Genoma y feromonas: Esa aristocracia
Publicado en Feb 01, 2010
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Solía comprar mis cigarrillos siempre en ese mismo kiosko al que iba, sonriente, todos los santos días. Cambié mi forma de vestir, confundiendo elegancia con ese uniforme de gabardina, escote en v y falsos brillos charolados con que suelen ataviarse los trepadores. Pronto el departamento, con adornos absurdos, cortinas a tono, un colorido popurrí en la mesita de la lámpara, con la equidad de un revistero a medias Cosmopolitan y a medias Inrockuptible, con flamantes cubrecamas y con el CD de "moon safari" sonando a toda hora, cobró la impronta de Isabel. Vivíamos, presumidos, un pequeño paraíso burgués en el que yo le mostraba mis poemas (y Ella los adoraba), yo le tocaba mi última canción (y Ella escuchaba con párpados entrecerrados), yo le rompía la tanguita con los incisivos (y Ella, teatral, se negaba y sonrojaba), yo le hablaba mientras ya soñaba y su cuerpito cálido, enroscado en las sábanas, retozaba a mi lado; y la despertaba con el desayuno en la cama (y ella me besaba con aquel aliento a pestes que yo tanto adoraba); eran los días en los que yo peroraba y peroraba, ella me escuchaba y... quizás me amaba...
...mientras la ventana se volvía un estallido de helechos y flores abiertas, de conejitos felices y de rosas casi obscenas, y en lugar de la antigua y austera celda de soltería, el dos ambientes era ahora un palacete que exhalaba ternura en cada rincón. Incluso la mala literatura de fotocopias y textos de estudio mutaba en una preciosa biblioteca uniformemente dispuesta: allí, sólo libros adorados.
 La gracia con la que hizo y deshizo para que ese mismo lugar se volviese el palacio al que Isabel se vino a vivir, abandonando su pose de super chica para volverse la misma rubiecita frágil que pedía amparo entre mis abrazos, desarmó toda la diestra impostura del otrora galán y matón que era; irradiando una ternura que hacía falta a este mundo estúpido, absurdo e irremediablemente marchito, mientras yo la desnudaba y creía poder defenderla de todo (me creía capaz de terminar con todo y con todos, para quedarme sólo con Ella y así volver a empezar con la Historia de la especie humana), en esos momentos en los que una vida futura juntos fulguraba, Ella se hizo la madre amante de unos hijos que jamás tuvimos, ahí, en el mismo departamento en el que yo la soñaba mientras Ella se despertaba a mi lado, en la misma habitación en la que yo me desesperaba por quererla cada vez más; ahí mismo, en donde (acostados y abrazados) llegamos a planear irnos a Europa, como asumiendo, tan fatuos, esa aristocracia de perfectos enamorados atribuida por unas comadronas reverentes apoyadas en sus mágicas escobas, las santas madres de un barrio que nos miraba pasar (así como toda una ciudad lo hacía, así como todo un enorme país que ya  le quedaba muy chico a semejante historia de amor).
De vez en cuando nos sentábamos en bares, tan alegres y tomados de la mano, y según la hora o como nos acompañara el tiempo, pedíamos capuchinos o jugos de frutas o cervezas rubias, negras o rojas, pero siempre heladas. Y Ella me celaba, sobreactuando y encantada, por culpa de las miradas audaces que me proponían las colegialas, quizás embriagadas por tanto aroma a Ella que rezumaba mi piel. Yo, por mi parte, muy sensatamente, dejaba pasar esas miradas que su primor se ganaba merecidamente. ¿Por qué? porque la sabía conmigo por completo.
 
