alguien creyó escuchar desde lo alto de la farola una voz que decía: — ¡Caray, una nueva historia que contar! —
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