Genoma y feromonas: Aroma perfecto, tempertura perfecta.
Publicado en Nov 03, 2009
Los ojos huecos no dejaban de mostrarme aquel recuerdo que me desgarraba, aquella instantánea de cuando me topé con Ella por primera vez, chocando de frente como a ciento veinte contra el esplendor de su imperiosa beldad para sucumbir, y descubrir así, que sí había un Dios y que era una chica ucraniana que, por avatares de la Historia, había nacido en Apóstoles. Isabel en la escalera, sin quererlo ni saberlo, me mostró a mí, un escéptico y diestro galán que por aquellos días creía que los hombres verdaderos no lloraban ni bailaban y que ni siquiera sospechaban que existía una quimera capaz de dejarte estupefacto en la pampa, en la vía y sin aliento. En aquel 8 de marzo tan caluroso y digno de tererés que fue declarado, ahí mismo, según mi propia UNESCO, el Día Internacional de la Mujer de Mi Vida, de sólo verla estuve a punto de soltar una lágrima lánguida de alegría. Regresaba, así, mi lado izquierdo revivido en la belleza de los poetas; así volvía aquella sublime conmoción, la misma tontería de las primeras mañanas, esa que nos ruboriza como si un colibrí de hule nos aleteara tras el esternón; y así, mi costado miope de los sueños volvía a su siniestra narcosis, a la ilusión de aquellos días de albor en los que Josefina, además de mi mejor amor, era también mi mejor amiga. Supe que Ella, Isabel, con su sola presencia, sería tan capaz de hacerme sentir el fluir no haciendo pie, sumergiéndome en placentas, en colchones de rosas, en la real atmósfera de un mundo sensacional de colores, de aromas a navidades y de recreos bajo el sol. Cuando Ella tomara mi mano, respirar sería suspirar harina, y cuando Ella estuviera a mi lado, la sangre pesaría para hacerme levitar con las agujas del tacómetro del corazón marcando el rojo peligro de explosión. Isabel me miró con ojos que lo sabían todo acerca de mis infantiles paraísos perdidos y de sus tontísimas taquicardias; me saludó sonriéndome con ojos encendidos, lanzando centellas. Es que las mujeres siempre lo saben todo, inteligentes por pura intuición no necesitan ser racionales... y además... ¡la cara de idiota que habré puesto!, cara de amor-idiocia con moño de regalo y todo... cara de ganas de enamorarme de ella... Hubo un diálogo interno entre el Diestro y el Siniestro: -por dios, qué rubia hermosa. -¡ojo los escalones...! Con aquel aullido a una luna invisible, voló por los aires mi armadura. Rodé escalones abajo. Si, ríete de mi estupidez, maldito voyeur de estas páginas. Lo cierto es que hubo un cambio de paradigma y un vuelco en mi talante; hubo un estruendo tal que plegué mi estandarte para hacerme un torniquete, abrí el paraguas y ahí nomás, fracturado llegué y con lastimeros balbuceos dejé a mi novia Tania, huyendo con las excusas cínicas con las que siempre abandonamos a una mujer. Me prometí actuar con serena sinceridad cuando volviera a verla. No supe cumplirme tal promesa, como siempre. Cada vez que volví a cruzarme con Isabel, sus miradas provocaron en mí el mismo arrebato que el del primer avistamiento de tierra firme, después de tanto buscarla con un ansioso catalejo, hambriento y sediento en alta mar. Angustiado, no me animaba a encararla de una vez, para preguntarle acaso si algún día me amaría, para pedirle que hiciéramos un hijo ya mismo; para no decirle que el día que al fin fuera mía, me aburriría y la lastimaría. Me desbordó una estupidez ingobernable, la misma inocencia de la niñez pero vivida en edades adultas de serias obligaciones, cuentas de servicios y de colas en los bancos; tal ingenuidad me impidió antes toda serenidad y, después, me obligó a toda honestidad, en el momento en que al fin nos tomamos de la mano; en mi embriaguez -tan necesaria en ese sábado veraz en el que florecía una nueva fe-, le entregué mis ojos en garantía en aquel Mentecato Pub de utilería, en ese teatro lleno de extras con sus mejores velos y máscaras, meros adornos de un decorado en la película en la que fuimos protagonistas, en una de esas noches que pueden durar vidas. Y su pollera estalló. ¿Acaso fuimos sinceros gracias al alcohol que tomamos para soltarnos y poder reír?... No. Sólo yo lo fui, ya en el remís. Ella ya parecía conocerme... bruja disfrazada de