CUANDO EL LIMONERO FLOREZCA
Publicado en Sep 01, 2013
Servando Almenara estaba radiante, feliz, en medio del bullicio y la algarabía de sus compañeros de trabajo quienes le festejaban ese día su jubilación. La música del mariachi llenaba el espacio de aquella oficina de gobierno donde los últimos veinticinco años fue su lugar de vida, quedaban ahí sus mejores esfuerzos, responsabilidades, lealtades, triunfos y fracasos laborales. Hombres y mujeres que compartían con él, día a día la rutina burocrática, lo acompañaron en procesión jubilosa a chequear por última vez su tarjeta personal de asistencia. Las quince horas, marcaba el reloj, ni un minuto antes, ni un minuto después, siempre fiel a su costumbre de puntualidad y seriedad a toda prueba.
A los pocos días, cuando terminaron los festejos, Servando, haciendo honor a su proclividad por el orden y la disciplina, se dio a la tarea de organizar su vida a las nuevas circunstancias de un hombre de edad madura jubilado. Elaboró una lista de las actividades que desarrollaría en las semanas y meses siguientes. Había programado visitas a los hogares de sus hijos que estaban casados. Ya no se limitaría a esperar los fines de semana a que le llevaran a sus nietos a quienes quería tanto. ¡No!, ahora tenía el tiempo suficiente para convivir más con ellos y demostrarles el gran cariño que les tenía. Acudiría también a visitar a los viejos camaradas que se jubilaron antes que él, para compartir experiencias de su nueva forma de vida. Se emocionó mucho cuando anotó en aquella lista el reencuentro con los amigos entrañables de la infancia, de la juventud, con los condiscípulos de los hermosos tiempos de la universidad. Desde luego, motivado por la rutina adquirida durante tantos años de trabajo, tenía planeado conseguir un empleo aunque fuera de medio tiempo, para no perder la costumbre —se decía—. No olvidó incluir en esa lista de intenciones, un acercamiento tierno y amoroso con su esposa, con aquella mujer silente, condescendiente, afanosa, quien lo acompañó literalmente como su sombra durante todo el tiempo que su trabajo los distanció. Servando Almenara se enfrentó entonces con su nueva realidad. Su nuevo horario, donde ahora el tiempo sobraba, nunca se compaginó con el de sus hijos y nietos donde el tiempo faltaba. Terminó por resignarse a esperarlos como siempre los fines de semana y descubrir pasados los años que esas visitas muchas veces eran forzadas, no deseadas, porque aquellos a quienes tanto quería, tenían sus propios intereses, sus compromisos, otros afectos y sus problemas personales. Cuando se reunió con sus excompañeros también jubilados, encontró a la mayoría en medio del desánimo, la soledad y la tristeza, muchos de ellos eran presa de la depresión, esa terrible enfermedad que está al acecho de quienes están o se sienten solos, de los seres que se abandonan al desaliño, al infortunio, a la inactividad. Después de convivir algunas horas con ellos, regresaba a su hogar con la carga moral de haber presenciado un cuadro patético que bien podría llegar a ser el suyo. —¡Jamás caeré en un estado de depresión!— —se prometió resuelto—. Sin embargo, tomó el camino fácil de dejar de visitar a esos desgraciados con los que alguna vez compartió ilusiones, esfuerzos, metas y triunfos. Ni siquiera volvió para sugerirles que buscaran ayuda profesional para enfrentar ese terrible mal que padecían. A los amigos de la infancia y juventud los encontró decrépitos, inmersos en pensamientos fatalistas o agoreros. La mayoría era un compendio de enfermedades reales o inventadas, psíquicas o somáticas. Le aterrorizó pensar que él podía llegar a ese estado extremo de falta de salud. A otros los encontró aún fuertes, vigorosos, llenos de proyectos y en la práctica de actividades productivas, pese a tener la misma o mayor edad que él. Eso lo atemorizó