UNA MIRADA
Publicado en Apr 22, 2013
Aquel caluroso medio día, el viejo maestro Heladio Fernández era trasladado del área de terapia intensiva de aquel hospital público a una habitación para cuatro personas en donde en ese momento había una cama disponible. El maestro estaba superando una crisis hepática que lo puso al borde de la muerte. Tres semanas en la unidad de cuidados intensivos de donde salió avante de un ataque de hiperglucemia y una serie de cólicos hepáticos que le pareció interminable, eran parte de la factura que la vida le cobraba a su cuerpo por los excesos de los años mozos. Cuando la camilla se deslizaba por los corredores del nosocomio, Heladio, como en una ensoñación recordó aquellos tiempos en que lleno de vigor frente a un grupo de estudiantes impartía y compartía sus conocimientos entre la muchachada, que en su mayoría –creía él– recibía gustosa la dosis de sabiduría que él, lleno de vocación les brindaba. Recordó también, con un dejo de nostálgica amargura su conducta hipócrita de doble cara, cuando después de la jornada de trabajo, despreciaba la compañía de su familia para irse a refugiar en bares y prostíbulos de mala muerte donde se convertía en alumno-maestro de todos los placeres. Ahora era sólo un viejo maestro jubilado, a quien su familia no fue ni una sola vez a verlo al hospital. La camilla se detuvo frente a la puerta cerrada de una habitación que estaba custodiada por dos policías uniformados. –Disculpe don Heladio, por ahora lo vamos acomodar en esta sala porque el hospital está lleno de pacientes– Le dijo la enfermera que lo acompañaba en el traslado. La camilla y su ocupante fueron cuidadosamente revisados por uno de los policías, –no se preocupe señor, sólo es una revisión de rutina porque en el interior está encamado en calidad de detenido, un peligroso criminal que fue herido gravemente durante un asalto a un banco– Le comentó el policía que lo había revisado. Heladio iba articular algunas palabras pero la camilla nuevamente en movimiento se lo impidió. Al estar en la cama que le asignaron, vio al fondo de la habitación un paciente rodeado de personas, unas atentas a lo que decía y otras tomando nota de ello. –A pesar de la gravedad de sus heridas, está rindiendo su declaración– Le dijo sin que le preguntara una enfermera. Heladio con curiosidad –a pesar de su deplorable estado– puso atención a lo que sucedía con el detenido; ¡entonces le vio el rostro y lo reconoció! Era Benjamín Sanabria, un exalumno que en la escuela se distinguió por su inteligencia, buen comportamiento y deseos de aprender. ¿Cómo carajo pudo haber llegado a esa situación? Se preguntó desilusionado el viejo profesor. ¿Cómo pudo errar él en su apreciación y vaticinio sobre aquel muchacho? En su mente, que otra vez volvía a ser febril, surgieron muchas hipótesis al respecto. Finalmente, como consecuencia de la debilidad, la emoción y de los medicamentos que le habían suministrado, Heladio empezó a quedarse dormido, antes de hacerlo completamente, recordó con dificultad senil, un hecho del pasado que involucraba a Benjamín Sanabria con él. Por la noche, mientras Heladio dormía, el delincuente herido fue llevado a toda prisa al quirófano porque la vida se le escapaba por las heridas recibidas. Fue operado por una eminencia médica que con gran habilidad y profesionalismo realizó una excelente cirugía que salvó la vida del delincuente. La noticia como era de esperarse se esparció por todo el hospital, médicos, enfermeras, administrativos, gente de la calle que acudía a visitar a sus enfermos y hasta los mismos pacientes que podían hacerlo, comentaban y opinaban sobre la intervención maravillosa de aquel cirujano. Horacio Herrera era su nombre. Cuando el maestro Heladio supo el nombre y lo que había hecho, ¡se estremeció!, ¡sorpresas que da la vida!, Horacio Herrera… ¡también había sido su alumno! Luego, el maestro Heladio Fernández enjugaba en silencio unas lágrimas, no se explicaba si eran producto de ese gran sentimiento de culpa que se le había enquistado en el ánimo al saber la noticia de la operación y de quien la había practicado; o bien, si aquellas lágrimas eran por la gran angustia que oprimía su pecho al pensar cuántas veces más se había equivocado en su ejercicio como maestro. Resulta, que Horacio Herrera –el cirujano de manos maravillosas– era de joven un alumno de escasos recursos económicos, huérfano de padre, que vivía con su madre enferma quien con grandes dificultades mantenía a tres hijos lavando y planchando ropa ajena; era un muchacho inteligente pero introvertido, cumplidor con sus tareas escolares, pero huraño con los demás alumnos. Una ocasión, una muchacha cayó desde lo alto de una escalera de acceso a una planta superior de la escuela en la que trabajaba Heladio y en donde estudiaban en la misma aula Benjamín y Horacio. En las investigaciones de rutina Benjamín acusó a su compañero de clases Horacio de haber empujado escalera abajo a la muchacha, quien no pudo dar información alguna por encontrarse en estado de coma médico a causa de la caída. Horacio fue parco en su defensa, casi no habló, se limitó a decir que él no era culpable de nada. Cuando Heladio los confrontó, porque entonces era maestro de ambos, Horacio sólo le dijo a su acusador: –Esto lo haces porque me tienes envidia y porque en el fondo eres una mala persona– Horacio le pidió a su maestro Heladio que lo ayudara, que no creyera en las mentiras de Benjamín; pero el “intachable” maestro Heladio Fernández en aquellos momentos estaba padeciendo los excesos de la noche anterior, ¡no quería saber de nada!, sólo esperaba que terminara el horario escolar para olvidar el asunto y salir corriendo al burdelito del muelle a curarse la resaca y encaramarse a la nueva putita de aquel lugar. La última vez que el maestro vio a Horacio, fue cuando lo puso en custodia legal del personal del Centro de Integración Juvenil, un lugar de rehabilitación social en donde Horacio sería internado por un tiempo para valorar su peligrosidad, y de ser necesario, orientarlo a una conducta positiva ante la sociedad. Aquella mañana lluviosa, Heladio abandonaba en solitario el hospital, pues ningún familiar acudió para acompañarlo. Con paso torpe caminaba por un pasillo que daba a la salida de la institución, ya para llegar a la puerta, el avance se le complicó, pues al mismo tiempo un grupo de policías y gente de civil llevaban fuertemente esposado al delincuente Benjamín Sanabria y, en sentido contrario un grupo de periodistas venía rodeando al eminente médico Horacio Herrera, en medio de una algarabía los reporteros le preguntaban al médico qué opinaba que siendo tan joven, estuviera nominado al Premio Nacional de Medicina. Por fin, muchos años después, el destino volvió a reunir aquellos tres personajes, al coincidir en el camino no hubo saludos, ni reclamos, ni agradecimientos, tampoco hubo gestos, injurias ni disculpas, porque la vida les había dado a cada quien lo que merecía, quedando como despedida entre los tres, sólo una mirada… que decía mucho y nada. kalutavon
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (11)
1 2 1 2
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|