hada... ellas siempre lo saben todo y si nos dejan mentirles, es sólo por diversión... Si, como que me llamaba Inocencio Rey, le confesé hasta la timidez de no saber dónde putas posar la mirada sino en la suya, con naturalidad esquiva, cuando ya amanecía; el beso fue el corolario de una noche que, como todas y como todo, nunca volvería. Un beso que fue, finalmente, un fruto sangrado, tan sagrado como la majestad de la Reina Isabel de Apóstoles. Apenas separamos los labios, me arrebaté en su venerable perfil eslavo, me perdí en el brillo de sus ojos enormes -como de animé o de bambi homicida- que, aunque pesados de sueño, aún chisporroteaban de éxtasis; me desvié de sus ojos por pura timidez, bizqueé llegando a su hociquito respingado de gatita; me escalofrié, luego, en su deslumbrante sonrisa -nívea como un enero remoto en Ucrania-, despisté en esas mejillas que usurpaban, desde entonces, mis futuras caricias; y con su pelo etéreo como en cascadas ebrias de champagne, Ella fletó toda mi ya imposible cordura. Me devolvió la casaca con la que se tapó el rabo a duras penas, luego de la explosión de su pollera, y me dijo: -no pienses. Dijo "no pienses" y me puso a nadar en la gaseosa nube de los anhelos, puso en marcha una turbina diabólica en mi cerebro, un rotor que no paraba de generar imágenes suyas, un motor que me lanzó a soñar despierto y sólo con Ella. Si lo recuerdo es porque duele, si recuerdo es porque que usó el mismo abracadabra en el final de los finales; y desde el último "no pienses", también sueño despierto, sólo con Ella y sin hacer pie en la constante pesadilla del Ahora, en la nube negra del tormento del recuerdo, en esta realidad de fantasma hambriento. Bastó que ya no estuviera, querido lector, para que la persiguiera obsesivamente. En efecto: fui como todos los monos sapiens. Dormirme pensando sólo en Ella y en aquel beso, fue un regreso en bicicleta a los días en que sólo había curitas en las heridas de las rodillas y ninguna espina en el corazón; fue un retorno a los días en los que sabíamos, sin necesitar más pruebas, que nuestra amistad era el verdadero amor. Creo recordar haberme despertado erguido y con una feliz resaca. Días después, descorchado un torrontés, nos sentábamos a charlar en el living de aquel departamento mío de calle Santiago del Estero, que pronto sería nuestro, sólo para tener el bendito Pretexto. Así me enteré, mientras yo era muy feliz dando piruetas en mi poltrona, que ella estaba a pocas materias de ser una diabólica abogada. Acercándome a su cuello, me acordé de algo denominado "feromona", que siempre entendí como la hormona que mueve al mundo a fuerza de una cachondez que nos vuelve unos insensatos, supe que el amor era aroma perfecto y temperatura perfecta; feromonas para meternos en el mismo santo problema, en el divino quilombo mundano que hace que la vida siga viniendo. Entonces supe yo, mal literato y posterior suicida, qué era lo que me estaba pasando: estaba perdidamente enamorado. Así me transformé en un babuino de la idea fija mientras Isabel tejía un chal invisible con sus manos que, nerviosas y elegantes como pajaritos, iban sin parar desde su regazo de falditas tenísticas, hasta sus hebras de radiante champagne. Yo ya no soportaba más aquella espera en aquel ritual, y sentía la inminencia de mi esqueleto estallando, atravesándome la piel para voltearla, ahí mismo, con la imposible elegancia del babuino. -y a vos ¿te gusta viajar?- preguntaba Ella, tan atractivamente blonda. -me fascina.- respondía yo, tan babuino babeante, mientras Isabel me contaba que alguna vez había soñado con ser azafata para poder así viajar y conocer el mundo. Aunque yo sabía que tenía que actuar con un mínimo de civilidad, la vista se me escapaba y rebotaba, una y otra vez, contra esos pechos que parecían tener exactamente el mismo problema que yo: querían hacer saltar al torpe corpiño por los aires. Isabel se removía en el asiento cuando hablaba, cuando gesticulaba, cuando me pedía más vino; y a punto estaría de fundir esa bombachita que yo ya adivinaba rosa. Así deduje el misterio del estallido de su falda en el último sábado de película, el único, el inolvidable: la fricción constante de unas nalgas capaces de provocar estragos. Pegaba los muslos y