La puta y su parntesis.
Publicado en Jul 23, 2018
. La puta y su paréntesis.
. “El cuerpo es nuestro noble vehículo que nos pasea por el mundo de las ideas.” . JCRC. ¿Importarán las causas por las que sumí mi vida en practicar la prostitución? No. Probablemente si quisiera hacer en mi vida un juicio de valores, entonces sí debiera hacerlo; sin embargo, en ésta ocasión, no tengo más intenciones que solo relatar un hecho aparentemente efímero que me tocó vivir en un puntual momento de mi existencia y no necesita sustraer antecedentes, solo narrar la historia. Soy abiertamente una prostituta que en el último tiempo, para mi práctica, me he especializado en esperar el arribo de los barcos en el puerto de Valparaíso, desplegando todos mis mejores esfuerzos y atributos de una mujer sensual frente a la búsqueda urgente de esos fogosos varones marineros que descienden ansiosamente de sus navíos al recalar en éste puerto y ofrecerles mi cuerpo. Soy joven, de veintiocho abriles, que es mi mes de nacimiento. A juicio de muchos soy agraciada y hermosa; tengo una figura estilizada en la que mi cintura se armoniza graciosamente con la curva perfecta de mis caderas, la que exhibo orgullosa sobre mis largas piernas de piel muy clara y lozana, como la de todo mi cuerpo, con muslos suaves, cual una seda, y de un contorno delineado que las hace interesantes. Mi busto de senos firmes no es de tamaño excesivo, pero me encanta cuando los hombres me lo acarician y terminan diciendo que se han enamorado de él. De la misma forma también me complace cuando se refieren a mi rostro, con frases como: “Anida en él la faz de un ángel”, o “Tus ojos pardos de dulce mirada son capaces de embrujar al mismo demonio”, y “ Quiero hundirme en tu larga, castaña y sedosa cabellera para acurrucar mis sueños”. Durante ya tres años y medio la he ejercido y me he producido a diario con celoso esmero, cuidando de brindar, dentro de lo que cabe, una apariencia de mujer selecta, vistiendo con relativo recato, rehuyendo de la vulgaridad y recurriendo siempre a elementos finos, elegantes, de marcas exclusivas, al igual que en el usar aromas cautivantes de perfumistas mundiales como Channel, Dior, Ruiz de la Prada. De ésta manera me intento dar categoría y a ello sumo poner mis propios límites en la elección de los probables clientes y termino definiendo a mi conveniencia el precio de mi servicio, que nunca es menor y generalmente me lo aceptan. Francamente en el desempeño me ha ido bastante bien y no tengo motivos para quejarme. Pero vamos a mi cuento: Hace algunos días, como uno más de mi diaria rutina, encaminé mis pasos sobre unos altos tacos de fino calzado, hacia el buen hotel donde me habían informado se había alojado la tripulación del “Ursus di Mare”, trasatlántico de pasajeros de bandera italiana que había anclado en el puerto el día anterior. En las inmediaciones del lugar y justo en la mampara me crucé con un apuesto señor cuarentón que respondía a las características de ser de la tripulación. Vestía elegantemente una chaqueta de paño azul; bajo ella una alba camisola de algodón, y en su parte inferior le cubría un pantalón claro de impecable caída y de buen cachemir, mientras en sus pies calzaban relucientes unos negros zapatos de charol en los que perfectamente, si uno quisiera, se podría reflejar. Estaba encendiendo distraídamente un cigarrillo de talla larga y de papel café con la flama de un fino encendedor dorado. Pasé intencionalmente por enfrente de sus narices como si fuera yo para otra parte, mostrando indiferencia, pero de reojo vi cómo levantó su mirada de verdes ojos intensos que me quedó mirando con atención manifiesta, tal como si hubiera visto un fantasma. Reconozco que muchas veces despierto un gran interés en los hombres, pero al extremo de dejarlos con la boca abierta como fue ésta su expresión, jamás lo había experimentado. Me llamó profundamente la atención y de manera espontánea le dirigí la mirada al tiempo que en el rostro figuré una mueca de extrañeza. Pero muy a pesar de mi inicial intención por establecer un contacto, avancé sin esperar una respuesta. Sin embargo, ésta igual llegó. -Perdón, signorina... Me permite usted... Entonces me volví y le encaré con una leve sonrisa. El tono de su voz que usó para preguntarme fue igual al lamento de un saxofón sonando una melodía romántica, y aparte, para mostrarlo más excitante, sumó su esquicito acento italiano: -Permita por favor una cuestión… Aparte de disfrutar de su hermosa sonrisa y de todo el resto de su belleza… ¿Es posible que su nombre sea Lorna? - No, para nada… -Perdón. El que le indico fue el nombre de un amore mío que hoy habita en el cielo y casualmente usted es su vivo reflejo – se apresuró a responder.