Todo termina en el mar,
todo se diluye en el mar.
Bajan las montañas de nieve y de fuego
en fríos ríos y candentes lavas
disolviendo, disgregando, arrastrando...
hasta llegar a sus orillas receptoras:
recoge, cubre, sepulta bajo su manto
aquello que antes fue suyo,
y, a veces, devuelve violento
los restos de lo que su capricho
no quiere retener todavía. 
Borra sus propios contornos,
dibuja de nuevo otro paisaje
y lo vuelve a borrar con desprecio
inundando colérico costas y arrecifes,
ciudades, valles, pueblos... 
 
Suyos son los vestigios de los tiempos,
suyo el predominio de los siglos,
suyo el imperio sobre los pueblos soberbios;
y espera paciente recoger en su seno
templos, castillos, letras indescifrables
de civilizaciones sumergidas, 
y barcos, barcos repletos de tesoros
que cruzaron sus aguas sin permiso
y oxidan ahora su estructura carcomida
entre algas, rocas y arenas de olvido. 
 
Allí está el polvo diluido
de las generaciones perdidas,
tumba de cuanto fue algún día,
residuo y sedimento del pasado
y allí estarán mañana nuestras lágrimas,
nuestra sangre, nuestros huesos y carne:
sepulcro de nuestras huellas
y estelas de alientos y sueños de futuro
que luego se perderán, arcaicos vestigios,
bajo sus olas y su monótono canto de espumas
repetido con el eco de milenios.
 
Todo, todo termina en el mar. 
 
                                            E.G.M. (de mi libro "La caza del viento)