LOS SAPOS
Publicado en Sep 27, 2016
LOS SAPOS La casa de mi abuela quedaba en pleno centro de Montevideo, a pocas cuadras de la avenida 18 de julio. No solo fue la casa de mi abuela, sino que fue mi lugar en el mundo durante toda mi infancia y adolescencia. Y no solo mío, sino de tantos otros, que como yo, solíamos hacer escala y tomarnos un tiempito para disfrutar de la hospitalidad de la abuela. La casa era muy grande y oscura, de principios de siglo, de pisos de mosaicos y paredes de mármol; tenía 11 habitaciones que daban a un patio (muy grande) central dividido por una cortina muy gruesa; arriba había una casa semejante donde funcionaba una pensión. El patio estaba dividió en dos grandes ambientes, uno donde había una mesa larga y enorme y otro que funcionaba como una especie de living de recepción para lo que había en el frente de la casa: el laboratorio. Heredado por mi abuela y su hijo, había sido pionero en su época, un referente para los entendidos, pero para cuando yo lo conocí ya estaba en franca decadencia, como detenido en otro tiempo y espacio, vetusto, devorado por la modernidad. Sin embargo siguió funcionando unos años más y fue en ese tiempo que nosotros coincidimos ahí, no solo acompañando a mi abuela, sino también ayudando con el laboratorio en lo que podíamos. Al final eran tan pocos los clientes que venían a hacerse análisis, que ya casi eran como de la familia; eso no duró mucho tiempo, porque el laboratorio terminó cerrando sus puertas y mi abuela y mi tío viviendo en otro lugar. Lo curioso fue que como mi abuela se llevó la línea de teléfono con su mismo número, sus clientes siguieron llamando durante muchos años. Lo que nunca me quedó claro fue si los clientes amainaban por una cuestión de mercado, o se morían por la mala praxis del laboratorio. Mi abuela hacia de todo, atendía el laboratorio, limpiaba la casa y cocinaba a la noche para todos; los análisis los hacia mi tío auxiliado por un químico que venía siempre a la tarde. Era un lugar de encuentro, yo me la pasaba tardes enteras viendo como trabajaban con esos aparatos que centrifugaban o esterilizaban los tubos de ensayo, que luego nosotros después en la noche, ayudábamos a lavar. No todo era color de rosa en la relación de mi abuela con su hijo, formaban una extraña simbiosis, casi enfermiza, donde él era como el amo de la casa, y ella estaba a su merced día y noche. Mi tío, de punta en blanco, estaba siempre listo para salir a la noche a reunirse con sus amigos. Ella hacia lo imposible para retenerlo en la casa, hasta le pateo posibles pretendientes que rondaban el laboratorio. Recuerdo de una que llegó tarde a la cita de presentación en la casa y mi abuela le dijo: ¿estas son horas de llegar a una casa de familia? La mujer huyo despavorida y nunca más volvió. Pero como dije antes, no todo era color de rosa, había días en que él no quería levantarse a trabajar y había que llamar a un reemplazante de urgencia y otros donde hacía las tareas directamente de pijamas. Dejando de lado su historia con mi tío, mi abuela era un pan de dios, se desvivía por todos nosotros, hasta nos traía el desayuno a la cama, e iba de un lado para otro de la casa, de la cocina al laboratorio ya desde la mañana, (cuando los pacientes se sacaban sangre), hasta las últimas horas de la noche, cuando estos venían a buscar el ansiado resultado. Recuerdo que la puerta tenía una chicharra muy especial que se escuchaba hasta desde el fondo de la casa donde estaba la cocina, entonces mi abuela, ni bien sentía el timbre, dejaba sus quehaceres y recibía a los clientes con el delantal sucio de comida. Casi no se almorzaba en la casa porque mi tío se levantaba muy tarde; apenas desayunaba ya se iba para el frente a trabajar. El momento más importante era la cena, la que mi abuela preparaba desde la tarde para que estuviera en orden. De vez en cuando había comensales invitados lo que la hacía más amena. Siempre recuerdo que para el postre mi abuela preguntaba todas las noches: ¿compota o helado?, y nosotros como siempre le decíamos helado entonces con el tiempo ya no traía la compota hasta que un día para la sorpresa de todos mi tío dijo ¡compota! Y como mi abuela no tenía, mi tío dio un golpe en la mesa se levantó y se fue. Ahora sí y yendo al tema en este cuento, me referiré a lo de los sapos. Como ya dije antes, el laboratorio era anacrónico, utilizaba métodos para sus análisis ya perimidos, y uno era precisamente el que usaba con los sapos, el test de embarazo. En el fondo de la casa había un enorme patio que daba a un tragaluz donde había unas jaulas de madera llenas de sapos raquíticos; casi todos los días tomaban a uno y lo llevaban para el laboratorio. Eran tan flacos que no volvían del viaje al laboratorio. Nunca entendí de qué se alimentaban. Pero una noche sucedio algo a lo que nunca le encontré una explicación. Ya habíamos cenado y mi abuela ya estaba por irse a dormir y mi tío a salir de parranda, cuando de repente sentimos un enorme alarido que venía del fondo, del lado de la cocina. Corrí en dirección al patio de atrás y vi a mi abuela en el piso rodeada de sapos que saltaban en todas direcciones. Yo mismo pise a uno y resbalé. Mi tío trató de matarlos a escobazos pero se escabulleron por toda las habitaciones. Algo extraño había ocurrido, alguien misteriosamente había abierto las jaulas y la puerta del fondo y los sapos se había escapado. Lo primero en que pensé fue en los vecinos de la pensión del primer piso. No eran precisamente nuestros amigos, cada tanto había problemas con los patios, pero desistí de esa idea cuando recordé que en esos días estaba deshabitada. Mi abuela quedó tendida e invalida por mucho tiempo debido al golpe que se dio en la espalda, lo que desmoronó aun más al laboratorio. La venganza de los sapos se había concretado, eran cientos y saltaban por doquier y se escondían por todos los rincones de la vieja casona. Con el tiempo fui elaborando la única teoría posible, y es que había sido mi tío en vengándose de mi abuela, venganza que solamente el sabia porqué la llevó a cabo. Hoy en día hay un edificio muy alto y moderno en esa esquina, sin embargo y esto lo supe muchos anos después, los inquilinos no quiere seguir viviendo en ese edificio. Todos se quejan de lo mismo, de los sapos que se les aparecen a la noche en el corredor. .
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