—Perdón por mi atrevimiento, pero lo que le estoy confesando es la veritá… Debo haber puesto en mi rostro una clara expresión de duda, porque muy apremiado metió la mano en el interior de su chaqueta y extrajo una fina billetera de cuero beige, al mismo momento que dijo en tono de aflicción: -Entiendo que esto le debe parecer ridículo, pero, per favore, vea usted misma que no miento. Me mostró una fotografía a color de una mujer que perfectamente podría pasar como si fuese yo; los mismos ojos, los mismos cabellos, la misma sonrisa. Fue increíble y se lo manifesté. Acto seguido él se disculpó argumentando que reconocía estar cometiendo una impertinencia por el hecho de haberme detenido de manera tan arbitraria, a lo que respondí con una explicación simple que no debía preocuparse y que sentía mucho el no haber sido su amor perdido. Él, ante mi respuesta, sonrió con timidez, bajó la cabeza y suspiró profundamente. Curiosamente los segundos que transcurrieron cercaron al tiempo y éste nos apretujó en torno a la espera de una respuesta. Nos quedamos mirando a los ojos mutuamente y él, de modo muy caballeroso, me preguntó: -¿Y cuál es verdaderamente su nombre? Cuando ejerzo mi rol de prostituta, con quienes me contacto para una relación, me hago llamar Abril, pero ello es artificial. -Mi nombre en realidad es María Magdalena—me oí decir, como si entendiera el por qué no debía mentir. -Yo soy Drago, y es para mí un piacere—me tendió su mano y añadió:-- Hay algo más… –¿Si..? Adelante. -Es otra pregunta… -No tengo problemas. -Ío sería tremendamente dichoso si este momento lo pudiésemos prolongar… ¿Aceptaría usted que ío le invitare a beber algo..? Una gaseosa, o un café… tal vez...—su voz tembló y continuó un tanto nervioso:--No, no… Perdón. No he querido ser grosero. Nuevamente le pido perdón… Una dama como usted… - No, no, no…Está bien… Usted no me ofende y no debe preocuparse. En realidad tengo tiempo y sí. Acepto… Me encantaría beber algo. Un Martini seco, quizás; me encanta… Además, creo que la tarde amerita una conversación. Su trato gentil y su respeto al género me conmovieron y me sentí profundamente complacida, pues, a decir la verdad, dentro de mi condición el respeto para una está común y evidentemente cuestionado siempre y tener la ocasión de sentirse favorecida con un beneficio de esa índole, créanme que se disfruta bastante. La vida es así. El destino se encarga siempre de las determinaciones y ésta vez era quien había dado las facilidades para comunicarme con él. Ingresamos al interior del hotel y nos acomodamos en un sector del bar en el que había unos cómodos sillones de cuero negro y unas mesitas bajas de cubierta muy brillante a buen alcance para que descansaran nuestras copas y unos grandes ceniceros de cristal. Sin mayores preámbulos, la conversación se inició en torno a preguntas que intentaban establecer datos sobre nuestros perfiles y cuando me preguntó acerca de mis actividades, una inusitada sensación de vergüenza me hizo vacilar y le mentí. Le dije ser una profesional, una siquiatra que gozaba de vacaciones. Me creyó. Por su parte me explicó que él era el segundo oficial del recién arribado Ursus di Mare; que éste era su primer arribo a nuestro país y que era oriundo de Milán; que dominaba bien el idioma español y que hacía dos años había enviudado de Lorna, la joven esposa de la fotografía, que había fallecido trágicamente en un accidente en su automóvil y de quién aun se sentía muy enamorado. En el diálogo sus palabras fluían desde su alma con una sencillez y entusiasmo natural con lo que perfectamente se podría suponer que ya nos conocíamos desde hacía mucho tiempo y fue estimulante comprobar cómo dos personas que se agradan pueden ser capaces de situarse en un simple rincón y evitar el trascurso del tiempo, nutriéndose de temas de conversación bien variados y enumerando algunas intimidades como los sueños, los gustos, las alegrías y las penas. Creo que él fue más sincero que yo, sin embargo, pues al escucharle no dudé de sus verdades, mientras que yo todas las cité a medias, cuidando cada palabra dicha, porque en definitiva hasta esos instantes había resuelto ocultar mi verdad. No obstante, noté con claridad que causé en él un perfecto impacto. La experiencia que había logrado adquirir en mis años de contactos con gente de mejor clase, puesto que era yo quién les escogía, me habían dejado algunas lecciones, y aparte de ello, había tenido un par de años de universidad que, por supuesto, nunca fueron concluidos. También, supongo, algún valor tenía el hecho de provenir de una familia bien cultivada cuyo único pecado había sido no tener suficientes recursos económicos… y una hija que optó por las vías del atajo. Las horas transcurrieron mágicamente y entre martinis y agrados ninguno de los dos dimos un asomo de querer separarnos. Es evidente que yo, aparte de la comodidad que él me provocaba, escondía aquel propósito culpable y, en consecuencia, mi interés estaba lejos de tener un límite. Drago, en cambio, notoriamente estaba comprometiendo sus más sinceros sentimientos y en cierto momento no resistió los deseos de soltar sus impulsos y evidenciar sus intenciones, para lo cual recurrió a las esperables características de un galán de su estirpe. Tras una intencional pausa en nuestra larga charla, se acercó a mí y me cogió una mano, la que besó con sutileza, al