..........EL POETA
Publicado en Aug 02, 2023
2023
Novela corta A los lectores que padecerían si ignorasen lo que la novela cuenta En que se observa que los lectores salteados son, lo mismo, lectores completos. Y también, que cuando se inaugura como aquí sucede la literatura salteada, deben leer corrido si son cultos y desean continuarse como lectores salteados. Al par, el autor descubre sorprendido que aunque literato salteado, le gusta tanto como a los otros que lo lean seguido, y para persuadir a ello al lector ha encontrado ese buen argumento de que aquellos leen todo al fin y es ocioso saltear y desencuadernar, pues le mortifica que llegue a decirse: “la he leído a ratos y a trechos; muy buena la novelita pero algo inconexa, mucho trunco en ella" Macedonio Fernández Museo de la Novela de la Eterna I Fuego “Hay una trampa inaceptable/ cuando de las cenizas… nacen alas/ Nadie despliega redes/ Nadie en las cumbres/ Nadie en los mares/ Nadie tras de nosotros/ Todo… al futuro” / Las llamas devoraban su vivienda. Un corazón de fuego lo había desencadenado; Adolfo tenía siete años, su imprudencia había ocasionado tamaña desgracia al encender papeles en la pequeña carpa armada con frazadas justo en el centro de la biblioteca de su padre, el sábado en la tarde. Recordó que su última fantasía de explorador había quedado en ese pequeño habitáculo que abandonó para ir al baño. Luego, por esos olvidos que los niños acostumbran en sus juegos, prefirió salir con su bicicleta, olvidando su campamento. Partió dejándose deslizar con velocidad inusual por las veredas del barrio. Estaba feliz. Él contra el mundo, con esa omnipotencia que solo la infancia otorga. Las calles aceradas, las Tipas vetustas orgullosas de troncos oscuros con ramas verdes contrastaban con jardines ornamentados de césped, flores y geranios gigantes únicos en esa zona y orgullo del vecindario. Estaba exultante, su vida holgada le había permitido recorrer esa infancia con soltura, sin grandes conflictos y con un crecimiento digno; se sentía orgulloso, desconocía las consecuencias del miedo o el temor y su vida escolar, transcurría deshojando conocimiento. Era un pequeño y ávido lector, consumía libros de cuentos con grandes letras y dibujos de colores, le fascinaban las poesías cortas, que luego repetía haciendo gala de su memoria y leyendo en voz alta deletreaba nuevas palabras poniendo más énfasis en las que él interpretaba como más válidas Sus padres sentían admiración por ese niño y estaban orgullos de verlo a esa corta edad tan compenetrado en las letras. Los extasiaba esa facilidad que tenía por su cualidad inusual en la lectura. A su edad era reiteradamente convocado en la escuela para recitar en las fechas patrias poesías y letras de himnos que sumaban galardones y premios por sus interpretaciones, a su curso. Destacaba también su agilidad en las matemáticas, ágil en las sumas y restas. Multiplicaba con la misma facilidad que dividía. A pesar de esto, esa materia lo aburría. Sus padres saboreaban diariamente el esfuerzo de haberle posibilitado su educación. Adolfo, como buen hijo único ofrecía resultados, a pesar que nunca pudo desprenderse del egoísmo que se incorporaba sin darse cuenta en cada una de sus actitudes. No había maldad; sí, una profunda soledad. Pedaleaba entusiasmado en su bicicleta manejando con destreza; sentía el aire fresco en su rostro y sonreía festejando cada pirueta que realizaba esquivando bultos y personas. Poco antes de terminar su primera vuelta a la manzana, observó con curiosidad el humo negro que hacía figuras en el cielo; un humo de color ceniza, espeso, con movimientos espiralados y caprichosos formando una columna maciza como un hongo, para luego abrirse en las alturas diluyéndose misteriosamente en el espacio. Detuvo su carrera quedando a horcajadas en su bicicleta manteniendo sus dos manos en el manubrio niquelado. Estaba fascinado por esa visión inesperadamente real. La calle desierta se fue poblando con vecinos que en su comienzo salieron por curiosidad abriendo ventanas y puertas. Cuando tomaron conciencia de lo que realmente pasaba, corrieron hacia el incendio alarmados, señalando el hongo negro que crecía. Unas lengüetas de llamas rojas aparecieron bruscamente como si fuesen ellas, las obligadas a disciplinar el humo que deseaba dispersarse. ¡Los vecinos comenzaron a pasar apresuradamente a su lado corriendo gritando una palabra grabada para siempre en su memoria...! ¡Fuego! Asustados, presurosos en llegaban desordenadamente al siniestro corrían con baldes y palas. Atrás de ellos, decenas de jóvenes y algunos niños. Adolfo retomó su bicicleta, comenzó a pedalear hasta la esquina angustiado por el pánico ajeno. Al llegar, una sensación desconocida de pavor lo invadió cuando descubrió que el humo nacía en la mitad de esa cuadra: justamente, donde estaba su vivienda. Al frente de ella cruzados en la acera, los bomberos con sus carros rojos, sus manijas de bronce y níquel pulida resaltaban lustrosas, las mangueras cruzando la calle como serpientes gigantes lanzando agua a presión. Un cordón de policías evitaba que se acercaran curiosos que habían generado sin querer, un compacto cinturón a pocos metros del incendio. Los gritos de mujeres eran desgargantes; se sumaban al abnegado lamento de hombres luchando contra el fuego. Era una escena siniestra que paralizó al niño