Genoma y feromonas: El final de los finales.
Publicado en Jan 02, 2010
Un agujero negro, un ojo de fantasma hambriento. Desaparecen las visiones, los recuerdos, y sintiéndome a punto de estallar viajo ajustado a la mínima cúpula a la que debo someterme, al dolor de una perduración póstuma, la de mi espíritu: la angustia, comprimiéndome para volverme el vibrante átomo que contiene este mismo e inestable kilotón que amenaza con estallar, una partícula que apenas si tolera el ajustarse a los límites de un universo en el que soy este mero dolor de espectros que se va agudizando, consonante con el aullido primordial, pero en reversa, de la contracción cósmica; y adivino, encandilado por la solana gris que muta desde una anodina palidez hacia ese amarillo rojizo que tienen las más límpidas llamas, que aún soy el alarido que no puedo atribuir sino al eco mismo del Big Bang original y que va mermando, involucionando hacia el hastío, hasta ese momento en el que el más absoluto silencio llega finalmente.
Los intuyo ahí fuera, jugando conmigo vuelto esta partícula comprimida al máximo dentro de una incierta cúpula. Los oigo preguntar mi nombre. ¿Qué puedo responderles, sin voz pero con certeza? ¿Acaso decirles ese nombre con el que no viví, mi verdadero nombre, ese que nunca conocieron mis padres y que tampoco es el mero alias que denominaba a quien Isabel alguna vez dijo amar? En ese murmurar que me llega desde el más allá, desde la dimensión en la que existen tan patéticamente, percibo burla en sus voces ignominiosas, tristes sandeces de demonios que consultan, frívolos, acerca de los pormenores de mi tragedia; así me siento: insultado; y un odio ya inhumano, el más negro y absoluto que haya sentido existencia alguna, me inunda para volverme un agujero negro buscando hacer estallar la cúpula en la que siento aquella misma energía de la vida perdida, la verdadera, la de las órbitas de los cometas, la de la combustión que hace arder estrellas, esa con la que sutil se abre una flor, esa con la que late un corazón cualquiera, esa que devoro siendo fantasma hambriento, siendo el mínimo espectro de antimateria girando a velocidades imposibles y queriendo estallar en una ira de tormentas que libere al entero cosmos metido en un simple átomo. Reconozco que ese grito es mío, un alarido espeluznante y mío. Pero ellos, los malditos, con impertinentes risotadas, me siguen asediando, tristes demonios que se divierten sin siquiera prestar oídos a la amenaza de un alarido constante, la estela de una inercia que fluye sin acallar lo insoportable e infinito de la estupidez. El grito, el mío, muta y se vuelve una serie de balbuceos que forman palabras repletas de un odio tan humano y tan común como lo es el que sólo pude sentir en la vida pasada de la que éste actual no-existir es un mero vestigio sobrenatural; sí, es mero recuerdo de un odio que no se puede verter sino en unas secas, imposibles, lágrimas de una furia de fantasma hambriento. Giro sobre mi mismo eje, fulminantemente, velocísimo, como fusionado a ese agudo zumbido predecesor del estallido con el que una vez naciera el universo; y así, como un dínamo perfecto, dando millares de revoluciones al instante, viajo en el tiempo. Un lugar que reconozco: el mismo living del viejo caserón de Ituzaingó, en una oscuridad salpicada por las intermitencias de los relámpagos en la que los seis comensales están sentados en torno a una mesa redonda, iluminados por la tenue luz de las velas; hay una sobre la mesa y otras dos en estantes adyacentes; al norte de quien invoca, se dispuso un semicírculo formado con el íntegro alfabeto, al sur, otro semicírculo con los números del 0 al 9, hay un SI al oeste, un NO al este, y un asimétrico ADIOS un tanto alejado de aquel circuito. Cada uno de los seis