más puro estilo romántico y me susurró mirándome dulce y directamente a los ojos: -María Magdalena, sinceramente me has embelesado con tu encanto, tu belleza… tu modo. Déjame, por favor, expresarlo y desahogar este afán que me está asfixiando. Es probable que te invada con premuras, pero no puedo evitarlo. Has encendido una llama y quiero alimentarla. Ciertamente recién nos conocemos y nada más median entre nosotros estas hermosas horas a tu lado, las que quiero tenazmente eternizar. Pero por lo que te he contado, el destino ha sido conmigo egoísta, siempre suele ofrecerme solo cortos instantes de dicha que pronto me retira. Quizás mañana ya no te vea y probablemente se me habrá escapado del alma esta maravillosa sensación que me provocas… No quiero que te vayas, María Magdalena. Deja que yo entre en tu alma y me refugie en tu frescura. Déjame mencionar tu nombre e impregnar en él los tesoros que en mi corazón se han acumulado desde hace mucho tiempo… En realidad necesito regresar al mundo de los sentimientos y, por extraño que parezca, tú con tu forma me has abierto una puerta… De igual manera cual se enciende la flama de un cerillo, se encendió en mi alma un profundo sentimiento y no vacilé en acercarme a él, tomar su rostro con ambas manos y depositar mis labios sobre los suyos para iniciar un tibio y candoroso beso que se esparció por la sangre de todo mi cuerpo. Existen acciones de nuestras vivencias que solo pertenecen a la inconsciencia, porque, probablemente, son regidas por ajenas y especiales circunstancias. Como ésta vez, por ejemplo, que burbujearon en los ánimos los efectos etílicos de los martinis; o, porque calaron en lo íntimo de mi ser y demasiado profundamente esas palabras intensas suyas transcritas en un emocionante poema; o, porque su sola presencia varonil se me hacía irresistible; inclusive, existió también la posibilidad que hubiere interferido la triste costumbre que yo tenía de conectarme desenfadadamente con los hombres, cobijada siempre en mi personal dominio de las situaciones. El tema es que luego de arrojarme en sus brazos, no logro registrar en mis recuerdos los detalles del tránsito que sí ha de haber existido desde que estábamos en el sitio de los sillones del bar hasta mi despertar abrupto entre las sábanas magenta de la cama de su alcoba, casi totalmente desnuda. Y digo “casi” porque aun tenía puestas las bragas. Él, también desnudo, cruzaba una de sus piernas por encima de mi cadera y me observaba sonrientemente. Pude oler la mezcla producida por el alcohol, el tabaco y su regio perfume y confieso que no me desagradó, pero hizo que tuviera consciencia de lo que estaba sucediendo. Fue cuando un torbellino de ideas surcó en mi mente y asumí con claridad que la farsa debía terminar, que debía usar mi valentía acostumbrada y establecer las reglas pertinentes. Al fin y al cabo, gustare o no, era él un desconocido que se alejaría en unos días y que, aparte de buenos recuerdos, también podría dejarme consecuencias. Acepté que mi corazón se estuviera dando un gusto, pero no era inapropiado que mostrara algo de responsabilidad y trazara las reales líneas de la cancha. -Drago, espera. Creo que hemos llegado lejos y estoy de acuerdo. Pero debo confesarte algo antes de que prosigamos… Vas a matarme cuando te diga… En mi cara ha de haber habido mucha seriedad, porque en la suya su sonrisa se fue desdibujando lentamente y con su verde mirada intensa clavó en mí una muda y angustiada pregunta. -Te he dicho algunas mentiras… porque me agradaste y no quería alejarte… Yo vivo de esto; del sexo… Soy prostituta… Sin duda quedó perplejo en los primeros segundos y se mantuvo inmóvil y silencioso por otros cuántos. Pero de la misma forma como se desvaneció su sonrisa antes, vi cómo se fue curvando su boca luego, se iluminó graciosamente su mirada e inusitadamente soltó una carcajada que despejó en cierta forma la tenuidad de la habitación. -¡María Magdalena! ¿Era eso? ¡Y qué importa! Me gustas cómo eres, no lo qué eres… Yo podría ser un bribón, pero estoy contigo por placer ¿Capire..? Casi me matas del susto.. Llegué a pensar que se trataba de algo más parecido a una tragedia… ¡Qué pena por ti, querida! Pero no te dé vergüenza; te deseo igual, de la misma manera… Dejémonos llevar y los resultados que los solucione el tiempo. Nuevamente sus palabras cariñosas me sumieron en el silencio, porque creo en aquello que dice que el silencio otorga. Me dispuse con toda mi ternura entre sus brazos y me dejé arrastrar por las arrobadas brisas de la aventura, como él mismo quería con tanto anhelo. Por primera vez en mucho tiempo abrí un paréntesis en mis aciagos días e hice el amor con él de manera apasionada, repetidas veces y tuve orgasmos verdaderamente plenos que me dejaron tendida en aquella cama con la vista extraviada en el infinito y jugueteando con mis propios sueños. Dos días después, el Ursus di Mare levó sus anclas y yo seguí encaminando mis pasos sobre mis zapatos de altos tacones. . F I N
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