Vendedora Ambulante
Publicado en Nov 04, 2009
Mi nombre es Adela, tengo dieciocho años. Hace tres meses que me dedico a la venta domiciliaria. Terminé el secundario y comencé a prepararme para rendir el ingreso a la universidad. En las clases de orientación vocacional, descubrí lo que más me moviliza: La condición humana, es decir, para aplicarlo al país en que vivo, la necesidad de cambiar la situación de tanta gente relegada, sin futuro ni esperanza.. Leí, en “La República” de Platón, que el Estado, sólo tiene validez si está dirigido por hombres que pueden educar al pueblo y hacerlo bueno y feliz. Ese pensamiento, coincidente con el mío, desde que tengo uso de razón, es la verdadera finalidad de la Política. Desgraciadamente, aquí, quienes la ejercen, lo hacen guiados por mezquinos intereses personales y nada les importa la situación ni la educación de la gente. Mientras más ignorante, más sometida. En las charlas que teníamos con la profesora de filosofía, nos alentaba a estudiar y luchar por nuestros ideales. – “A Uds., les corresponderá sostener la Democracia, que seguramente se practica con muchas falencias, pero aún así, es lo más adecuado para los hombres libres.” Siempre proponíamos temas para debatir. Al principio con dificultad para expresarnos, pero su paciencia y tolerancia, nos ayudaron a concretar y formular nuestras ideas y a interpretar y aceptar las de otros. Papá, trabajó en una fábrica de calzado desde los quince años. Hace diez, fue cerrada, ante la imposibilidad de competir con la avalancha que se importó de Brasil. Enseguida, se dedicó a la venta domiciliaria. Primero tuvo que salir a vender los zapatos con que le pagaron en la quebrada empresa, después agregó otros artículos, para satisfacer los pedidos de su clientela, que aumentaba día a día. Su vida estuvo siempre consagrada a la familia, mamá Amalia y sus hijos Andrés, mi hermanito de ocho años y quien esto escribe. Mi buen padre, se tragó el pesar y lo frustrante de quedar en la calle a una edad en la que es imposible la reinserción... Era cuestión de tiempo, esa amargura, provocó el infarto que casi le cuesta la vida. Postergué, momentáneamente, los estudios y tomé la posta, ignoré sus reparos, los prejuicios, decidí reemplazarlo y salí a vender. Mamá cuida de él, que aún tiene para rato, de mi hermano y de la casa. Compro, en un mayorista del centro, ropa interior, remeras, camisas, medias y alguna otra cosa que me parezca aceptable. El éxito depende de ofrecer lo que la gente necesita, a buen precio y que sea de buena calidad. En estos tres meses que me dedico al comercio, me conocen por el carrito de supermercado en que llevo la mercadería prolijamente doblada y visible, como me enseñó papá. Recorro los barrios cercanos a mi hogar para evitar el costo de transporte. Si alguien elige algo de lo que expongo, seguro, lo compra pues trato de reducir al mínimo el margen de ganancia, pero eso sí, para evitarme problemas, vendo únicamente al contado. Esta nueva actividad, además de darme la oportunidad de conocer toda clase de personas, hizo que me volviera más cauta y desconfiada a partir de lo que me pasó días atrás. No lo conté en casa, para no alarmarlos y sobre todo, para evitar los reproches de papá que me tiene prohibido acercarme al barrio aquél. Llegaron a casa varias boletas de servicios con fecha de vencimiento y necesitaba juntar más dinero. Olvidé las recomendaciones y dispuesta a vender todo, me alejé más de lo aconsejado. Llegué a una zona de descampados. De la puerta de una casa muy descuidada y cubierta por yuyos, escuché la voz áspera que me llamó - ¿Qué traés, chica? Diligente, me acerqué a mostrar mi mercadería. Una mujerona, ceñía el lazo de su bata de seda verde, con motivos orientales. El pelo teñido de un colorado furioso, igual que las uñas largas y afiladas como garras. Repasó todo sin interés. En un último intento, saqué el paquete de tres bikinis de hilo de seda, tejidas al crochet por mi madre, que las copió de una revista de modas. Sus ojos, entonces, cobraron interés, llevándolas en una mano, se alejó por un oscuro y largo pasillo. Al momento apareció haciendo un gesto con el índice curvado, como invitándome a seguirla. Venciendo mis escrúpulos, caminé por ese corredor de paredes descascaradas y grasientas, hasta llegar a un cuarto maloliente en el que una cama desvencijada y una cómoda llena de trapos eran el único