Ninfa
Publicado en May 13, 2013
Había sufrido mucho a lo largo de su vida. Primero la vida que llevaba con él. Todo había sido peleas y más peleas. Pero después él se fue y llegó ella. Tardo en acostumbrarse pero, finalmente, después de todo ese tiempo era feliz. La tenía a ella haciéndole compañía, juntos disfrutaban pasando días enteros, cantando, jugando, besándose, tocando el piano…tiempo hermoso.
Por desgracia la muerte golpeó, y golpeó fuerte. Pudo ser mejor si hubiera sido él quien muriera, pero fue ella. Aún recuerdo como corrió tras ella, como la jalaba mientras se la llevaban para enterrarla, gritaba, gritaba con mucha fuerza y desesperación. -¡No!, ¡no te vayas! -¡No se la lleven! La muerte súbita, la más difícil de aceptar de todas. Se fue…y él ahora sólo. Días enteros vivió sumido en soledad, en tristeza y una melancolía inmensa lo hundía. Creía que moriría de tristeza. No fue así, la vida aún se alargó un poco más para él. Cuando parecía que ya todo era, no mejor, pero si igual…le tocó a él. Una mañana, al salir de casa, un hombre fuertemente armado le ordenó que se detuviera. Estaba prohibido leer algo que no fuera la biblia en esa zona…el libro que llevaba no era precisamente la biblia. Por un momento vio al agente del pueblo, como pensando ¿Qué hacer?, echó a correr repentinamente. Pero el látigo del hombre lo alcanzó. Tumbado en el suelo polviento empezó a recibir los azotes. Fue muy tarde cuando el cura del pueblo se acercó para ayudarlo. La tortura había terminado. El cura lo llevó a su casa, hizo lo posible por curarle las heridas de la espalda, por hacer algo para evitar una infección en la carne abierta. Le sirvió comida y agua, lo acurrucó en la cama. Él le dijo: -Gracias, creo que me siento mejor. Y parecía estar mejor, hablaba, tomó un poco de agua y se movía un poco para comer. Cantaba aquella melódica canción que le había enseñado ella mientras contemplaba la ventana de su cuarto. Una mañana, tan sólo una semana después, el tesorero del pueblo tocó a su puerta. Tenía que pagar los impuestos…nadie respondió. Entró a la casa…con tristeza se quitó el sombrero y se sentó a lado de él en lo que era su única silla. Yacía muerto, boca abajo con su plato de comida a un lado…con la piel de la espalda abierta. Mientras el tesorero lo cubría con una sábana blanca entraron dos ninfas por la ventana y se posaron en la silla. Una era blanca con manchas grises, la otra era completamente gris. El tesorero cogió una caja de madera donde había un montón de hojas de partitura, agarró lenta y cuidadosamente a cada una de las aves y las metió a la caja. Fue a la casa municipal a informar a los encargados del cementerio el caso. Fue al templo e informó al cura. El tesorero ya en casa, colocó a las dos aves en una jaula de madera. El tiempo pasó y las aves eran muy felices, siempre cantando, siempre dándole esa paz al tesorero que ha necesitado. Un buen día el tesorero notó que una de las ninfas, la blanca con manchas, había colocado dos huevos. Tomó los cuidados necesarios para cuidarlos y después de un tiempo dos pequeñas ninfas nacieron. Las cuatro ninfas parecían una muy feliz familia. El tesorero notó como conforme crecían las ninfas, las dos, al verlas a los ojos le recordaban a ella y a él. Incluso escuchaba aquella tonadita…aquella canción. Una mañana, las dos pequeñas ninfas se quedaron observando al tesorero y entonces, pareciera que le gritaron. El tesorero notó todo esto, se acercó a ellas y al verlas de cerca, a los ojos, los vio a los dos, la vio a ella y lo vio a él, todavía cantando esa melancólica canción. El tesorero sonrió y les dijo: -Nunca murieron pequeñas, siempre serán inmortales. Las dos alegremente le gritaron, como respondiendo y así, siempre cantaron, alegrándole la vida al tesorero. Dándole la anhelada paz.
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kalutavon
Roberto Rodrguez Falcn
Gracias por tu comentario amigo, saludos.