luego, ansiosa, volvía a abrirlos en una rutina apenas perceptible que, por mi suspicacia anhelante y de babuino, me iba a terminar por enloquecer. Siguiendo el humo de aquel incendio, caí de rodillas a sus pies para invadir su espacio aéreo sin defensa. Pasé una mano por su vientre y con la otra mano le acaricié el cuello. Nos unimos en la eléctrica experiencia del beso. En aquel momento vibrante en el que mordí su labio inferior y en el que mis manos emprendieron maquinalmente una primer recorrida por su cuerpo buscando poner fin a las especulaciones de tanto tiempo de admirarla sin poder tocarla, el Universo se detuvo expectante... Dios... qué firmeza la de su culito terso y sutil... ¡qué paradoja la de dureza y suavidad combinada en sus senos!... la sensibilidad de los pezones hizo que Isabel me abrazara y, maternal, me estrechara contra el pecho. Podría haber vivido una vida allí. Podía haber muerto así, feliz. Pero nos separamos y continuamos el beso con los ojos. Isabel bajó la mirada y carraspeó, teatral, quizás avergonzada de aquella nueva desnudez de mejillas afiebradas; sentí que la fina hebra de la pasión estaba a punto de cortarse para volver a la Excusa, en una nueva copa de vino, o en alguna otra pavada que la envolviera urgente con los mantos del pudor. Algo le dijo al babuino que no volviera a la carga tan pronto y desesperadamente como quería. Le acaricié el rostro con el dorso de una mano que luego ella tomó entre las suyas para besarla. Sentí nacer una novísima estrella en el pecho y supe que, con tal energía, aparecen los soles en el vasto universo... ...¿Es ese el amor de Dios? ¡Fiat Lux! En pleno deja-vu inverso, aferrándome al ahora de mi espejo sin reflejo, sigo preguntándome si acaso las lágrimas acumuladas en aquella vida viril, sin moco ni llanto, eran tan severamente cáusticas como para deshacerme aquellos viejos ojos. Llegamos a la habitación fundidos en besos tentaculares, Ella colgando en mí y yo, glotón en un dulce infierno interno, bajando el cierre de su falda que, ya adiestrada y ésta vez sin estallar, cayó exhalando al piso. Querido lector: te recuerdo que recuerdo porque duele eternamente. Ay. Su tanguita rosa y radiactiva resaltaba las leves pero espléndidas caderas. Recuerdo con congoja, con furia inerte, con furia infértil de fantasma que rebota en blancas paredes, que cuando desabroché su corpiñito, al fin, con una sola mano, sentí que la inverosímil celeridad de la maniobra era gracias a que sus pechos ansiaban liberarse. Recuerdo, con ira impotente de diablo enjaulado, cómo me posé sobre ella y delicadamente comencé la búsqueda de una esencia envuelta en su piel, cómo emprendí mi viaje a Oriente, separando sus mares con mi nada bíblico bastón. Recuerdo, sin mis ojos, aquella vez que entre fuegos fatuos, hicimos y ejecutamos el hermoso acto de la fusión completa. Recuerdo las quejas exhaladas en ronroneos, el rumor, los suspiros. Recuerdo aquella batalla de dragones en amorosa lucha. Nos recuerdo así juntos, navegando en las sábanas hacia el único fin, el de la misma muerte en la que nos acostamos, rendidos, a soñar. Recuerdo que hicimos y ejecutamos el amor por ocho meses, maravillosamente y sin parar. Amor que es aroma perfecto, temperatura perfecta.
Página 1 / 1
|
inocencio rex
Delfy
inocencio rex
abrazo, master
Gabriel F. Degraaff
inocencio rex
inocencio rex
cariños
solimar
Elvira Domnguez Saavedra
inocencio rex
abrazo
Gabriel F. Degraaff
inocencio rex
es cierto lo que comentas, pero mas dificil que levitar por ocho meses es aterrizar sin estrellarse... jajaja
llévelo al baulito que yo me pongo contento de que usted lo haya leído.
abrazo enorme
miguel cabeza
miguel cabeza
Un abrazo
inocencio rex
inocencio rex
gracias por el comentario tan generoso, mi querida carol.
Carol Love
Maestro Rex... bueno indescriptible montaña rusa, excitante y risueña, (cuando me cortaste la risa pensé que, además de mis vecinos, vos también me escuchabas.. jajaja..)
Qué hombre de habilidad señor Inocencio, permítame sacarme el sombrero, -ahora se me mezclan con vos los personajes.. por qué usa tu nombre este señor?- mire que hacer todos esos malabares de manos mientras se está cabalgando un tsunami interno... uáu...
Muy buen trabajo, incluís al lector, genial...
inocencio rex