El lado diestro aún cree que esta ilusión es vida; se miente, se dice que el suceso de las pastillas fue sólo un mal sueño y se sigue creyendo el mecenas de todos los miedos.
Improvisa una rutina, para hacer viable esa mentira: se afeita con gesto rudo.  
Pretende existir a toda costa, a fuerza de excusas; pero no puede, siquiera, apagar ese mismo cigarrillo al que miro, incapaz de fumar, incapaz de apagarlo.
Experimento por única y última vez por siempre jamás, esta pena eterna que es como el delay de la misma congoja a la que mi parte diestra siempre miró de reojo. "Psss, puras mariconadas", sigue diciendo, mientras mea sin hacer ruido ni salpicar la tapa de un inodoro que no pudo levantar.
¿Cómo no reír de ese subnormal, del cero a la izquierda que en este momento eterno pretende el sangrado en las estatuas? ¿Cómo no reír de ese niño cruel que siempre llevamos dentro?
 Pero no puedo reír ni recordar si no es con los ojos cuencos, con mis lamparones de sombra que ven sin imagen.
 
De regreso, teníamos excelentes charlas o después de un porro mirábamos películas, atornillados hasta tarde. En ese inicial idilio, aún no reducíamos el diálogo a nuestras labores cotidianas ni a las malas noticias periodísticas del día y, todavía menos, a nuestra constante falta de dinero para viajar por el vasto mundo como bien nos lo merecíamos como aristocráticos amantes. Aún nos besábamos miles de veces, como adolescentes fascinados de que entre nosotros hubiera esa mínima pero sabia filosofía.
Solía encontrar, entre las páginas de mi libro favorito del momento, notitas suyas con una ternura casi infantil, con una caligrafía adolescente de caritas en los puntos de las íes, todo lo cándido que no era el cada vez más glorioso sexo que recuerdo haber aprendido a ejecutarlo, en sintonía con Ella, a través de mis gemelos opuestos. Así, el lado siniestro  acariciaba su frente o besaba su cuello, recitando, suspirando versos a su médula, mientras el lado diestro disolvía, a puro embiste, sus últimas y femíneas barreras, como queriendo así apuñalarla, matarla a fuerza de puro amor; e Isabel se dejaba matar oyéndome decirle ternura y acababa muriendo en tormentas de espasmos por las que ponía sus ojos en blanco.
 
Por Dios, querido lector mío... si lo hubieses vivido, entenderías cómo duele tanto este infierno del fantasma hambriento.
 
Había un milagro que nos unía en siestas de desnudez y Animal Planet, en esa habitación revuelta por obscenos huracanes de besos a cada rincón oculto en cada pliegue; y nosotros creíamos que ese milagro era lo que se suele llamar amor.
Pasada la taquicardia y recuperado el aliento, mi dicha era, entonces, dibujarla dormida.
 Veintisiete desnudos. Claroscuros, carbonillas, redondeces rematadas en grafito, tachonazos en tinta china, sus matorrales pubiescentes.
 
Me hubiese encantado tenerlos colgados en las paredes de éste frío infierno en el que recordaré rebotando eternamente. Pero quemé los dibujos, en otro de mis diestros arrebatos.
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Foto del autor inocencio rex
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Descripción

Palabras Clave: departamento

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: inocencio rex

Derechos de Autor: inocencio rex


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Roberto Langella de Reyes Pea

La máquina; lp, "Películas", sí señó.
Esa peli la viste en DVD?; no la conozco.
Para mí estuvo bien este capítulo, pero si lo querés corregir, tú mismo.
Responder
February 01, 2010
 

inocencio rex

la máquina de hacer pájaros!!! se llamaba películas el lp???
hablando de pelis, este finde vi una llamada "en la luna", ciencia ficción.. excelente
ahora que vuelvo a leerlo, bastante flojita esta parte.. la corrijo y te aviso
Responder
February 01, 2010
 

Roberto Langella de Reyes Pea

Me pregunto si habrá alguien que no viva en su propia aristocracia, en su propia falsedad; entonces me pregunto como Charly, ¿qué se puede hacer, salvo ver películas?.
Responder
February 01, 2010
 
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