As no sers feliz
Publicado en Sep 22, 2013
Las culebras se enroscaban en su cabeza, jugaban entre sí chocando las propias y le murmuraban verdades que filtraban para torturarlo, para alimentarle el resentimiento.
En los huecos que formaban sus ojos fijos y sangrientos se reproducía una realidad que no coincidía con la del resto. No creía en la esperanza, no le alcanzaba, quería en ese preciso instante todo lo que decía que le correspondía por derecho. Argumentaba que nadie le creía, que las calumnias lo rodeaban, que desde su altura infinita pisaba sin querer, sin pensar… su grandeza era tan incontrolable que en oportunidades se olvidaba que allá abajo, había un mundo que podía manejar a su voluntad. De lo que se interesaba era dueño absoluto, rey único en ese imperio, no podían existir príncipes herederos y si el rumor de algún nacimiento le llegaba; la guillotina de la palabra y de la mentira los liquidaba. Decía ser feliz y sin embargo en su falsa carcajada con la que llenaba los recintos por donde paseaba, se adivinaba la fuerza por ocultar la amargura que en su sangre circulaba. Nada tenía, nada se había ganado, más la apariencia de su fortaleza y de su seguridad la sostenía con uñas y dientes, sabía que su careta de débiles hilos pendía. El afán de poseer lo guiaba, todo lo que aquel tenía era suyo ¿es que no lo sabía? Si no era de él no era de nadie, en manos equivocadas su bien más preciado no caería. Las culebras le pesaban, lo llenaban de ira, reprochaban las culpas y se burlaban de sus fracasos repetidos contra el enemigo que todo lo podía. Le describían sus hazañas, ecos sonaban en sus pesadillas. El motivo de su desdicha era que los otros no lo veían, ciegos y obnubilados por falsos líderes. De nada valía lo que él hacía para devolverles la vida a sus ojos, ni sus gritos, ni siquiera las mentiras que inventaría. Pesaba ser el mejor, quería relajarse, que de una vez por todas, el mundo lo aceptara, ya no más pruebas en sus días. Pero aun así insistiría, el hipócrita que era su víctima caería; los demás pronto comprenderían que bajo su sombra había más comodidad, que su palabra trasmitía seguridad, que sus logros debían ocupar capítulos importantes de la historia, su nombre figurar en una placa de bronce y su figura eternamente decorar una famosa avenida. Rió sin sospechar que lo suyo era locura, rió sin pensar que las culebras siempre le pedirían más; que a lo mejor esa víctima caería, que un príncipe no aparecería, que su estatua ocuparía el centro de una rotonda o sería portada en un libro de historia pero aún así no estarían satisfechas; rió sin sospechar que la corriente de la amargura tenía demasiado caudal, que la envidia que lo regaba siempre iría por más.
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