LUCIA Y LOS GATOS
Publicado en Nov 07, 2016
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                                          LUCIA Y LOS GATOS
 
 
 
 
              Ya eran cerca de las seis, el encuentro estaba próximo a realizarse. El parque tenía varias entradas, una principal, grande y señorial, y otras dos laterales, más pequeñas, de portón de hierro remendado con alambres torcidos, como una vieja tela rota y cosida a mano. Por esas puertas se aparecía la mayoría de las veces para no llamar la atención de la gente que paseaba por el parque. Ya eran casi las seis de la tarde, ya estaba por hacer su entrada triunfal. Yo siempre la esperaba cerca de uno de esos portones y jugaba a adivinar si esa tarde se aparecería por esa puerta o por la otra. Cuando me equivocaba en mis pronósticos, tenía que salir disparando hacia la otra entrada para deleitarme con su aparición majestuosa por el verde prado, entre la orgía de plantas y árboles de todo tipo y forma.
           Era una ceremonia  verla entrar con su vestido largo, su cabellera rubia y su elegancia cursi y anacrónica. ¡Qué importante se sentía esta mujer cuando cruzaba el umbral del viejo portón!  Ni bien un pie suyo entraba en contacto con la tierra, se producía una reacción en cadena: todos lo gatos del parque la rodeaban con la cola para arriba acariciando sus piernas, enredándose con su vestido, maullando de hambre y sed; la seguían hacia el centro del parque, donde estaba la fuente de los leones de piedra, como un ritual, peleándose por un lugar en la cena. Parecía que esta mujer los conocía uno por uno, porque los llamaba por su nombre, por el nombre que ella les puso. Como a una gran familia, la señora les había enseñado que las cosas hay que hacerlas con cierto orden y respetando las jerarquías del clan. Primero comían los más viejos  y luego los más jóvenes y pequeños. Si alguno se salía del libreto, ella se lo hacía saber. Este ritual se repetía a la mañana y a la tarde, un poco antes que una ridícula ordenanza municipal cerrara el parque hasta el otro día (para evitar el pillaje y los robos, decían).
           La mujer llevaba un cúmulo de bolsas colgando sobre sus hombros y manos, que iba abriendo al tiempo que los gatos se le abalanzaban como a una presa. De las bolsas sacaba platillos que colocaba en círculos concéntricos alrededor de ella. En cada uno habría al menos cinco gatos hambrientos luchando por un lugar. Con los animales enfermos esta mujer tenía un trato especial: los apartaba y les daba de comer en otro lado; los acariciaba con una devoción que hasta emocionaba de verlo.
            No podía evitar observar este suceso casi todos los días, ya que inevitablemente yo tenía que cruzar el parque alrededor de las seis de la tarde, cuando el cielo se disfrazaba de atardecer. Mi ómnibus pasaba a las seis y cuarto y la parada quedaba cerca de una de las puertas adyacentes, del lado de la fuente. Al principio era simple curiosidad, pero luego se transformó hasta en un ritual  para mí. Observaba detenidamente a los gatos y llegué a reconocerlos por su pelaje y su tamaño. Descubrí que los animales estaban distribuidos territorialmente y cuando alguno de los gatos se entrometía en el espacio de los otros, se producía una breve pero intensa disputa geográfica que la mujer trataba de minimizar sobornándolos con algún platillo de comida o agua. Pero algo estaba aconteciendo, porque la población de gatos había disminuido misteriosamente.
           Una tarde como cualquier otra en la que yo cruzaba el parque en dirección a la parada del ómnibus, éste no paso a tiempo y yo me dediqué a observar su conducta con más detalle. Un hecho me llamó la atención. Después de que casi todos los gatos habían comido y bebido, esta mujer tomó uno de los felinos (de los enfermos) y lo puso en una de sus bolsas de arpillera dejándole la cabeza hacia fuera para que pudiese respirar. Al principio el gato mostró cierta resistencia, pero al poco tiempo se tranquilizó. La mujer  recogió los platillos y salió del parque dejando una estela de gatos satisfechos y somnolientos. Luego se fue cruzando cerca de mí, e intentando en vano meter la cabeza del gato dentro de su bolsa blanca (aparecía y desaparecía como un juguete móvil). La dejé de ver cuando sentí  el chirrido de los frenos. Entré al autobús distraídamente, y me senté en mi lugar: la segunda ventanilla de los asientos de a dos, enfrente del guarda. No les vi las caras de los pasajeros, pero me las imaginé como siempre, cada una en su sitio, multiplicadas en las ventanas y acostumbradas a llevar la misma expresión, como viejas máscaras de carnaval. Durante el trayecto me surgían más preguntas que respuestas, ¿qué haría la mujer con los gatos?, ¿estarían enfermos?, ¿los curaría y luego los devolvería al parque?, ¿se los quedaría en su casa? Cuando me bajé saludé a alguno de los rostros pero no supe si eran de verdad o sólo su reflejo en la ventana.
          El extraño suceso con el gato de la bolsa no volvió a ocurrir hasta pasado un mes  aproximadamente. Yo estaba aguardando mi ómnibus cuando vi  por entre las rejas del portón, a la vieja, cerca de la fuente, que metía a uno de sus gatos enfermos dentro de la bolsa de nylon de arpillera. Mi curiosidad venció a mi rutinaria y mecánica acción de tomarme el ómnibus; cuando éste apareció, lo dejé pasar. El chofer aminoró la marcha, me miró sorprendido, le hice un gesto de que continuara. Era viernes, yo al otro día no trabajaba y no me importó quedarme en la ciudad hasta la noche. El ómnibus siguió de largo sin que se descolgara ninguno de los retratos dibujados en sus vidrios.
