LA MIRADA
Publicado en Jul 15, 2013
LA MIRADA En el andén del metro de la gran ciudad Fernando esperaba impaciente ver aparecer el vehículo para abordarlo y llegar pronto a su hogar para cumplir con aquella tarea, que por lo rutinario le empezaba a parecer odiosa. Era miércoles, ese día sus hijos se quedaban a dormir con la madre de su esposa, esto le permitía a la pareja una noche de soledad para practicar aquel acto, que entre ellos, difícilmente se pudiera llamar “el arte de amar”. El ruido característico producido por los vagones al aproximarse a la estación, alertó la intención de los usuarios para abordar el tren en cuanto llegara. Como midiendo las posibilidades o se tratara de una competencia atlética y se mira al rival para intimidarlo, Fernando volvió la mirada sobre su hombro izquierdo y descubrió un sujeto obeso de rostro anodino que lo miró directamente a los ojos, dándole a entender su propósito de ser de los primeros en abordar. Los vagones empezaron a pasar frente a ellos, Fernando aún tuvo tiempo de mirar de reojo a la persona colocada a su derecha, percibió la silueta de una mujer en el momento justo en que el vehículo se detuvo en medio del chirrido de su sistema de frenado. Al abrirse las puertas de los vagones, como si hubiera sido una señal de “arraaaaquen”, los usuarios, entre empujones y forcejeos se abalanzaron por la puerta del vagón, ésta, semejaba la boca insaciable de un dragón enfurecido, devorador día y noche de osados pasajeros. Fernando recibió un empellón del obeso de al lado, quien lo hizo trastabillar y casi caer de bruces. En un acto instintivo sólo atinó a sujetarse del bolso de una mujer joven que lo miró con una mirada de enojo y sin importarle si el hombre caía o no, tiró con fuerza de su bolsozafándolo de la mano ansiosa que se aferraba a él. Al reiniciar su marcha el tren llevaba en el interior un conjunto heterogéneo de pasajeros, aquellos que alcanzaron asiento evadían la mirada de los usuarios de pie. Todos, como si se hubieran puesto de acuerdo evitaban mirarse directamente a los ojos, como suele suceder en el ascensor, en donde apenas se mira de lado al de junto. Fernando descubrió al gordo que lo había empujado, también viajaba de pie, sólo después de una anciana quien pese al calor en el interior del carro se cubría con un grueso jersey, bastante raído – tal vez protegiéndose del inclemente frío causado por la miseria o el abandono– y, de un jovenzuelo con pose de intelectual, éste veía sin leer un folletín de bolsillo con algún tema del viejo oeste americano. El obeso estaba sudoroso, inquieto, un tanto febril. Casi se colgaba del pasamano del vagón. El hombretón intentaba mantener la mirada clavada en algún punto del piso pero la ansiedad le ganaba, frecuentemente miraba el anuncio luminoso instalado en el vagón, donde se iba señalando las estaciones de la vía que iban quedando detrás y por ende, la más próxima donde arribaría el vehículo. Fernando lo miró con atención, a través del movimiento de los ojos del gordo, trató de adivinar qué haría a continuación, cuando el voluminoso sujeto se agachó para mirar atentamente al exterior por la ventanilla del vehículo y sus pupilas se agrandaron en señal de excitación, Fernando supo de inmediato donde bajaría aquel personaje. Entonces se afianzó firmemente de donde pudo y mantuvo su posición justo detrás de la anciana y del muchacho pseudo intelectual. Antes de detenerse el tren, el gordo ya estaba empujando a los pasajeros colocados entre la puerta más cercana y él. Sudoroso arremetió contra el jovenzuelo tumbándolo sobre un hombre de mediana edad con aspecto de obrero que viajaba adormilado. La anciana también fue arrollada por aquella mole en su movimiento desesperado por salir. El siguiente obstáculo para el amasijo de carnes fue el cuerpo de Fernando, éste, bien afianzado y preparado para la colisión resistió el primer embate, justo cuando el silbido de advertencia del vagón anunciaba haber transcurrido los diez segundos, tiempo en que automáticamente se cerrarían las puertas y el tren seguiría su marcha. El hombretón desesperado, puso una de sus manazas sobre la cara de Fernando y con la otra trató de empujarlo con renovadas fuerzas. El muchacho, por supuesto, se resistió, estaba preparado para ello. Fue entonces cuando se escuchó aquel chillido y la voz feminoide del obeso gritando con mirada suplicante: – ¡Por favor, déjame pasar! – La mirada tiene una virtud fascinadora y cuando va unida a una súplica verbal resulta contundente. Fernando permitió el paso del gordo justo cuando un silbido anunciaba que las puertas empezaban a cerrarse, el hombretón apenas alcanzó a sacar la mayor parte de su pesado cuerpo del vagón, pero uno de sus pies fue aprisionado por la puerta al cerrarse. El obeso en su desesperación no esperó a que el sistema de seguridad del tren volviera automáticamente a abrir la puerta, como está previsto para estos casos. El gordo intentó zafarse y sólo logró caer pesadamente de cara sobre el piso del andén. Los usuarios, desde el vagón observaban entre molestos por la demora y divertidos por el percance, sonrieron en su mayoría y muchos de ellos miraron con simpatía a Fernando por haberle dado al obeso su merecido. El viaje transcurrió en medio de la rutina implacable de