La ciudad.
Publicado en Sep 17, 2009
Por esas calles de la terminal de ómnibus nadie quiere pasar. El trabajo de vivir es doble viendo las miserias de otros: esas gitanas o las putas tratando de captar el mango de los giles; los que no tienen adonde ir; los chicos raídos que se agrupan siguiendo las corrientes de las personas ocupadas. Una ciudad se mueve imaginariamente, ninguno sabe adonde va, pero tratando de no chocar entre sí, esta certidumbre es menor.
Al parecer, dialogan dos viejos en el bar. El que usa boina, no mueve su boca sino en señal de desprecio hacia todos, la espalda encorvada sobre la mesa, probablemente balbucea la mala calidad de la comida que mastica sin fin. Su mirada gastada, como un bondi viejo, no lleva a ningún lado. Frente a él, un hombre pelado, de manchas y arrugas en toda la piel, simula asentir sus opiniones, mientras busca en su saco sucio otro cigarrillo aplastado del atado común, el último, relojeando a quién pedir fuego. Casi prefiriendo arrastrarse, la gorda que pasa, cansada de la vida angosta, tira el humo a un lado y su boca pintada y breve, simula un beso. Detesta prestar su armado a un perejil que fuma y no tiene fuego; pero detiene su andar anfibio, extendiendo la mano, al gesto interesado del tipo en la silla. Quien hablaba hace un rato, atiende al suceso con un aire renovado, -el varón denuncia con sus ojos lo que le es por costumbre-, y levantado los codos que descansaban sobre la mesita rasca, estira un brazo, ora el otro, lentamente, buscando llamar la atención de la mujer, que ciertamente lo mira de reojo. El semáforo cambia a verde. Las dos hileras de autos enfilan ruidosas hacia el final de la calle que se corta, y echando humo hasta doblar la esquina, se pierden de vista. Al tiempo, el jean oscuro de la gorda retoma su ritmo de pasado el mediodía sobre las veredas rotas. Julio, 2009.
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Carol Love
Gracias Anna!
Anna Feuerberg