            La esperé, inmóvil, como si esperara al ómnibus, las manos en los bolsillos, los dientes apretados por el incipiente frío de otoño, una bufanda al cuello; luego la seguí, de lejos y disimuladamente por la acera de enfrente. La escolté varias cuadras circundando el parque, hasta que dobló por una calle sombría. La noche, tentada por el misterio, resolvió al fin bajar para quedarse, esparciendo su oscuridad por las paredes de las casas, que parecían pintadas de negro. Los faroles de la calle nos alumbraban de a ratos, turnándose con su luz intermitente como un árbol de Navidad. Cuando la mujer pasaba por una calle sin luces, dejaba de verla por unos momentos y yo no sabía si ya no estaba o si seguía caminando. En el momento que cruzaba una calle iluminada, la luz se reflejaba en los ojos del gato, transformándolos en una  linterna doble apuntando hacia atrás.
          De repente se paró y se metió en una casa que parecía un castillo medieval en miniatura, semejando la mampostería de un teatro de ópera, rodeado por un jardín abandonado y cercado por los restos de lo que fue un muro gris. Me quedé del lado de enfrente mirándola entrar a su castillo de juguete, quieto como un poste de luz pero apagado. Trataba de recordar la numeración de la casa pero era embarazoso por la poca luminaria que reinaba en el lugar. De pronto, las luces del castillo se prendieron y me pareció que era más alto; sobresalía una cúpula  en forma de torre, desde donde se podía ver el techo de las otras casas. Si uno de sus gatos se escapaba, ella podría divisarlo, pensé.
          Al rato, la mujer encendió las luces del primer piso. Su silueta iba de una ventana a la otra y luego a la planta baja, pero siempre en la misma dirección, como esperando que alguien le disparase jugando al tiro al blanco. ¿Se le habría soltado el gato y lo estaría corriendo por la casa? Cuando se calmó, cerró las ventanas y apagó las luces, sumergiendo al castillo en la oscuridad total y haciendo desaparecer el contorno de la torre, tornándola  casi irreal. Partí, después que uno de los faroles se prendió, activado, quizás, por una leve ráfaga de viento; no quería que esta mujer me viese desde su ventana y pensara que yo la perseguía.
          Era evidente que esta mujer vivía sola y su soledad tendría el olor de los gatos y el sabor amargo de la comida para animales. El viaje de regreso se hizo más oscuro todavía. Las luces que vacilaban al fin se apagaron, el castillo de juguete desapareció detrás de mí, devorado por la noche fresca y desvelada. El autobús no tardó en llegar, pero esta vez iba casi vacío; los retratos descolgados dormían  en algún otro lugar, soñando ser pintados con otros colores.
            Mis días y mis noches siguieron iguales y entre ellas el parque y el ómnibus de las seis y cuarto; y antes, la mujer con sus gatos y yo observándola detenidamente, su extraña conducta, su ejército de gatos hambrientos y su extravagante elegancia. Poseía esta mujer un halo de misterio que yo quería develar, pero no sabía cómo entablar una conversación.                
          Recuerdo al menos dos intentos fallidos al respecto, en este mismo parque. Uno fue cuando ella pasó cerca de mí en la parada del ómnibus. Yo le hice una pregunta trivial y la mujer me contestó con un maullido. Otro intento fue en la calle, atravesando la avenida. La esperé en la esquina antes de que la mujer cruzara para su casa. Le pregunté si necesitaba de mi ayuda,  pero se ofendió, y trató de arañarme. Tenía razón, al fin y al cabo, yo, para ella, era un desconocido.
              El pie me lo dio ella misma, sin querer, un viernes de luna llena en el mismo parque de siempre. Ya estábamos en invierno, y oscurecía más temprano; algunos árboles, despojados de su melena, añoraban tristes, la exuberancia de otras épocas. En el confín se vislumbraba la cara de la luna, seria y enigmática, como el rostro de la extraña mujer. Cuando se disponía a tomar a uno de los gatos enfermos, éste se dirigió hacia mi lado como pidiendo auxilio, tratando de escaparle a su inexorable destino. Sentí que ella lo llamaba por un nombre. Pero el gato no le hizo caso. Lo tomé en mis brazos, esperé a la mujer y lo metí en su bolsa sin que ella me lo sugiriese. La vieja se sorprendió al ver que yo sabía lo que ella iba a hacer con el animal. Me miraba fijo, mientras abría su bolsa (acá hay gato encerrado, habrá pensado la señora al ver mi insólita conducta). El felino se resistía, pero al final logró meterlo en la bolsa. La cerró dejándole la cabeza para que pudiese respirar.
-Tante grazie segnore
-¿Cómo?
- Tante grazie segnore, volvió a repetir inclinando elegantemente la cabeza.
-¿Es Ud. italiana?, le pregunté, sorprendido por su amabilidad.
- Sí signore. ¿Lei parla italiano?
- Me temo que no señora. ¿Hace mucho que vive acá?-, le pregunté, mientras la acompañaba en su lento paso hacia la puerta remendada con alambres.
- Muchos años, los suficientes para ya no volver a Italia -, dijo.  Allá no tengo a nadie. Acá por lo menos tengo a mi marido. Enterrado por supuesto,  pero al menos lo tengo por acá.
-¿Enterrado en el parque?
- No, en estas tierras, quise decir. ¿Va para allá?-, me dijo, señalando el camino que bordeaba el parque, el que la llevaba a su casa y el que yo conocía de memoria.
-No exactamente, pero la puedo acompañar si Ud. quiere.
-Gracias, así me ayuda con este gato inquieto. Caminemos lento, por favor, con mis años... ¿Nos conocemos, verdad?
- Nos hemos visto en este mismo parque en otra oportunidad. Dígame: ¿Es suyo el gato?
- No signore, el pobre está enfermo y me la llevo para curarlo. Es la segunda vez que lo hago con éste; yo no sé qué les pasa en este parque; mire que comen bien. Mejor que yo no los atiende nadie.
-Eso seguro, le contesté .
