SINCERIDAD
Publicado en Apr 24, 2013
Le costó mucho trabajo decidirse a participar en aquel sitio virtual. Desde que conoció la excelencia de la red se maravilló de las bondades de esta tecnología, sin embargo, nunca dejó de lado aquel resquemor que le causaba el anonimato detrás de la pantalla. A insistencia de un buen amigo que conocía parte de su producción literaria que escondía con tanto celo, pues sólo la mostraba a personas a las que tenía un gran afecto, por fin decidió suscribirse en un sitio que le recomendaron como serio y confiable; la intención fue al principio, aprender y confrontar sus cuentos y poemas con autores noveles como él, y tuvo que reconocer tiempo después, cuando los comentarios le empezaron a resultar favorables, que hubo algo o un mucho de vanidad para tomar aquella decisión.
Para empezar, en aquel sitio le pidieron sus datos personales, luego que escogiera un pseudónimo –ya empezamos con ocultamientos tortuosos, ¡tan bonito que es mi nombre! y tantas discusiones que le significó a mis padres asignármelo– se dijo. A regañadientes seleccionó un pseudónimo que al menos fuera representativo en algo de su personalidad. Empezó a interactuar en aquella página con ánimo medroso; como era organizado y desconfiado, primero leyó y observó cómo se manejaban en el sitio; luego se impuso ciertas reglas de conducta que fueron producto de lo que había visto en el periodo de observación: No comentaría, ni calificaría estilo, técnica ni mucho menos ortografía, porque calificar significa juzgar, y él bien sabía que para juzgar es necesario tener suficientes conocimientos de la materia que se está tratando, la vida le había enseñado que aquél que juzga sin conocer los parámetros de lo que está juzgando, lo menos que le puede suceder es pasar por un tonto y él, a lo mejor era un tonto, pero no quería evidenciarlo tan pronto. También se propuso ser honesto siempre con sus comentarios, porque ofende lo mismo una lisonja que una ofensa cuando son inmerecidas. Si un texto por su calidad rebasaba su capacidad de comentario, por carecer totalmente de ésta o no entenderlo por su extravagancia: ¡Mejor no comentarlo! Afortunadamente aquel sitio le daba un conducto para comunicarse con los demás participantes, a través del cual podría visitar a cualquiera en privado y darle algún punto de vista, siempre en un plan respetuoso. Bien pronto quedó atrapado en la vorágine literaria de aquella página, en donde los cuentos, las reflexiones, los ensayos, los relatos y los poemas iban y venían como las olas embravecidas de un mar multicolor; buscaba, como el sediento busca el agua para mitigar su sed –en este caso literaria– los textos de aquellos autores en los que reconocía una gran calidad; leía con ternura y paciencia los trabajos que enviaban los escritores jóvenes a quienes les otorgaba todas sus consideraciones, pues el esfuerzo y el atreverse a publicar es más que suficiente para merecerlas, cuidando mucho la forma y el fondo en sus comentarios, sin querer ser condescendiente o paternalista con ellos y evitando siempre treparse en la pasarela de las vanidades, pretendiendo saberlo todo y aconsejarles con descaro agresivo: “quítale ese verso, cámbiale el final, es muy extenso, debiste hacerlo más corto”, etc., lo que menos necesitan estos escritores noveles son comentarios llenos de soberbia, mejor brindarles palabras de aliento, ya la práctica hará al maestro. Inmerso en este ánimo, se hizo la promesa de evitar a toda costa caer en el exhibicionismo vanidoso que había visto en algunos compañeros de página durante su etapa de observación. Nada de ir a la caza de los de nuevo ingreso con comentarios pueriles, insulsos, sólo con el propósito de que les correspondieran con alguna lectura. Tampoco caer en actos de extrema soberbia auto proclamándose mago o alquimista de las letras, porque sabía muy bien que “alabanza en boca propia, suena a pedantería”. Quedaron para él proscritas aquellas expresiones coloquiales como jajaja, jeje, jijiji, porque le parecían completamente fuera de lugar en un sitio que se supone literario, en donde la palabra es la principal herramienta que se utiliza para comunicarse. En este contexto conoció a la dama, se leían y comentaban con frecuencia; nació entre ellos una admiración recíproca como escritores, luego vinieron los detalles personales para después pasar a las confidencias, hasta llegar a los tanteos e insinuaciones amorosas. Él se dejó llevar por lo novedoso de la situación, su intelecto y hasta su sentido común le gritaban que no estaba haciendo bien, pero como arrastraba desde la infancia un complejo por su gran fealdad que le hacía extremadamente difícil relacionarse sentimentalmente con las mujeres; así es que aprovechando el anonimato virtual utilizó la red y dio rienda suelta a sus sentimientos contenidos. Se cachondeaban, se decían y hacían tantos arrumacos y caricias a través de la pantalla, ¡tantos!, que el @ se arrobaba con las cosas lindas que se escribían. Extrañamente omitieron, sin mencionar siquiera, la acostumbrada fotografía entre cibernautas; para el cuentero fue un alivio que no se la solicitara, en cuanto a ella, nunca lo supo, pues como se dijo antes, ni la mencionaron. Uno y otra fueron dándole largas al necesario encuentro personal, varias veces concertaron una cita que por una u otra razón terminaba postergada. En ocasiones ella exigía el encuentro, en otras él lo proponía, para luego cada cual esgrimir algún pretexto para cancelarlo. La situación llegó a ser insostenible, por lo que el escritor con el corazón contrito por la pena le escribió a su amada un texto de despedida en la página donde se relacionaron; texto que por cierto no alcanzó ningún like, pero si mereció algunos comentarios que al cuentero le fueron dolorosos, porque los comentaristas sólo escribieron por salir del paso o por hacerse notar, sin intuir siquiera el gran dolor con que el colega había escrito aquella misiva: “Me parece que le faltó intensidad al segundo párrafo”; “jajajaja que lindo”; “Cuando se ama, se ama jeje”; “Todo está muy bien, sólo te faltó una tilde en corazon, o no lo crees así”; “Búscate otra compadre”; “Yo le cambiaba el final y me quedaba con ella”… le escribieron. Cuando el escritor terminó de leer el último comentario de ese día, cerró para siempre en su computadora aquella página, pensando que con su partida el mundo literario no perdía gran cosa, finalmente ahí quedaban esos comentaristas para dar lustre a las letras universales. En la soledad de su estudio dejó que el llanto brotara incontenible, no se avergonzó, porque sabía muy bien que cuando un hombre llora por causa de amor, no es un acto de debilidad, es el reconocimiento de que la ausencia del ser amado en verdad nos duele. En otra ciudad a gran distancia de ahí, otro ordenador se apagaba y la pantalla sólo reflejaba el rostro de una mujer anegada en llanto, que decía: –¡Mi gran amor, mi amante virtual!, ¡Si al menos hubiera tenido el valor de decirte lo fea que soy!–
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