Por unos ojos azules
Publicado en Jun 01, 2013
Los grandes ojos azules se pintaron en la pared que tenía enfrente. Lo juzgaban, lo controlaban sin pestañar. Eran fuente de alegría y despreocupación; sin embargo los sentía como navajas filosas hurgando su inconsciente y torturando su consciente; analizando sus movimientos torpes y el temblor de sus dedos cada vez que leía la carta o contemplaba la fotografía.
Describió círculos alrededor de su escritorio, apretó las manos en la base de su espalda y pateó el cesto de basura que se ofreció para descargar la impotencia. Nada podía hacer contra los sentimientos nuevos que sin aviso, lo aprisionaban. Era incomprensible, nunca esas cadenas lo habían sujetado y ahora, inalterables, sus eslabones dejaban surcos sangrantes, penetraban con sensaciones desconocidas a la tierra que siempre fue dura y fría. La había seguido durante toda la semana. Podía asegurar donde y con quien estaba, incluso intuir su sonrisa de dientes inmaculados y los movimientos exagerados al contar sus largas y entretenidas anécdotas. La adolescencia de su cuerpo brotaría de sus extremidades, de sus ojos, de sus labios húmedos y de su voz chillona, entrecortada con carcajadas espontáneas y contagiosas. Era hermosa, completamente hermosa y jamás creyó que entrara en su vida de ese modo, ignorante de lo que se presencia conseguía, ignorante de sus intenciones y de las contradicciones que circulaban entrechocándose por dentro. Se sentó en el sillón dispuesto a romper la carta, quemar la fotografía, arrancar las órdenes despiadadas que llovían penetrando el cerebro como balas filosas. No las cumpliría, aunque con esa decisión se le fuera la vida. El humo del cigarrillo puso una nube entre ellos, los ojos clavados aún en el mismo lugar, miraban pícaros, indiferentes e inconscientes de sus efectos. El rostro se deslucía y tuvo necesidad de volver a la imagen de papel; la que tenía las huellas de sus dedos cariñosos y pacientes que habían repasado mil veces el contorno del mentón o habían intentado correr el mechón de su frente diminuta. Sacudió la cabeza desconforme; no entendía la ironía del destino que la había puesto así, de repente, en su camino; un escollo insalvable, imposible, peligroso y tentador. Justo a él, pensó; justo ella; era sin dudas, una burla de la vida. El teléfono interrumpió su contemplación y atropelladamente lo tomó con el nacimiento repentino de una esperanza recorriendo su vientre. Tal vez no tenía que hacerlo, tal vez la próxima vez podría decirle su nombre, conocer el calor real de su piel y de sus labios, esos que inclinaba hacia un lado cuando le dedicaba una sonrisa. La lluvia de suposiciones era bendita, hermosa, traía esperanzas a esa vida que consideraba aburrida, sin proyectos, sin motivaciones; conocedora sólo de paisajes de hielo, de glaciares filosos y de muertes desconocidas. La voz en el tubo sonó autoritaria, con ecos amargos de lo mismo, insistentes las puñaladas se sucedían; le habló de su trabajo, de su reputación, de la responsabilidad, de su futuro, de las conocidas consecuencias, de un reemplazo y de mucho dinero. Cuando colgó, la sonrisa ladeada pareció agrandarse para convencerlo. Tomó la fotografía decidido y con un beso corto se despidió de ella antes de guardarla en el bolsillo interno de su saco negro. La noche lo tragó en la oscuridad absoluta; decidido, tomó coraje cuando respiró profundo y controló el arma que llevaba cerca de su pecho. El personaje desempeñaría el papel, repetiría de memoria el libreto; lo hacía desde muchos años atrás y no era momentos para cambios, no cuando ya podía considerarse un témpano. Esta vez sólo flotaba confundido de sus intenciones verdaderas, marchaba hacia dos soles azules, los únicos que lograron iluminar la nada que era su universo. En la mañana de ese frío sábado otoñal, las noticias ocuparon una franja desacostumbrada. El teniente de la policía repitió en varias oportunidades su desconcierto. Los periodistas hablaban del sicario que se había entregado voluntariamente después de participar en un confuso incidente. El rostro del delincuente ocupó la pantalla sin tapujos y los ojos dulces de una adolescente, lloraron incertidumbre. No entendía qué loco motivo había movido a ese hombre, los acontecimientos habían sido distintos, totalmente opuestos. La había protegido inesperadamente, mientras una bala traviesa alcanzaba a su padre en el hombro; un muro inmenso e impenetrable la rodeó bloqueando cualquier otro intento. ¿Un sicario? Se preguntó, pero ¿qué es eso? Sólo podía tratarse de un hombre bueno y valiente, el que reflejaba la pantalla era así; se había arriesgado por ella, su cuerpo fuerte y sólido se había antepuesto al miedo de otro ataque ,sus brazos fuertes la habían apretado y sus dedos tibios habían recorrido su rostro una vez que todo había terminado. En la celda, se acomodó en el catre duro, contempló la fotografía ajada y la depositó bajo la almohada. Los ojos azules e inmensos lo custodiaron desde el techo, brillantes e intensos, no lo juzgaron; le gritaron agradecimiento con una voz chillona. El sicario sonrió, sabía que lo acompañaría como un eco en el frío de su trampa, aunque pocos días de vida seguramente le quedaban. Esperó confiado que llegara el ajuste de cuentas, lo último que miraría sería sin dudas esas avellanas de cielo.
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Sara
Saluditos por alla
silvana press