    Su voz era finita y aguda como el quejido de un animal. El gato la miraba con resignación, como sabiendo cuál sería su destino. Por la avenida sentí el motor del ómnibus dar las seis y cuarto, sin casi aminorar la marcha. Lo seguí con la mirada, eché de menos la intimidad de sus moradores, la certidumbre de sus gestos, los retratos colgados.
-¿Será el frió señor, o alguien los debe estar envenenando?
- No lo sé señora. ¿Será un virus, acaso?
-Debe ser una enfermedad, una maldición, porque últimamente se me están muriendo.
             Pronunciaba estas palabras como si los gatos fueran de su propiedad. A veces se le escapaba algo en italiano y yo le perdía el hilo. Caminaba pausado, la mirada siempre en el piso, los ojos de vez en cuando hacia delante, sólo para confirmar que no se chocara con nada. ¿Tendría la columna torcida de tanto llevar las bolsas y los gatos? Por momentos el minino trataba de escaparse y la mujer le decía algo en italiano y la empujaba para adentro recibiendo un arañazo. En las esquinas me pedía que le ayude a bajar el cordón de la vereda tomándose de mi brazo. La luna plateada, ya más decidida y altanera, le alumbraba el camino y le indicaba las baldosas flojas de la vereda rota, como el seguidor de un teatro. Cualquier traspié podría ser fatal para la vieja y la segura liberación para el animal.
-¿Vive por acá?, me preguntó antes de doblar y tomar la calle de su casa.
- No. Trabajo cerca de aquí y siempre atravieso este parque, después que salgo del  diario.
-Ah, es periodista el señor, dijo la mujer, alzando la cabeza para mirarme. Me puede hacer un reportaje porque yo fui cantante de ópera.
- La felicito, dije.
      Le pude ver la cara reflejarse con la luz de la luna refulgente. Era pálida, los ojos claros apenas se adivinaban detrás de una cara de pasa de uva. La nariz, totalmente desproporcionada, parecía ser su mejor sentido, pensé. El pelo, casi blanco y erizado, semejaba una peluca. Si realmente había sido cantante parecía que se hubiese  olvidado de sacar el disfraz.
-¿Y sobre qué escribe, señor?
- Generalmente sobre papel, pero últimamente sobre un ordenador.
- Si claro, pero qué escribe.
- Todo lo que sea interesante para mi trabajo, generalmente artículos sobre hechos culturales, sobre su gente, su historia, cosas así. Habitualmente para suplementos dominicales, nada importante.
         La italiana se quedó quieta y muda al borde de la avenida, observando, imperturbable, los colores del semáforo que mudaban como  un camaleón. El gato se asustaba con el ruido de los autos y las luces de sus faros a veces se reflejaban en sus ojos y producían una luz roja, como un láser. De pronto alzó su vista y me dijo:
- La mía  es una historia digna de ser contada. Hay secretos en mi vida que nunca se los conté a nadie, ni se los contaría, creo. Salvo que...
- A mí me lo puede contar con total confianza.
 - Es muy largo de narrar y ahora es muy tarde y hace mucho frío, signore, pero si Ud. quiere... siempre que sea en forma confidencial, por supuesto.
 - Sería fascinante conocer su historia, - le dije. - Quizás podríamos encontrarnos en otro momento...
         Era mi día de suerte. Una entrevista con esta mujer significaba más de lo que yo había imaginado que sucediese para resolver el misterio de los gatos. La vieja parecía entusiasmada. Me dejó su dirección. Yo estuve a punto de decirle que ya conocía su casa pero no me animé. Cruzó la avenida tan lentamente que los semáforos dieron varias vueltas sobre sus colores, como una ruleta electrónica. Cuando se posaba en el verde la mujer avanzaba unos pasitos como el caballito de carrera de un casino.                     
        Quedamos para el próximo viernes a la noche. Le ayudé a cruzar la calle y me volví por la avenida bordeando el parque adormecido y sombrío. Esperé el ómnibus un buen rato acompañado por la luna que ahora simulaba sonreír. Cuando se abrió la puerta del ómnibus, me pareció que la cara redonda del chofer llevaba puesta la misma sonrisa de la luna, pero más apagada.
          El viernes siguiente, me quedé un tiempo más en el diario y no pasé por el parque. A las siete en punto como habíamos acordado estaba yo frente a su puerta. No tenía timbre, golpeé con un antiguo llamador: una mano de bronce  que colgaba del centro de la puerta. Estaba fría y pesada, como la mano de un muerto. Lo hice dos veces. Al final sentí ruidos que venían de adentro. De pronto la puerta se abrió sola como en las películas de terror. Sospeché que ella estaba parada detrás de mí. Entré con vacilación hasta el centro del living, con mis ojos puestos sobre mi nuca. La puerta se cerró fuertemente  empujada por un repentino y fugaz viento. A un costado estaba la mujer estirándome su mano y diciéndome buenas noches en italiano. Su mano era fría como la de la puerta, pero más liviana. Tenía el pelo ordenado y llevaba puesto un vestido hindú, muy colorido. Parecía que se trataba de otra mujer, distinta a la que había conocido en el parque, salvo por sus zuecos embarrados, los mismos que le vi en la arboleda.
- Pase, deme su abrigo y siéntese -, decía, señalándome  un juego de living de ébano, “estilo imperio”, forrado en terciopelo rojo, que parecía una subasta de antigüedades: al sillón solamente le faltaba el cartel de “no sentarse por favor”.
-¿Toma alguna cosa?
Si, gracias -, le dije.
         Me senté delicadamente sobre el suave terciopelo y esperé a la señora a que volviese de la cocina con las tasas de té. La sala no era demasiado grande; daba hacia la cocina por un pequeño corredor de baldosas de ajedrez. Una escalera de madera en forma de caracol comunicaba con las habitaciones de arriba; otra lo hacía  hacia abajo donde  pensé que estaría el sótano. El estilo arabesco dominaba la habitación; las ventanas onduladas y divididas en rombos de colores, parecían continuar  la forma de los sillones. Los respaldos de los brazos  terminaban en una garra de león. Puse mis dedos sobre las garras pero no tenían filo