que observaba desde el borde de un cantero al que subió, para ver porque le había, imposibilitado su avance con la bicicleta. No atinaba a nada. Su cuerpo rígido, se había convertido en un mármol; sus ojitos abiertos no parpadeaban y sentía su garganta cerrada. La mano derecha aferraba la rama de una Tipa, la izquierda no atinaba a realizar ningún movimiento. Observó que en la punta de la cerca de su casa estaba su pequeño perro labrador manchado de cenizas, ladrando; pidiendo a todos que salvaran los habitantes de esa casa y que buscaran su pequeño amigo que seguramente estaba en esa hoguera cada vez más intensa. Nadie lo escuchaba. Adolfo gritó por primera vez el nombre de su perro con voz insólitamente desgarrada, estremecida y suplicante. Tampoco lo escucharon. Su perro bruscamente se lanzó hacia la entrada principal que momentáneamente había quedado descubierta al caer agua sobre los marcos de la puerta. Entró ladrando con desesperación y el sonido se fue perdiendo entre quejidos, cuando se derrumbó la viga principal cubriendo la puerta como si fuese la tapa de un sepulcro. Desconsolado, avanzó corriendo, gritando, gesticulando, hasta que fue atrapado por dos enormes tenazas que lo inmovilizaron de sus brazos y lo levantaron muy cerca del casco del bombero que trataba de calmarlo. Gritó, pataleó, luchó contra esa fuerza superior que se lo impedía, hasta que lentamente derrotado, fue derrumbando su heroísmo, para dar paso al niño desamparado; llorando, gimiendo, pidiendo a gritos por su papá y mamá como si esas dos palabras sintetizaran un amor que se calcinaba impiadosamente en esa gigantesca braza incandescente. Estremecida su alma, herida su vida ante esa locura a la que asistía, solo atinaba a taparse sus oídos con sus pequeños dedos como si ese mecanismo de abolición del lamento fuese suficiente para mitigar su pena. No recuerda Adolfo en esas cinco horas de fuego, por cuantos brazos fue pasando, ni cuantos bomberos apresaron sus muñecas y sus piernas; todos le hablaban para darle un consuelo absurdo, mirándolo con sus rostros cubiertos de cenizas y sus bocas vomitando palabras que él no podía escuchar, porque estaba ahogado en un llanto desgarrador, sumado a ese sollozo interminable del sufrimiento. Sus mejillas rozadas antes estaban pálidas, húmedas de lágrimas, grises de cenizas atrapadas cuando danzaban en el aire buscando un destino y en ese lugar entre esos restos de madera, acero y cemento, languidecía el fuego a cuatro horas de haber sido inundado por agua de mangueras. En esas cenizas humeantes habitaban sus padres convertidos ahora en polvo. También su noble perro que estaría tal vez, buscando si viviera, la habitación del niño que había entrado a salvar. Sus tres afectos estaban consumidos, por primera vez recordó aterrado cuando prendió los cerillos adentro de la carpa de frazadas en la biblioteca de su padre. Sintió que él era el despreciable asesino. Súbitamente su llanto cesó. Sus ojos dejaron de emitir lágrimas; no podía respirar, se ahogaba. El cuerpo se desplomó en los brazos de ese alguien, que aún lo sostenía. Sus ojos escaparon hacia su frente como si buscaran en ella alguna explicación; quedaron blancos, quietos, fijos. Los labios se pusieron azules y una baba blanca escapaba por su comisura, sus manitas frías quedaron colgando sin resistencia. Una convulsión estremeció ese pequeño cuerpo como si con cada espasmo, la magia de la naturaleza pudiese regresar el alma herida que se desprendía del niño. Nada más recuerda Adolfo. Los paramédicos acudieron a su pequeño cuerpo tratando de darle los primeros auxilios del moribundo, hasta que pudieron llevarlo en esas carrozas blancas, con sirenas que aturden en el día y la noche al Hospital. Iba el niño en ese vehículo iluminado, con la máscara de oxígeno adherida a su boca, sus ojitos cerrados y los pequeños brazos con agujas plateadas que habían perforado su delicada piel, en busca de venas azules. Nadie lo acompaña de su familia, porque ya no tenía a nadie. Solo el médico afligido asistía al pequeño que luchaba inconsciente por su vida. Estaba rodeado de luces que no podía ver y el pequeño soplo continuo de oxígeno que fluía de su máscara, secaba sus labios, que ahora estaban heridos y agrietados. Las figuras fantasmales de sus padres aparecieron a su lado. Pálidas, ciertas de realidad y bondad; acunaban al niño abandonado. Ella tocaba su frente como lo hizo el primer día que lo vio nacer, llenando de bondad y cariño su piel. Sentía su voz cuando le decía que no se culpara; que él, no los había matado; que fue el destino quién había cometido esa crueldad, pero que ellos estaban bien; que el dolor había pasado y que estaban imbuidos de una paz extraña, confortable y eterna. Esas palabras, ese mágico contacto con su madre, produjo en el niño la primera respuesta de vida. Sus párpados se abrieron en forma lenta, evitando ser cegado por esas luces blancas y pudo ver a su madre sentada a su lado con esa mirada tierna del amor y su mano tocando su frente con la suavidad del terciopelo Del otro lado, su padre, mirándolo con una sonrisa, asintiendo las palabras de ella. Adolfo pudo verlos, sentirlos y el mensaje recibido mitigó en parte su gran dolor sin poder quitarlo, porque estaba clavado definitivamente en su pecho. Fue su última visión en ese día.
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