Mi Demonio
Publicado en May 16, 2013
El suelo tiene un aspecto francamente asqueroso. A cada paso que ella da, salpican charcos de agua sucia y hedionda. Es un sendero largo, oscuro y húmedo en medio de un casi pantano que solía ser bosque y los sapos gordos y viscosos se cruzan asustados en el camino con cada salpicón de agua.
Al fondo del sendero hay una vivienda pequeña, de un sólo cuarto. Las paredes, al parecer solían ser blancas, sin embargo ahora, por el paso del tiempo y la suciedad, se las ve plomas y por algunas grietas ha crecido musgo. El techo de calamina metálica está oxidado, tiene goteras y el estallido de las últimas lluvias torrenciales no permitía escuchar ni el propio pensamiento. Se han acumulado pequeños charcos de agua en el piso debido a ellas y el ambiente es terriblemente frío y húmedo. La puerta es de madera vieja y tiene un cerrojo y aldaba de fierro gruesos. Abre el candado y da vuelta a la llave del cerrojo, entra empujando la puerta de una patada y se oye el estruendo del golpe de la madera contra la pared. Sus ojos furibundos, rojos de rabia la miran nuevamente decepcionada. - Estúpida - le dice y escupe a su cuerpo desnudo. Ella está sucia y acurrucada en posición fetal contra una esquina de ese cuartucho inmundo y pestilente. Sabe lo que le espera. La ve y no siente pena por ese individuo miserable. Camina con pasos firmes e intimidantes de allá para acá: tap, tap, tap. El sonido de las suelas se siente como si amartillaran la cabeza de la desnuda que aún está acurrucada abrazándose, mostrando su espalda huesuda. No merece compasión alguna, piensa. Se acerca y ella tiembla de frío o miedo, da igual. Su sombra la hace estremecer. La observa y sólo siente repugnancia, su cuerpo sucio y despojado le producen nauseas. Se arregla la gabardina, se quita las gafas de sol, la contempla por unos segundos y se frota la nariz. Se vuelve a poner las gafas, tap, tap, tap, tap. Saca las manos de los bolsillos y da un puntapié, patea sus entrañas, patea y patea con fuerza. Ella se retuerce y llora en silencio, sus gemidos son mudos, susurros de dolor. No consigue despertar piedad en ella, merece un castigo, piensa. Patea una vez más, es posible que le haya roto una de sus costillas. Suficiente por hoy, dice y la escupe una última vez. Lloro, ha dolido mucho. Me toco el cuerpo y aún duelen los hematomas de la anterior golpiza, tengo un corte en la ceja derecha por el puñete que me propinó la anterior semana, estaba cicatrizando y ahora lo ha vuelto a abrir. Me miro el abdomen, no puedo moverme, creo que me ha roto una costilla y ya empieza a ponerse verde en esa área. Aún así no debo compadecerme de mí misma pues cada uno de esos golpes es justificado, me los merezco. Hace mucho frío y si no cometo más errores me devolverá mi ropa, por ahora me abrazo para tratar de calentarme y lamo mis heridas. Cierra la puerta, la asegura nuevamente y se aleja. Camina por el pantano, vaho negro sale del suelo, se siente como brea al calor, pegajosa a cada paso, huele a cloaca, se tapa la nariz con un pañuelo. Es de noche y a medida que deja atrás esa inmundicia, se arrepiente. “No quisiera dañarla más pero siempre se equivoca y a estas alturas del partido ya debería haber aprendido ¿Cuanto más tendré que someterla hasta que logre hacer las cosas correctamente? Es como un círculo vicioso donde yo me vuelvo cada vez más intolerante y ella cada vez más estúpida”. Todo marcha bien hasta que la desgraciada comete un error (que últimamente ha sido todo el tiempo), entonces ella sale de sus estribos, la sangre le hierve y su rostro se siente caliente. Las uñas le crecen y las manos se le convierten en garras, aprieta la mandíbula y la coge de los cabellos, le arranca la ropa y la flagela hasta que se le pase la rabia o le llegue el cansancio. Su mediocridad y fallas son despreciables, por eso no siente pena aunque el resto del mundo pueda pedirle y repetirle que deje de ser tan dura con ella, y a pesar de haberlo considerado, en el preciso momento de su cojudez, se sulfura y las peticiones, el qué dirán, las consideraciones, se vuelven mudas o ella se vuelve sorda, da igual. ¿La mataré? ¿Cuánto más soportaré? Es que no hay otra manera. Ha pasado una semana y he vuelto a visitarla, he repetido el procedimiento, sólo que esta vez se me ha pasado la mano. La llevo cargada en brazos, convaleciente, casi muerta luego de esta última golpiza. La he golpeado tanto que creo que yo misma me hecho daño físico o tal vez mental, ya no sé diferenciar, las cosas no han sido muy claras últimamente. Mi gabardina y botas se han manchado de sangre. La he traído de vuelta a su casa y por suerte no hay nadie que vea mi delito, al menos eso parece. Me duelen los brazos y las muñecas de tanto cargar a esta idiota. Me apuro y la dejo sobre su cama. Los cubrecamas tan blancos y limpios se manchan de sangre inmediatamente. ¿De dónde mierda le sale tanta sangre? No le hice cortes, a no ser el de la ceja. Se escuchan voces, llegaron sus padres. Rápidamente se esconde dentro del armario. Se oyen pasos que se acercan a la habitación, se abre la puerta y la cara de la madre se desfigura en horror, se escucha un grito espantoso por toda la casa e inmediatamente se le suman los del padre quien se agarra la cara con ambas manos, como si no pudiera creer lo que ve. Ella observa todo desde una abertura detrás de la puerta del armario. - ¡Qué esto Dios mío! ¡Nooo Ana noo!- exclama el padre mientras se acerca a la muchacha tendida en la cama, que antes era blanca y ahora tiene una gran mancha roja alrededor del cuerpo. - ¡Hija mía! ¡Hija mía! ¡Por qué hiciste esto, por qué te hiciste esto!- grita entre llantos la madre. La madre se apoya sobre el cuerpo, y arruga la gabardina sacudiéndola, como intentando despertarla de un profundo sueño. Llora desconsolada y golpea su mano contra el pecho de Ana reclamándole su muerte. Ana sigue contemplando asustada el cuadro doloroso del descubrimiento del cuerpo. Escondida en el armario, se toca las muñecas y arruga la frente, los ojos se escandalizan y los tiene abiertos como platos. Tiene dos cortes profundos en ambas, heridas abiertas, pero ya no sangran. “¿Pero que…?” Pasa un momento y el padre levanta a su hija de la cama, la lleva al baño, quiere quitarle la sangre. La madre sin dejar de llorar, le quita las gafas oscuras, la gabardina y cada botón es un reto para su pulso, pone a un lado las botas manchadas de sangre. Le limpian el cuerpo con una esponja, las muñecas ya han dejado de sangrar y le pone unas vendas. El padre llora al ver el hematoma debajo de su costilla, que al igual que la herida sobre la ceja derecha, se las hizo al caer de las gradas de su casa por un tropezón dos semanas atrás. Sobre su mesa de noche la madre encuentra una nota. “Mamá y papá Yo ya había muerto en vida. Me he liberado. Ana.”
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Gustavo Adolfo Vaca Narvaja
Felicitaciones Gabriela
Gabriela Robles