-¿Por dónde empezamos?- decía la mujer, mientras servía el té en tazas de porcelana china. - Es tanto lo que tengo para contarle... 
         Curiosamente nuestras miradas se dirigieron hacia el mismo lugar; un retrato sobre el aparador de ébano cuyo ángulo daba directamente sobre nuestros ojos. Dentro del marco, el semblante risueño de un hombre joven y bien parecido nos observaba en blanco y negro, desde otro tiempo y espacio. Se lo veía tan feliz en esa foto que deduje estaría muerto en la actualidad.
- Era escocés
- No, gracias, no tomo alcohol
- Que era escocés, le digo.
- Ah,... comprendo... escocés de nacionalidad.
- De la nobleza, más precisamente. Mi familia me lo impuso, sobre todo mi padre, quien quería  verme casada con un aristócrata. Pero yo no lo deseaba. Al que yo amaba de verdad, mi familia no lo aceptaba. Con mi amante nos escribíamos cartas a escondidas. Pero un día, mi hermano interceptó una de ellas y la falsificó haciéndome creer que él ya no me amaba. Mi desilusión fue tan grande, que al final terminé casándome con Arturo. A pesar de todo, era bien parecido...
- Sí, así lo parece, le decía yo, observando el retrato y  pensando en que la cosa iba para rato, y a mí, lo único que me interesaba, era el misterio que encerraban sus gatos; pero la mujer le seguía hablando al retrato(o insultando) en italiano. Su parlamento inundaba la pieza como si hubiera un televisor puesto en un canal italiano y no me daba pie para preguntarle por su gato enfermo. ¿Dónde  estaban sus animales?, me preguntaba yo, examinando la casa detenidamente. No había indicios de su presencia ni de su característico olor. Ni siquiera había restos de su pelaje sobre el sillón rojo.
- ¿Toma más té signore?, insistió amablemente.
- Sí, le contesté, pasándole mi taza de porcelana. La mujer parecía que hubiese estado toda la vida esperando este momento para contar su historia; y en la narración, estaba claro que el hombre de la foto parecía ser más un trofeo que un marido muerto.
- Duró tan poco mi matrimonio...
 -¿Cómo fue eso?,  le pregunté, ya olvidándome por completo de los gatos y de la bolsa de arpillera.
- ¡Un día, signore...  un día duró nuestro matrimonio!
-¿Un día?, pensé yo, ¡ qué suerte la de esta mujer!
 - Lo maté en nuestra noche de bodas, – dijo la italiana. Cuando pronunció estas palabras yo me quedé petrificado con el buche de té en mi boca inflada como un sapo y especulando con los días que me quedarían de vida.
 - Pero no se preocupe que contra Ud. yo no tengo nada – dijo. Eso me tranquilizó y pude tragar el buche del té aunque con cierta desconfianza.
- Les hice creer que fue un accidente. Pobre, fue un hombre muy querido y admirado. Y se notaba que estaba enamorado de mí- dijo, recostándose sobre el terciopelo rojo y prendiendo un cigarrillo largo de color marrón  chocolate; pero no quería dejarme cantar  que era lo que a mí me gustaba.
- Pobre Arturo...
        De pronto el silencio y la quietud de la noche se apoderaron de la habitación; las palabras de la vieja quedaron rebotando sobre las paredes hasta quedar destrozadas y mudas. Pero otras parecían surgir de los restos de las oraciones suspendidas. La palabra confesión y denuncia sobrevolaban por el aire, buscando un receptor que las amplifique. Pero nada de esto sucedía. Lo único que se movía era el fino humo de su cigarrillo marrón que subía y se transformaba en una nube blanca en forma de anillo arrugado por encima de su cabeza. Miré hacia el retrato compadeciéndome de él.
-¿Qué le pareció la historia?
- Interesante -. Pero, dígame ¿No tiene miedo de que yo la denuncie?
- Nadie puede comprobar nada, hijo mío. Pensarán que estoy loca, no le van a creer; además, ¡ya pasaron tantos años!
         Había algo de cierto en sus palabras, sobre todo en las que afirmaba que estaba loca. Pero no dejaba de resultarme intrigante su inverosímil narración; aunque yo había venido por otro asunto, la historia del escocés bien podría ser la destinataria para un  artículo en el diario. Miré el reloj, ya era tarde. Un viento frío, casi polar, se colaba por las ventanas de colores, congelando aún más la sonrisa de Arturo.
- Lamentablemente ya me tengo que ir, - (el último de mis ómnibus estaba a punto de pasar y no podía perdérmelo)-, pero antes, quisiera hacerle una última pregunta.
- Hágala, signore.
-¿Dónde están sus gatos enfermos?
- Ya le dije que los curo y los devuelvo al parque. No pensará que los enveneno ¿verdad?
- No, nunca hubiese pensado algo semejante.
-  Quedaron tantas cosas para contarle que es una lástima que se vaya. ¿Por qué no regresa otro día, le parece el viernes?, dijo, alcanzándome mi abrigo y abriendo la puerta. Me saludó con su fría mano, que ahora me parecía de bronce.
           Le contesté que si, tomé mi abrigo y salí del castillo de juguete. Afuera, el silencio se cortaba apenas por el rumor lejano de algún automóvil trasnochado. La calle estaba dormida, bañada en oscuridad. Observé que las casas eran todas como pequeñas jaulas que encerraban quizá también otras historias  como ésta.  Pensé en abrir todas las puertas y dejar en libertad a los fantasmas atrapados entre sus paredes. ¿Serían ellos los fantasmas o seríamos nosotros?
         Divisé al ómnibus cuando crucé la avenida. Lo corrí hasta que lo alcancé. Cuando subí noté cierta similitud entre el guarda y la vieja foto de Arturo. Me senté en mi ventana de siempre. Estaba empañada y la cara  borrosa del guarda reflejada en el vidrio parecía ahora la del noble escocés, pero más viejo.
                                                                 
