Cuento
Publicado en Aug 29, 2009
Era previsible que José tomara todas las prendas que había dejado Manuel al partir. Tomara o se adueñara de ellas. A lo mejor las usaría, a lo mejor, no. Pero José fue al tercer día y sacó trajes, camisas, la remera rayada que tan bien lucía Manuel, las camperas casi sin estrenar, y los jean que colgaban de la percha que decía Hotel Río. José acomodó todo en una gran caja con mucha pena y algo de remordimiento. Manuel ausente, pensaba. Manuel lejos, lejos. A mucha distancia. Había sido la gran decisión de Manuel, y él no se opuso. Lo miró profundamente, eso sí, para saber si Manuel decía la verdad. Pero (recuerda ahora José mientras mira las capelladas tristes de los mocasines, mientras aparta los cinturones más bonitos, mientras arregla cuidadosamente las rayas de los pantalones en el fondo de la caja), él había permanecido callado todo el tiempo, en tanto Manuel lo azotaba con aquella vieja historia de las momias fenicias, aquellas momias que Manuel quería estudiar; con esas civilizaciones que le atronaban la sangre para lo cual había que cruzar el océano, para lo cual había que sumergirse en viejas bibliotecas, conseguir determinada cantidad de dólares y separarse de todos. Porque había que irse. Cosa de algunos meses, decía Manuel. La Universidad de Egipto publicaría su trabajo, y entonces sería todo más fácil. (Ahora José retiene entre sus manos la camisa azul, la más gastada, la que había usado Manuel la noche en que se despidieron.) Era fácil pensarlo, y también repasar el inglés con Miss Weson, aquella vieja rubia del secundario, sosteniendo absurdas conversaciones que divertían tanto a Manuel. Y el hecho apasionante de trasladarse luego a Luxor o a Karnak, y viajar después a Turín, llamado por las inmensas colecciones del Museo Egipcio, o a Berlín para admirar el perfil casi transparente de Nefertiti. Pero -y Manuel se lo había dicho en infinidad de conversaciones- lo difícil era cruzar el océano, trepar sobre las olas, temblar en mitad del mar, y sonreír como ahora con una sonrisa incierta. (Ahora José mete la mano en el bolsillo de un jean de Manuel, y saca unos papeles.) Y a la salida del cine aquella noche habían discutido: viejo, por las momias, parece mentira, dijo después Manuel; claro, por Amenofis IV, por Ramsés II, o sus descendientes. Pero estaba el mar de por medio, el miedo de por medio, y también el deseo insoslayable de José, de que Manuel interrumpiera el proyectado viaje a la solitaria Abu Simbel. (Ahora José lee la carta; la lee, mientras se olvida de apilar la ropa, mientras una percha que dice Hotel Rio se descuelga y cae al fondo del guardarropas.) Pero Manuel obstinado sabía repetir a tiempo lo que quería para sí: eso del Valle de los Reyes, de los tesoros robados a los faraones. Entonces José callaba. (Y lee que la decisión está tomada. Lee que se irá por mar. Lee que el mar lo atrae, que la obscuridad de la noche lo atrae, y que la conjunción de ambas cosas es como una insolente verdad que acaba allí, donde el horizonte se quiebra obscuramente.) Entonces José callaba, porque no tenía grandes sueños en la vida. Se contentaba con poco: una salida al cine, una comida en un restaurant, unas vacaciones en la costa, quizás un viaje a Río,y ya era feliz. (Entonces lee que la decisión estaba tomada desde hacía mucho, que en cualquier momento la obscuridad del mar lo cubriría...,y,piensa José, el cuerpo de Manuel se habría empapado de agua salada, como las lágrimas que ahora derrama; y la camisa gastada, la de aquella noche, quedaría como tremenda evidencia.) Guillermo Capece (año 1972)
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Guillermo Capece
Abrazo
inocencio rex
encantado de haberlo leido le dejo mis 5 estrellas de aficionado
Guillermo Capece
florencio malpica
Hoy te doy un par de estrellas pero en el futuro se que tendras muchas EXITOS
Guillermo Capece
Arturo Palavicini
Que extraordinario ritmo le has puesto a este relato; este viajar de los pensamientos a las acciones del personaje, le agregan un ritmo mágico.
Felicidades es un extraordinario relato.
Un abrazo.
Arturo Palavicini