comensales apoya un dedo índice sobre el pie de una copa dada vuelta que pronto empieza a moverse cansinamente hacia el SI; pero el sonoro pedo de un riente comensal desbarata el misticismo del momento; las mujeres acusan de asqueroso a ese el mismo comensal que primero confiesa haber empujado la copa con el dedo y, después, que todo aquello le parece una soberana estupidez. La copa vuelve a situarse al centro de la mesa; el fogonazo de un rayo que cae en las cercanías provoca un bullicio y varias maldiciones; la crispación tarda unos minutos en disiparse; quien invoca hace las últimas y definitivas advertencias acerca de los peligros que implica una eventual rotura del cáliz; finalmente, el que invoca invita a retirarse a quienes no deseen participar de la experiencia; pero en tanto, los restos de una jocosidad que se reprimen en sordas carcajadas terminan de esfumarse, junto a todo escepticismo, con una unísona exclamación: la copa, solita y sola, viaja muy decididamente hacia el SI. Como superando un hechizo, Quien invoca pregunta, al espíritu poseedor de la copa, su nombre. El cáliz invertido se desliza hacia la R, vuelve, con suma rapidez, hasta la E y, prácticamente flotando, empuja la X antes de situarse en el centro. Quien invoca, confirma: -Rex, sos varón...-y consulta, no sin cierta pusilanimidad: -¿estás cómodo entre nosotros?-. A lo que Rex, para negar, responde viajando hacia el Este de quien invoca, que repregunta al espíritu: -¿entonces no estás cómodo entre nosotros?. Rex repite su viaje al NO. Una comensal mujer exclama: -ay, me da miedo-, exclamación a la que quien invoca hace caso omiso para inquirir un redundante: -¿por qué no estás cómodo entre nosotros?-. Rex, maniobrando una copa sibilante y veloz, escribe la palabra "Odio" y seis traseros respingan en sus asientos; luego de un silencio de tumba, la misma y aterrada comensal mujer exclama: -ay, dios mío-. Un comensal hombre ingresa al paranormal interrogatorio, con una no tan obvia pregunta: -¿estás muerto, Rex?-, y entonces Rex mueve la copa hasta el SI. El tercer comensal hombre se anima y completa: -¿y cómo te moriste?-. La copa, acariciando la lustrosa superficie de madera de cedro, escribe otra terrible palabra: "Suicidio", que hace que aquella misma comensal mujer lance un: -Basta. Esto me da mucho miedo-. Quien invoca, impostando coraje, se dirige paternalmente a la comensal, diciendo: -tranquila, Isabel. Vos no te vayas a asustar. No va a pasar nada malo-, antes de que el tercer comensal hombre, como poseído por la curiosidad, pregunte mirando a la copa: -¿como lo hiciste, te pegaste un tiro?-. Rex lleva su nave al NO. Quien invoca completa preguntando: -¿Cómo te suicidaste entonces?-, y Rex escribe: "Sobredosis". Ahora, una segunda comensal mujer indaga: -¿por qué te suicidaste?-. Rex escribe: "Amor"; las segunda y tercer comensales mujeres se aúnan maullando: -aaaay, pooobre-, y el celoso tercer comensal hombre castiga apreciando: -¡qué pelotudo!-; las tres comensales mujeres lo fulminan con la mirada. Nadie, salvo quien invoca, ve que Rex escribe: "Hijo", entonces quien invoca pregunta: -¿tenías un hijo?-. Rex lleva la copa al NO y después escribe: "Perdió el bebé". (Un estremecimiento atravesó los seis espinazos y todos tuvieron la certeza de que aquello no era un divertimento cuando Isabel empezó a sollozar; la pesadez del ambiente se hizo insoportable). Quien invoca, haciéndose cargo de aquel momento difícil y hasta sintiéndose culpable de aquella situación, preguntó al misterioso cáliz dado vuelta: -¿tu mujer perdió el bebé? ¿nos querés contar cómo pasó eso?-. Pero, para sorpresa de los seis comensales, Rex escribe: "Isabel perdió el bebé". Quien invoca contraataca sin siquiera pensar en la pregunta que hace: -¿tu mujer se llamaba Isabel?