                                                                2
 
 
        La descubrí  sólo una vez antes de nuestra cita del viernes. Encorvada por las bolsas, la vi distribuir los platillos entre los gatos cerca de la fuente (cada vez eran menos) y me acordé de Arturo y de la poca suerte que tuvo con los platillos de la mujer. No le hablé, la observé de lejos traspasar el portón de alambres; la vi lentamente eludir las baldosas rotas como guiada por su memoria, hasta que dobló hacia su casa por la calle oscura y misteriosa. Me pregunté si ella no sería, acaso, la causa de la muerte de los gatos.
        Llegó el viernes y yo hice lo mismo: no pasé por el parque y me fui directo hacia su castillo. Esa noche estaba despejada, se veían algunas estrellas  aburridas de tanto dar vueltas sin saber porqué ni para qué. Las luces del pavimento estaban curiosamente prendidas todas al mismo tiempo quizá por primera vez. Me fue fácil esta vez dar con su castillo. La luz me permitió, ahora sí, ver el jardín abandonado. La espesa mata, despareja y seca, me recordó la cabellera de la vieja. Golpeé la puerta con  la mano de bronce y se abrió sola, estaba sin tranca. Me quedé quieto del lado de afuera. Intenté una vez más golpeando la puerta con la fría mano de bronce, para que la mujer se percatara de mi existencia. Al rato veo que la señora sube por la escalera que daba al sótano acompañada por un hombre y se sorprende al verme; me saluda y rápidamente se despide del sujeto. Su cara me era familiar. Quizá lo había visto en el parque junto a la mujer o quizá caminando por la zona. Era mucho más joven, de baja estatura y con lentes gruesos como enormes ojos de vidrio. Llevaba una linterna en la mano. La mujer cerró la puerta después que  los gruesos lentes cruzaron el jardín y se perdieron entre los muros.
-  Pase, que hace frío – dijo la mujer, un poco agitada, mientras bajaba apresurada a cerrar la puerta del sótano. Cuando volvió, tomó mi abrigo, lo colgó y me llevó sin mediar palabra alguna, hacia el living de terciopelo azul. Me ofreció algo para tomar pero le dije que no. Por las ventanas  entraba algo del reflejo de las luces del pavimento, tenuemente coloreadas por los rombos de vidrio.
-  Es un amigo que me ayuda con la casa de vez en cuando -, dijo, sin que yo le preguntara nada, refiriéndose al petiso de lentes. La mujer estaba desaliñada como si recién hubiese llegado del parque. Su pelo alborotado como un gato erizado, apuntaba para todos lados. La imagen de Arturo seguía ahí sonriendo sin saber porqué ni para qué.
-¿Qué hay en el sótano?, le pregunté, yendo al grano. Esta pesquisa puso más incómoda a la señora. Yo tenía la intuición de que algo había en esa habitación
- No es de eso de lo que quiero hablarle, vociferó cambiando de tema. El tono de su conversación ya no era el mismo que el de nuestro encuentro anterior. Algo había ocurrido; quizá yo había llegado en un mal momento a juzgar por  la presencia del petiso de lentes. O quizá algo inesperado le habría sucedido. Estaba seria, concentrada en lo que iba a decir.
- Hay una cosa que no le conté, pero para contárselo necesitaría de algún dinero. ¿Ud. me entiende verdad? Me surgió un imprevisto y necesitaría el dinero, no mucho, por supuesto, dijo mezcla de italiano y  español.
           Por ahí venía la cosa, pensé. Tenía que haberlo sospechado antes, dado su desmedido interés en hablar conmigo, pero ya era tarde. No podía echarme para atrás justo ahora que estaba por hacerme una  importante revelación Le pregunté el monto y era tan insignificante el dinero que me pedía, que se lo di sin preocuparme, con tal de que me siguiera inventando la historia para escribir en el diario.
- Ahora, más que contarle una historia, tengo que hacerle una confesión.
- Hágala,  le dije.
- Mi marido no es la única persona que murió.
-¿No?, pregunté un tanto asustado.
- No señor.
 - También murió Edgardo, mi amante. Yo lo había conocido mucho antes que Arturo, pero mi gente, como le dije antes, no lo aceptaba debido a una vieja rencilla familiar. Cuando supo de mi boda, se suicidó. No soportó tanta humillación.
