EL MALA SUERTE
Publicado en Oct 13, 2013
Rodrigo Quintero era un indígena de la etnia Triqui del estado de Oaxaca en México. En las comunidades serranas lo conocían con el apodo del “Malasuerte”, que por cierto, él se adjudicó en un acto congruente con lo que había sido su vida. La madre murió cuando nació Rodrigo. Nueve días después de ese fallecimiento, en la velada que se organizó en memoria de la difunta, su padre Margarito Quintero perdió la vida en una riña dizque por el honor de la familia. Resulta, que su compadre Saturnino Rendón, con media garrafa de mezcal circulándole por el torrente sanguíneo, perdió los buenos modales y la consideración al compadrazgo y de plano le preguntó frente a frente, si no se le hacía raro que el recién nacido tuviera los ojos color verde, como los de aquel predicador, quien unos meses atrás pasó por el pueblo anunciando el fin del mundo.
No se dijo más entre los compadres, ¡los machetes saltaron de sus vainas y se cruzaron en el aire con fuerza!, con rabia y destreza, buscando la carne del oponente a la luz de las teas que chisporroteaban, avivadas por las ansias de matar que llenaban el ambiente; los rijosos parecían siluetas fantasmales bailando una coreografía de la danza de la muerte. Un grito de angustia y espanto fue el colofón de la singular pelea; en el suelo quedaron separados la cabeza y el resto del cuerpo de Margarito, complementándose así la orfandad de Rodrigo. La crianza del niño quedó a cargo de la abuela materna, porque los familiares del padre tomaron odio hacia el chiquillo, pues lo consideraron como la causa de la muerte de éste, y en esa atávica costumbre que tienen los indígenas de justificar lo desconocido con causas sobrenaturales, decían que esos ojos verde claro del huérfano, eran cosa del diablo. La niñez y la adolescencia fueron especialmente difíciles para nuestro personaje, fue víctima de casi todas las enfermedades que afectaban a los niños de la región, tifoidea, dengue, varicela, sarampión, disentería, conjuntivitis y hasta mal de ojo. Era tanta su mala suerte, como la falta de defensas de su organismo. Su abuela, víctima de la ignorancia, lo escondió en una cueva durante treinta días, tiempo que duró enferma la vaca de Chon Prieto, todo porque alguien dijo que el animalito tenía la enfermedad de “las vacas locas”; no fuera ser que su nietecito se contagiara, se justificó después la anciana. Con más edad, el amor y el sexo llamaron impacientes a la naturaleza de Rodrigo, sobre todo el sexo, principalmente de noche y al amanecer, ¡tanto así!, que durante las faenas del día, se veía al muchacho mirarse constantemente la mano derecha, temeroso de que le estuviera creciendo de más o le empezara a salir pelo de cabra por andar haciendo cochinadas, como contaban los viejos del lugar. Le asustaba pensar en Bartolo, el manco del pueblo; pues platicaban que al Bartolo de joven le salía tanto pelo de cabra en la mano, que nunca terminaban de cortárselo y sus padres para castigarlo decidieron cortarle el brazo, ¡Dios me libre!, mejor busco mujer y me caso, decía Rodrigo. Desde entonces empezó a cortejar a cuanta mujer soltera se atravesara a su paso, desde luego, con la intención de casamiento. Pero la mala suerte nunca lo abandonaba —según él— y todas las muchachas requeridas ya habían ido al río con algún fulano, la mayoría se habían mojado ya varias veces, y él ¿por qué no?, quería el asunto nuevo, sin uso. ¡Por fin! conoció a Virginia Concepción Iglesias y se casó con ella. ¡Carajo!, con ese nombre no podía ser mala persona —se dijo—. Fueron dos años, tres meses y ocho días de felicidad, hasta aquella tarde cuando regresó a su jacal y lo encontró vacío; el desgraciado de su primo Nicomedes se había llevado a su amada esposa, le había quitado a su “conchita”, en quien depositaba sus alegrías, sus penas y algo más. Ese mismo día decidió irse como ilegal al país del norte. Ya en la frontera, antes de cruzarla, para librarse definitivamente de su mala suerte, pidió que le hicieran la enésima “limpia” y para asegurar el asunto se cortó el pelo a rape, compró una peluca y se vistió como mujer para que la mala suerte no lo reconociera y no lo acompañara al país vecino. En pleno desierto cuando estaba