PROMESA CUMPLIDA
Publicado en Nov 03, 2013
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Cuarenta y tres años, nueve meses y catorce días, estuvo Everaldo Campiño viviendo como indocumentado en los Estados Unidos de Norteamérica. Una nueva Ley antiemigrante, recién impuesta en el Estado de Arizona donde vivía con el miedo siempre de ser descubierto y deportado, lo había obligado a volver al pueblo que lo vio nacer. Pero no regresó con las manos vacías, había logrado ganar honestamente una respetable cantidad de dinero que le permitió comprarse un taxi que él mismo manejaba, ostentándose —mediante un letrero bastante visible, en un costado del vehículo— como: “CONDUCTOR BILINGÜE”.
Everaldo volvió a su país solo, la mujer con la que había vivido más de veinticinco años y con la cual había procreado tres hijos y una hija, se negó a acompañarlo, argumentado que no le agradaba la idea de vivir en un país que le era desconocido. Los hijos estaban casados y tenían su propia familia que atender. Everaldo tuvo que conformarse con su destino manifiesto. Cuando llegó al pueblo donde nació y vivió hasta su juventud, se encontró con una ciudad de mediana importancia, sólo reconocida por ser un punto de referencia en el trasiego de marihuana y cocaína hacía el país del norte.

Con mucha pena enfrentó la noticia de que sus padres habían fallecido víctimas de la tristeza —según le dijeron— esperando siempre alguna noticia suya, tal como él lo prometiera antes de partir, llevándose todos los ahorros de su vida, los viejos murieron con la esperanza de que Everaldo les devolviera el dinero que le habían prestado, como lo prometió solemnemente de rodillas.

De sus hermanos, Alfredo, Leonel y Ernestina supo que el primero estaba preso en un penal de máxima seguridad, purgando una condena que no alcanzaba a cubrir ni naciendo tres veces más. Se enteró también que su hermano Leonel había muerto en el completo abandono, donde caen quienes hacen de la bebida su panacea. “Leo el Teporocho” fue sepultado en una fosa común, porque no hubo quien reclamara el cadáver. Antes de morir, durante los periodos de alucinaciones etílicas que padecía el alcohólico, se le escuchaba el reclamo iracundo al hermano mayor, porque éste no había cumplido su promesa de llevarlo con él. De su hermana Ernestina, le dijeron que estaba viviendo en algún lugar de la selva Lacandona, cuidando los ocho hijos que le había parido a un misionero mormón que predicaba en aquel lugar.

Sobrepuesto de la avalancha de nefastas noticias, Everaldo trató de vivir de la mejor manera posible, de acuerdo a las circunstancias en que se encontraba. Hizo a la casa paterna, que estaba abandonada, las reparaciones mínimas para vivir con su soledad. De la escasa fuerza interior que aún le quedaba, tomó una  resolución, se prometió a sí mismo, que ahora se dedicaría solamente a su trabajo, esperando que en sus últimos años, encontrara la paz espiritual que tanto necesitaba.

Todos los días, sin faltar ninguno, Everaldo conducía su taxi por las calles de la ciudad, era afectuoso con los pasajeros, de trato amable aun con los más hoscos, no alteraba los precios ni abusaba de ninguno de ellos. Sin embargo, había ocasiones en que se sentía vigilado, perseguido, —paranoia senil, pensó, para darse ánimo— y continuó con su vida rutinaria. Hasta aquella noche lluviosa, en que la luna llena se ocultó tras de los negros nubarrones que no cesaban de enviar grandes cantidades de lluvia sobre la ciudad y sus pobladores.

Apenas pasada la media noche, Everaldo conducía con desgano su vehículo, era el último pasajero que llevaría aquel día, lo tenía bien decidido, fuera a donde fuera, sería el último servicio que prestaría. Un apagón generalizado lo hizo ir con más cautela, por momentos el aguacero arreciaba, a punto de dirigirse a su casa, por la radio del taxi le avisaron que había un cliente esperando el servicio a unas cuantas calles de donde se encontraba. ¡El último... y a dormir! —pensó.

Efectivamente, en la dirección indicada, ya lo esperaba una mujer, vestía una larga gabardina color negro y cubría el rostro con unos grandes lentes oscuros y el largo fleco de su pelo que le daban un toque de misterio e inducía a la desconfianza, lo que hizo incomodar a Everaldo. Con voz llena de seguridad, la mujer le indicó que requería que la llevara a varios lugares, la esperara unos minutos en cada uno de ellos y que al final le pagaría lo que él considerara justo por el servicio prestado. Él, pensando en lo jugoso del pago, aceptó de inmediato las condiciones de la mujer.