 - Lógico -, le dije yo, tratando de comprenderla y meterme en su mente aunque sea por unos instantes. En su locura ella no experimentaba remordimiento alguno. Le daba placer contar con lujo de detalles los pormenores de su historia, de los personajes que rondaban por su vida. Cuando terminó de hablar en italiano, se relajó (como si se hubiese sacado un peso de encima) prendió otro cigarro largo de chocolate, se recostó en el sillón y se puso a mirar la foto del escocés, buscando, tal vez, redimirse frente a su imagen.
- Luego de una larga pausa y cercenando el silencio me dijo: ¿No quiere tomar nada signore’?
- No -, le contesté. (No quería ser su próxima víctima) Pero hay algo que quiero que Ud. me proporcione -, le dije.- Necesito las fechas exactas de las muertes.
- Ud. ya sabe lo que tiene que darme...
            Saqué de mi billetera un monto igual al anterior y se lo di sin titubear. Anoté las fechas en un cuaderno que yo siempre llevaba para estas ocasiones. La muerte del escocés era de treinta años atrás y la de su amante seis meses después. Noté cierta lógica en la concatenación de los hechos. Reparé en ello por unos momentos, pero sin olvidar que estaba frente a una mujer desequilibrada.
- Voy por más té- dijo la dama, mientras guardaba el dinero en su bolsillo. Aproveché ese momento de distracción para recorrer la casa. Bajé rápido las escaleras. Intenté en vano abrir la puerta del sótano. Una aroma extraña emanaba desde su interior. Me recordó un viejo laboratorio que conocí en mi infancia. Luego subí sin hacer ruido y me dirigí hacia las habitaciones de arriba. La puerta estaba entornada, pude ver una  habitación con decoraciones de otra época, como una escenografía, pero sentí ruidos  que provenían de abajo y me largué de inmediato. Bajé a tiempo y me senté nuevamente en el sillón como si nada hubiese sucedido. De los gatos no había rastro alguno. De pronto se apareció la mujer con un vestido nuevo, dejó el té sobre la mesa y se fue hacia el aparador. Lo abrió y sacó  un viejo tocadiscos a púa. Lo puso a rodar y empezó a sonar una ópera.
- “Lucia”, dijo la mujer, “la ragion smarrita”. ¿Hermoso, verdad?, dijo, mientras daba un sorbo al té. “Il dolce suono mi colpi de sua voce!.... se escuchaba desde el viejo tocadiscos a púa.
            La música otorgaba el dramatismo que le faltaba a la escena. La mujer se había puesto unas singulares ropas para la ocasión. ¿Sería el traje de “Lucía?”.  Sus labios se movían a la par de la soprano, pero casi sin emitir sonido (¡mejor!, pensé) Sus manos se balanceaban con el ritmo de la pieza musical, pero a destiempo. Un solo de flauta se intercambiaba con la de su débil y desafinada voz. Su actitud sugería ser la de una diva del canto retirada (con la salvedad  que ella ni siquiera había llegado a ser una diva) Cuando el disco terminó, la mujer se mantuvo en su silla, recostada y  entregada al frenesí que la música inspiraba.
           Miré mi reloj, ya era tarde. La mujer seguía en el sillón, vencida por la pasión. Advertí que esta mujer no tenía nada más para contarme, o mejor dicho, para inventarme. Me paré en silencio insinuando mi retirada. La mujer se levantó al escuchar mis pasos, comprendió mis intenciones y se fue en procura de mi abrigo. Nos saludamos sabiendo que éste había sido nuestro último encuentro. Antes de irme le hice la última pregunta
- Hay un dato que me falta y es su nombre. ¿Me lo podría suministrar?
 - Adivínelo signore, es muy fácil. Cuando escriba el artículo se va a dar cuenta...
            Su cometido había sido cumplido: su soledad había sido mitigada aunque sea por unos breves momentos (además de algún dinero) Crucé el jardín y desaparecí en las sombras. La música seguía resonando en mi cabeza, como un eco interminable. La imagen de Arturo y Edgardo me sugerían venganza y compasión, sedientas de un final que les dé paz a sus almas.  Su última frase “Cuando escriba el artículo se va a da cuenta”... siguió sonando en mi cabeza.  Pero era  muy tarde, ya pensaría en un final para esta historia. El ómnibus no demoró en llegar. Eso me llenó de júbilo, porque esa noche hacia mucho frío.
                                                               
