Son culpables de mi entrega, de sosegarme en sus aguas y de esclavizarme cuando sus brasas de deseo me atrapan.
Son imprescindibles cuando no tengo consuelo, el abrigo que me abraza, la señal de que estoy acompañada.
Son las chispas de alegría que contagian, los destellos que arrancan risas a pesar de cubrirme de lágrimas, los compañeros chiquititos que transmiten el adentro bello que me llena el alma.
Son reflejos del mar en primavera, con pasteles esfumados si  el tiempo los disfraza. Cuando  se  bañan en las luces de los amaneceres son esmeraldas que contrastan en el blanco de mi almohada.
Sonríen sin carcajadas y expresan amor sin palabras, aprueban escondiéndose por segundos o se rinden apagándose  cuando otros sentidos desafían su confianza. Se ocultan de este mundo si la piel se eriza y la imagen de mi figura  no es necesaria porque la recorres con manos calientes y experimentadas.
Me enmudecen y me embelesan, me acarician las mejillas cuando me besas, o cuando apenas con tu aliento me alcanzas.
Se instalan en los míos decididos, con el permiso que hace años te he concedido. El entorno  ya no existe; simplemente no importa nada cuando me haces  el amor con tu mirada.