más, pues estos últimos fueron como un cruel espejo donde se reflejó su realidad que lo acercaba mucho más al primer grupo que al segundo. ¿Trabajar medio turno?, después de buscar afanosamente en diferentes lugares y por mucho tiempo, al fin comprendió que pese a las campañas mediáticas y electoreras del gobierno, para la gente de la tercera edad no existían oportunidades de trabajo. Con los compañeros de la universidad nunca pudo coincidir, porque la mayoría vivía en ciudades muy distantes, incluso en otros países. Servando sabía muy bien, que sus ahora precarios recursos económicos, producto de su jubilación, no podían dilapidarse en viajes de reencuentros amistosos. Sólo le quedaba refugiarse en la compañía y afecto de Alicia, su fiel esposa. Entonces descubrió con infinita tristeza, que con aquella mujer, compañera de toda su vida, se le dificultaba la comunicación. Todos los años anteriores fueron rutinarios para ellos, apegados a horarios inflexibles, a costumbres casi maniacas. El gran amor y la pasión que los unió al principio, se habían convertido en breves intercambios de palabras, gestos y monosílabos. Ahora tenían muy poco en común como pareja, sólo los recuerdos de los primeros años y una cama compartida en donde hasta las sábanas permanecían frías. Para aquellos dos seres que habían ido tejiendo el desamor entre la rutina y sus propios quehaceres, quedaba muy poco interés, al menos para entibiar con arrumacos y un remedo de acto sexual, aquellas sábanas que ahora cubrían dos cuerpos cargados de años, envueltos en el gélido ambiente del desinterés. Entonces Servando comenzó a desesperarse al darse cuenta que finalmente estaba… ¡solo! en medio de tantos, luego, fue perdiendo el apetito, extraviando el sueño en pensamientos y auto recriminaciones por haber cometido el error de dejar pasar el tiempo sin consolidar su vida personal. Pero reaccionó decidido, —¡No caeré en la depresión!, soy lo suficientemente inteligente para manejar apropiadamente la situación—. Desechó de inmediato la idea de buscar ayuda profesional. No la necesito, —se dijo— Intentó entonces volver a ser el hombre de ideas brillantes, ordenado y disciplinado. Buscó en su actual entorno en que invertir el tiempo que le sobraba y entretener en la mente los pensamientos de soledad que ya lo estaban martirizando. —Primero habrá que hacer ejercicio para recuperar el cuerpo sano— —pensó—, para eso tendré que adquirir algunos aparatos para ejercitarme y los colocaré en el patio de la casa. Bajó entonces al lugar que siempre estuvo tan próximo y que apenas reconoció. Le pareció inmenso, tan desolado como él. —Plantaré árboles!—, —decidió— Aquella mañana de abril, muy temprano empezó la tarea de sembrar en su patio. Fueron plantas de ornato y frutales que no crecían mucho. Dejó para el final la siembra de un limonero al que le reservó el mejor lugar. Escogió esta especie porque las hojas del limonero mantienen su verdor aun en el invierno más frío. Ese verde de vida era tan acentuado como su esperanza de encontrar la paz y el bienestar para sus últimos años. Cuando terminó de sembrar el limonero desde lo más profundo de su ser brotaron estas palabras: —¡Qué al menos la vida me conceda el tiempo suficiente para ver florecer este limonero!—, —Cuando el limonero florezca… ¡será mi tiempo de morir!