                                                                         3
         
            Pasó un largo tiempo y a ella no la vi más, se la llevó el invierno envuelta con sus trajes de ópera y su bolsa de arpillera. Tampoco se la vio junto a los pocos gatos hambrientos que aún yacían en el vergel. El artículo para el diario estaba estancado; el relato tenía bifurcaciones sin resolver. Una de ellas era encontrar el paradero de esta mujer y saber qué le paso exactamente, ¿por qué había desaparecido tan repentinamente?
            Una tarde salí yo en su búsqueda. Era de día, fue fácil dar con su casona. Pude percibir, a lo lejos, que su castillo medieval tenía un cartel de venta en su fachada. Se había ido o se había muerto, medité. Percutí la puerta con la mano de bronce  pero fue inútil: no había nadie, estaba abandonada, a la espera de un  posible comprador. Recorrí sus alrededores. El fondo parecía un desierto, un cementerio de arboles marchitos, y plantas muertas de sed. ¿Desde cuándo estaba abandonado? Luego salí del fondo  por uno de los costados y me topé con el sótano. La ventana de la bodega estaba cerrada con llave, fueron inútiles mis intentos por abrirla.
-¿Viene por la casa?, disculpe la demora -, sentí que alguien me preguntaba detrás de mí.
- Si, le contesté, para salir del paso. Era una mujer más bien delgada, con aire servicial y de buena presencia. Una típica vendedora
- Pase por acá, sígame por favor.
         Me llevó hasta la puerta de entrada. La vendedora no daba con las llaves de la puerta y probaba una a una, hasta que al fin se abrió. Comentaba que siempre se confundía con las llaves del fondo. Adentro estaba oscuro y olía a humedad. Entró la luz cuando levantó las persianas de las ventanas onduladas. La habitación estaba vacía, sin muebles. Un escritorio estaba en el centro del living, como una isla en medio del océano. Allí se sentó y esperó a que yo lo hiciese.
        Me contó en forma detallada todos lo pormenores de la casa, cumpliendo con su rutina habitual. Esperé el momento adecuando para dar mi primer zarpazo informativo. Indagué a la mujer hasta donde pude. Al principio no quería hablar, rehuía a mis preguntas; pero cuando se dio cuenta  de que a mí no me interesaba comprar la casa, se explayó largamente.  Sus datos fueron reveladores. La casa hacía muchos años que estaba abandonada   Pero lo más curioso no era eso: su dueña había sido una cantante de ópera que se había vuelto loca. También me confesó que en ella había ocurrido un horrendo crimen y por eso la gente decía que la casa encerraba una maldición. Se comentaba en el barrio, decía la vendedora, que de noche, y siempre a la misma hora, se escuchaba el canto de una mujer. Entonces. ¿Cómo había entrado yo a la casa? ¿Quién era la mujer del parque? ¿Una impostora,  para sacarme algún dinero? ¿Un fantasma?
          Le pregunté por la llave del sótano, pero no la tenía. Me confió, que ése era el lugar dónde se suponía había ocurrido el crimen. Se creía que esa puerta había estado cerrada por mucho tiempo y nadie se animaba a traspasar sus límites.
          Cuando salí de la casa, la vendedora ya no estaba. Las puertas estaban cerradas. La busqué infructuosamente por los alrededores del castillo. Había desaparecido delante de mis propios ojos. Pero no me extrañó. Ya nada me sorprendía.
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                                                                   4
               