¡Lléveme primero a la iglesia del Carmen! Le dijo la mujer con dejo autoritario. Cuando llegaron al lugar que la pasajera indicó, ella se bajó del vehículo y caminó hasta las puertas del mismo (que permanecían cerradas, por la hora que era), él la vio caminar decidida, la negra silueta, a la luz del resplandor de los relámpagos, le recordó a alguien de su pasado lejano, no precisó a quien, pero empezó a escarbar en su memoria, tratando de ubicar el parecido. La mujer permaneció escasos minutos como orando, frente al edificio sacro, que estaba a oscuras.
 
De vuelta en el interior del vehículo, la enigmática mujer, detrás de sus lentes, más oscuros que la noche, le indicó que la llevara a la iglesia de San Antonio de Padua, le dio la dirección y se encerró en un agorero mutismo. En aquel lugar, la mujer repitió su rutina iniciada en el sitio anterior. Abandonó el taxi, caminó hasta la puerta del templo, rezó y regresó al vehículo. Mientras hacía todo aquello, Everaldo se esforzaba en identificar el parecido de la dama con alguien de su vida anterior. Imposible indagar con la mujer misma, no daba pie a ningún tipo de conversación. Tres iglesias más fueron visitadas por la pasajera, en cada una se repitió aquello, que parecía un ritual.

Fastidiado, con un fuerte dolor de cabeza de tanto pensar y tratar de recordar, Everaldo optó por no esforzarse más. Total, qué importancia pudiera tener, saber con quién, que él conoció, se parecía la tenebrosa mujer. La voz imperiosa que provenía de la parte del asiento trasero lo sacó de su marasmo:
—¡Ahora lléveme al recodo del río conocido como “De los enamorados” — —¿Sabe dónde es?.
  
¡Un escalofrío y un leve mareo! sacudieron al hombre, como si le hubieran dado un terrible golpe con un mazo, ahora los recuerdos llegaron en tropel a su mente. ¡Marianita Escandón!, su noviecita de juventud. ¡Sí, la pasajera tenía un gran parecido corporal con aquella muchachita de cuerpo bien formado, caminar altivo, devota del rezo y a la asistencia cotidiana a escuchar misa. Era tal la formación moral y cristiana de Marianita, que se vio obligado a recurrir a todo su ingenio para convencerla de que le entregara sus primicias sexuales.

Ahora recordó con toda nitidez  aquel día nublado en que le prometió que se casaría con ella, para darle mayor credibilidad a su decir, la llevó en un recorrido por varias iglesias del lugar, para que ella escogiera dónde quería que se realizara la boda. Le prometió por la memoria de sus padres, que regresaría para pedirla en matrimonio y llevarla con él a vivir en los Estados Unidos de Norteamérica.

El candor de ella y las caricias del muchacho aplicadas en sus lugares más sensibles, hicieron que Marianita aflojara sus ya de por si precarias defensas y, con las primeras gotas de lluvia cayendo sobre su rostro, en el lapso entre un leve quejido y un suspiro de placer, Marianita perdió la dignidad y la virginidad en aras de una promesa solemne.

Al llegar al lugar indicado por la mujer, como en las otras ocasiones, abandonó el automóvil, se dirigió al pie de un sauce y se postró de rodillas, inclinó la cabeza y balbuceó algo que Everaldo, desde el interior del vehículo donde se encontraba, no alcanzó a escuchar.
Luego la mujer se puso de pie y se encamino hacia el taxi, con un movimiento estudiado se quitó lentamente las gafas oscuras, un resplandor desde el cielo, permitió que el hombre aterrorizado creyera ver el mismo rostro de la mujer que había mancillado muchos años atrás. Todo el miedo que pudiera soportar su cuerpo se concentró en su vejiga y no pudo contener el orín que se escapó impetuoso entre sus temblorosas piernas.
 
Al estar próxima al auto, la mujer encaminó sus pasos hacia la puerta del conductor, al llegar cerca de él, con voz pausada y sin matices le dijo:

—Aquí me quedaré, ahora le doy a usted el pago que se merece—

Everaldo con ojos desorbitados la miraba fijamente, mientras ella llevaba con lentitud su mano derecha a la bolsa de la gabardina, con la otra mano retiraba el pelo que le cubría la cara. El hombre chilló aterrorizado, esperaba ver el rostro descarnado de Marianita muerta. ¡No fue eso lo que vio!, sino un brillo metálico e inmediatamente sintió el frío del acero hundiéndose en su garganta.

Mientras la vida se le escapaba entre borbotones de sangre, Everaldo alcanzó a escuchar lo que la mujer le decía como entre susurros:

—Camino del infierno, donde seguramente vas padre mío, si encuentras a mi madre, Marianita Escandón, dile que finalmente cumplí con lo que me hizo prometerle todos los días de su vida, desde que tuve uso de razón—

—¡Que si regresabas, te cobraría con la vida, tu promesa de amor!—

Al momento que Everaldo exhalaba su último suspiro, la mujer sonreía satisfecha, Por fin se había librado de una gran carga que llevaba a cuestas. ¡Porque cumplir una promesa, siempre nos hace sentir la satisfacción del deber cumplido!
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Palabras Clave: promesa cumplida

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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