estos casos. Lo extraordinario parecía haber sucedido. Entonces, Fernando aún de pie, con el subir y bajar de los pasajeros quedó justo frente de una joven que viajaba sentada, el muchacho recordó a la mujer del bolso y el incidente al abordar el tren. Ahora tuvo la oportunidad de mirarla con atención, era una mujer joven, de tez blanca, boca sensual y unos preciosos senos que se asomaban sugerentes por el escote pronunciado de la blusa. Desde la perspectiva de donde la miraba, los pechos parecían tener vida propia y deseaban escapar de entre la tela que los aprisionaba, guiados por ese par de pezones, que erectos, eran los primeros en empujar la delicada tela de la blusa de la muchacha. Muy a su pesar Fernando sostuvo su mirada ardiente en los pechos de la mujer. Luego, pretendiendo entrar en el campo visual de ella hizo reiterados movimientos de las piernas y brazos. Fue inútil, la desconocida ni siquiera volteó para verlo, pareciera como si estuviera escondida detrás de sus negras pestañas. Él siguió mirándola con insistencia, con descaro, deleitándose con la visión que estaba frente a sus ojos, confirmaba aquello que había leído alguna vez: “Poner los ojos en una cosa es como apetecerla”. Fue tanta la vehemencia de la mirada del hombre sobre los pechos de la muchacha, que ésta levantó la cara para verlo con enojo, recriminándole su proceder con un fulgor de sus negras pupilas. Porque si bien es cierto que la mirada es un sustituto civilizado del tacto, también con la mirada lo mismo se acaricia o se manosea. Fernando fue sorprendido infraganti y pidió perdón con ojos suplicantes. Ante esta actitud condolida y aparentemente sincera, ella, ya no cambió bruscamente de postura, como fue su primera intención, tampoco interpuso la mano para cubrir el escote, ni pestañeó, como suele ocurrir cuando se pretende borrar el contacto furtivo. Porque la mirada crea un campo de conciencia entre el que mira y quien se mira, o tal vez, porque hay miradas entrometidas que se consienten como una forma civilizada de contacto personal, la mujer mantuvo su postura y luego, casi con descuido, se agachó simulando buscar algo en el piso del vagón. Entonces el espectáculo fue sublime para Fernando, desde lo alto alcanzó a distinguir la parte que rodeaba los pezones de la desconocida, ahora erizadas por la emoción que empezaba a sentir la muchacha. Fue ahí cuando el reloj biológico de Fernando le recordó apremiándolo que era ¡Miércoles! y, como la oscuridad del alma proyecta sus sombras en la mirada, la de Fernando se volvió casi depredadora, desde el fondo de sus entrañas, mirando los pechos de la mujer, se le proyectó una gran erección sin llegar a manifestarse, pero si alcanzó a humedecer su ropa interior. En medio de la excitación, el hombre recordó lo que solía decirle su madre y luego, por esas cosas terribles de las coincidencias, también repetía constantemente su suegra como una desagradable cantaleta: “Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer con mal deseo, ha cometido con ella adulterio en su corazón. Mateo, cinco, veintiocho”. Al detenerse el tren en la estación de Nativitas, la muchacha de improviso se puso de pie y a toda prisa se dirigió hacia la puerta del vagón, sin dar tiempo a Fernando de reaccionar. Cuando el tren reinició su marcha, sólo alcanzó a verla parada en el andén frente al vagón y percibió en su mirada un extraño brillo, que a él le decía mucho, pero no le prometía nada. Dos estaciones más adelante el hombre abandonó el tren y se dirigió a toda prisa a su domicilio, después de todo era ¡Miércoles! y lo esperaba su esposa. Al llegar al departamento donde vivía con su mujer y sus hijos, nada más traspuso la puerta, colmó de besos y caricias ardientes a su esposa y entre arrumacos la llevó a la recamara. Ella, como muchas esposas que se conforman con mendrugos de placer, no preguntó por su extraño proceder. ¡Qué iba a preguntar!... Si en esos momentos se sentía deseada, hermosa, feliz. Fue amada como en los tiempos cuando novios y luego de recién casados. Durante el acto sexual, ella mantuvo los ojos cerrados con la medrosa terquedad que tienen muchas esposas de ocultar la mirada para no ser descubiertas por sus parejas en el desencanto o la insatisfacción. Fernando también mantuvo los párpados apretados, no quería ver la realidad que estaba bajo de él. Deseaba vivir a plenitud su fantasía sexual, no hacía frenéticamente el amor con su mujer, sino con la desconocida del tren. Al finalizar, la esposa dejó escapar un suspiro de placer y obsequió al marido una intensa mirada de agradecimiento. Él, la miró con ternura y condescendencia por haber sido comparsa involuntaria de su farsa pasional. Un desvelo apacible hizo presa de Fernando aquella noche, se imaginaba al día siguiente buscando entre la multitud aglomerada en los andenes del metro de la gran ciudad, a la mujer desconocida que miraba y se dejaba mirar. Por la madrugada, antes de quedarse profundamente dormido con una sonrisa en los labios, Fernando pensó con picardía, que pese a lo que había dicho San Mateo... ¡Mirar no es pecado! Y hasta puede provocar un gran placer, porque hay miradas, como la de aquella mujer desde el andén, que besan todos los rincones del alma.
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