— Tres años pasaron y cada mañana Servando regaba sus plantas y le concedía especial cuidado a su limonero. Llegó al extremo de limpiar con un trapo húmedo una a una sus hojas para que se vieran más verdes, más lozanas. Empezó a buscar con vehemencia cada amanecer—sin explicarse por qué—en las ramas del limonero indicios de que fueran a brotarle las flores que ya esperaba con ansiedad. El hombre, con una actitud obsesiva arrancaba algunas hojas y durante el día les iba haciendo dobleces para aspirar su agradable aroma y así mantenerse en sintonía con su ilusión. Los problemas propios de su condición tomaron por asalto a Servando, la salud se le fue quebrantando, se llenó de dolencias, ciertas o imaginadas. Se sintió marginado por todos, los problemas económicos lo alcanzaron, con lastimosa frecuencia era avisado que alguno de sus excompañeros de trabajo o amigo de la infancia estaba grave de salud o que había fallecido. El distanciamiento con su esposa se hizo más patente, primero fueron camas, luego habitaciones separadas. Los monosílabos que convirtieron en largos lapsos de silencio, de indiferencia entre ambos. Un atardecer se encontró atónito hablándole al limonero: —¡Florece ya amigo mío!— —le decía—. —Tu tiempo es mi tiempo— —Cuando florezcas, yo terminaré de marchitarme— —Mi esencia se esparcirá en el ambiente como el aroma de tus flores— —¡Florece amigo limonero, para librarme de mis males!— A partir de entonces, Servando Almenara se convirtió en un hombre irascible, que luego se mostraba taciturno, por algunos días neurótico, un remedo de la muñequita fea de la canción infantil que lloraba por los rincones sin saber por qué. El insomnio se convirtió en su confidente, hablaba, reía a distancia con sus nietos, los aconseja y recriminaba por no ir a visitarlo. Sin haber razón aparente buscó el viejo revólver de su padre e inició la interminable tarea de limpiarlo de día y de noche. En un momento de lucidez, Servando escondió las balas del revólver y se empecinó en olvidar el lugar donde estaban, era su último y desesperado intento de auto defensa. Aun en este estado tan decadente en que se reconocía víctima de la depresión, Servando se empecinó en enfrentarlo solo, sin comentarlo con sus seres queridos, sin ayuda profesional, un error fatal que frecuentemente cometen quienes caen en las garras de la depresión. Aquella madrugada sorprendió a Servando despierto, presa del insomnio y de fuertes dolores renales, como en pasos perdidos se dirigió al patio, se sentó casi inmóvil frente del limonero y se quedó con la mirada extraviada entre las ramas y hojas de su árbol favorito. Todos sus pensamientos se quedaron clavados en las largas espinas de su limonero. El amanecer esplendoroso encontró a Servando Almenara estremeciéndose entre sollozos y llanto. Con la luz del día aquel hombre víctima de la depresión, había descubierto entre las ramas de su limonero unas hermosísimas y aromáticas flores blancas, a la vista de aquéllas, recordó como un mal augurio, el lugar donde se encontraban las balas que había escondido. Para su mente enferma el mensaje estaba más que claro y lo llevó a tomar aquella terrible resolución. El hombre, entre el llanto incontenible tomó con devoción las flores que le habían brotado al limonero y aspiró su fragancia como en un acto de despedida casi religiosa. Al darse la vuelta para ir a buscar las balas y el revolver se encontró de frente con la figura de Isis su nietecita consentida, quien con una sonrisa casi angelical le dijo: —¡Buenos días abuelito!— —¡Te quiero mucho!— Ese encuentro fue providencial para aquel hombre desesperado que buscaba la puerta falsa para huir de la depresión que lo estaba matando. El amor por los suyos, especialmente por aquella niña, le dieron la fortaleza de espíritu para tomar una nueva resolución, ahora sí definitiva. Buscaría de inmediato ayuda profesional para enfrentar su depresión, ese terrible mal que en nuestros días se ha convertido en un problema de salud pública. Mientras eso sucedía, tomó de la mano a su nietecita y la acercó a su amigo el limonero y le dijo: —¡Mira, mi niña, las flores del limonero que hermosas son!— —¡El próximo año, cuando vuelva a florecer, estarás aquí conmigo para disfrutar de su belleza y de su magnífico aroma que son una invitación a vivir con alegría!—
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