-. La copa viajó arrastrándose hasta casi tocar a la más alterada de las comensales que luego mira, aterrada, cómo la copa, de regreso al semicírculo del abecedario, hace un alarde de psicokinesis y remata repitiendo: "Mi hijo". Isabel estalla a los gritos: -¡ésto no puede ser! ¿Ustedes me están jodiendo? ¡es todo mentira! ¡mentira!- y retira su dedo índice de la copa para cubrirse la cara -¡con eso no se juega! ¡no se juega!-; la copa, tan impune como lo pueden ser quienes no se sujetan a las reglas de la física, sigue escribiendo: "mi hijo, mi hijo, mi hijo...". Entonces quien invoca, incrédulo y celoso además de sorprendido, pero, sobre todo, con una ingobernable y morbosa curiosidad, pregunta al espíritu: -¿entonces vos eras el verdadero padre del bebé de Isabel?-. Isabel ya está de pie, inclinándose hacia delante como sin dar crédito a nada de lo que está sucediendo, y después grita como una desquiciada, atacando primero a la copa: -¡¡Hijo de puta!!- y, después, a quien invoca: -¡¡Hijo de mil putas!!-. Quien invoca omite la afrenta ya que, movido por su interés personal, está a un paso que su interpelación al espíritu de la copa lo lleve a algo que lo obsesiona: -así que vos eras amante de Isabel ¿eh?... ¿Quien sos, basura?... ¿nos podés decir tu nombre verdadero? Rex escribe: "yo soy vos". Quien invoca, con una carcajada patética, contesta a la copa: -No. Eso es imposible, papi-, y pegándose repetidamente al pecho con su puño izquierdo, como para desafiar la hombría de un espíritu en una copa, dice: -Yo soy yo, hermano, yo estoy acá... y estoy vivo... y vos... y vos... Pero Rex ya navega en su copa hacia el NO, para luego escribir: "Vos ya estás muerto. Todos lo están." Patinando a toda velocidad, primero arremete contra el candelabro y luego empieza a trazar unas severas elipses, cada vez más amplias, cada vez más cercanas al borde de la mesa; con cada órbita que completa, la copa inaugura un nuevo ciclo incrementando su velocidad. Los dedos de los cinco comensales (que ya están arrodillados sobre las sillas) siguen apoyándose sobre el revés de la copa, hasta que ésta, como en un súbito capricho, se detiene para estacionarse en el centro mismo de la mesa. Temerosos, los comensales van retirando de a uno sus dedos. Pero la copa, como en un prodigio de la telekinesis, sale despedida, en una fulminante carrera desde el dedo de quien invoca, se inaugura un carreteo, en línea recta, que antes de alcanzar el borde de la mesa eleva a la copa en el aire para arrojarla como un proyectil. Isabel, dando un grito se cubre la cara con el antebrazo y, doblándose por la cintura, alcanza a esquivar el embiste de una copa que termina por estrellarse contra la pared. La misma e inerte elipsis, esa de la póstuma digestión de mis pecados, en la sobrevida de fantasma hambriento, fue la que hizo de la parálisis del flujo espacio-tiempo ese momento en que llegué vislumbrar la expresión aterrada manando de sus pupilas temblorosas; era la vida misma, la que siempre se iría en un sollozo, la que se manifestaba en unas pupilas dilatadas por los humores del espanto; el animalito rogaba misericordia, clamaba por su existencia, se estremecía mirando al negro fondo vacío de los ojos huecos. Nos miramos pero Ella no me reconoció, sino que en esa calavera alcanzó a vislumbrar su destino, el Destino mismo de toda la humanidad, y supo así que el bendito Dios no era más que un simple y laborioso gusano. El alarido aumenta y lamenta, en partículas que se irradian. La cara de Isabel se resquebraja. Todo se fragmentaría y estallaría en esos miles de millares de brillantes esquirlas que Ella ni nadie jamás verían refulgir en un fondo de eterna penumbra.
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Roberto Langella de Reyes Pea