Ventajas de tener un hermano varn
Publicado en Jul 13, 2014
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Crecer al lado de un hermano varón me ha favorecido. Creo que las mujeres que tenemos ese privilegio, tarde o temprano terminamos reconociéndolo.

Compartir la niñez con un hermano permite conocer las caras de los dos géneros y transgredir los límites empapándose de ese mundo al que no todos tienen acceso. Yo tuve el acceso, tuve la oportunidad de compartir juegos torpes y más entretenidos que conversar con muñecas mudas, aprendí como experta a portar las armas de plástico y a improvisarlas con un palo cuando no las tenía, a poner cara de póquer, a mentir y comunicarme con las señas del truco. En educación física era la mejor entre mis compañeras porque estaba acostumbrada a correr en el campito detrás de la pelota y tenía además la habilidad de un gato porque estaba acostumbrada a treparme a los árboles.

En el juego con mi hermano descubría otro sabor, creo que se debía a su desparpajo, a su qué me importa cuando levantaba los hombros y su mirada celeste "de loco" cuando me invitaba a la travesura. Había códigos entre sus amigos que me hacía compartir y también estaban los exclusivamente nuestros.

Según el horario, el clima y las circunstancias teníamos aventuras que no se planeaban porque estaban institucionalizadas, eran sabidas e incluso esperadas como nuestra salida de casa después de una lluvia. Mirábamos por la ventana ansiosos mientras mamá tejía en silencio y cuando ella asentía con la cabeza disparábamos hacia la puerta, hacia la vereda del barrio a juntarnos con los demás. Por lo general armábamos batallas de barro para terminar chapoteando en alguna laguna donde hacíamos flotar nuestros barcos de papel. En las noches la rutina era jugar a la escondida y en la fiesta de San Juan empujar arbustos incendiados por la calle menos transitada. Antes de dormir, como si se tratara de un rezo, mi hermano me llamaba desde su cama y me tomaba oralmente la formación de nuestro equipo favorito de fútbol mientras señalaba a los jugadores en una lámina que mantenía pegada con cinta a la pared.

La siesta era el momento que más compartíamos y antes de que llegara la hora en la que nos permitían salir a la calle ideábamos planes para que el barrilete que armáramos fuera más liviano o para que la vecina no nos descubriera cuando invadiéramos su patio para robarle las mandarinas más ricas de la zona.

Creo que mis padres, principalmente mi mamá, se fueron preocupando con mi desenvoltura en el grupo de muchachos y de las formas que los años le iban dando a mi cuerpo. A pesar de que nunca me negaron esos juegos abiertamente, comenzaron a retenerme para hacer labores “propias” de las mujeres. Mi papá adulaba mis tortas entonces todos los sábados estaba abocada a esa tarea mientras mi hermano me  observaba batir las yemas pero cuando llegaba el momento de sacar mi obra del horno, él ya estaba transpirando por el barrio. Esa etapa fue el comienzo en que, sin darnos cuenta, nuestros padres o las edades o vaya a saber bien qué,  fueron creando una distancia entre nosotros.  Comencé a tomar clases de danza española cuando yo quería aprender zapateo americano, cursos de dactilografía y hasta de costura. Asistía a clases personales de tenis para señoritas cuando  prefería el básquet o el hándbol del club popular, a mi me gustaba  el deporte de grupo, el roce y no posar con  una pollerita blanca en  una cancha concurrida por gente de “cogotes estirados”.

Tuve la suerte de tener una amiga que se anotaba en todas mis locuras. Así, en los momentos de ir a tomar clases de corte y confección me escapaba a su casa y entre las dos adelantábamos la labor que estaba haciendo para después dedicarnos a lo que realmente nos gustaba. Recuerdo que en las ocasiones en que mi tío me prestaba su auto salíamos por las calles de tierra para hacer picaditas y volvíamos con el olor a caucho quemado impregnado en las fosas nasales. Otras veces a la salida del colegio nos escapábamos al autódromo de las afueras del pueblo para correr carreras imaginadas.

Ahora, después de los años y de revisar mi vida comprendo lo feliz que fui y cómo he transmitido esa forma de ser a mis hijas. Si contemplo las fotografías de sus infancias siempre las encuentro metida en los juegos de su hermano mayor con las caras sucias y las rodillas peladas.

Creo que mi formación permitió criarlas libre de los prejuicios y miedos que muchas de mis amigas aún mantienen y que aprendieron a tratar con los del sexo opuesto con naturalidad y libertad. Recuerdo una ocasión en la que mi hija Natalia, que tiene apenas unos meses de diferencia con Mariano, vivió la experiencia de cruzarse con un exhibicionista. Su reacción sorprendió a sus amigas que no dudaron en correr y avergonzó al degenerado que terminó escapando pero de su carcajada espontánea y ruidosa. Cuando le pregunté qué había motivado la gracia me encantó su confesión : es que era tan feo lo que mostraba que pude entender a Mariano que lo quiera ocultar.

Aprendimos a ser femeninas, a comportarnos como señoritas, pero también a reaccionar como sólo pueden hacerlo las mujeres que tuvimos la ventaja de tener un hermano varón.
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Foto del autor Silvana Pressacco
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Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: Silvana Pressacco

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