          El parque reverdecía a cada instante, pero los gatos la echaban de menos. Los que sobrevivieron lo hacían como podían, recogiendo las sobras que la gente les dejaba al pasar.  La desaparición de la italiana  tendría alguna conexión con su confesión, aunque fuese pura invención. La duda se apoderaba de mí. Las piezas del rompecabezas  no me cerraban. El misterio del sótano y el petiso de lentes, era un enigma que no lograba enlazar en mi artículo para el diario. Lo único cierto era el crimen ocurrido treinta años atrás y el fantasma de la cantante de ópera. Quizás la mujer del parque sabía esta historia y abusó de ella para engañarme. El tiempo pasaba y ya no podía esperar otra estación más antes de terminar la crónica.
          Era primavera y el bosque cerraba más tarde. Yo a veces dejaba pasar mi ómnibus de las seis y cuarto y me quedaba en el parque hasta que los árboles tapaban al sol. Cuando el cuidador avisaba que el parque cerraba yo tenía la esperanza de verla, como en los viejos tiempos,  alrededor de la fuente y cerca del portón de alambres retorcidos. Una vez tuve la ilusión de que era ella, pero se diluyó en pocos segundos al comprobar que era un hombre disfrazado de mujer y con un perro dentro de una bolsa. Decidí entonces, volver a la casa una vez más. Recordé la ventana del sótano. Tendría que investigar el origen de ese olor extraño. Resolví que lo haría de noche y dotado de los instrumentos necesarios para abrir, si fuese imperioso, la claraboya del sótano.
           Lo hice un viernes, para seguir con la tradición de mis encuentros anteriores, pero lo busqué sin luna. Las luces de la calle no se animaban a existir y eso fue de mi ayuda. El castillo estaba lóbrego, con un cartel atravesando la puerta y otro sobre una ventana del piso de arriba. El jardín  sin luz era un obstáculo; los arbustos azotaban mis piernas como si fuesen látigos blandos. Circundé la casa, auxiliado con una diminuta linterna china, hasta llegar a la ventana del sótano. Una persiana con candado cubría la ventana. Lo aparté sin dificultad (estaba roto) y la persiana se abrió. La ventana era pequeña, un hombre no podría atravesarla, pensé. Rompí el vidrio sin hacer ruido y la abrí con cuidado. La linterna china tenía poca potencia pero la suficiente para hacerme sentir escalofríos y repugnancia. Mis ojos no podían creer lo que veían. Nuevamente la linterna doble apuntando hacia mí. Eran los ojos de gato pero ahora parecían quietos y firmes. Sobre estantes correctamente ordenados aparecían los gatos del parque embalsamados, como si fuese un laboratorio de zoología de un colegio secundario. Reconocí, incluso el semblante y el pelaje de algunos.  Recordé el aroma del petiso de lentes. Era inconfundiblemente el mismo. Formol.
      Repentinamente escuché ruidos. Moví la linterna para el lugar de donde provenían los chillidos. Eran simples  ratas que cenaban con algo  que no pude vislumbrar. De repente sentí movimientos que venían del fondo de la casa. Pero yo no sabía si venían de adentro o de afuera del castillo. Apagué la linterna y me quedé quieto. Pude distinguir una silueta moverse dando pequeños saltos por el fondo de la casa.  Me escondí detrás del muro y esperé que desapareciese. Nada de esto sucedía.  La silueta estaba ahora frente a la ventana del sótano, podría ser la del petiso, cavilé. Deduje que me estaba buscando a mí. El sereno prendió una linterna mucho más potente que la mía (no sería china) Yo salté para el jardín y me tiré al piso protegido por las alta matas y la cerrazón de la calle. Así estuve un largo rato hasta que ya no se veía la silueta del sereno y no se percibían sus ruidos. Salí reptando por el jardín y rezando para que las intermitentes luces no se prendieran. Cuando lo hicieron, yo, afortunadamente, caminaba por otra cuadra, limpiándome los restos de tierra pegados sobre mi ropa e intimando a mi linterna de que me alumbrase el camino.
          Esa noche había despejado uno de los misterios de esta historia. La mujer guardaba como trofeos a los gatos del parque; los alimentaba, los mataba y los embalsamaba. Por eso cada vez era menos la población  de gatos en el parque. Su locura no parecía tener límites. ¿Para qué, con qué fin? Esa noche la pensé entera, mi ómnibus ya no pasaba, caminé hasta el amanecer. Para no extraviarme en la negrura, hice el recorrido habitual del ómnibus. Las paradas, vacías de inquilinos, me sirvieron de guía. La temperatura, por fortuna, no fue un impedimento.
                                                                  
                                                                              
                                                                 5
 
              Luego de resolver parcialmente el enigma de los gatos, quedaban algunos cabos por atar en esta historia. Arturo y Edgardo eran un capítulo aparte. Del primero tenía la imagen de su foto, y del segundo, sólo poseía la fecha y el lugar de su muerte. Rememoré las palabras de la mujer, de los archivos, de las fechas y de los documentos que avalaban sus dichos. Examiné una vez más mi libreta de anotaciones. Ahí estaban los horarios y las fechas de sus muertes, aguardando que yo las cotejara aunque sea para quitarme una duda. Para eso tendría que husmear en los diarios de esos años. Lo mejor, pensé, es ir a la Biblioteca Nacional. Quedaba en el otro extremo de la ciudad, al que yo no iba nunca. Me transportaría el mismo autobús del parque, pero en sentido contrario.
          Lo hice una mañana antes de ir a mi trabajo. El ómnibus era el mismo, pero sus habitantes me eran totalmente desconocidos.  Sus miradas me intimidaban y yo me sentía como un extraño. Puesto que el itinerario era en sentido opuesto, esta vez el guarda era el chofer anterior y el chofer era el guarda del recorrido precedente. Sentí un gran alivio cuando entreví por la ventana que ya nos acercábamos al edificio de la Biblioteca.
            Me llenaron de diarios y papeles de la época en que hipotéticamente habían ocurridos los hechos narrados por la vieja. Los coloqué sin hacer ruido en una de las butacas que elegí al azar. Era muy temprano. Exploré, como en un viaje a través del tiempo, las páginas policiales de los diarios de la época.  Lo hice durante bastante tiempo, porque en un momento dado quedé sólo y dormido, pero nada encontré.
             Luego, caminé hasta la parada del ómnibus saludando al pasar a unas caras conocidas. Recordé el relato en el que yo me encontraba antes de entrar a la biblioteca. Recapitulé que le faltaba un final. En el trayecto, el ómnibus cruzó por al parque. Observé por la ventana que  ella estaba cerca de la fuente. Bajé inmediatamente. Ahí estaba  la mujer de los gatos, la que yo veía todos los días después que salía del diario, la que dio origen al relato sin terminar.  Cerca de la fuente de los leones de piedra, se disponía a volver para su casa, como lo hacía todos los días. Sé que algunos pensaran que fue una mala acción. Pero fue inevitable.  
                  Ella, Lucía,  fue la que me lo sugirió. Esperé el momento propicio, la impunidad de la oscuridad, el agua de la fuente y su eterna maldición. Un gato saltó de la bolsa y corrió hacia la luz. Sus ojos, únicos testigos del final, reflejaban la luz  como una linterna doble apuntando hacia atrás.
 
 
 
                                                  GABRIEL FALCONI
 
    
 
  
 
 
 
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UNE MUJER MISTERIOSA

Palabras Clave: GATOS OPERA

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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