mobiliario. Dejó caer la bata de seda y giró para que la viera en toda su dimensión, no sé cómo se había calzado el bikini de color naranja. Se me desencajó la mandíbula de la impresión. Le salían rollos por todas partes. Confundió mi sorpresa por admiración y se pavoneó un rato. Sin el menor recato, se probó las otras dos, muy complacida con la imagen que le devolvía el deslucido espejo. Intenté decirle lo obvio, que esa prenda, no correspondía a su talle, pero ignoró mis palabras y como dice mi padre, “el cliente siempre tiene razón” Preguntó el precio. Ni siquiera pidió rebaja, a pesar que siempre dejo un margen para el regateo. Me pagó cantante y sonante. Casi no podía creerlo. De asombro en asombro, guardé el dinero destinado a cancelar varias deudas, me despedí y ella sin responder, siguió contoneándose, frente al espejo. Salí al pasillo. Tenía alas en los pies. Ya no me pareció tan espantoso el lugar, ni tan vulgar el aspecto de su moradora. Antes de llegar a la puerta, sentí un tirón en la falda. Un niño, quizá de la edad de Andrés, sin palabras, pero con gestos elocuentes, me obligó a seguirlo. Algo vi. en sus ojos que me inspiró confianza. En la calle, me guió por un sendero que atraviesa un terreno baldío, en diagonal. Me dejé llevar por un impulso, corrí tras él hasta alejarnos del lugar. De todos modos, yo, no entendía nada. Cuando lo consideró prudente, se detuvo y señalándome la esquina opuesta, me aseguró que allí, me esperaban para despojarme del dinero. Alcancé a distinguir dos bultos agazapados. Me dio a entender que esta era una práctica corriente, los dos truhanes hijos de mi robusta clienta, pareja de su débil padre y víctima como el pobre niño de malos tratos y abusos. Conmovida y asustada no pude ordenar mis ideas. Sólo atiné a correr para alejarme del lugar. No recuerdo si le agradecí. A pesar de estar bastante lejos de mi casa llegué rapidísimo. Mamá, se alarmó al verme tan alterada. Eludí su interrogatorio. Para desviar su atención, hablé sin pausa del éxito que tuvieron sus mallas. Mi relato, adaptado para la ocasión, la conformó y elevó su autoestima. Buscó entusiasmada su cesta de tejido dispuesta a reponer las prendas vendidas. Habitualmente, después de darme un baño, me ocupo de asentar y revisar las entradas y salidas diarias y de hacer la lista de la mercadería faltante. La risa, de los míos, me distrae, por un momento. Desde la silla que ocupo, veo a papá y a mi hermano, empeñados en una partida de ajedrez, mamá, hace bailar la aguja entre sus dedos, sin perder de vista a sus amores. Un tentador aroma de manzanas y canela, me llega desde la cocina. Observo a Andrés, ¿sabe que tiene tanto para ser feliz? amado y contenido, rodeado de afectos y cuidados. Estas escenas, tan familiares y cotidianas en mi vida, están a distancias siderales para tantos que no tienen ninguna posibilidad de experimentarlas y tengo la certeza que son muchos. La imagen del niño aquél, me obsesiona, lo pienso atormentado y sometido por los dos gandules y por su madrastra.. ¿Qué lo movilizó a ayudarme? Prefiero creer, que ha sido su incontaminada caridad y no un deseo de venganza o revanchismo. De todos modos, sea como sea, me libró de un mal momento. Doy vueltas en la cama, sin poder dormir, la carita sucia y torturada, me persigue. Papá oye las noticias de la mañana, mamá sirve el desayuno. ¿-Escuchaste, Amalia?- pregunta papá, -Encontraron el cuerpo de un chico de la edad de nuestro Andrés muerto a golpes. Con dificultad se levanta y va a asegurarse que mi hermanito todavía duerme. Al pasar a mi lado, observa: -Es en el barrio a donde te prohibí ir, Adela. ¿Te das cuenta, por qué lo hice? La angustia, me cierra la garganta, ¿ Será el pequeño? Cómo saberlo, ni siquiera conozco su nombre. Salgo al jardín para tomar aire, pero igual siento una sensación de asfixia. Estoy muy mal, un atroz presentimiento me dice que debe ser él. Sólo era un niño pequeño, abandonado y seguro, sin educación, pero me brindó su apoyo y evitó un gran disgusto. No pidió ayuda, no lo hizo con palabras, pero en sus ojos había un SOS más grande que una casa. No puedo dejar de llorar, de impotencia y amargura. -¡Adela - llama mamá, - se enfría el café con leche!
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gabriel falconi
felicitaciones !!! tienes mucha sensibildad
hace poco me paso algo por el estilo que despoues te contare
tre mando estrellas