cagando, lo picó un escorpión en salva sea la parte y el veneno lo paralizó por varias horas; el sujeto que traficaba indocumentados y sus compañeros de aventura lo abandonaron, seguros de que moriría a causa del veneno. Más adelante el grupo fue descubierto, apresado y deportados semanas después. Mientras tanto, en la candente arena del desierto, elementos de la policía de migración, en un recorrido de rutina encontraron aquel pelón vestido de mujer, babeando, con los ojos desorbitados y presa de grotescas convulsiones; optaron por dejarlo para que muriera en aquel lugar y su cuerpo fuera devorado por los coyotes, como suele suceder en muchas ocasiones; al retirarse, uno de los policías dijo: “Mierda de travesti, venir a morir tan lejos”. Esa fue la única vez que la mala suerte —el piquete de escorpión— aparentemente le trajo beneficios, pues horas después, aún con las secuelas del veneno Rodrigo continuó su viaje. Ahora, frente a la opípara cena, graciosa dádiva que le habían concedido las autoridades del penal gringo donde estaba confinado con sentencia de muerte, para cumplirse al siguiente día, “el Malasuerte” pensaba con calma, sin resentimiento, tal vez resignado ante su destino fatal, se decía en soliloquio lloroso: —¡Caray!, si no hubiera recogido aquella maleta y la chamarra, que encontré en el basurero del callejón de al lado de la carnicería donde trabajaba— —¡Pero el cuchillo estaba nuevo!, con buen peso y mejor filo, y la chamarra, sólo esas manchas de sangre que con agua y jabón quité al día siguiente— —¡Lo bien que me veía en el baile country donde me apresaron. ¡Maldita suerte!, alguien reconoció la chamarra, lo detuvieron, revisaron su cuarto y encontraron el cuchillo; sin saber de dónde y porqué, aparecieron dos testigos, un borrachín indigente y una prostituta infectada de SIDA por un “mojado” mexicano; luego, con una convincente “técnica” de interrogatorio le arrancaron una confesión que lo inculpaba. Después un juicio en un idioma que no comprendía bien, lleno de tecnicismos que nunca le fueron aclarados por el abogado que el estado norteamericano le había asignado según para que lo defendiera. Finalmente fue condenado a morir en la Silla Eléctrica. Rodrigo Quintero alias el “Malasuerte” se cansó de escribir a las autoridades de su país pidiendo ayuda, cuando la embajada le contestó, fue para decirle que por el momento no podían atender su solicitud, porque los funcionarios de todos los niveles estaban asignados a los preparativos de los festejos para conmemorar el Bicentenario de la Independencia del país. Le escribió también al Santo Papa, la Excelentísima Secretaría de Asuntos Laicos Menores le contestó a través de una carta que llegó acompañada de una estampa de San Juan Diego, dizque el protector de los indígenas; le comunicaban que habían turnado su asunto al Subsecretario Adjunto del Secretario pro tempore, del asistente de su Santidad. Le decían que no se preocupara, porque su turno para ser atendido no estaba muy lejano, le había correspondido el número 666 en la lista de espera. Desde luego, tratándose del simbolismo de ese guarismo, por obvias razones nunca lo atendió el Vicario de Cristo. El día de la ejecución no quiso recibir el sacramento de la confesión; primero, porque dijo no tener culpa que confesar; segundo, porque el capellán de la prisión era gringo y tal vez por no dominar el idioma español, en lugar de darle la absolución, ¡le mentaba la madre! Sujeto a la silla de la muerte, Rodrigo Quintero con los ojos cerrados esperó la descarga mortal, al impacto de la energía, abrió los ojos y volvió a ver aquellos destellos que lo acompañaron toda su vida; de joven pensó que eran luciérnagas volando sin rumbo entre la oscuridad de la noche en las agrestes montañas de su patria; luego, con el paso de los años, creyó que eran los destellos de los ojos de su esposa Virginia Concepción mostrándole el camino para encontrarla. Al momento de morir, vio con toda nitidez brotar de la mirada lujuriosa de un extraño de ojos verde claro como los suyos, fulgores malignos, mezclándose con los destellos de dos machetes que chocaban en el aire anunciando... ¡el final de su mala suerte!
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