Genoma y feromonas: La dama y el perrito
Publicado en Dec 16, 2009
Si te dijese, ingenuo lector, que el bueno de Marianito facilitó, y mucho, la posibilidad de que Isabel me perdonara, no me lo creerías. Si te dijese que, siniestramente, pensé que sólo un blanco cachorrito de caniche toy, acusando una simpatía a prueba de enojos, con sus rulos de borreguito uniformemente dispuestos, con un mínimo rabo, el "alegrómetro" según Isabel, que nunca quedara quieto y con la trinidad de brillos bien charolados de los ojos y del morro, pudiese obrar semejante milagro, seguramente seguirías sin creerme; y si te confesara además que, muy diestramente, hube abonado, en efectivo y sin chistar, la compra de unos carísimos documentos que garantizaran su alcurnia, casi puedo verte, aún con mis ojos huecos, riéndote de mí. Isabel, al ver el cachorro en mis brazos haciendo el numerito de agitar las patas delanteras y lloriqueándole ataviado con moño rojo a manera de amanerado collar, en un impulso me lo arrebató para estrecharlo amorosamente contra su pecho; e inmediatamente lo bautizó con el mismo nombre que había elegido (y que yo había rechazado en férrea negativa) en momentos de feliz embarazo, pero que era, es y será eternamente ridículo para llamar a un perro: Mariano. Agradecida, Isabel me miró con sus ojos de almendra y me perdonó, ungiéndome con un beso sonriente; exhalé aliviado, satisfecho de que esa jugada pergeñada entre ambos gemelos internos hubiese tenido ese efecto que me había esperado cruzando los dedos. Tuvimos nuevos días, muy pocos, de indultárnoslo todo, días en los que yo volví a fingir mi vieja galantería como si fuese la misma de la primera hora; días en los que Ella edulcoró su mal humor cotidiano, la merma en su libido, sus quebrantos constantes por el hecho de sentirse horriblemente gorda (no lo estaba) o por el supuesto y extraordinario incremento de sus caderas (tampoco era cierto) o por la supuesta y extraordinaria deformidad de su abdomen (tenía un abultamiento apenas perceptible), o en sus senos (más gloriosos que nunca) que, supuestamente, algo tenían de malo, y etc., etc.; o sea: en las secuelas del reciente y malogrado embarazo, se basaba toda la infelicidad que venía a anestesiar el bueno de Marianito. Preparé una fría mayonesa con atún, tomates y verdeo, un clásico menú de emergencia para el almuerzo. Como Isabel estaba tan ansiosa por improvisar un catrecito para el cachorro, que la emprendía a puros lengüetazos contra un bol ya sin leche, comí solo; oía un aporreo de cajones proveniente de la habitación y, te confieso, amigo lector, que cuando la escuché hablarle a Marianito con esa misma voz en falsete que en aquellas mejores noches me había dedicado a mí, los celos me cortaron el apetito con un súbito ataque de furia. Luego de acomodar al cachorrito en el lecho que le había preparado, Isabel miró el reloj, calculó los minutos para dormir la siesta y me invitó a compartir la cama con Ella. La abracé pegando mi pecho contra su espalda y pronto escuché sus leves ronquidos. Decirte que yo dormí en aquella siesta sería faltar a la verdad con sumo descaro, crédulo lector. Lo que sucedió fue que una brutal erección se irguió porfiada en arrebatarle el sueño a Isabel y, automáticamente, el lado diestro lanzó sus tentáculos hacia las tersas nalgas. Pero emergió el lado siniestro para calmar los ánimos con un muy sensato argumento: olvidar que el perdón de Isabel había costado tantas súplicas era algo negligente; regalarle el cachorro había sido una jugada sutil, pero nada más; entrábamos en un frágil nuevo orden en el que no había impunidad alguna y en el que habría que ser muy cautelosos, sobre todo el lado diestro, si no queríamos despilfarrar esta nueva oportunidad que se nos brindaba gracias al perrito.
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Roberto Langella de Reyes Pea
inocencio rex